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LA GRAN LLANURA HÚNGARA
Malek, un magnífico caballo zaino con crin y cola sedosas, calcetín blanco y un lucero en la frente que delataba algo más que un mero parecido con los caballos árabes, me aguardaba junto a un grupo de acacias en la carretera de Cegléd. El zagal que lo había montado hasta allí le dijo a Berta que acababan de ponerle herraduras nuevas y que no daría problemas excepto durante un trecho corto al pasar cerca del establo. Metimos mis bártulos en las alforjas y atamos en el borrén mi gabán enrollado. Berta se marchó en el coche con Micky y Tim para llevar a casa al muchacho, y solo llevaba media hora trotando por esa misma carretera, cuando regresaron a mi lado. Después de comer algo a la sombra de un roble, nos despedimos para proseguir camino, ellos de vuelta a Pest y yo hacia Constantinopla, echando la vista atrás y agitando los brazos hasta que nos perdimos de vista.
Era 13 de abril. Las escasas nubes del cielo, vasto y limpio, estaban tan inmóviles que casi parecían ancladas a sus sombras. La Gran Llanura Húngara (Alföld, en magiar) es la estepa más occidental de toda Europa, el último puesto avanzado de los páramos pónticos y caspios. Influido por los cuadros de paisajes de Hortobágy, una región más agreste a ciento sesenta kilómetros al este, en un primer momento me llevé una desilusión al ver tierras de labrantío y campos verdes de trigo joven y de un cereal más alto con hojas picudas verde pálido (trigo indio, como descubrí después). Había hileras de matas de tabaco y detrás arboledas y granjas, también rodeadas de árboles, y entre estas extensiones agrícolas la llanura aparecía salpicada de rebaños. Ovejas, cerdos y grupos de vacas pastaban en un segundo plano, e iba encontrándome aldeas cada pocos kilómetros. Alberti-Irsa[10] era el pueblo sobre el que me habían avisado: ese era el trecho problemático. Malek intentó girar por un sendero que conducía hasta una verja, cobertizos y granjeros, tras los cuales se atisbaba, medio oculto entre árboles, el castillo donde estaba su querencia, el establo. Como no le dejé que se saliera de la ruta, empezó a mirar atrás con ojos lastimeros. Yo sabía que había otros caballos pastando fuera, pero no respondieron a su relincho apasionado (tal vez el mozo de cuadra los había llevado donde no pudieran oírle), y al cabo de un breve tira y afloja recuperamos el paso enérgico anterior.
Había muchas más carretas tiradas por caballos y bueyes que automóviles. Los gitanos se trasladaban en carromatos largos y traqueteantes que provocaban un ruidoso entrechocar de enseres. Tomando una desviación a la izquierda de la carretera, proseguí por senderos menos transitados a lo largo de los cuales alquerías y barracas salpicaban la campiña, cada vez más espaciadas entre sí. Unas cuantas, con techos de carrizo y vallados hechos con palos atados, ofrecían una estampa desaliñada, pero la mayoría eran casitas pulcras y bien cuidadas, con muros gruesos recién enjalbegados, quizá para la Semana Santa, y frisos pintados. Un árbol convenientemente plantado hacía las veces de prehistórico aparador, sus ramas retorcidas cargadas de cazuelas y sartenes, mientras otro servía de nido para una familia de gallinas blancas y un gallo moteado. Las casas oteaban la llanura encaramadas a unas plataformas bajas, y las mujeres, atareadas con las labores domésticas, se sentaban allí a charlar. En una de estas tarimas, una pieza de tela, con estampado rojo y blanco que de repente se dividía en dos, estaba extendida sobre un largo telar, y una anciana con pañuelo en la cabeza accionaba la lanzadera a toda velocidad entre las tensas hebras de la urdimbre y las intercalaba a golpe de pedal, apretando a continuación la nueva trama con el junco en forma de peine. Se detuvo un instante para alzar la vista cuando la saludé, y me contestó con un «Isten áldjs» («¡Con Dios!»). Al darse cuenta de que era extranjero, añadió: «Német?» («¿Alemán?»). Mi respuesta («Angol») suscitó una expresión de ignorancia cortés. Para ella, «inglés» debía de significar tan poca cosa como «magiar» para un lugareño de Dartmoor. Al otro lado de la casa se oían unos fuertes mugidos. La anciana gritó algo por las ventanas y un minuto después salió la nieta con un vaso de leche espumosa. Mientras me la bebía, las dos me miraban sonriendo. Bebí lentamente y pensé: «Estoy bebiéndome este vaso de leche encima de un caballo zaino en medio de la Gran Llanura Húngara».
A la caída de la tarde se había desvanecido todo rastro de la capital y de las colinas occidentales. Nos rodeaba una extensión infinita, salpicada de bosques y banderilleada aquí y allá por las solitarias y al principio enigmáticas perpendiculares de los pozos de péndulo. Estos artilugios primordiales, llamados shadoofs en el desierto egipcio, están formados por dos postes verticales puestos uno al lado del otro y unidos por una barra a unos dos metros del suelo, sobre la cual pivota una viga de varios metros de longitud (también se hacen doblando las ramas de un árbol hasta que solo queda una especie de tenedor). En el extremo más corto se ata el lastre, normalmente cantos rodados, hasta que los metros de viga al otro lado del pivote alcanzan la vertical, de cuya punta cuelga un palo o dos unidos entre sí si hace falta, y de ellos un cubo. El cubo se baja por el hueco del pozo arriándolo manualmente con fuerza, mientras el extremo lastrado de la viga va elevándose. Entonces se suelta la presión y el peso vuelve a caer, sacando así el cubo lleno de agua, listo para verterla en el abrevadero del ganado, que es como una canoa vaciada. Estos postes solitarios le dan a la llanura un aspecto desolador: de día parecen maquinaria de asedio abandonada, y el ocaso las convierte en horcas o en esos postes rematados con ruedas que aparecen en los cuadros de El Bosco, donde unos buitres se pelean por la carne de los esqueletos que cuelgan sobre el vacío completamente despatarrados.
El anochecer se llenó del chirrido de las maderas balanceándose sin cesar. En uno de estos postes, junto a una granja en ruinas con un nido de cigüeñas entre las vigas del tejado, dos boyeros apeados de sus monturas faenaban con gran esfuerzo. Llevaban pantalones anchos de tela blanca que les llegaban hasta la mitad de la pantorrilla, con las perneras sueltas por encima de unas botas negras de caña alta. Acababan de dar agua a un numeroso rebaño de singulares reses de capa pálida y astas casi rectas increíblemente abiertas, que llenaban el aire con el resonar de sus pezuñas contra la tierra, con sus mugidos y con la polvareda. Cuando los boyeros volvieron a montarse en sus caballos, les saludé con la mano. Alzaron los gorros negros con gesto ceremonioso e hicieron girar sus monturas; entonces, rodeados de perros de áspero pelaje blanco, espolearon a los caballos y partieron detrás de las reses, trotando o galopando a su alrededor y blandiendo unas garrochas para impedir que se desmandaran. El sol moribundo recortaba todas sus siluetas. Envueltos en un halo de polvo y seguidos por una estela de sombras alargadas, se alejaron hacia el oeste con su cacofonía de gritos severos, sus perros y el tintineo de cuernos y cencerros. Una cigüeña fue a hacerle compañía a su pareja, en lo alto de las vigas, probablemente después de haber engullido una última rana capturada en algún oasis más tranquilo, y yo troté en dirección este hacia el lado más oscuro del llano. Las nubes aparecían arreboladas de un rosa asombroso.
