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TRIPLE FUGA

Sabía que István y su familia hablaban en serio cuando sugirieron que me quedara todo el verano, pero me había desviado tanto de mi austero programa que, cuanto más disfrutaba de aquellas miríficas semanas, más me remordía la conciencia. Así pues, escribí a Londres para avisar sobre fechas aproximadas y direcciones para el envío de dinero (mi parasitaria vida castelar había dejado mis fondos relativamente intactos, pero pronto necesitaría una nueva remesa). Entretanto, el valle con su poderoso hechizo me instaba a desistir de mi plan ideal, y brotaban por doquier nuevas sugerencias animándome a demorar la partida. «Si te quedaras —dijo István una mañana—, podríamos ir a cazar gamuzas»; y luego venados, y después osos. Le contesté que nunca le había disparado a nada mayor que un conejo, pero entonces repuso: «Yo te enseñaré». ¿Y qué tal ir a cazar zorros con la jauría del barón Wesselenyi? Eso sí podría hacerlo. Lo malo era que no tenía dinero. István sonrió.

«No te preocupes —dijo—, yo tampoco. Aquí nadie tiene dinero.»

Hubo que interrumpir la cuestión, pues se estaba preparando otra salida: un grupo de doce en dos coches de caballos se disponía a subir a la montaña a pescar cangrejos en un arroyo, e István y yo íbamos a adelantarnos. Encontramos el arroyo: discurría entre rocas y helechos en un claro lleno de palomas torcaces, en el que todos los zorros de Transilvania, con sus zorras, podrían haber estado decadentemente envueltos en magenta. Llegaron los demás y fue como si cada canto rodado y cada mata de algas escondiera nuestras presas. En seguida tuvimos las cestas a rebosar y en la bajada se podía oír el chasquido de sus pinzas velludas. Habíamos dejado los caballos junto a un molino de agua, donde se les habían unido los carruajes, y todos los caballos pastaban desensillados y sin arneses en un campo en ligera pendiente. Se había encendido una fogata y dejado las botellas a refrescar en el arroyo del molino.

La más activa del grupo había sido una chica guapa y divertida que llevaba una falda roja. Se llamaba Angéla (con ge fuerte y el acento en la segunda sílaba) y vivía a pocos kilómetros de la casa de István, subiendo por el río y hacia el interior. Era unos años mayor que yo y estaba casada, aunque no felizmente. Nos habíamos cruzado en casa del conde Jenö y después habíamos bailado con improvisado abandono aquella velada en que Dinah y las canciones gitanas se entremezclaban en el aire. No podía evitar seguir todos sus movimientos. Durante la caza del cangrejo ella saltaba descalza por las rocas con la ligereza de un íbice, haciendo flotar su melena. Resultó ser tan temeraria e impulsiva como se suponía que era yo, y al instante brotó entre los dos una afinidad natural, azuzada —creo— por un afecto divertido por su parte y un encandilamiento absoluto por la mía. La comida se alargó hasta tarde. Fui con ella a pasear por el bosque e incitados por la espesura, la caída de la noche y lo remoto del lugar al que nos llevaron nuestros pasos, se derrumbaron todas las barreras. Cuando finalmente oímos las voces que nos llamaban por nuestros nombres de pila, no estábamos muy seguros de dónde nos encontrábamos. Echamos a correr hacia el punto de reunión. Se estaba ensillando a los caballos y ajustando correas. En el camino de regreso, la empinada pendiente de la vereda de hierba los obligaba a bajar frenando con fuerza, y el tambaleante haz de luz de las lámparas encajadas a cada lado de los carruajes iluminaba los troncos de los árboles.

De repente todo había cambiado de una manera maravillosa, y gracias al buen humor de Angéla cualquier cosa resultaba igualmente alegre y cómica. Durante los dos días siguientes y sus dos noches, cada rato en que no estuviéramos enroscados el uno en el otro parecía una pérdida de tiempo. Por un golpe de suerte, la familia de Angéla se encontraba en Budapest. Pero por muchas razones no nos era fácil vernos y maldijimos el bosque que se interponía entre nosotros. István era un viejo amigo y, por supuesto, comprendió en seguida la situación y acudió al rescate con un plan irresistible: le pediría prestado el automóvil a un amigo que vivía pasado Deva y nos iríamos los tres de escapada hacia el corazón de Transilvania.

Recogí mis bártulos y me despedí de todos (después de la excursión emprendería el camino hacia el sur). La suerte estaba echada. Llegó el coche, István y yo nos marchamos, y a los pocos kilómetros, en el sitio acordado, subió Angéla y partimos exultantes rumbo al este.

El auto prestado era un coche azul de paseo, antiguo y reluciente, con espacio para los tres en la parte delantera. Tenía una capota de lona con ventana de celuloide detrás y una bocina de goma escarlata que, al presionarla un ratito, emitía de mala gana un mugido ronco por su cornamusa de latón, que reverberaba por los cañones y avisaba al ganado de la carretera (excepto a los búfalos, con los que aplicábamos la máxima náutica del conde Jenö). Las carreteras no eran buenas: roderas y baches hacían cabecear el coche como barco en mar picado, y nuestro avance por la ribera del Maros iba dejando un espectral cilindro de polvareda. Levantada a nuestro paso, se cernía sobre nosotros cada vez que nos deteníamos, y cuando llegamos a la vieja capital principesca de Transilvania parecíamos tres fantasmas.

El problema de los nombres, que pesa sobre todas estas páginas, se desborda en esta parte. La dacia Apulon se convirtió en la Apulum latina (el lugar estaba repleto de vestigios de la vieja colonia romana). Pero ambos nombres quedaron silenciados cuando la expansión callada y amortiguada de los eslavos sofocó para siempre los viejos nombres de Europa del este. La rebautizaron Bălgrad, «la ciudad blanca» (una de tantas) tal vez debido a sus muros pálidos. El tema del blanco cuajó: los sajones la llamaron Weissenburgo, aunque después sería Karlsburgo en honor al emperador Carlos VI, que construyó la magnífica fortaleza en el siglo XVIII. Los húngaros habían adoptado ya esa referencia a la blancura, pero también introdujeron el nombre Julius, por un príncipe húngaro de mediados del siglo X que había visitado Constantinopla y había sido bautizado allí: la llamaban Gyulaféhervár, «la ciudad blanca de Gyula». Por su parte, los rumanos se mantuvieron fieles a Bălgrad y adoptaron a continuación el nombre latino medieval de Alba Iulia.

¡Ojalá el conde Jenö y la condesa hubieran estado con nosotros! Ella nos habría hablado de Miguel el Valiente, aquel príncipe de Valaquia que conquistó Transilvania en el siglo XVII, y nos habría contado cómo, al tomar también Moldavia, puso brevemente los tres principados bajo un único cetro, anticipando durante un solo y turbulento año lo que ahora era el moderno reino de Rumanía. (En conmemoración de aquella hazaña, el rey Fernando y la reina María fueron coronados aquí tras la transferencia de soberanía al término de la guerra.) Y en cuanto el conde no pudiera oírnos, la condesa seguramente nos habría contado cómo el prolongado desgobierno rumano había culminado en 1784 con una sublevación sembrada de matanzas y horrores, a la que había dado fin el descuartizamiento de dos de los cabecillas a las puertas del castillo. Por su parte, el conde Jenö nos habría llevado a ver la catedral, como hizo István. El antiguo edificio románico había quedado gravemente dañado por los tártaros, y János Hunyadi había acometido una fastuosa reconstrucción de estilo gótico tardío, así que una vez más nos encontrábamos rodeados de arcos apuntados. La ciudad entera estaba impregnada de historia transilvana, habiendo gozado de especial celebridad en la era posterior a la derrota de Mohács. La Gran Llanura Húngara había quedado reducida a un bajalato turco, mientras el resto noroccidental transdanubiano fue reivindicado por el hermano del emperador Carlos V, el rey Fernando. Transilvania, el otro tercio de aquel reino desmembrado, sobrevivió como baluarte de un monarca rival, el rey Juan Zápolya. Cuando este murió, la decidida reina Dowager, Isabel de Polonia, impidió que se descompusiera la menguante parte oriental del reino, siendo su hijo, Juan Segismundo, el último rey electo húngaro. Para entonces no quedaba nada del antiguo reino salvo Transilvania y, a la muerte del joven rey, estos dominios orientales, hoy una inmensa provincia aislada, se convirtieron en un principado que solo aceptando un oscuro vasallaje al imperio turco logró esquivar la reivindicación de los Habsburgo. A partir de ese momento y durante más de un siglo, hubo una extraordinaria procesión de príncipes transilvanos, que se sucedieron unos a otros hasta que la Reconquista puso fin a la principesca ristra en 1711, cuando Transilvania entró a formar parte una vez más de Hungría (recompuesta y redimida, ciertamente, pero bajo la dinastía Habsburgo).

La reina Isabel y Juan Segismundo estaban sepultados bajo las bóvedas, así como János Hunyadi y su hijo Lászlo, decapitado en Buda, y también los príncipes de las familias Apafi y Bocskay y el asesinado cardenal Martinuzzi. El bello palacio episcopal, un silencioso laberinto de muros color ocre, y la sombra de los castaños convertían esta parte de la ciudad en una Barchester transilvana. (Tiempo después, en el siglo XVIII, el obispo y conde Batthyány aportó al municipio una biblioteca fabulosa con libros de gran valor, como uno de los manuscritos más antiguos del Cantar de los Nibelungos.) Otro benefactor fue el gran Gabriel Bethlen, que había fundado una Academia.[52]

Casado con la hermana del elector de Brandenburgo, fue uno de los príncipes más activos de la mencionada serie, un poderoso cabecilla protestante favorable a Occidente durante la Guerra de los Treinta Años, y un aliado del elector palatino, la Reina de Invierno y Gustavo Adolfo.