Pero esto no podía ni compararse con el cielo que se veía detrás. La lisura de la Alföld ofrece un escenario en el que al atardecer pueden desencadenarse tales escenas de nubes que solo describirlas resulta peligroso: junto a ejércitos paralizados en plena levitación, escuadrones sin jinete descienden a cámara lenta hacia lagunas sulfúricas que arden lentamente, en las que van hundiéndose poco a poco las barbacanas, y flotas enteras de trirremes en llamas se oscurecen antes de ser devoradas. Son espectáculos ante la oscura víspera… por decir lo mínimo de la mejor manera posible.
A la menor oportunidad, Malek rompía a galopar, y uno de estos accesos repentinos se convirtió en una larga carrera a la luz crepuscular (debía de pensar que estábamos lejos de casa y que había que darse prisa). Aminorada la marcha a un paso más tranquilo, la creciente oscuridad le sacó lustre a una delgada luna nueva. Detrás de nosotros, a la derecha, quedaba una lejana ristra de luces que yo sabía que debía de ser la ciudad de Cegléd, y a medida que oscurecía fueron apareciendo luces de alquerías repartidas por la planicie como si fueran barcos. Mi plan era buscar refugio en una de ellas, pero de repente todo quedó a oscuras y, cuando la noche se instaló definitivamente, solo se veía un punto iluminado. Costaba discernir qué era, pero cuanto más nos acercábamos, menos se parecía a una granja, salvo por el alboroto de una docena de perros, que al final echaron a correr hacia nosotros como locos.
Tres fogatas, irradiando luz por entre los árboles, iluminaban las lonas de unas tiendas de campaña y las figuras de hombres y caballos. Un grupo de cíngaros había elegido un pozo de péndulo para pernoctar, y nuestra llegada causó perplejidad. Excepto por las hogueras, no había más luces en kilómetros a la redonda, así que comprendí, a medias entusiasmado, a medias un tanto asustado, que tendríamos que pasar allí la noche. Últimamente había oído historias espeluznantes sobre los gitanos, pero sobre todo temía por Malek. Cuando me apeé, todos se arracimaron a su alrededor, dándole palmadas y acariciándole el cuello y los costados, e inspeccionándole de arriba abajo con esos ojos perspicaces que parecen moras. Greñudos y desarrapados, eran los cíngaros más morenos que había visto nunca. Algunos hombres llevaban anchos pantalones blancos a la húngara, mientras los demás iban con ropa urbana corriente y sombreros negros, todo a punto de deshacerse de puro viejo. Críos mocosos y bebés morenos como la brea que se movían con agilidad llevaban camisetas hasta la cintura, y algunos no llevaban más ropa que esa, excepto uno o dos que se cubrían precariamente con sombreros tiroleses recogidos de la basura, tan grandes que les rotaban en la cabeza al caminar. Niñas preciosas con el pelo enmarañado y vestidos verdes, amarillos y magenta con volantes me miraban fijamente con ojos refulgentes. Más allá de las fogatas se oía el rumiar de los bueyes desuncidos; los caballos estaban maneados bajo las ramas y un par de yeguas pastaban a su aire, acompañadas por unos potros altos. Los perros discutían y gruñían, y la gallinería, liberada del corral ambulante, picoteaba por el terreno polvoriento. Las tiendas, negras y pardas, se erigían sobre unos palos cruzados. A juzgar por su destartalado estilo y por los revoltijos de enseres desperdigados, parecía mentira que aquella gente llevara mil o dos mil años montando campamentos. Salvo por la presencia de carrizo, mimbre y cestos a medio terminar en los que unas manos tostadas se afanaban ya, cualquiera habría dicho que esta tribu acababa de escapar hacía media hora de algún arrabal en llamas. Creo que se dirigían a la ribera del Tisza a por más material.
Escapé de la barahúnda durante diez minutos: me alejé con Malek para hacerle caminar un poco antes de darle de beber en el abrevadero, donde un hombre llamado György me ayudó con el cubo. Llevaba rato dudando de si dejar a Malek atado a un árbol con algún ronzal (en la alforja llevaba un poco de avena y un cabestro, pero la brida era demasiado corta como para que pudiera pastar). Lo mejor sería manearlo como habían hecho los gitanos con sus caballos, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. György me enseñó, ligando las patas delanteras de Malek con un ocho perfecto. Estaba muy preocupado, porque seguramente Malek no estaba acostumbrado a nada parecido. Pero fue muy paciente. Le di un poco de su comida y de heno que me dio el gitano, cogí la silla de montar y los arreos y me uní al resto del grupo junto al fuego.
¡Menos mal que su cena informal había terminado ya! Aparte de los erizos —un manjar según había oído decir—, eran famosos sus guisos desabridos y hasta peligrosos. Se oía un golpeteo metálico: un perro lamía un perol junto al fuego. Al percatarse de mi mirada de preocupación, una niña de diez años que acababa de pedirme un cigarrillo le lanzó una pedrada certera y el can se escabulló con un gañido de sorpresa. La cría enderezó el recipiente apoyándolo sobre una oportuna ramita y volvió a hacerse un ovillo en el suelo, sonriendo con placidez mientras el humo le salía lentamente por las aletas de la nariz. De los víveres que me había dado Berta, la pieza principal era un salami de casi un metro de largo, adornado en la mitad por un lazo con los colores patrios. Corté un tercio y lo ofrecí a los presentes, con lo que causé buena impresión. (Mi ofrenda provocó una breve algarabía de empellones, insultos y puñetazos.) Entonces treinta pares de ojos, acompañados por un leve coro de murmullos, me observaron embelesados mientras me comía un bocadillo y una manzana. Antes de cederles mi botella de vino, le di tres tragos rápidos pero larguísimos. Parecían medio fascinados conmigo (también, y sin saber por qué, medio alarmados ante mi presencia: quizá consideraban a los extraños como pájaros de mal agüero, menos cuando era para convertirlos en sus víctimas). Al principio no hubo comunicación, pero me había llamado la atención algo que el hombre más anciano le había dicho a György antes de que este me ayudara a darle de beber a Malek: me pareció que la frase, susurrada entre dientes, había acabado con la palabra pani, reconocible inmediatamente para cualquiera que haya tenido contacto con la India inglesa, ya que se trata del vocablo hindi para «agua». Así pues, cuando señalé la jarra de agua con expresión interrogante y pregunté qué contenía, y ellos me contestaron usando la palabra magiar, víz, repliqué a toda idea: «Nem [no] víz! Pani». ¡Menuda conmoción! La perplejidad y el asombro asomaron a sus rostros iluminados por la lumbre.[11] Y luego, cuando abrí la mano y dije «Panch!» (que significa «cinco» tanto en hindi como en romaní, öt en magiar), aumentó su asombro. Probé con las otras pocas palabras que podía recordar del Lavengro, señalándome la lengua y diciendo «Lav?», pero no hubo reacción por su parte (tchib era la palabra que ellos usaban). Lo mismo me pasó con penning dukkerin, la expresión empleada por Borrow o, mejor dicho, por el señor Petulengro, para «decir la buenaventura». Pero tuve mejor suerte con la propia palabra petulengro, o por lo menos con la primera mitad. El vocablo entero («maestro de la herradura» en la versión de Borrow, es decir, «herrero») no provocó reacción alguna, pero cuando la reduje a petul y señalé el yunque, un crío se metió a toda prisa en la penumbra y regresó blandiendo triunfal una herradura.[12]
En cuanto le pillaron el tranquillo a mi juego, cada vez que señalaba algo con mirada interrogante alguno decía la palabra en caló. La mayoría se reía, pero uno o dos tenían gesto preocupado, como si los otros me estuvieran desvelando secretos tribales. Mi dedo señalando el cielo y mi «Isten?» («Dios» en magiar) provocó al instante el grito de «Devel!», que suena raro la primera vez hasta que uno piensa en Deva, el término hindi, y en su probable ancestro sánscrito. Aquellos rostros atezados cobraron intensidad. Todos sus rasgos (los cabellos lustrosos, los ojos oscuros, la piel morena y, en el caso de las mujeres, los andares sinuosos y la flexibilidad quebradiza de muñecas y tobillos) alentaban la idea de que posiblemente apenas habían cambiado desde que abandonaran Baluchistán, Sinde o las riberas del Indo. Hacía poco había leído, o me habían contado, dos leyendas hostiles relacionadas con su maña para el trabajo del metal: no solo habían fundido el Vellocino de Oro para los israelitas, sino que además se suponía que el herrero que había fraguado los clavos de la crucifixión había sido un cíngaro, y que por aquella labor fue castigado a que un demonio renegado le clavara un clavo similar en el trasero.
Malek pastaba bajo el árbol junto al que le había dejado, a una docena de metros de la fogata. La maniota parecía segura y cómoda, así que me tumbé, con la silla y la alforja como almohada, y fumé un poco, pero tardé mucho en quedarme dormido. Cuando al fin lo conseguí, se había disipado por completo el bienestar generado por aquellos tragos de vino apresurados y por la alegre velada junto al fuego. ¿Cómo había podido cometer el disparate de meter un caballo prestado en semejante avispero? Después, en un estado de duermevela, me venían a la mente imágenes de pesadilla en las que los gitanos se marchaban con aquel hermoso caballo Szapáry, lo pintaban de otro color (como se afirmaba que hacían) antes de venderlo a un desconocido cruel, o se lo comían directamente o, peor aún, lo convertían en salami sin que nadie se enterara, que era el destino de los burros viejos según se rumoreaba, tras deshacerse a toda prisa tanto del caballo como del jinete. Este último destino era la mejor solución: si tenía que pasarle algo malo al caballo, prefería la muerte a una vida entera de deshonra. Cuando desperté de estas horripilantes fantasías, la luna nueva se había instalado en el cielo, pero ahí estaba también Malek, a la luz de las estrellas, bajo las ramas, y allí seguía cuando el alba derrotó a los fantasmas nocturnos. El sol se elevó desde detrás del páramo como un disco rojo sangre, y el canto del gallo de los cíngaros se transmitió de un corral a otro hasta estremecer el llano entero.
Había traído conmigo muchos terrones de azúcar y, después de darle unos a Malek en señal de agradecimiento, le puse algo de comida más sólida y me fui a ver qué hacían los demás. El llano aparecía rallado de sombras en sentido contrario al de la noche anterior, había columnas de humo y los dedos tejían ya entre los juncos apilados, haciendo trenzas y empalmes. Aparte de los perifollos deslumbrantes de las niñas, me había defraudado la sosería de este pequeño grupo la noche anterior: ni el menor atisbo de un instrumento musical, ni una sola nota ni un tañido (ni siquiera un oso bailón). Pero me equivocaba. Al socaire de un carromato dormía plácidamente una descomunal bestia parda de los Cárpatos, la jeta apoyada sobre las zarpas plegadas. Y mientras lo contemplaba, empezó a desperezarse. Se sentó, dio un bostezo inmenso, se frotó los ojos, dejó caer las zarpas sobre el regazo y miró en torno con ojos llorosos llenos de bondad mientras su compañero, soplando unas brasas, preparaba desayuno para dos. Volví junto a Malek y mientras desayunábamos me di cuenta de que el árbol que nos refugiaba, alto como un roble mediano, pertenecía a una variedad que no había visto nunca. La corteza era más oscura, hojas ovaladas color cardenillo crecían en ramos simétricos y entre ellas pendían vainas curtidas como judías morenas. Era un algarrobo. (Mascar sus vainas casi negras, con ese gusto soso pero que recuerda un poco al del chocolate fósil, es como mascar madera de teca. Unos años después, en las rocas meridionales de Creta restañaba a veces el hambre con ellas, imitando sin saberlo al hijo pródigo: son los cascabillos que comían tanto él como el cerdo y que todavía se dan a los gorrinos como alimento. Judías de falsa acacia es el otro nombre que reciben, y algún crédulo dice que fue gracias a ellas, aderezadas con miel silvestre, como sobrevivió san Juan el Bautista en el desierto.)
Ensillé a Malek y me despedí. Partimos en dirección este.
Era el momento, y tal vez lo sea de nuevo, de ver dónde nos encontrábamos y de echar un vistazo al pasado de esta región extraordinaria. Desde la época en que la frontera de Roma discurría a lo largo del Danubio, la ruta más lógica para ir a Oriente Medio desde Buda (Strigonium) consistía en seguir el curso del río hacia el sur, hasta la confluencia con el Sava, donde mucho después se erigiría la fortaleza inmensa y crucial de Belgrado, llegar después a Adrianópolis a través de los pasos de los Balcanes, cruzando los reinos posteriores de Serbia y Bulgaria, y luego por Tracia hasta la Ciudad Imperial o bien hasta el Helesponto, donde empezaba Asia. Era la conexión por tierra entre los reyes de Hungría y los emperadores de Bizancio, la senda que tomaron Barbarroja y sus cruzados para la expedición que acabó con la muerte del emperador en las gélidas aguas del Calicadno. Pero el penúltimo ejército cruzado (las huestes húngaras del rey Segismundo con sus aliados franceses, germanos, burgundios y valacos, e incluso un millar de ingleses, como afirman algunos) cometió la imprudencia de descender río abajo hasta Nicópolis, donde Bayaceto el Rayo organizó un ataque sorpresa que los destruyó por completo. La última cruzada, una generación después, quedó hecha pedazos en el mar Negro, y acto seguido se perdió Constantinopla. Los turcos habían realizado esta misma ruta en sentido contrario, en una escalada mortífera hacia el corazón de Europa: en la Baja Edad Media sometieron los Balcanes, y en la era Tudor acometieron el avance río arriba. Solimán el Magnífico derrotó al rey Luis II[13] y a continuación capturó y quemó Buda, pero en 1529 sitió Viena sin éxito. Al fracasar la segunda intentona de apoderarse de Viena a finales de la centuria siguiente, la marea otomana empezó a retroceder. Carlos de Lorena y, después de él, el príncipe Eugenio detuvieron su avance y los obligaron a retirarse aguas abajo a lo largo de la misma senda fluvial, y el ejército austríaco, en magnífica y audaz formación en batería, sitió Belgrado. Cayó la Stadt und Festung («ciudad-fortaleza»), y la consagrada ruta se convirtió en el itinerario habitual de los viajeros occidentales, sobre todo de los embajadores que se dirigían a las Sublime Porte. Hileras de carruajes con jinetes adelantados y escoltas de mosqueteros, o casas flotantes llenas de lazos y numerosos remeros, se trasladaban río abajo majestuosamente. (Hay que imaginarse a lady Mary Wortley-Montagu durante un alto en el camino, con su atuendo de pieles y telas finas a la turca, leyendo el Homero de Pope a la sombra de un chopo.)
Un siglo después le siguió Kinglake, pero su narración se salta Hungría, detalle bastante irritante, y el autor solo la inicia con una imitación de los sonidos y acciones de una máquina de vapor que se había llevado para ilustrar al bajá de Belgrado (la ciudadela estaba en manos turcas otra vez). El ferrocarril que al final la uniría con Occidente y Constantinopla ha desempeñado un papel destacado en novelas de espionaje y de aventuras.
(Años después de este viaje seguí los pasos de todas estas huellas ancestrales. Si el río antes de Esztergom me había parecido una especie de Campos Elíseos acuáticos, el parecido a este lado meridional es aún más sorprendente. Una ancha lengua ocre va estrechándose hasta el infinito en pleno corazón de Europa, entre franjas simétricas de sauces y chopos sin nada más a la vista que una garza elevándose entre los falsos lirios, o alguna canoa de pescador suspendida en la calima cual una barca en una lámina china. Pasé la noche en una taberna de gabarreros en Mohács, para ver el campo de batalla en el que Solimán había derrotado al rey Lajos: uno de los hitos históricos más siniestros y demoledores, una derrota tan determinante para Hungría como la de Kosovo para los serbios o la de Constantinopla para los griegos.)