Los primeros príncipes Rákóczi fueron también paladines de la Reforma. Para reforzar la causa con el apoyo dinástico de Inglaterra y el Palatinado —y tal vez de la Bohemia recuperada—, Segismundo, hermano de Jorge Rákóczi II, casó con la hija de la Reina de Invierno, Enriqueta. De este modo, durante gran parte de aquel extraño período, Transilvania no solo fue el baluarte de las libertades húngaras, sino también refugio de las variopintas sectas protestantes que arraigaron allí. Fue también una especie de edad de oro de las humanidades. La parte sajona de la población seguía a Lutero, los húngaros adoptaron el calvinismo (que ganaba cada vez más adeptos justo al otro lado de la frontera, en Debrecen), y prosperaron varios tipos de unitarios. Todos ellos compartían un mismo sentimiento anti-Habsburgo y una reacción contra la intransigencia jesuítica. Los príncipes lograron imponer un considerable grado de tolerancia entre las diversas iglesias. El fervor sectario no alcanzaba las cotas de vehemencia que prevalecían en Polonia y Austria, e incluso ahora la rivalidad entre confesionalidades era menos acerada. (István había sido bautizado protestante igual que su padre —si bien personalmente se inclinaba mucho más hacia el catolicismo—, mientras su hermana, igual que la madre, era católica. Esta distribución de los hijos de matrimonios mixtos no era nada excepcional en aquella zona.)

A pocos kilómetros en dirección norte tomamos un desvío. En el pueblo al que conducía se percibía mucho movimiento, y durante todo el trayecto se podía oír alboroto de corrales. Antes de llegar hubo que arrostrar ganado y una densa cortina de nubes de polvo, y finalmente nos encontramos en medio de un tropel de trajes típicos de una veintena de pueblos. Se habían montado casetas repletas de cinturones de cuero tachonados, chaquetas de vellón, blusas, pañoletas y sombreros cónicos blancos y negros. Había también cinchas, bocados, espuelas, arneses, cuchillos, hoces, guadañas y festones de latón y relucientes cencerros de hierro recién salidos de la forja; iconos enmarcados en oropel para los ortodoxos, y montoncitos de rosarios para los católicos; ristras de ajos y cebollas, puntas de pimentón verde y de la variedad roja incendiaria; mangos, rastrillos, horquillas para el heno, cayados, varas, abrevaderos, yuntas, mayales, flautas talladas y cubiertos de madera como los que fabricaban los gitanos en el patio de István, todo en madera de fresno. Había cazuelas, jarras y cántaros grandes para llevar al hombro o encima de la cabeza, agrupados a centenares; filas de zapatos ordenadas alternativamente en posición de firmes y de descanso, y puñados de aquellos mocasines de cuero sin curtir con la punta hacia arriba, colgados de sus propias correas. Le compré a Angéla una navaja de bolsillo y una pañoleta naranja para el polvo del camino, y ella me regaló casi dos metros de galón rojo y amarillo para usarlo como faja, de siete centímetros y medio de ancho, que cortaron de una bobina inmensa cual rueda de carro. Bebimos tzuica en cañas altas, que se servían en unas mesas de borriquete bajo las acacias, y tuvimos que hacer serios esfuerzos para escucharnos, desgañitándonos al oído. Pero los animales, el pregonar de las mercancías, el regateo a voces, los violines, las estridentes lengüetas, la pandereta y la flauta de un tipo que paseaba a su oso atado, así como el asedio de los mendigos gitanos, formaban una barrera tan tupida que tuvimos que rendirnos y acabamos mirándonos bajo la luz multicolor, sonrientes y sin atrevernos a abrir la boca. Las vestiduras negras de los judíos salpicaban el mar de túnicas blancas y los vivos colores de los campesinos. Había gitanos por todas partes: mujeres como andrajosos arcos iris mendicantes, niños de pecho aún demasiado pequeños para hablar pero hechos unos tunantes, que se agarraban a cualquiera despiadadamente, y los hombres de aspecto más salvaje que hubiera visto en mi vida: morenos como cuarterones, con barbas desaliñadas, rizos enmarañados negros azulados cayéndoles por los hombros, y ojos de devoradores de hombres. Los borrachos daban tumbos agarrados de dos en dos o roncaban a la sombra de sus carretas. Rodeando la escena, altísimos carros de heno con las rejillas formando vertiginosos cuadriláteros. Encima de uno ponía temerariamente un huevo una gallina nómada, escapada de una gallinería que dormitaba un poco más arriba. Las varas de las carretas formaban un revoltijo de diagonales en las alturas, y cientos de caballos de la robusta raza transilvana relinchaban y resoplaban inquietos en las lindes del pueblo. El lugar podría haber sido un campamento tártaro. Más allá de los tejados de paja y del follaje, el macizo occidental del viejo principado ascendía escalonadamente hacia un horizonte ribeteado de picos.

«¡Qué lástima que tengamos tan poco tiempo!»

Con una mano al volante, István señaló la cadena montañosa y nos habló de las maravillas que nos estábamos perdiendo, mientras nos conducía hacia el interior de la inclinada meseta central. Había unas antiguas minas de sal romanas, cuya mano de obra estaba integrada hasta la fecha por presidiarios. Sus túneles llegaban al corazón de las montañas, horadando infinitos zigzags de roca en los que el eco reverberaba una y otra vez hasta perderse en las profundidades. En una galería el eco se repetía dieciséis veces, y al gritar aún más dentro, todo el interior del macizo retumbaba como hendido por un trueno encabritado. Cada arroyo y cada río, cual ramas extendidas, ofrecían nuevas maravillas: profundas grietas de piedra caliza, grutas inmensas recargadas de arcos, arcadas y extrañas ventanas naturales esculpidas por invisibles corrientes de agua que rugían en la oscuridad, y cavernas en las que las estalactitas y estalagmitas se buscaban unas a otras o se fusionaban indisolublemente formando pilares con cintura de avispa. Por encima se elevaban castillos, y había viejos pueblos saqueados por los mongoles, en pleno derrumbe todavía, entre lúgubres bosques donde los pastores rumanos se llamaban entre sí y a sus rebaños usando cuernos de madera de tilo reforzados con metal, de varios metros de largo, como los que resuenan por las praderas alpinas y por los pastos del Tíbet.

La ancha calle principal de Turda —o Torda— me recordó a Honiton. «Son todos zapateros remendones, curtidores y alfareros —dijo István—, y muchos de ellos son socinianos.» Angéla preguntó qué significaba «sociniano», y por una vez pude explayarme (lo había mirado en la biblioteca del conde Jenö). Se trataba de una secta de unitarios que había surgido en este rincón del mundo, y se llamaban así por una familia de teólogos de Siena, los Sozzini. En estas regiones en concreto debían su nombre a un tal Fausto Sossini, un aventurero sobrino del fundador, que partiendo de la corte de Isabel de Médicis recorrió Transilvania y en 1578 se estableció en Kolozsvár, donde sus doctrinas echaron hondas raíces heterodoxas. De allí marchó después hacia Cracovia.

—Sí, pero ¿en qué creen? —dijo Angéla.

—Pues —respondió István algo dubitativo—, para empezar no creen en la Trinidad.

—¿Oh? —Y tras un segundo de reflexión doctrinal, Angéla sentenció—: Menudos zoquetes —e István y yo soltamos una carcajada.

Nos topamos con la iglesia calvinista. El vetusto edificio era sobrio como un conventículo, con el Decálogo inscrito en magiar sobre la mesa de comunión. Igual que en las parroquias inglesas, los números de los cánticos del domingo anterior estaban enmarcados en madera en un pilar junto al elevado púlpito. El único elemento decorativo eran los bancos barrocos, pintados de verde claro y con detalles en dorado, como si los pastores hubieran decidido que los católicos no tenían que ser los únicos con estilo propio. Tres hermanas de mediana edad, sus caras como tres manzanas reinetas bajo las cofias, pulían enérgicamente los bancos, ordenaban los misales e himnarios de las repisas de los bancos y sacudían el polvo de los cojines.

Bramaba el motor atravesando a toda pastilla esta tierra de Canaán. Alineadas junto a las lindes de los bosques había hileras de colmenas que se habían sacado para el verano, y gavillas y almiares desperdigados por las escarpas rayadas de vides. La cascarilla de la trilla se mezclaba con la arena del camino. Rebaños y manadas empezaban a alargar ya sus sombras cuando coronamos una cima bajo la cual se extendía una ciudad. Salimos del coche al pie de una ciudadela, vigía imponente del siglo XVIII, para contemplar la descendente maraña de tejados. Abajo, varios puentes cruzaban la curva de un río conectando la urbe con la parte antigua. Para los rumanos era Cluj, y Klausenburgo para los primeros colonos sajones que la fundaron o refundaron, pero los húngaros seguían llamándola, inexpugnable e inmutablemente, Kolozsvár.[53] El sol caía en dirección a la cuenca fluvial, bañándolo todo en la luz del atardecer, prendiendo llamaradas en las ventanas y en las caras occidentales de las cúpulas, chapiteles y el gran número de campanarios, y cubriendo de sombras los muros orientales. Mientras contemplábamos la escena, en uno de los campanarios las campanas empezaron a dar las cuatro, en seguida otro aceptó el desafío, seguido por un tercero, y al instante grandes toneladas de bronce sectario llenaron el ocaso con el tañido de sus rivalidades ancestrales. Hasta los armenios, asentados en esta ciudad desde hacía un par de siglos, lanzaron su propio repique. Solo las sinagogas permanecieron en silencio.

Al montar de nuevo en el coche, se nos vino encima un enjambre de gitanillos que habían bajado a todo correr de sus cuevas y chabolas. Se apiñaron sobre el estribo y el capó, gritando, suplicando y enredándonos con sus bracitos morenos como si fueran zarcillos, de los que solo logramos zafarnos lanzando monedas por encima de sus cabezas cual confeti. Liberado al instante, el coche se deslizó pendiente abajo y cruzamos uno de los puentes para entrar en la ciudad vieja.

Nuestro viaje era secreto. La ciudad representaba menos peligro que si hubiéramos llegado en invierno, con su apogeo de fiestas y los teatros y la ópera a rebosar, pero se suponía que no debíamos estar allí, sobre todo Angéla. István disfrutaba de lo lindo con esa atmósfera de clandestinidad, y lo mismo nos pasó a nosotros dos. Le daba un toque estimulante al viaje, como de ópera cómica. Así pues, dejamos el conspicuo automóvil a las afueras de nuestro barrio y recorrimos sigilosamente la ciudad como salteadores de caminos. István iba delante y se paraba en las esquinas para echar un vistazo antes de torcer, por temor a toparnos de bruces con algún conocido. Efectivamente, una de las veces susurró de repente: «¡Media vuelta!», y nos guió hasta la tienda de un quincallero y tintorero donde, de espaldas a la puerta, estuvimos mirando con mucho interés una selección de ratoneras hasta que hubo pasado el peligro. El conocido en cuestión era una persona con la que había ido al colegio en Viena.

La ciudad vieja estaba llena de residencias urbanas y palacios, la mayoría vacíos pues sus propietarios habían acudido a las labores de la cosecha. Gracias a eso, István había telefoneado y pedido prestadas unas preciosas habitaciones abovedadas en uno de ellos, no lejos de la casa donde nació Matías Corvino.

Había muchos vestigios de su reinado. En la magnífica plaza del mercado, una espléndida estatua ecuestre representaba al rey con armadura, rodeado de sus caballeros y comendadores, y apilados como trofeos a sus pies montones de estandartes con la media luna y la cola de caballo. En el pedestal solo figura tallada la inscripción MATTHIAS REX (cuando se erigió, no hizo falta añadir HUNGARIAE, por lo que tanto los rumanos como los húngaros podían sentirse perfectamente orgullosos de su parentesco con él). La mayoría de los nombres asociados con el lugar estaban sacados directamente de las novelas de Jókai. Echamos un rápido vistazo a las arcadas barrocas y a los libros y tesoros del magno palacio Bánffy. ¿Me equivoco al recordar que Liszt dio conciertos en él? Creo que Don Giovanni se cantó en húngaro en esta ciudad de tres nombres antes incluso que en Budapest. Entramos en la gran iglesia católica de San Miguel (un edificio gótico que desde la ciudadela me había parecido descomunal) justo cuando todo el mundo salía de las vísperas, y el interior en penumbra, alumbrado solo por titilantes parrillas de velas, parecía aún más grandioso, y umbrosamente espléndido. Los pilares agrupados de la nave subían sin capiteles que estorbasen ni detuviesen el vuelo de la mirada hacia arriba, donde se curvaban para buscarse unos a otros, formar ojivas y crear con sus lianas redes helicoidales y bóvedas inguinales y claroscuros.

El New York, un hotel al otro lado de la plaza mayor (y gran punto de encuentro durante la estación invernal), atrajo a mis compañeros como un imán. István dijo que el barman había inventado un cóctel increíble —solo superado por el denominado Flying del bar Vier Jahreszeiten de Múnich— y que sería un crimen no probarlo. Entró a paso ligero, nos hizo un gesto con la mano desde lo alto de unos peldaños dando a entender que no había moros en la costa, y nos acomodamos los tres en una esquina estratégica mientras el barman-genio se entregaba como loco a la coctelera. No había nadie más en el bar: se estaba haciendo tarde y se oía, amortiguado, el alegre compás de vals de Die Fledermaus, lo que indicaba que todo el mundo estaba en el comedor. Bebimos con recelo y deleite, rodeados de una decoración Regencia neorromana, de tonos crema, sangre de toro y dorado. Los capiteles corintios extendían sus hojas de acanto y, entre las columnas, tiras de festón rodeaban panoplias de carcajes, cuernos de caza, liras y violines. La conversación, acompañada por la bebida, giró en torno al asunto del disimulo y el secreto. «Quizá podría fingir que tengo dolor de muelas», propuso Angéla después del segundo cóctel, y se envolvió la cabeza con la pañoleta nueva a modo de venda encubridora. «O —prosiguió, tapándose la cara con la tela estirada justo por debajo de los ojos— llevar un velo de musulmana. O simplemente taparme por completo.» Se envolvió la cabeza con el pañuelo y lo ató con un lazo en lo alto como si fuese un pudin de Navidad. Imperturbable, el barman nos sirvió una tercera ronda de copas y desapareció justo cuando Angéla volvió a emerger, sacudiendo la melena y encontrándose las bebidas allí delante como por arte de magia. Yo sugerí recurrir al casco de oscuridad de Perseo, pero István pensó que el Tarnhelm de Sigfrido sería aún mejor; de ese modo, ella no solo podría hacerse invisible, sino además convertirse en otra persona: el rey Carol, Greta Garbo, Horthy, Mussolini y Groucho Marx fueron las personalidades propuestas, seguidas por el príncipe de Gales, Jack Dempsey, la reina María y Charlie Chaplin. Laurel y Hardy, tal vez. Uno de los dos, claro; tendría que escoger, pero ella insistió en los dos a la vez.

De ahí pasamos al tema de ver doble (la bebida empezaba a hacer estragos). Salimos del bar caminando con cuidado y con el adecuado sigilo, y muertos de risa. Nos subimos a un carruaje tapado con capota que en invierno habría sido un trineo, y nos alejamos traqueteando en dirección a un discreto restaurante cíngaro en los aledaños de la ciudad, del que regresamos a nuestro elegante alojamiento abovedado, incandescentes por efecto del pimentón y los glissandos.

¡Qué estimulante despertarse a la mañana siguiente con la disonancia de campanadas recíprocamente cismáticas mientras el sol de julio, colándose por las contraventanas medio cerradas, dibujaba listas de luz sobre la colcha! Envueltos en pieles y alamares, los potentados de las paredes de la sala del desayuno nos vigilaban con las manos serenamente cruzadas sobre las empuñaduras de sus cimitarras. Nosotros los contemplábamos también, admirando los múltiples pliegues de sus ribetes de colores brillantes. Precedido por una humareda, un anciano criado con delantal de paño nos trajo café y cruasanes desde una parte alejada de la casa, y mientras colocábamos las cosas y empezábamos a mojar los bollos y beber el café, nos dio una noticia que provocó de súbito un largo silencio empañado de tristeza: Dollfuss había sido asesinado por los nazis la noche anterior. Pero, como ocurriera con la purga de junio, hacía un mes, nuestro estado de ánimo era tal que el abatimiento no duró mucho más que el rato del desayuno. Todo aquello parecía quedar demasiado al oeste. Aun así, solo habían pasado cinco meses desde que había visto en Viena al diminuto canciller encabezando aquella sombría procesión que siguió a los disturbios de febrero. En aquellos días ni siquiera había oído hablar de Cluj, Klausenburgo o Kolozsvár. Transilvania sí había sido un nombre familiar para mí desde siempre. Era la pura esencia y símbolo de lo ignoto, de lugares medio míticos perdidos entre bosques frondosos, y estando allí me parecía aún más remota y más cargada de encantos. Bajo la influencia de su hechizo éramos inmunes a los augurios, y el embrujo de la comedia, la aventura y el deleite que envolvía nuestro viaje habrían requerido algo más drástico y más cercano para romperlo.

Nuestra euforia era absoluta. Nos acompañó todo el día por oscuros desfiladeros, bosques inclinados y pastos empinados, y por un valle en el que la calima serpenteante de sauces y chopos señalaba las curvas del Maros una vez más. En seguida percibimos una sutil diferencia en las ciudades y pueblos, no tanto en el paisaje (que cambiaba sin cesar), sino en sus habitantes.

En las pocas ciudades transilvanas que había visto se oía mucho húngaro, y también alemán entre los suevos de Arad, mientras en los pueblos y la campiña el rumano había sido prácticamente universal. Ahora, de pronto, los boyeros que daban de beber a sus caballos en los abrevaderos de madera, los campesinos que se afanaban en los campos, los pastores que acariciaban sus cayados bajo los árboles y los pescadores que lanzaban sus redes al río hablaban todos magiar. Estábamos en tierra de sículos, los húngaros de Transilvania, un pueblo de medio millón o más que habita un enclave enorme de los Cárpatos orientales y meridionales. Esta posición geográfica, aislada en medio de un mar de rumanos, situaba el problema etnológico más allá de toda solución.

Hay quien afirma que los sículos son los habitantes más antiguos de la provincia. Los rumanos, como sabemos, lo rebaten con todas sus fuerzas. Se creía erróneamente que los sículos eran una antigua escisión de los hunos —como los magiares mismos, solo que estos se habrían escindido mucho después—. Otros sostenían que cuando Carlomagno expulsó de la Gran Llanura a los ávaros, algunos de ellos podrían haber llegado a estas montañas. ¿O —se preguntaban otros— podrían ser los descendientes de los belicosos kabar, una tribu-facción que se había unido a los magiares (y más tarde había formado parte de la vanguardia de las huestes de Árpád) durante su nebulosa permanencia en el imperio jázaro? La teoría más reciente, según creo, defiende su origen magiar: de alguna manera quedaron separados de las tribus principales mientras se trasladaban hacia el oeste desde Besarabia, con los pechenegos pisándoles los talones. Debieron de avanzar en línea recta, cruzando los puertos más próximos hasta llegar a su hábitat actual, mientras los demás proseguían el rodeo hacia la Gran Llanura. Si así había sido, cuando los magiares se expandieron de nuevo hacia el este se habrían encontrado con sus parientes los sículos, ya asentados en Transilvania. Existen pruebas convincentes de que los primeros reyes húngaros los establecieron o bien confirmaron su presencia a lo largo de los Cárpatos como fuerza fronteriza permanente, en guardia ante las incursiones bárbaras posteriores. No hay nada incompatible en estas dos últimas teorías. En cualquier caso, fueron durante toda la Edad Media los guardianes y ligeros jinetes de la marcha oriental, fieles en las contiendas a la veloz táctica parta heredada de su pasado nómada, tan diferente a la de la caballería principal húngara, que se lanzaba al campo de batalla blindada de pies a cabeza. Los húngaros, los sículos y los sajones gozaron de amplio autogobierno bajo la corona húngara, y por mucho que calzasen aquellos mocasines y siguieran firmando con el pulgar, muchos sículos recibieron títulos nobiliarios en masse. Las tres naciones —o, mejor dicho, sus cabecillas y nobles— tenían voz en los concejos de Transilvania.[54]