Hasta aquí las reflexiones sobre la ruta danubiana hacia el sur. Que, sin embargo, no fue la que yo había tomado. Malek y yo la abandonamos a favor de la senda menos hollada que cruza la Gran Llanura hacia Transilvania, por lo que nuestro trote en dirección sudeste fue distanciándonos cada vez más del gran río. Tiempo después, al indagar en historias de viajeros, solo pude encontrar unos pocos que habían seguido este camino.
De alguna manera estos extraños, apenas atisbados a la tenue luz de leyendas brumosas y crónicas polvorientas, rayanas en la alegoría, parecen figuras agrandadas como si tuvieran una mezcla de gigantes y algo de ogros, de seres goyescos como un Pánico que descuella en medio de enjambres de criaturas diminutas; seres que, unos tras otros, van poblando estos páramos y luego desaparecen. Ningún detalle histórico logra insuflar mucha vida a los gépidos, unos parientes de los godos que habían dejado el Báltico para establecerse en la región en época romana. Y los lombardos solo empiezan a parecer reales cuando los vemos llegar a Italia. Por lo demás, todos los asaltantes procedían del este, siendo los hunos su temible vanguardia. Avanzando de manera radial desde la Gran Llanura, saquearon y esclavizaron media Europa e hicieron temblar el conjunto del Imperio Romano. París se salvó por obra de un milagro, pues llegaron hasta las proximidades del Marne y allí dieron media vuelta. Cuando murió Atila en su peligroso lecho nupcial tras un banquete pantagruélico, en algún lugar cerca del Tisza y quizá no a muchos kilómetros del sendero en que me encontraba, los hunos dieron interminables vueltas al galope alrededor de su tienda mortuoria, como un velatorio en estampida. El Estado se desintegró, y hoy los labradores todavía sueñan con encontrar su tesoro de joyas, lingotes y arcos chapados en oro. Los misteriosos gépidos sobrevivieron hasta que los ávaros los obligaron a desperdigarse para instalarse ellos allí durante casi tres siglos. Como la mayoría de estos pueblos invasores, descendientes del tronco mongol y emparentados con los turcos (al fin y al cabo eran todos turanios), estas hordas de salvajes de trenzas largas y sus Kanes amedrentadores estuvieron a punto de llevarse Bizancio por delante. Incordio constante para Occidente, su recién inventado modelo de estribo les hizo aún más temibles: una firme silla de montar que permitió sustituir el arco como arma principal del jinete, primero por la jabalina y después por la lanza, la cual a su vez propició el nacimiento de la pesada armadura de los caballeros medievales y fue el tenue pero barbárico presagio del carro de combate. Cuando Carlomagno destruyó el enigmático anillo de siete vueltas de su fortificación y puso fin a sus correrías, Europa entera respiró aliviada. Entretanto, expandiéndose como una mancha húmeda, los eslavos habían estado avanzando sigilosamente hacia el este y el sur, y también por los Balcanes, creando de paso el inconsistente reino de la Gran Moravia. Entonces el Estado de los recién llegados búlgaros se desplegó hacia el noroeste, ocupando el vacío dejado por los ávaros. (¿Qué otro personaje podría resultar más remoto que Swiatopluk, kral de los frágiles dominios moravos? ¿Y cuál podría estar más lejos de la piedad que Krum, uno de los primeros Kanes de los búlgaros? Él y sus boyardos tenían la costumbre de usar como copa el cráneo del derrotado emperador Nicéforo, partido por la mitad y con el interior recubierto de plata.)
Por fin llegaron los magiares. Originalmente moradores de marjales y tundra, también ellos estaban emparentados con los pueblos invasores precedentes y posteriores, pero hacía siglos que se habían desvinculado del conjunto ugrofinés, probablemente se codearon con los persas durante sus desplazamientos y casi seguro pasaron uno o dos siglos turquíes en las estepas pónticas, al norte de los mares Caspio y Negro, donde establecieron el vasto, misterioso y tremendamente interesante imperio de los jázaros… Dejaron atrás el río Ural y después el Volga, el Don y el Dniéper, hasta llegar al delta del Danubio, deteniéndose justo al norte, en Besarabia. La aparición de los magiares fue como un regalo de los cielos para el emperador bizantino, sometido al acoso cruento de los búlgaros, y les convenció para que cruzaran al sur del Danubio y atacaran a los agresores. Para contrarrestar la embestida, Simeón, el jefe de los búlgaros (que no tardaría en convertirse en zar), llamó a escena a la terrible raza de los pechenegos, los más atroces, crueles y pérfidos de todos los nómadas de las estepas, quienes a su vez andaban ya impacientes en la cola parada de invasores asiáticos, aguardando su turno detrás de los magiares. Mientras estos atacaban a los búlgaros, los pechenegos avanzaron y asolaron y ocuparon Besarabia, el territorio magiar temporalmente abandonado.
Entonces se desencadenó una serie de fatídicos acontecimientos. Despojados de su Besarabia, los magiares se lanzaron en dirección a poniente: algunos bajaron hacia el sur siguiendo el curso del Danubio, atravesaron las Puertas de Hierro y viraron a la derecha, mientras el grupo principal se dirigió al noroeste a través de los Cárpatos y giró bruscamente a la izquierda, hasta que todas las tribus quedaron reunidas en la Gran Llanura, que por fin se convirtió en Hungría. Su organización era ya una jerarquía al estilo guerrero: Árpád se había paseado en volandas sobre un escudo, a hombros de los demás jefes, y sus súbditos, cada cual un experto jinete, lanzador de jabalina y arquero al mismo tiempo, tenían sillas de montar y estribos que les permitían girar sobre su propio eje cual sacacorchos y disparar en todas direcciones a galope tendido. La campaña cobró intensidad. Sometieron o barrieron de la Gran Llanura a todos los rivales, Eslovaquia entera fue capturada, ocuparon Transilvania, hicieron pedazos el reino de la Gran Moravia, y los eslavos del norte y del sur quedaron separados para siempre.
¡No me extraña que los cronistas antiguos confundieran a los magiares con los hunos! Sus respectivos orígenes, conquistas y comportamiento durante las primeras décadas coincidían exactamente. Igual que ellos, se convirtieron en el terror de Europa: regatearon con el emperador de Roma al pie de las murallas de Constantinopla, pisotearon Italia hasta Otranto, cruzaron el Rin y asolaron Lorena y Burgundia hasta que por fin, cerca de Augsburgo, el emperador Otto estuvo a punto de acabar con ellos. Entonces fueron regresando a casa poco a poco, confinándose en su inmenso territorio capturado junto al Danubio. A partir de ese momento todo empezó a cambiar. Al cabo de pocas décadas, como hemos visto, Esteban, descendiente de Árpad, regía un gran Estado cristiano y moría convertido en santo. Las fronteras de Hungría permanecieron inalteradas durante nueve siglos, excepto cuando se expandieron para anexionar el reino de Croacia y luego quedaron fragmentadas durante un siglo o dos por el invasor turco. La trascendental coronación de san Esteban en Esztergom en el año 1000, igual que la coronación de Carlomagno en la basílica de San Pedro el día de Navidad del año 800, es una de esas afortunadas fechas clave que nos ayudan a orientarnos en medio de todo este caos.