El automóvil avanzaba a duras penas entre las carretas y el ganado de la metrópoli de los sículos y, por los sonidos que nos llegaban, bien podría haberse dicho que nos encontrábamos en el corazón de una ciudad de alguna región rural húngara. Agonizaba otro día más de mercado en Târgu-Mureş —todavía Márosvasarhély para sus habitantes—. Creí distinguir, sin necesidad de consultarlo, una fisonomía diferente (entrecejos, mejillas y mentones algo más romos y más angulosos a la vez) que se correspondía con el cambio del idioma. Había también una diferencia en los trajes, aunque el tiempo ha borrado los detalles concretos. Todos gastaban zapatos de cuero sin curtir y con correas, con el gorro de vellón o el sombrero chato de fieltro negro. Pero a lo largo de todo mi itinerario la diferencia principal entre los campesinos húngaros y los rumanos había sido la túnica o camisola con faldón, ceñida con un cinturón ancho, que estos últimos llevaban por fuera de los pantalones. Tanto unos como otros usaban camisas de lino blanco de confección casera, aunque las de los húngaros estaban siempre abotonadas bien prietas al cuello, y sus pantalones tenían perneras inusitadamente anchas y a veces plisadas, de modo que casi parecían faldas largas. Gatya Hosen, los llamaba István. A menudo eran sustituidos por holgados calzones negros y relucientes botas de caña alta. Pero aquí los campesinos, casi sin excepción, usaban unos pantalones estrechos y blancos hechos en casa que parecían leotardos de fieltro. En la Gran Llanura Húngara y en Transilvania la vestimenta de las mujeres había ido variando todo el tiempo. Cada pueblo y cada valle imponía una combinación diferente de colores y estilos: galones, túnicas, encajes, cintas, festones, gorgueras, fajas, gorras, pañoletas, cofias y trenzas sueltas o recogidas, todo un conjunto de detalles que informaba sobre su condición de desposadas, novias, casadas, solteras o viudas. En algunos casos las cofias enmarcaban estas cabezas como espata y espádice, y las de las sajonas eran alargadas como rígidos cilindros escarlatas. Había corpiños, mangas sueltas o tableadas, bordados, monedas de oro adornando la frente o el cuello o ambos, mandiles por delante y por detrás, enaguas y faldas cubriendo en mayor o menor número las caderas a modo de verdugados, acompañadas ocasionalmente por botas rusas de colores. Estas galas rurales impregnaban de un aire festivo cualquier reunión, sobre todo dada la gran belleza de las muchachas húngaras y rumanas. Las diversas poblaciones preferían mantenerse distantes, pero a medida que se mezclaban y superponían (magiares, rumanas, serbias, eslovacas, sajonas, suevas y a veces armenias y tal vez algunas rutenas en el norte), más llamativas resultaban.[55] El vestido de diario era una versión sobria de sus trajes de gala, pero estos protagonizaban un despliegue bellísimo en los días de fiesta o en las bodas. La vestimenta seguía siendo un elemento emblemático, y no solo entre los campesinos: un experto en símbolos rumanos y húngaros que se detuviera a observar a los transeúntes en un mercado (una pareja de soldados, un capitán del Roşiori, una priora ursulina, una hermana de san Vicente de Paúl, una clarisa franciscana, un rabino jasídico, un diácono armenio, una monja ortodoxa, un archimandrita uniato, un pastor calvinista, un canónigo agustino, un benedictino, un monje minorita, un noble magiar, un cochero con penacho de plumas de avestruz, un taxista ruso de voz agudísima, un gitano tirando de un oso y sus compañeros de tribu especializados en la talla de cucharas, un cardador de lana, un herrero, un boyero, un deshollinador, un leñador o un carretero, y sobre todo las mujeres procedentes de una docena de aldeas y labradores y pastores llegados de una infinidad de valles y sierras) habría podido recitar de corrido su procedencia tan rápido como un heraldo que echara un vistazo a los estandartes y sobrevestes de una batalla del siglo XIV.

Junto a la mole de una iglesia en la plaza del mercado, un gitano presidía nidos de cestos. Angéla compró uno y, en cuanto lo hubo llenado de botellas y otras cosas ricas de los comercios y tenderetes, salimos con el coche marcha atrás muy despacio entre el gentío y, una vez fuera de la ciudad, recorrimos unos cuantos kilómetros y ascendimos hasta el filo de un empinado campo segado que se cernía sobre el río. En la subida, el motor asustó a una garza real, que se elevó por encima de las copas de los árboles de abajo y se alejó volando sobre los campos.

—¡Qué rápido alzan el vuelo! —exclamó Angéla—. Sin alboroto, como los cisnes.

—¡Ah! —dijo István—, eso es porque tienen cámaras de aire en los huesos —y nos quedamos mirando cómo se hacía cada vez más diminuta en la distancia.

Hicimos un picnic a la sombra de un roble. Las montañas que se escalonaban hacia el norte y el este formaban una masa de cañones y bosques. Repletos de osos, nos explicó István. El príncipe heredero Rodolfo y su grupo de amigos (¿o era el insaciable Francisco Fernando?) habían abatido sesenta durante sus varias temporadas en la zona. Cuando le preguntamos si quedaba alguno, István dijo: «Hay muchísimos». Él también había salido de caza por esos bosques interminables de coníferas. También había lobos. Los lobeznos estarían en pleno crecimiento justo en esa época.

Al descubrir que nos habíamos quedado sin cigarrillos, István se sacudió la modorra que le entraba siempre después de comer y volvió a la ciudad. Nosotros bajamos paseando hasta el río, nos bañamos y nos demoramos allí un buen rato, tumbados sobre la hierba, haciéndonos arrumacos y abrazándonos, para contemplar después las libélulas hender los rayos de sol que las ramas de sauce atrapaban y escindían en hilos, mientras nuestras soñolientas pestañas los fragmentaban aún más en haces prismáticos. Llegamos al roble justo cuando apareció el coche resoplando colina arriba. István nos contó que se había topado con un compañero húsar y que no había podido escabullirse, e hicimos broma de su tremenda popularidad. Dijo que le habría encantado haber bajado a bañarse. «Aunque ya para qué, si la siega ha terminado», me susurró al oído.

Paramos a recoger a una anciana que llevaba con mucho cuidado un gran cuenco tapado con un trapo. Le pregunté por mediación de István si era sícula, y me contestó: «No, solo magiar». Su rostro, enmarcado en una cofia de viuda bajo un sombrero de paja trenzada tremendamente ancho, parecía un hacha. Cuando Angéla le preguntó qué llevaba en el cuenco que con tanta cautela reposaba sobre sus rodillas, ella dijo: «Toque, toque», y levantó una esquina de la tela. Angéla se dio la vuelta y se arrodilló en el asiento, metió la mano y puso cara de sorpresa, levemente boquiabierta. La anciana soltó una risa desdentada y las dos me dijeron que probara yo, así que metí la mano y descubrí con sobresalto una masa de cálidos cuerpecillos plumosos e inquietos que se hizo audible en cuanto se les quitó la tela que los tapaba. El cuenco estaba lleno de patitos recién salidos del cascarón. Cuando la mujer se apeó, quiso regalarnos algunos como agradecimiento por haberla acercado. Pero se metió en la casa a toda prisa y salió con tres vasos de szilvorium.

Se estaba haciendo tarde. Dejamos la ribera, pusimos rumbo al sur y tomamos una carretera infame que ascendía junto a otro río —¿el Kokel?[56]— y luego de nuevo hacia el sur cruzando pastos y campos de rastrojo donde los espigadores se encorvaban entre sombras y rayos de sol bajos. Era una pacífica tierra de colinas, bosques y campos estampados de gavillas, como una escena de Samuel Palmer. Almiares en forma de pirámide arrojaban lanzas de sombra ladera abajo. Reses y rebaños volvían a casa envueltos en halos de polvo. Una vez más, había algo diferente en el paisaje y en los pueblos, pero costaba distinguir qué era. Las tejas iban sustituyendo los pajares y los amplios patios estaban cercados por muros, una granja con tejado a dos aguas en uno de sus flancos y portones horadados en la piedra con arcos rebajados lo suficientemente altos como para permitir la entrada de carromatos cargados. Predominaban el orden y el buen estado.

Allende las montañas del norte y del este las nubes habían estado organizándose en formaciones preocupantes, y relámpagos caniculares habían empezado a azogar los serenos cúmulos de borra iniciales. La danza eléctrica que recorría estos montículos de vapor los volvía verdiazulados y plateados y malvas, y con un estremecimiento de una fracción de segundo se hacían transparentes o bulbosos o finos como unas apariencias teatrales, como efectos escénicos de magnesio, como si un payaso atmosférico o un arlequín anduviera suelto por las colinas. Esta agitada secuencia de cambios de escena comenzó con la caída de la noche. La aparición de la octava luna llena de este viaje convirtió el firmamento en una alucinación, y, en el centro, allá en lo alto, justo delante de nosotros, un vertiginoso triángulo de empinados tejados, puntas, copas de árboles y precipicios almenados emergió como una ciudadela de un salterio iluminado.

«¡Mirad! —exclamaron István y Angéla—. ¡Segesvár!». Un rumano habría exclamado «Sighişoaŗa!», y un descendiente de los constructores de aquel elevado lugar habría dicho «Schässburg!».

Como Transilvania en Occidente, los nombres magiar y rumano de la provincia (Erdély y Ardeal) poseen los dos un significado que tiene que ver con el bosque. El nombre alemán, por el contrario, es Siebenburgen, palabra que evoca la presencia de siete fortalezas, cada una de las cuales con tres nombres a su vez. (No me atrevo a imponer al lector la lista completa de veintiún nombres.)

Lo que ocurrió fue lo siguiente. Cuando los primeros reyes de Hungría, principalmente Géza II en el siglo XII, encontraron desierta esta región (según cuentan las crónicas húngaras), hicieron llamar a colonias de «sajones» del Rin medio y bajo, algunos de Flandes y otros, según se dice, del Mosela. Incluso llegaron algunos valones. Cultivaron la tierra y construyeron las ciudades, a menudo sobre antiguos asentamientos dacios, como aquí. Esas son las Burgen en cuestión, y con el paso del tiempo las crecientes constelaciones de sus granjas y aldeas se ensamblaron como cola de milano con las regiones de los sículos, húngaros y rumanos. Un siglo después, amenazado por la vertiginosa expansión de los cumanos hacia el oeste, Andrés II hizo llamar a la orden cruzada de los caballeros teutones, que acudió desde Tierra Santa. Les concedió una franja de tierra alrededor de Kronstadt, pero cuando los caballeros quisieron independizarse y ofrecer el territorio al papa, el rey los expulsó. Se trasladaron entonces hacia el norte, se establecieron a lo largo del Vístula y fundaron el belicoso estado que más tarde acabaría siendo Prusia Oriental. Poco después estaban partiendo lanzas junto a los lagos masurios y hostigando lituanos entre los témpanos bálticos.

Entretanto, sus pacíficos precursores «sajones» prosperaban. Allí se habían quedado, más de doscientos mil. Pronto se convirtieron en la comunidad más avanzada de Transilvania. Cultivaron la tierra alrededor de sus granjas amuralladas, y sus múltiples oficios trajeron prosperidad. Se erigieron iglesias góticas, emergieron chapiteles, bodegas abovedadas horadaron las rocas y las ciñeron las almenas. Su dialecto hablado difería levemente del de sus paisanos occidentales, pero no más que cualquier dialecto regional. Después, cuando la Reforma se abrió paso hasta los Cárpatos, el sentimiento de solidaridad tribal les incitó a adoptar las enseñanzas de Lutero (también como una manera de apartarse del dogma sociniano, que había empezado a calar entre los calvinistas húngaros). Estos asentamientos siguieron una evolución notablemente parecida a la que experimentaron las urbes y aldeas alemanas de Occidente: predominaba el mismo modo de vida del artesano y burgués, muy diferente del brío y la vanagloria magiares, de la obcecación autosuficiente de los sículos y de la latente eficacia pastoral de los rumanos. En consonancia con la sobria diligencia y enjundia de los habitantes, floreció una arquitectura barroca provincial sólida, decorosa y en algunos casos espléndida, y surgieron teólogos y maestros. Me pregunto si acertaba al compararlos (en visitas posteriores) con los colonos puritanos del Nuevo Mundo. De todos modos, los ojos azules, los cabellos casi albos y el habla teutona que encontré por aquellos soportales y plazas de mercado muy bien podían haber pertenecido a algún lugar a miles de kilómetros al oeste. Nunca nadie los ha confundido con los pobladores germánicos posteriores que se asentaron en la Hungría reconquistada (por ejemplo, con los suevos de Arad). Parecía un milagro que estos habitantes, sus ciudades y aldeas, sus oficios y su idioma hubiesen salido tan escasamente dañados de los últimos ocho siglos de conmociones. Se llaman «sajones transilvanos», o «Sassen» en dialecto. Pero nadie sabe por qué, pues no tenían nada que ver con Sajonia. ¿Podría haber sido un vago término regional que se empleó para referirse a los «alemanes» en algún momento de la Edad Media, tal vez en la época de los emperadores sajones como Enrique el Pajarero, los Otones o Enrique el Santo? ¿O quizá después, bajo el reinado del cuñado de Enrique Corazón de León, Enrique el León?

Conozco de toda la vida el nombre de esta región, desde pequeño, de cuando se nos leía en voz alta el cuento de El flautista de Hamelin y escuchaba cómo los niños de Hamelin eran conducidos por la música de la flauta al interior de una montaña y volvían a emerger en los Cárpatos:

a las afueras de la ciudad de Hamelin, en la tierra de Brunswick,

En Transilvania hay una tribu

de personas extrañas que atribuyen

los modos y vestidos estrafalarios

que tanto inquietan a sus vecinos,

a que sus padres y madres emergieron

de una prisión subterránea

en la que habían sido introducidos

hace mucho tiempo en imponente formación,

a las afueras de la ciudad de Hamelin, en la tierra de Brunswick,

pero el cómo o el porqué es algo que desconocen.

La gruta en cuestión, la cueva de Almasch de la que emergieron, sigue siendo un lugar señalado. Se trata de una caverna, guarida de murciélagos, a unas cuarenta leguas al este de Schässburg en línea recta. Como el cuento describe que los niños procedían de Brunswick, cabe pensar que eran específicamente sajones.[57]

Quedaba demasiado lejos como para que Angéla o István corrieran peligro de encontrarse fortuitamente con algún conocido, así que no hizo falta esconderse y nos dimos un paseo por las empinadas callejas de la ciudadela. Contemplamos el paisaje que se extendía abajo, bañado por la luz de la luna, observamos las altas agujas empedradas y laminadas, y nos quedamos mirando las manecillas de un viejo reloj encima de una arcada, del que emergió una brusca figurilla para dar la hora. La ciudad resplandecía bajo la luz de la luna, pero al otro lado de las lejanas sierras espejeantes, hacia oriente, la tormenta de verano seguía estremeciendo el firmamento con sus descargas eléctricas. Nos hospedamos en una fonda de aguilones y ventanas emplomadas, en una plazuela elevada por encima de los tejados y de la triple ceñidura de la muralla, y cenamos en la Gastzimmer, en una recia mesa de madera de roble. Las copas contenían un vino fresco del lugar que acompañó los bocados de trucha pescada esa misma tarde, y cada imagen y cada sonido —las voces, las copas de vino, los tazones de piedra y los muebles relucientes tras dos siglos de pulimento— lo hacían más semejante a una Weinstube junto al Rin o al Necker. Cuando István se retiró, Angéla y yo nos sentamos en la gran sala de fumar, con las manos entrelazadas y la honda consciencia de que aquella era la penúltima noche de nuestra escapada. Hay momentos en que una hora es más valiosa que un diamante. Las ventanas de gabletes del piso de arriba dominaban una vista tremendamente irreal. La luna había vencido a los mudos fuegos artificiales del este y del norte, y se habían remodelado todas las dimensiones. Apoyamos los codos en el alféizar y cuando Angéla giró la cabeza, su rostro quedó biseccionado por un instante, una mitad plateada y la otra fundida en el fulgor dorado de la lamparilla de la habitación.

«Mataron a Petöfi en algún lugar de estos campos», había dicho István. El zar Nicolás I había enviado un ejército para auxiliar a un Francisco José de tan solo dieciocho años cuando los húngaros, sublevados a las órdenes de Kossuth, desencadenaron una guerra por la independencia que a punto estuvieron de ganar. El conflicto se trasladó a Transilvania. En Segesvár se libró una de las últimas batallas de la campaña. Petöfi, devoto admirador de Shakespeare y Byron, fue un personaje atractivo, apasionado y bohemio. Muchos lo consideran el mejor poeta de Hungría. Tenía veintiséis años cuando cayó, después de luchar durante toda la guerra con temeraria valentía.

Pero, en los anales rumanos, Sighişoaŗa destaca por la presencia de un personaje extraño y asombroso del siglo XV, Vlad III de Valaquia. De no haber sido por cierta manía suya, habría entrado en la historia como un héroe. Descendiente de la gran dinastía de los Basarab, era bisnieto de Radu el Negro, nieto del príncipe guerrero Mircea el Viejo e hijo de Vlad el Dragón (así llamado, o al menos así se cree, porque el emperador Segismundo, su señor, aliado y enemigo, le había colgado al cuello la insignia de la Orden del Dragón). De niño, el tercer Vlad fue entregado como rehén al sultán, pero después accedió al trono valaco y luchó contra los turcos con brío y destreza. El castigo por su victoria vino del sultán Mehmet II, el conquistador de Constantinopla. Pero su punitivo ejército quedó detenido de súbito al toparse con una escena de horror inenarrable: un ancho valle, cubierto con los cadáveres de varios miles de turcos y búlgaros caídos el año anterior, suspendidos en plena putrefacción sobre un bosque de estacas, con el general del sultán ensartado en la estaca más alta, ceremoniosamente ataviado. El sultán, cuyos rasgos aquilinos y níveo turbante globular conocemos gracias al cuadro de Bellini y al grabado de Pisanello, había sido educado en la sangre, como un halcón, pero retrocedió espantado (algunos dicen que en señal de respeto ante la crueldad de su rebelde vasallo) y rompió a llorar. Efectivamente, la manía de Vlad a lo largo de toda su vida fueron los empalamientos. Muchos grabados de la época, en madera, representan al príncipe dándose un banquete en mitad de alguna cañada de los Cárpatos, como un alcaudón con sus provisiones de invierno, entre arboledas de enemigos empalados.

En Rumanía se le conocía desde siempre como Vlad Tsepesh, «el Empalador», pero para los extranjeros era «el hijo del Dragón», por asociación con su padre, Vlad el Dragón, Vlad Dracul. (Dragón en rumano es Dracu, con la ele final haciendo la función de artículo. De ahí que las extrañas invenciones de Drakola, Drakule y demás vocablos jamás salidos de bocas rumanas sean, en realidad, unas creaciones impropiamente formadas a partir de la única posible: Draculea, es decir, «hijo del Dragón».)

Fue el ajeno y dragontino vocablo trisílabo el que, unido a una borrosa aureola sanguinaria, inspiró a Bram Stoker la idea de un vampiro llamado «conde Drácula» que volaba por las noches vestido de frac y pajarita y hundía sus colmillos en el cuello de sus víctimas. Su popularidad en el cine solo ha sido superada en las últimas décadas por la de Tarzán. Pero precisamente porque Transilvania es en sí una región de castillos, bosques, condes y vampiros, y por el hecho de que algunos tramos difusos de la historia del lugar encajan a la perfección con la atmósfera de la novela, esta nunca ha logrado ejercer (sobre mí) la suficiente atracción. Y los que deberían tener más juicio explotan la confusión entre los dos personajes: cuando a un autobús cargado de turistas se le señala un «Castillo de Drácula», sospecho que el que se les viene a la mente no es el personaje histórico (aquel príncipe con tocado de plumas, mirada exorbitante, curvo mostacho, pieles de oso, broches y estrellas y larga cabellera, blandiendo una maza ante la tupida empalizada de estacas), sino un elegantón conde con chistera, capa con vueltas de satén e incisivos con una forma algo peculiar, un tipo que podría servir perfectamente para hacer publicidad de una loción de afeitado, dar clases de tango o cortar a serrucho a una dama metida en una caja en la función de tarde de algún cine.

¡Pero volvamos a Sighişoaŗa! ¡Volvamos a Segesvár! Y, por encima de todo, aquí, ¡volvamos a Schässburg!