Pero el goteo nómada no había terminado aún. Hemos visto lo que pasó con los mongoles en 1241 y cómo el reino de Béla quedó reducido a escombros. Para repoblar este desierto hizo falta llamar a otra horda más de las estepas, los cumanos,[14] que eran todavía peores que los pechenegos. Un gran número de ellos se instaló en la Gran Llanura, y Béla casó a su hijo con una princesa cumana, con la esperanza de aplacarlos, pero en realidad el poder de los bárbaros aumentó y el país estuvo en un tris de recaer en la barbarie pagana: finalmente la dinastía de los valerosos y listos Árpads daba señales de debilidad. Cuando murió el último de ellos en 1301, les sucedieron los Anjou de Nápoles, sus herederos legales, y el país resucitó gracias a una serie de reyes angevinos que culminó con Luis (o Lajos) el Grande. Se inició la reconstrucción y varias generaciones de vencejos pudieron regresar a los mismos aleros año tras año, y las cigüeñas a sus chimeneas, sin hallar más ruinas durante un tiempo. Pero entre bastidores los turcos empezaban ya a impacientarse.
Cuando miré el mapa que había desplegado debajo del algarrobo, vi que mi senda iba a toparse en seguida con el curso serpenteante del Tisza, que fluía hacia el sudeste a su encuentro con el Danubio. Me llamaron la atención los topónimos que sembraban la orilla este: Kúncsorba, Kúnszentmartón, Kúnvegytöke, y otros tantos. Al parecer, la primera sílaba significaba «cuman» y la región todavía se llamaba Nagykunság («Gran Cumania»). Pero en la ribera en la que me encontraba se extendía hacia el sur una variedad de nombres ligeramente diferentes: Kiskúnhalas, Kiskúnfélegyháza, Kiskúndorozsma. Kis significa «pequeño»: estas poblaciones pertenecían a la región de Kiskunság («Pequeña Cumania»).
¡Así que los cumanos habían acabado aquí! Más cerca de mi ruta se extendía una concentración de topónimos aún más curiosos, como Jászboldogháza, por ejemplo, a escasos kilómetros al norte, o un poco más allá Jászladány, Jászapáti, Jászalsószentgyörgy, y muchos más… La primera sílaba rememoraba una raza de moradores más inesperada y aún más antigua, los jaziguios, un grupo sármata de lengua iraní mencionado por Heródoto, que fue visto por primera vez en el siglo III a. C. en las regiones escitas próximas al mar de Azov. Algunos de ellos avanzaron hacia el oeste, se aliaron con Mitrídates (Ovidio se refiere a ellos desde su exilio en el mar Negro) y dieron serios problemas a los romanos justo donde se asentaron sus descendientes finalmente, entre el Danubio y el Tisza. Conocemos el aspecto de estos jaziguios gracias a la columna de Marco Aurelio de la Piazza Colonna: los guerreros del bajorrelieve (con sus caballos, detallados hasta los espolones) aparecen embutidos en armaduras recubiertas de escamas cual pangolines. Sin las jabalinas ya, ascienden por la espiral a medio galope con sus arcos retorcidos, disparando hacia atrás al famoso estilo parto.
¿Habrán dejado más rastros por la Gran Llanura? ¿Alguna costumbre oscura sin explicación, una leve pista en las facciones, alguna palabra suelta o un giro lingüístico que aún perdura? Todavía quedan por los Balcanes unos cuantos recordatorios de los pechenegos y de los cumanos, pero parece que esta otra nación se desvaneció por completo como por arte de birlibirloque, y solo estos topónimos señalan ahora los lugares donde ocurrió la evaporación. Hubo un tiempo en que vivieron por todo el hemisferio, desde las riberas del Danubio hasta las boiras del Oxus y el páramo silencioso de los corasmios.
No oí hablar de estos pueblos salvajes hasta bastantes días después, pero no me resisto a presentarlos ahora, mientras atravesamos su zona predilecta. También me enteré de que Jászberény, una antigua ciudad más al norte y una de las posibles sedes de la capital de Atila, albergaba aún un viejo cuerno de marfil tallado a partir de un colmillo. Aunque en realidad se trata de una pieza bizantina, en tiempos se veneró por creerse que procedía del elefante de Lehel, el jefe de una de las primeras tribus magiares (su cuerno es tan famoso en Hungría como el de Roldán en Occidente). Conocía ya la conquista de los ávaros por parte de Carlomagno, y sentí una cierta tristeza al comprender que estos kilómetros a caballo eran el último trecho de mi itinerario que aún estaba relacionado con el gran emperador (parecía que había presidido todo mi viaje hasta aquí). ¡Maldije la ignorancia con que había pasado por Aachen sin saber que se trataba de Aquisgrán! Personaje histórico de los pies a la cabeza, con Alcuino de York y su corte de eruditos y sus fechas, guerras, dichos y leyes intactos, incluidos los extraños nombres que les puso a los meses (Hornung «febrero», Ostarmonath, «abril» y demás), a Carlomagno lo ha transformado la nube de fábula que le ha envuelto desde entonces. Historias contadas en voz baja al calor de la lumbre, leyendas, siglos de bardos y minnesingers lo han mantenido a flote en algún lugar entre Alejandro y el rey Arturo, donde se cierne coronado en pinturas murales, inmenso, con su barba poblada, cubierto de hiedra y muérdago, anunciado por águilas y cuervos, seguido de cerca por sus lebreles, acompañado de ángeles y oriflamas y escoltado por una multitud de prelados, monjes y paladines. Confundido con Odín y semejante a las estaciones del año, como Adonis, avanza rodeado de terremotos y eclipses de sol y de luna, celebran su paso estrellas fugaces y relámpagos, cuernos y arpas lo llevan en volandas por las llanuras, lo transportan por desfiladeros y bosques y lo izan la cima de montañas empinadas hasta que su halo casi se confunde con las siete estrellas de su carro.
En 802, según acababa de enterarme, Harún al-Rashid envió un elefante a Carlomagno como regalo. Se llamaba Abulahaz («Padre del Valiente») y el emperador lo tuvo en su parque de Aquisgrán hasta que murió en una batalla contra los daneses. No hay mención alguna de la ruta por la que llegó: ¿tal vez la vieja vía danubiana? ¿Brindisi y la Vía Apia? ¿Venecia o Grado para seguir después por el Adigio y el Brenero, muy al este de la senda de Aníbal, y subir finalmente por el Rin? ¿O pudo enviarlo el califa a través del Helesponto o del Bósforo? Es posible que así lo hiciera, a pesar del peligro que acechaba en los Balcanes: Krum y sus boyardos podrían haber visto el elefante y habérselo comido… Pero la Gran Llanura, entonces tierra de marjales y árboles en su mayor parte y despejada de ávaros desde hacía ocho años, era el lugar idóneo para un elefante. Probablemente había venido desde las estribaciones del Himalaya o tal vez de las marismas y los bosques de sal de Azufghur… Ahora podía ver, sin esfuerzo alguno, a Abulahaz con su conductor indio y los cuidadores y una tropa de lanceros beduinos, avanzando lentamente por claros y llanos mientras patanes eslavos y quizá algún que otro dacio superviviente contemplaban boquiabiertos la comitiva desde sus toscas moradas. Incluso es posible que se detuviera a pocos kilómetros de donde me hallaba, para sumergir la trompa en el Tisza y rociarse con chorros frescos de agua entre los cañaverales en sombra.