Muchos años después, en Rangún, me detuve en mitad de la maravillosa escalinata cubierta que sube hasta la primera plataforma de la pagoda Shwe Dagon, y traté de recordar qué me evocaba esta empinada ascensión. En cuestión de segundos retrocedí un par de décadas y me vi en Transilvania subiendo una escalinata barrida por el viento, bajo las vigas y tablillas de un empinado tejado de madera. Aquellos escalones sajones nos conducían hasta la herbosa cima de la ciudad, cuyas altísimas almenas cercaban lápidas inclinadas, árboles imponentes y una vieja iglesia gótica. Un tejado tan empinado como el de un granero, con todas las escamas semicirculares descoloridas por el liquen, se alzaba sobre los muros veteados. En el interior, el espacioso ámbito ascendía hacia una red medieval de bóvedas. Una vez más, arcos apuntados, ojivales, trilobulares y bóvedas de tracería, y en el coro restos de un fresco desconchado en sus tres cuartas partes, tal vez de una crucifixión o de una transfiguración (también han quedado mermados los detalles en el recuerdo). Losas sepulcrales cubiertas de escudos de armas se apilaban sin orden ni concierto debajo de las cuerdas de las campanas. El órgano debía de estar roto, pues se oía el retumbe y los resoplidos de un armonio con el que alguien estaba ensayando en el atrio. También ha quedado borroso el tema del retablo de la escuela danubiana. «Una espléndida combinación de piedra áspera —dice la anotación de mi diario—, ladrillo descolorido y escayola, puertas festoneadas, superposición de estilos, todo de primera categoría y todo impregnado de esa sensación que uno tanto venera, de cosas intactas, de ámbitos que huelen a cerrado.» Al principio pensé que era una iglesia católica, pero la ausencia de candelas en el sagrario y del Vía Crucis indicaba que no estaba en lo cierto. Era un templo luterano, desde luego mucho menos inhóspito y desnudo que los interiores calvinistas y unitarios. Y había otras pistas: parecía ser que un elemento distintivo de la Reforma eran los bancos, que se usaban en lugar de las sillas.

Nos sentamos en uno, Angéla cogió distraídamente un misal de la repisa y lo abrió al azar. «¡Oh, mira!» Las ajadas páginas se habían abierto por un pasaje señalado con una esquelética hoja de árbol justo donde la desteñida letra negra formulaba una plegaria de intercesión por «unser wohlbeliebter Kaiser Franz-Josef». Pero no había mención alguna de Isabel, su bella reina emperatriz. Ya debían de haberla matado en el desembarcadero de Ginebra. Tampoco mencionaba a su hijo Rodolfo, el príncipe heredero, quien después de cazar todos esos osos en las montañas que podíamos atisbar por entre las vidrieras romboidales, se había reservado para sí la última descarga en Mayerling. No figuraba fecha alguna, tan solo el nombre del propietario del libro escrito en tinta descolorida. Más tarde nos preguntamos si podía haberse publicado después de que su siguiente heredero, el hungarófobo archiduque Francisco Fernando, hubiese sido asesinado en Sarajevo. (1898, 1889 y 1914 son los años de estos tristes acontecimientos.) Por lo que recuerdo, tampoco pudimos encontrar el nombre del archiduque Carlos, sucesor de Francisco José y último emperador. Salvo por este detalle, probablemente el misal se había imprimido, como muy tarde, justo antes de la solitaria muerte del emperador en 1916, cuando los réquiems, cañonazos y tañidos a muerto debieron de quedar ahogados por los disparos nada ceremoniales de media docena de frentes de guerra, unas salvas que dos años después iban a hacer caer entre las ruinas la diadema de los césares, la corona apostólica de Hungría y los cetros y coronas de Bohemia y Croacia: de un imperio entero, ciertamente. «Pobre hombre», dijo Angéla cuando colocó el misal en la repisa del banco.

Al otro lado del camposanto la más alta de las tres murallas de la ciudad descendía en círculo, con sus almenas espaciadas entre torretas salientes, varias de las cuales aparecían taponadas de nidos de cigüeñas. Un estallido de guirnaldas de flor de saúco recubría la crestería. Nos asomamos y nos quedamos un rato mirando los vencejos que entraban y salían de los agujeros de la mampostería. La pequeña explanada de hierba delante de la puerta oeste de la iglesia descendía formando ondulaciones de árboles mezclados con lápidas donde los nombres de tejedores, cerveceros, vinicultores, carpinteros, comerciantes y pastores eclesiásticos (algunos de los cuales lucían la terminación latina -us, como los humanistas del siglo XVI) estaban tallados en obsoleto alemán sobre generaciones de estelas y obeliscos. Bajo un conglomerado de nubes y suspendido sobre las colinas, los campos y una curvilínea cuenca fluvial, uno de los cementerios más cautivadores del mundo se debatía entre la continuidad y la decadencia.

El organista había bajado para ver quiénes éramos. Señaló una recia torre en la parte de abajo.

—¿Ven eso? —dijo mientras sacaba brillo a unos lentes con montura de acero y volvía a ponérselos—. Hace trescientos años un ejército turco avanzó por el valle dispuesto a saquear la ciudad. Lo capitaneaba un despiadado general llamado Alí Pachá, «ein schrecklicher Mann!». Algunos schässburgueses se habían parapetado en aquella torre. Uno de ellos le apuntó con su arcabuz y, ¡bum!, abajo que fue. —Trazó con el índice una parábola para representar el batacazo—. Iba montado en un elefante.

—¿?

—Sí, un elefante. —Le brillaban los cristales de los lentes como si fueran dos ventanas—. Los ciudadanos se avalanzaron sobre los atacantes, los turcos huyeron y la ciudad se salvó.

Apenas hubo dicho estas palabras, el viento ciñó el elevado cono rodeado de árboles, siguiendo una ráfaga y un temblor de aviso. De pronto todas las ramas empezaron a agitarse y azuzarse unas a otras cual boxeadores, y se levantó un remolino amarillo de polvo y polen desprendido de los árboles. La hierba se aplanó, formando ruedas y canales. Cada chopo del valle tembló de la raíz a la punta como un kris malayo, y los almiares, poco sujetos, se transformaron en espirales. Cascabillos, pajas, pétalos, ramitas jóvenes, hojarasca del año anterior y ramilletes de los tarros de mermelada repartidos por las tumbas subían por la pendiente arrastrados por un vendaval que zarandeaba también a los pájaros, despeinándolos en pleno vuelo. Las nubes se habían tornado negras, empezaron a caer goterones, y nosotros, junto con el organista, nos resguardamos del chaparrón al socaire de unos castaños. El aguacero finalizó igual de abruptamente y, mientras un arco iris se formaba y volvía a disolverse en lo que dura una momentánea boda de zorros, salimos a contemplar, como a través de una lupa, un universo compuesto de colinas, vegas, el destello de un río y la mole inmensa de sierras lejanas. Llenaba las ramas un escándalo de piadas y graznidos y el aire iba cargado del aroma a polen, rosas, heno y tierra húmeda.

Proseguimos el viaje hacia el sur, atravesando viñedos y campos de lúpulo, y al poco quedó el pináculo oculto tras empinadas laderas cubiertas de sotos y bosquecillos. Era aquella una sobria extensión de tierras, con aldeítas medio escondidas entre la espesura a la orilla de los ríos. Cuando preguntábamos cómo se llamaban, los aldeanos siempre nos decían un nombre sajón, como Schaas, Trappold, Henndorf o Niederhausen. (Los expertos relacionan el trazado de estos asentamientos con los pueblos de la Franconia medieval, de cuando aquella región se extendía por el oeste y norte de Alemania; el parecido entre el dialecto sajón de Transilvania y la lengua de los francos del Mosela parece confirmarlo.) Las casas eran granjas rústicas con entradas rebajadas para los carros, jambajes con sobradillo de tablilla, tejados a cuatro aguas e hileras de aguilones que daban a la calle del pueblo. La mampostería era recia, pensada para soportar el paso del tiempo y adornada aquí y allá con un discreto aunque bastante atrevido ribete barroco. En el corazón de cada pueblo, una robusta iglesia con chapitel cuadrangular, desproporcionadamente bajo y de rudo aspecto defensivo. Paramos en el mercadillo de Agnetheln, cerca de una imponente iglesia que parecía una pequeña bastilla. Los muros, perforados por hendiduras de flecha, se alzaban en vertical hasta abrirse en matacanes, y por encima de estos unas hileras de montantes cortos cual rechonchos pilares formaban unas galerías que sostenían pirámides de chapiteles. Estaban tan cargadas de intenciones como si fuesen piezas de una armadura, y los montantes entre los pináculos y los mojinetes conferían a los tejados triangulares el aspecto de cascos con protector nasal y agujeros para los ojos. Todas las iglesias presentaban el mismo tipo de casquete.

Estábamos mirando la que teníamos frente a nosotros, desde nuestro banco en el exterior de una posada. En la mesa contigua un carretero, cubierto de virutas y con las rubias cejas embadurnadas de serrín, acababa de dejar su taller para tomarse un trago. Rodeaba con un brazo a su hija, una niña con melena de hilas que se sostenía en pie entre sus rodillas y nos atravesaba con sus límpidos ojillos azules.

—¿Qué les parece? —nos preguntó el hombre en alemán.

—Ein feste Burg —contestó István apropiadamente. Un baluarte seguro.

—Así tenía que ser —comentó el carretero, y yo me pregunté por qué. Ni una de las iglesias que había visto desde que cruzara las fronteras húngara y rumana había presentado este aspecto feroz. Pero, claro, no eran tan viejas. Aun así, nunca había habido en estas regiones conflictos sectarios del nivel de Francia, Irlanda, Europa del norte y el imperio durante la Guerra de los Treinta Años. ¿Había sido para protegerlas de los turcos? El carretero se encogió de hombros. Sí, contra los turcos, pero los había habido peores.

—¿Como quién?

—¡Tartaren! —replicaron al unísono él e István.

Entendí a qué se referían. O creí entenderlo: esas iglesias blindadas surgieron tras la matanza de los tártaros de Batu Kan. Se trataba de los mongoles que habían dejado el reino reducido a cenizas, quemado iglesias y castillos, masacrado a muchos miles y sometido a poblaciones enteras. La devastación encabezada por Batu y su repentino regreso a Karakorum cuando el fallecimiento del heredero de Kublai dejó en manos del azar la sucesión mongola, ocurrieron en 1241. ¡Qué bendición que no volvieran nunca más!