Entretanto, atravesado por las sombras de unas nubes de panza lisa, el campo llano seguía jaspeado de trigales, hileras de chopos y arboledas. Un lejano molino de viento rompió la monotonía y aparecieron pozos de péndulo por todas partes, así como amplias extensiones de hierba, pastos para las reses blanquecinas. Entre los rebaños, algunos boyeros, apoyados en largos cayados que parecían tomahawks, todavía llevaban zamarras de vellón apelmazado; otros, capas de un material que parecía fieltro, de confección casera, con esclavinas de complicados bordados alrededor de los hombros. A la entrada de las alquerías y villorrios, los gansos salían corriendo de sus charcas y cruzaban el camino con un alboroto de siseos y cuellos estirados, que siempre acababa en un hostil batir de alas cuando pasaba Malek, avanzando entre ellos con todo el cuidado del mundo, pero si estaban en tierra firme, entonces echaban a correr para zambullirse en las charcas. Las mujeres lucían delantales, bordados, frunces y plisados, de mil maneras bonitas y sorprendentes, y llevaban el pelo recogido bajo cofias y pañoletas. Muchas tenían varillas de rueca insertas en fajas de trenza de vivos colores. Tras humedecerse el pulgar y el índice con la lengua, iban retorciendo la hebra a medida que tiraban de las madejas, pinchadas en las púas cual nubecillas de lana pura, mientras bobinaban el hilo impulsando los husos, que parecían boyas, con la otra mano. Estos subían y bajaban como yoyós a cámara lenta, engrosando cada vez más las bobinas de hilo. A continuación, estiradas sobre los alargados telares, tejían esas capas tupidas y tiesas. Una niña sentada en un taburete entre malvas, a la puerta de su casa, accionaba el pedal de una rueca bellamente tallada, pulida por el uso incesante de una generación tras otra; fue la única rueca que he visto en funcionamiento en toda mi vida. De aquellos trechos largos, tan poco parecidos a un desierto, me queda el recuerdo del rocío y la hierba nueva, y los cascos de Malek trotando por bosques y lechos de flores mientras el sol naciente se veía a través de hojas, pétalos y cintas de hierba con tal nitidez que parecían en llamas. La espesura era un palpitar de colirrojos y collalbas, recién llegados de sus travesías increíbles, las rabadillas delatoras pasando a toda velocidad entre los troncos de los árboles junto a otros pájaros que ya habían terminado de construirse el nido, y en el campo abierto las alondras crestadas alzaban el vuelo desde la hierba al notar nuestra presencia, y cantaban como si estuvieran posadas en hilos por el cielo. La vida no podía ser mejor, de ninguna manera. Las orejas de Malek, alerta y manifestando buen grado, su paso infatigable y nada fatigante, y el bienestar que irradiaba, significaban que nos habíamos contagiado uno al otro el buen humor, como suele ocurrirles al jinete y su montura.
Había tomado un camino demasiado al norte en medio de la oscuridad, y la oculta ciudad de Cegléd quedaba al sudoeste. Nos detuvimos y comimos a la sombra junto al río Zagyva. Más tarde, el cambio de cultivos y un aumento repentino de la cantidad de árboles y aguzanieves indicaban que nos acercábamos a otro río. Y al poco rato apareció entre los sauces y los chopos inmensos: ahí estaba el ancho Tisza, el segundo río de Hungría, discurriendo hacia el sur entre riberas bajas y juncos temblones, como debe ser. Unas barcas toscas estaban varadas debajo de los árboles y un pescador cerca del flanco opuesto bregaba con una red, recogiéndola una y otra vez sobre la barca y lanzándola de nuevo a la corriente, creando una secuencia de nubes efímeras.
Había estado pensando en el elefante del califa mientras trotábamos río abajo, cuando de repente divisé entre los penachos de los juncos algo igual de inesperado y casi tan arrebatador. Visible justo por encima de la superficie de un remanso, asomaba un hocico ancho, negro y de aspecto poroso, con una pesada argolla colgando de los orificios abiertos al máximo. Desde un montículo greñudo encima de la frente salían hacia atrás dos astas enormes, arrugadas y achaparradas. Los ojos, oscuros y líquidos, se clavaban en los míos con resentimiento aletargado. No lejos de allí, otra criatura gigantesca y torpona, equipada de manera similar y cubierta de lodo, meneaba perezosamente la cola rematada en borla. A lo largo del camino había dejado atrás muchos carros tirados por bueyes, pero nadie había mencionado los carabaos, y me llevé una sorpresa impresionante. Después los vi bastante a menudo, sobre todo en Transilvania, revolcándose en el fango o uncidos de dos en dos, tirando de cargamentos pesados con resquemor y lentitud inverosímil. Nos detuvimos al llegar a un puente que nos habría llevado a Törökszentmiklos (el nombre rememoraba a los turcos, para variar, y también a san Miguel), y proseguimos por la orilla derecha en dirección a Szolnok. Poco después nos cruzamos con varios carromatos, reses, un carrito tirado por ponis y un par de hombres a caballo, indicios del final de un día de mercado. Atravesamos los arrabales polvorientos de una ciudad y no tardé en encontrar la casa que andaba buscando.
El doctor Imre Hunyor, un hombre rubicundo y alegre, estaba avisado de la invasión. Nos acercamos inmediatamente a casa de un vecino que disponía de establo y pista (era el veterinario, estoy casi seguro) y dejamos a Malek en sus amables manos. Al marcharnos, un par de setters irlandeses nos siguieron con ojos ilusionados. Se les unió un perro salchicha. Entonces llegaron también dos perros pastores. Cuando una camada entera de cachorros casi crecidos del todo apareció brincando patosamente con cara de interés, el doctor y yo nos detuvimos y nos miramos sin entender nada. Mientras tanto, venían por la callejuela otros dos canes de raza indefinida, con semblante amistoso y alerta, y luego tres más, y se nos quedaron mirando como a la espera de una señal. «Me pregunto si será por eso de ahí», dijo el doctor Hunyor señalando las alforjas que llevaba del brazo. El salami, con su vitola roja, blanca y verde, era todavía demasiado largo como para caber entero y, después de todo un día asomando a pleno sol, la brisa de la tarde había transportado su mensaje por la puszta hasta que yo mismo, aunque había ido acostumbrándome poco a poco, había llegado a percibir algo. Los perros meneaban la cola y uno o dos se pusieron a saltar con ladridos intermitentes. Resignado ya a la pérdida inminente, estaba a punto de tirarles el salami cuando el doctor me sujetó la mano. «Nein, nein! —exclamó—. Es würde einen Bürgerkrieg lancieren!» («¡Desataría una guerra civil!»). Así pues, saqué el cuchillo, corté el embutido en olorosas lonchas y fui lanzándoselas. Los perros se repartieron por el lugar con delirio, y un momento después acabó la fiesta.
En el primer volumen de esta historia menciono un grueso libro verde manuscrito que compré en Bratislava; lo utilicé como cuaderno de notas, después como diario y al final, cinco años después, durante el estallido de la guerra, me lo dejé olvidado por error en la casa de campo de un amigo, en Rumanía, donde vivía en aquella época.[15] Pues bien, hace unos años, tras décadas sin verlo, lo recuperé como por obra de un milagro, intacto a pesar de que la encuadernación verde estaba algo deshilachada y descolorida. Las notas escritas a lápiz me han sido de gran ayuda, pero no es el suministro incesante de datos que debería ser. Lo empecé en Eslovaquia con extensos apuntes cada día, pero en las ciudades, gracias tal vez a los dolores de cabeza matutinos, a veces me olvidaba de él y, cuando volvía a ponerme en camino, no siempre reanudaba la escritura inmediatamente. Lo mismo ocurrió en Budapest y en las fases iniciales de los trechos siguientes. En cuanto a Szolnok, por ejemplo, solo aparecen los nombres de la ciudad y la referencia al alegre doctor que me hospedó. Recuerdo la deliciosa sopa de carpa hirviendo que cenamos aquella noche, escarlata y naranja y a rebosar de pimentón, pero no está en el cuaderno ni hay rastro de todo lo demás. Las notas del día siguiente mencionan a un tal barón Schossberger y Pusztatenyö, una pequeña población a unos quince kilómetros al sudeste. De la propia Szolnok solo queda un recordatorio borroso. Me acuerdo de cruzar el puente del Tisza al trote, porque me detuve a medio camino para contemplar la ristra de balsas que bajaban por el río entre los grandes grupos de chopos de las orillas, tan altos que creaban una impresión de pálido bosque tembloroso. Las balsas desaparecieron debajo del puente, emergieron al otro lado y fueron menguando a medida que se alejaban por la corriente con sus cargamentos de leña, rumbo al Danubio. Poco después llegué a una quinta baja (el doctor Hunyor ya había telefoneado a sus moradores) y dejamos a Malek en un establo portátil durante el almuerzo. El sitio pertenecía a un amigo de Tibor v. Thuroczy, cuñado de Pips Schey, que tan amable había sido conmigo durante mi estancia en Eslovaquia. El barón Schossberger procedía de una familia de banqueros judíos de Budapest. Alto, dinámico y de mirada penetrante, le apasionaba la vida de granjero y, al encaminarnos a la casona, acarició orgulloso una trilladora que acababa de recibir.
Más tarde, la escena se aclara un poco, cuando Malek y yo pasamos dando botes junto a un apeadero desierto llamado Pusztapo (solo por su rareza se me ha quedado grabado el nombre). Villorrios como este casi no eran más que una hilera de casitas con techo de paja a cada lado de una pista polvorienta. De vez en cuando hacía un alto para comprar avena, y cuando veía la palabra kocsma («taberna») sobre una puerta o pintada en letras blancas en la luna de un ventanal, me apeaba y me sentaba en el banco entre las malvas llenas de brotes, a beber un vaso de un fuerte schnapps de la región llamado seprü, o cseresznye cuando se hace con cerezas. A veces compartía el banco con uno o dos carreteros, que no dejaban de parpadear por el sol y el polvo, y aunque no había modo de comunicarnos, en seguida hacía amigos gracias a la afición generalizada a los caballos: el magnífico aspecto de Malek conquistaba a todos, y se acercaban a acariciarlo. «Nagyon szép!», murmuraban, «Hermoso ejemplar», o «Az egy szép ló», «Un caballo magnífico»… (Repartidas por el diario hay listas de vocabulario escritas a vuelapluma: zab, «avena»; ló, «caballo»; lovagolok, «cabalgo»; lovagolni fogok, «cabalgaré»; lovagolni fogok holnap Mezötúrra, «mañana cabalgaré hacia Mezötúr». Y sigue con Gyönyörü, «excelente o de primera» y Rettenetes!, «¡terrible!», y demás.) Con las riendas aflojadas entre las manos, avanzaba bajo las hojas transparentes de las acacias sintiéndome como un vaquero solitario que se aventurase por el territorio de tribus poco conocidas, y los cíngaros y los pastores con aquellos cayados parecidos a tomahawks aportaban el detalle corroborativo.
En cuanto dejamos atrás un pueblo, recuperamos la ya familiar soledad del paisaje llano, esa combinación de desierto y sembrados con sus rebaños y pastores, sus pozos de péndulo aislados y sus desfiles de nubes en el horizonte. A última hora de la tarde nos abrimos paso cuidadosamente entre otra manada inmensa de reses de astas largas y rectas. En seguida aparecieron unas chabolas de gitanos, después una procesión dispersa de hornos, galpones, millares de ladrillos puestos a secar y un camposanto laberíntico y cubierto de maleza, y finalmente vimos cada vez más casas mejor construidas: estábamos en los aledaños de Mezötúr, una población importante de esta zona rural.
Aun sin ser tan grande como Szolnok, era una ciudad de cierta relevancia. (Entre dos cafeterías de la calle principal con la palabra kávéház convenientemente inscrita en la fachada, había otro escaparate, en este caso lleno de productos cosméticos, lociones y carteles con mujeres de párpados caídos que se acariciaban la tez suave, y en el escaparate unas palabras sobreimpresas de lo más misterioso: Szépség Szálón. Con un retraso de unos segundos, como una máquina calculadora lenta en pleno proceso, emergieron en mi mente las palabras «salón de belleza»…) Muchos comercios tenían nombres judíos, de origen alemán pero escritos a la húngara. Otros hacían uso de palabras húngaras corrientes: Kis, Nagy, Fehér, Fekete, que tal vez fuesen traduccciones de Klein, Gross, Weiss y Schwarz («pequeño», «grande», «blanco» y «negro») transformadas durante las campañas magiarizantes del pasado.[16] Un tendero llamado Csillag (¿Stern?) me dio las indicaciones adecuadas para encontrar establo. Estaba lleno de caballos y había muchos carromatos de campo, y unos desvencijados todoterrenos con las capotas bajadas aguardaban pacientemente bajo las hojas de los árboles o iban de un lado para otro a la luz polvorienta de la noche. En un carril trasero de los establos conocí a un estudiante recién licenciado llamado Miklos Lederer. Acababa de estrenarse como aprendiz con un químico. En cuanto Malek hubo bebido y comido, me ayudó a llevar los arreos a la habitación de la casa donde se alojaba. Mitad húngaro, mitad suevo, también hablaba alemán. Como todo el mundo a esta hora del día, salimos a pasear por la ciudad, mientras las atareadas golondrinas pasaban volando a toda velocidad. Había algo vagamente oriental en el ambiente. (Tiempo después me enteraría de que, al sur de ciertos paralelos de latitud, el corso, es decir, este universal paseo vespertino, era un fenómeno que se repetía desde Portugal hasta la Gran Muralla de China.) Compartimos un pollo al pimentón en una casa de comidas y tomamos café en una terraza. Después, el barullo y la música de un vendéglö nos atrajeron a su interior y nos encontramos rodeados de pastores y boyeros: tipos forzudos, desaliñados y curtidos con botas hasta la rodilla o mocasines de cuero sin curtir atados con correas entrelazadas, cubierta la cabeza con sombreritos negros y fumando unas pipas extrañas con cazoletas con tapa de metal y cañones de quince centímetros de caña o bambú. Los más arreglados llevaban el cuello de la camisa, sin corbata, abrochado con apoplética opresión. Los instrumentos de los gitanos eran un violín, un chelo, un contrabajo, un clavicémbalo y, por increíble que parezca, un arpa de un metro ochenta de alto ricamente ornamentada, el barniz dorado lleno de desconchones, sujeta entre las rodillas de un arpista de piel muy morena, cuyo vaivén por las cuerdas añadía un líquido murmullo a las melodías, lánguidas y de repente furibundas. Algunos clientes estaban ya medio adormilados. Alcohol derramado, ojos vidriosos y benignas sonrisas por doquier. Como cualquier campesino que se aventura a ir a la ciudad, al principio los recién llegados se mostraban tímidos y como fuera de lugar, pero no tardaban en cambiar de humor. Una mesa, ocupada por unos amotinados que pedían a voz en grito música más salvaje y vino más fuerte, corría peligro de derrumbarse hecha pedazos. «Dentro de nada empezarán a llorar a lágrima viva», me dijo Miklos sonriendo. Tenía razón, pero no era tristeza lo que mojaba aquellas cuencas arrugadas, sino una especie de éxtasis. Así aprendí lo que era el mulatság, ese estado de regocijo, es decir, el éxtasis, la melancolía y a veces el desmoronamiento que pueden provocar los instrumentos de cuerda de los cíngaros, instigado por la consumición constante de alcohol. También a mí me encantaba su menospreciada música, y cuando al cabo de un par de horas nos levantamos para marcharnos, me sentí contagiado por el mismo deleite sensiblero. Mucho vino había pasado por nuestros labios. Me pregunto cuánta sangre cumana y cuánta sangre jaziguia se mezclaba con la húngara en las venas de aquellos jaraneros.