—¿Que no volvieron nunca más? —El vaso de vino del carretero se detuvo antes de tocar sus labios y se posó de nuevo sobre la madera de roble. Y entonces, al escucharles a él y a István, me di cuenta de que los últimos tres meses empollando en bibliotecas de casonas de campo me habían dejado serias lagunas. La última incursión turco-tártara no había llegado tan lejos como la mayoría de las anteriores, pero había tenido lugar en 1788 nada menos. Y durante el vasto período comprendido entre 1241 y 1788 los ataques de los tártaros y otras bandas de intrusos se habían convertido en un mal endémico. La mayoría procedía de los asentamientos tártaros de la estepa de Budjak, en la Besarabia meridional. (Debían de ser una rama de los nogai, o tártaros krim. Cuando Tamerlán acabó con la Horda de Oro, los supervivientes, bajo el mando de los descendientes girai de Gengis Kan —probablemente ya más turcos que mongoles— fundaron un janato independiente en la península de Crimea y otro en Kazán.) Estos salteadores atravesarían Moldavia a caballo, cruzarían el paso de Buzău en el extremo sureste de los Cárpatos —«el Paso Tártaro», como lo llamaban los lugareños— y arrasarían la próspera Burzenland. Esta región próxima a la vieja ciudad sajona de Kronstadt[58] fue el feudo originalmente otorgado a los caballeros teutones.

Pero construir iglesias macizas no sirvió para defenderse frente a un ataque empecinado. Al acercarse los asaltantes, los aldeanos se echaban al monte y llevaban sus caballos y ganado a las espaciosas cuevas de los Cárpatos. La cordillera entera es un laberinto de estalactitas. Allí se escondían hasta que podían salir a inspeccionar las cenizas sin peligro. Al final, aproximadamente un siglo después de que se construyeran esas iglesias, se tomaron medidas más serias: levantaron murallas a su alrededor, que siguen en pie todavía. Asombrosos círculos fortificados de piedra con varios niveles de refugios de madera en su interior, a los que se llega por unas escalas, cual palcos de un rústico teatro de ópera. Cada uno alojaba a una familia, y en épocas turbulentas se almacenaba en ellos carne en salazón, jamones y quesos en previsión de un asedio sorpresivo. Incluso en una región fronteriza repleta de castillos, aquellos anillos defensivos resultaban portentosos. Las incursiones han dejado pocas señales más, salvo quizá en la genética. Dice la gente que las frecuentes violaciones anteriores han imprimido un aspecto mongol en algunos de los pueblos de la región. Otros creen que puede ser un legado de los cumanos antes de que se establecieran y desaparecieran en la Gran Llanura Húngara.

István miró el reloj y se puso en pie de un brinco. A un susurro del padre, la cría echó a correr hacia el patio de detrás del taller y cuando nos montamos en el coche se asomó jadeando y le puso a Angéla un ramillete de rosas y tigridias en el regazo.

Ni un vehículo motorizado, aparte del nuestro, profanó la quietud de estos caminos poco frecuentados. Durante kilómetros, solo nos cruzamos con ganado y uno o dos carromatos tirados por los recios caballos de la región. Apareció otro pueblo con iglesia picuda y desapareció, y frente a nosotros, alzándose como una ola, la mole gigantesca de los Cárpatos se irguió arañando el cielo. Era el tramo más alto de los Alpes transilvanos, cuyos picos más elevados solo quedan superados por las crestas del Alto Tatra, mucho más allá, al sur de Cracovia, en la frontera de Eslovaquia y Polonia, a más de cuatrocientos ochenta kilómetros al noroeste, para un águila que quisiera cambiar de cumbre. También las llaman las montañas Făgăraş, como denominaba el viejo cronista esta agreste región forestal de los valacos y pechenegos que a menudo había sido dominio de los príncipes de Valaquia. Como las cordilleras que vimos hacia el noreste desde el país de los sículos, esta estaba repleta de osos y lobos. Los antiguos ciudad y castillo epónimos se extendían a sus pies. Había esperado encontrar una amedrentadora fortaleza perpendicular, pero excepto por las mazmorras resultó ser un gran rectángulo de colores ocre y ladrillo, de casi medio kilómetro cuadrado y calado de troneras, con un bastión circular sobresaliendo en cada esquina. Medallones con blasones indescifrables se desmoronaban sobre un portón. Era una ilustración para Vauban, o el plano central para algún majestuoso pintor de batallas, que pedía a gritos un bosque de tiendas de sitiadores, humo de cañones y tupidas arboledas de lanzas avanzando en sentido contrario, todo ello visto por entre las patas delanteras de algún encabritado corcel moteado, piafando bajo el peso de un capitán acorazado del siglo XVII, serio e imperturbable con su mostacho y su penacho de plumas, y el bastón apoyado en la cadera en sombra. Como no podía ser más apropiado, fue el célebre Bethlen Gábor quien dio a las fortificaciones su forma definitiva, y sus asediadores más conocidos fueron los jenízaros de Achmet Balibeg contra una desesperada guarnición de quinientos magiares y sículos. Tengo la sensación de que Alí Pachá, el cual asedió la ciudad en 1661, debió de ser (aunque no logro encontrar corroboración alguna) el que fracasó en Segesvár a lomos de su elefante.

Nada más enfilar la pista después de aquellas silenciosas sendas sajonas, se nos pinchó una rueda con un clavo y tuvimos que cambiarla. Al llegar a Făgăraş (Fogaras para István y Angéla) aguardamos en un restaurante-jardín junto a la fortaleza mientras arreglaban el pinchazo y Angéla fue a llamar por teléfono. István estaba un poco confundido. Las ociosas mañanas y tardías salidas (por culpa mía y de Angéla) habían retrasado nuestro programa. Él había querido seguir en dirección este hasta la antigua e importante ciudad sajona de Kronstadt, cerca del paso de los Tártaros, para comer, visitar la iglesia negra y pasar la noche. Pero quedaba demasiado poco tiempo. Tendríamos que pensar en girar hacia el oeste. Angéla llegó entonces del teléfono con cara de preocupación. Los subterfugios y estratagemas de los que dependía nuestro viaje amenazaban con venirse abajo. No había más remedio que poner rumbo al oeste, y en tren, ese mismo día. Al final estaría viajando mucho más lejos de lo que ninguno de los dos podíamos acompañarla. István expuso el cambio de planes. Había una línea férrea que atravesaba la ciudad, pero el trayecto implicaría dos cambios de tren y largas esperas, y nos quedamos consternados pensando en las vigilias estáticas, en la ruptura de nuestro trío y en el anticlímax que se nos avecinaban. Mientras conversábamos, un mecánico gitano sujetaba con una correa el neumático reparado en su compartimento, detrás del guardabarros delantero. A István se le iluminó la mirada al verlo, como si le hubiera sobrevenido una inspiración. «Seguiremos adelante con nuestro viejo plan —dijo—, pero regresando un día antes.» Angéla se preguntó si no estaría arriesgándose demasiado. «Espera, ya verás —dijo István, vaciando de un trago su copa—. ¡Al caballo!»

Nos montamos y arrancamos. Cuando István apretó la bocina escarlata, la trompeta de latón dejó escapar su melancólico mugido retardado. «¡No muy propio de los húsares de la Tercera Honvéd!», exclamó Angéla. Nos zafamos de Făgăraş-Fogaras-Fogarasch como si fuera una piel de serpiente, y al instante estábamos otra vez en la carretera por la que habíamos venido, a toda velocidad, hasta dejar atrás el cruce de Agnetheln y seguir por terrenos nuevos.

El paisaje empapado por la lluvia y los cúmulos de nubes que recorrían el cielo nos convencieron de la necesidad de echar la capota. A nuestra izquierda la mole inmensa de las montañas se lanzaba a una sucesión de empinados pliegues. Cañones cubiertos de bosque horadaban las estribaciones, y las pendientes más altas estaban oscurecidas por lenguas de floresta, hasta que la roca desnuda emergió en una mezcla confusa de accidentados montecillos y cimas. Mucho más arriba, lo sabíamos, un puñado de lagunas y pozas miraban hacia el cielo, e incluso creímos discernir el destello de la nieve aquí y allá, aunque el año estaba ya demasiado avanzado (debió de ser alguna decoloración casual de la roca). A nuestra derecha, los árboles que seguían el curso del río Olt[59] se nos acercaban y se alejaban de nosotros muchas veces, medio acompañándonos, hasta que el río viró hacia el sur y se perdió entre la sima que llevaba hasta el paso de la Torre Roja. (Una vez rebasada esta grieta descomunal, discurría por el Regat, el reino rumano anterior a la guerra, e iniciaba su recorrido de doscientos cuarenta kilómetros por las estribaciones meridionales y la llanura valaca, dando nombre, a su paso, a toda la provincia de Oltenia. A continuación desembocaba en el Danubio, igual que todos los ríos de este vasto callejón sin salida de los Cárpatos.) Pocos kilómetros antes de perderlo de vista, István señaló hacia el otro lado del río, donde se veían las ruinas de una abadía cisterciense del siglo XIII, la construcción gótica más antigua de Transilvania.

—El rey Matías la clausuró por la inmoralidad de los monjes —dijo.

—¿Ah, sí? —replicamos Angéla y yo a la vez—. ¿Qué inmoralidad?

—No estoy seguro —respondió István. Y añadió tan contento—: Por todo, imagino.

Y el pecaminoso recinto, equiparado a Sodoma y el Agapemón, quedó a nuestra espalda desmoronándose con contumacia en medio del campo.

A este siguió otro lugar trascendental: el campo de batalla donde Miguel de Valaquia, el Valiente, había derrotado al ejército del cardenal Andreas Báthory, príncipe de Transilvania y primo del Segismundo que acabó abdicando y volviéndose loco después de sus victorias frente a los turcos. Tras la batalla, unos sículos renegados ofrecieron al príncipe Miguel la cabeza mutilada del cardenal. Triste final de la gran dinastía Báthory. Su tío Esteban, príncipe de Transilvania y después rey de Polonia, había logrado expulsar a los ejércitos de Iván el Terrible de las ciudades lituanas capturadas, y le había obligado a volver a Moscovia.

Los suaves cerros que se encadenaban hacia el norte estaban salpicados de aldeas sajonas, y después todos los pueblos volvieron a llenarse de sonidos rumanos. István conducía con habilidad y a gran velocidad, frenando en las calles el tiempo suficiente para que los gansos pudieran cruzar, y acelerando acto seguido. Subían y bajaban los tramos de carretera cual una montaña rusa, cayendo en picado hacia hondonadas y escalando colina arriba hasta alcanzar nuevas panorámicas, mientras Angéla iba encendiendo cigarrillos para todos y repartiéndolos a diestra y siniestra.

Cuando nos acercábamos a los aledaños de Hermannstadt (o Sibiu, o Nagy-Szeben, topónimo este último que por supuesto fue el que él empleó), István profirió un lamento a voz en cuello. El día anterior en la capital sícula se nos había olvidado por completo visitar la biblioteca Teleki, y ahora en esta antigua ciudad sajona no teníamos tiempo para visitar absolutamente nada. Estaba repleta de iglesias y preciosos edificios antiguos, pero por encima de todo destacaba el palacio Bruckenthal, con una biblioteca rebosante de manuscritos e incunables y una galería de salas y salas llenas de cuadros de pintores holandeses, flamencos e italianos. Bromeando, István nos describió al detalle aquel esplendor: «Memling, Frans Hals, Rubens…», dijo soltando una mano del volante y dibujando una floritura en el aire.

—Eso lo has leído en un libro —le interrumpió Angéla.

«… Tiziano, Magnasco, Lorenzo Lotto…», prosiguió él. De ahí pasó a describirnos el encanto de las posadas, las maravillas de la gastronomía local sajona, su arte con el lechón, el pato y la trucha, y suspiró: «¡No hay tiempo!». Nos metió por callejas adoquinadas, mercadillos y magníficas plazas decadentes. Podríamos haber estado en Austria o Baviera. Una vez más, los nombres de los comercios eran todos sajones. De los montantes de las posadas, a lo largo de imponentes arcadas en sombra, colgaban símbolos zoológicos y heráldicos. Estábamos rodeados de edificios en los que la habitual discreción rural no había podido frenar ni un ápice el derroche de elementos barrocos. Entre postigos con tablillas y goznes giratorios se alzaban altas ventanas de bisagra. Había frontones triangulares y rematados en voladizo, y casas pintadas de amarillo, ocre, azafrán, verde, melocotón y malva, y en cada extremo de los caballetes dentados molduras elípticas remataban el dibujo de pata de gallo de los gabletes. Estos aparecían horadados por lunetos adornados con florituras y volutas, y los apretados ribetes de las claraboyas interrumpían la empinada pendiente de teja rosa. Era el equivalente urbano perfecto de la mampostería rústica de los pueblos. Aparecieron ante nuestros ojos construcciones con medio cuerpo de madera; fornidas torres ornamentadas con hileras de cordón y una esfera de reloj con números dorados, y coronadas con cúpulas en forma de cebolla, con cubierta de teja o de cobre verde azufre; y en lo alto su correspondiete aguja con una veleta a modo de gallardete. Todos los pisos superiores sobresalían de un espumoso mar de moreras y castaños sin desmochar. Angéla tampoco había estado aquí antes, y los dos experimentamos excitación y frustración en lo más profundo. Mientras el automóvil se abría paso lentamente por un laberinto de establos y caballos de tiro, sentí el azote de un pensamiento nuevo: en cuanto componentes de mi viaje, todas esas casas, calles y torres representaban los últimos bastiones de un mundo arquitectónico del que me estaba despidiendo para siempre.

Puede que el lector piense que me estoy demorando demasiado en estas páginas. Yo también lo creo, y sé por qué: cuando al cabo de un par de horas llegásemos a nuestro destino, habríamos completado el ciclo. No era solo un mundo arquitectónico, sino el embrujo de esos meses vividos en Transilvania lo que tocaría a su fin. Me encontraba a punto de enfilar hacia el sur, de alejarme de todos mis amigos, y el timbre dactílico del magiar acabaría por apagarse. Además estaba István. Iba a echarle de menos amargamente. Y también perder a Angéla (quien en estas páginas es poco más que un luminoso espectro fugaz) iba a ser una separación cuya sola idea no podía soportar. Así pues, no puedo evitar posponer el momento de la despedida hasta dentro de un párrafo o dos.

Además, debo hacerlo. Felices por haber conseguido resistirnos a las tentaciones de Sibiu-Szeben-Hermannstadt, descubrimos que aún nos sobraba algo de tiempo. Paramos y estiramos las piernas, y nos tumbamos en la hierba y fumamos un par de cigarrillos y, temerariamente, les hice reír hablándoles de sir Francis Drake y del juego de bolos. Pero apenas enfilamos la vieja carretera que linda con el Maros (a escasos kilómetros al sur del cruce de Apulon-Apulum-Bălgrad-Weissenburgo-Karlsburgo-Gyulaféhervár-Alba Iulia), el destino empezó a sembrar de problemas nuestra ruta. Una inoportuna partida de obreros con una apisonadora y banderitas rojas, que no habían estado allí cuando pasamos por el mismo sitio dos días antes, habían acordonado unos baches que llevaban años intactos. Rabioso de frustración, István consiguió desbaratar sus intenciones dibujando con el auto un osado semicírculo por un campo de rastrojo. A continuación nos retuvo una confabulación de búfalos sonámbulos que tiraban con desesperante lentitud de una gigantesca trilladora en un tramo de la carretera que por un lado tenía un bosque y por el otro un abrupto terraplén que daba a una vega húmeda. Para terminar, a dos o tres kilómetros de la última parada antes de nuestro destino final, sufrimos otro pinchazo, el segundo en un día, causado tal vez por alguna botella rota dejada entre el rastrojo un mes antes por algún segador roncante. Nos pusimos manos a la obra y justo cuando estábamos apretando los últimos tornillos de la recién parcheada rueda de repuesto, oímos a la espalda el pitido de un tren. Entonces vimos aparecer por el valle el familiar penacho de humo, se oyó su resoplido y triquitraque, y en seguida surgió el ferrocarril. Justo cuando metíamos atrás la rueda vieja, pasó por nuestro lado y desapareció modosamente por una curva. Nos montamos en el coche con agilidad de bomberos e István agarró el volante.

Pozos de péndulo y campos de maíz y tabaco se deslizaban vertiginosamente detrás de nosotros, y el polvo se levantaba a nuestro alrededor formando nubes en expansión. El parabrisas era de los antiguos, de los que tienen una división longitudinal, y cuando István accionó un pestillo de latón acordonado, se levantó la sección delantera de la capota y el viento de la velocidad nos atravesó con su retumbo. El paisaje había cambiado de repente: cruzábamos como una exhalación un campo infinito de girasoles. Entonces, a lo lejos, divisamos el furgón. El tren aminoraba para frenar en Simeria, la última parada antes de nuestra meta, y pasamos por su lado justo cuando reanudaba la marcha. Y en cuanto ganó velocidad, quedamos igualados. Los pasajeros nos miraban atónitos. Nos sentimos como unos cherokees o unos assiniboines galopando alrededor de un tren de las praderas adornados con plumas y cuernos de bisonte. Solo nos faltaba dispararles flechas copetudas y que ellos respondieran al ataque con sus rifles Winchester… István iba agazapado encima del volante, con las mangas remangadas y una sonrisa de oreja a oreja cual diablo de la velocidad de ojos incandescentes y alas nervadas color chubasquero negro. Y cuando rebasamos al tren, István lanzó un aullido de alegría. Nos unimos a él, y el tren pitó como en señal de rendición. Angéla se abrazaba a sí misma, encogiendo los hombros y mostrando los dientes de puro entusiasmo, la melena estirada al viento. Había veces en que parecía que íbamos a alzar el vuelo, impulsados por los socavones de la carretera (un pinchazo más, y estaríamos acabados). Después, con el tren pisándonos los talones, entramos en territorio conocido. Ante nuestros ojos surgió la alta colina de Deva, coronada por su fortaleza en ruinas (fortaleza ocupada por la víctima emparedada de la antigua leyenda), con las montañas Hátszeg detrás, donde quedaba Vajdahunyád. El Maros serpenteaba en su bruma de chopos, discurriendo en dirección a Gurasada, el desconocido pueblo de Saftă, Ileană, la Zám de Xenia, Kápolnás, después, y de allí a Soborsin y el conde Jenö y Tinka, Konopy y Maria Radna, y Arad, donde vivía Iza. Al norte de ese punto se repartían entre valles y colinas los tejados que cobijaban a Georgina y Jasˇ y Clara y Tibor y Ria.

Cuando llegamos a la estación de Deva, el tren volvió a aparecer en escena, a lo lejos. Cogimos el bolso de Angéla y echamos a andar por las vías. El jefe de estación nos hizo señas para que nos detuviéramos, pero al reconocer a István mudó los aspavientos por un saludo. Y cuando el tren llegó, estábamos tranquilamente esperándolo bajo las acacias, que constituían un elemento tan inmutable de todo andén rumano como los tres aros de oro y la coronilla escarlata de la gorra del jefe de estación. Asomándose por la ventanilla del vagón, Angéla nos prendió en el ojal de la camisa sendas florecillas carmesíes del ramillete de rosas y tigridias. Nos habíamos despedido ya y todavía puedo sentir el polvo en su tersa mejilla. El tren se puso en marcha al toque de banderín y silbato, y ella, que llevaba un rato diciéndonos adiós con la mano, se desanudó el pañuelo del cuello y lo agitó, a lo que István y yo respondimos gesticulando como posesos. El largo pañuelo fue flotando cada vez más en horizontal, a medida que el tren aceleraba, hasta que este, diminuto al lado de la pendiente arbolada, menguó y desapareció. Al final solo era un jirón de humo entre los árboles del Maros. Angéla estaba a punto de pasar por todos nuestros rincones predilectos y por todas las etapas de mi viaje personal (emprendido hacía media vida, me parecía), cruzando las fronteras en Curtici y Lökösháza. Después, la línea férrea que atravesaba la Gran Llanura (en sentido contrario a mi itinerario con Malek) la dejaría, una hora antes de la medianoche, en la estación Este de Budapest.