Al día siguiente las nubes que habitualmente se quedaban enganchadas en el horizonte parecían estar apretándose en las alturas. Formaron un dosel amenazador y noté una gota en el cuello. Malek se estremeció y sus orejas se crisparon, con curiosidad: la tierra polvorienta empezó a sembrarse de unas figuras estrelladas que al poco se fusionaron formando un manto empapado salpicado de hoyuelos. No duró mucho. El sol volvió a asomar y un arco iris apresó en su argolla el paisaje a media distancia. Las nubes se desperdigaron otra vez; pronto la capa reluciente de Malek y mi propia camisa estuvieron secas, y una ráfaga de viento refrescante y húmedo y los matices frescos creados por la lluvia transformaron la campiña y los árboles. Ojalá hubiera podido ver la fata morgana que ronda por la Gran Llanura en los meses del estío (no había rastro de ella tras las finas rayas de aspecto húmedo que a veces la brillante luz del sol despliega sobre la superficie a lo lejos). Había leído y oído hablar sobre los diablos del polvo de la Alföld. Remolinos de polvo, pajas y hojas muertas giran en el viento y alcanzan alturas inmensas, para lanzarse a continuación a recorrer la planicie a toda velocidad, cual fantasmas que pasaran la fregona y segaran la hierba a su paso vertiginoso. Pero aparecen en otoño, y solo pude ver este portento mucho después, mientras cruzaba la Baragan, la desolada estepa que se extiende al otro lado del río desde la región de Dobrudja, en el penúltimo recodo del Danubio.
Delante de nosotros había un bosque y, de improviso, en medio del silencio, un cuco empezó a cantar. A medida que nos acercábamos, su llamada fue sonando cada vez más fuerte y clara, y las orejas del caballo se crisparon de nuevo. El extraño paisaje llano, con el arco iris y el cuco inesperado (su canto, igual que el del ruiseñor, cada cual lo siente como propio) me provocaron un ataque abrupto y repentino de nostalgia. ¿Cómo es que me hallaba recorriendo este hermoso paisaje en lugar de las familiares colinas y espesuras de Inglaterra, a mil kilómetros al oeste? En cuanto nos adentramos bajo las ramas, los troncos de los árboles se confabularon para acrecentar este sentimiento (el paraje bien podría haber sido un bosquecillo inglés). Avellanos, saúcos, rosales silvestres y perejil de monte poblaban un claro, y las hojas contenían en su cuenco gotas de lluvia. Había clemátides, belladonas y zarzas que en un par de meses estarían repletas de moras. Un mirlo que rebuscaba entre las hojas muertas alzó el vuelo y se posó entre las ramas surcadas de oblicuos rayos de sol. Había también dos jilgueros, un zorzal y una cucurra. Sin que notaran mi presencia, me senté debajo de un árbol a comer pan con queso sazonado con pimentón y luego una manzana, y me quedé fumando un cigarrillo tras otro mientras escuchaba al cuco, el canto del ruiseñor y el bis del zorzal, y mientras Malek pacía entre la hierba a poco menos de un metro. De todas las aves, la que más se oía era el cuco, como si estuviera posado justo encima de mi cabeza, y mucho después de haber dejado atrás el bosque todavía podía oírlo.
El verdor de los campos de cultivo aparecía salpicado de amapolas, el aire olía a heno, a tréboles y alfalfa, y había caballos de crin tostada pastando. Deseé que el viaje no acabara nunca. Pero detrás de otra franja verde de árboles estaba la siguiente parada, y esa sería la última. A pesar de mis intentos por hacerme el remolón en esta fase final del trayecto ecuestre, solo faltaba un paseíto demasiado corto. Seguí unas vías de ferrocarril y al poco crucé un puente sobre un río de aguas rápidas, para entrar por fin en Gyoma. El agente de la propietaria de Malek tenía allí un amigo al que debía entregárselo. Pensé que el viaje de regreso al castillo, medio oculto entre la espesura cerca de Budapest, podría ser problemático, pero cuando le comuniqué mis temores, el hombre les restó importancia. Sería lo más fácil del mundo: dejaría a Malek a cargo de alguien que iba a ir a la capital al día siguiente (según un poste indicador solo estábamos a 166 kilómetros de Budapest), y en cuestión de unas horas el caballo estaría de vuelta en casa. Apesadumbrado, le entregué las riendas.
El doctor vitéz Haviar Gyula era un hombre alto, moreno y de aspecto ligeramente oriental, con párpados gruesos, nariz pronunciada, sienes altas y estrechas y una sonrisa melancólica. Me pregunté si tal vez era de origen armenio: grupos de descendientes de armenios, respetados por su mente ágil aunque objeto de chanza por su característica nariz prominente, vivían desperdigados por el país cual bandadas de tucanes. Pero su apellido no era armenio, ni húngaro tampoco. Los nombres rumanos derivados de oficios (equivalentes al Potter al Tyler ingleses) a veces terminan en -ar, pero no era su caso, me parece: en el salón había grabados famosos de Kossuth y Déak, y solo hablaba magiar, aparte del alemán rudimentario en que conversamos. Cené con él y con su familia en un restaurante de la calle principal, bajo la luna nueva y una celosía cargada de lilas (orgona en magiar; súbitamente, al cabo de casi medio siglo, emerge de nuevo esta palabra en mi mente). Tras el chaparrón no corría ni pizca de brisa, y de repente se notaba mucho calor. La pequeña ciudad estaba llena de paseantes nocturnos, muchos de los cuales se detenían a charlar al pasar por nuestra mesa (tuve la sensación de que así serían las ciudades de la Gran Llanura en agosto). Primero la cena y, acto seguido, la cama aparecieron como obedeciendo un plan preestablecido. Mi hambre voraz había quedado aplacada, como la de Elías, y ya nada podía sorprenderme; pero todo contribuía a mi deleite.
Al día siguiente vacié la alforja para volver a cargar la mochila. Se me cayeron unos cuantos dibujos y la señora Haviar los recogió. No eran muy buenos, pero me pidió que dibujara un retrato de su hija, Erszi, una niña preciosa y sorprendente de unos diez años. En Alemania y Austria había hecho bastantes retratos como una especie de agradecimiento a mis anfitriones (sin que a ninguno pareciera molestarle mi falta de pericia), así que acepté contento la propuesta y Erszi se marchó a todo correr a arreglarse el pelo. Como al cabo de diez minutos aún no había regresado, le dieron una voz y la niña volvió extraordinariamente transformada: un sombrero acampanado de su madre, pendientes largos, estola de zorro, la cara embadurnada de polvos y la boca repintada en forma de corazoncito. Encaramada en un escabel, dobló una muñeca cargada de pulseras y la apoyó en la cadera, mientras con la otra sostenía una boquilla de treinta centímetros de largo y le daba toques para tirar la ceniza con la misma languidez de una vampiresa. El conjunto resultaba convincente, tirando a estremecedor: un caso precoz de vejestorio emperifollado. «¡Pero mira que es boba!», dijo su madre con cariño. No estoy seguro de que mi esbozo le hiciera justicia.
Un rato después, vestida de nuevo con su ropa normal, ella, su padre y yo nos fuimos a ver a Malek. Llevaba un puñado de terrones de azúcar para la despedida y me armé de valor para decir adiós al caballo como haría un jinete árabe con su corcel. Encontramos a Malek retozando con unos ponis en la otra punta de una pista de ensillado, pero en cuanto le llamé, vino a medio galope ondulando complaciente la cola y la crin. Le pasé la mano por la frente y le acaricié por última vez el hermoso cuello arqueado. Le dije adiós y me marché. Mi modelo, eufórica aún por su reciente transformación en diosa, no dejaba de agitar la manita y dar saltos y gritar «Viszontlátásra!» hasta que ya no pudimos oírnos.
El Körös me hizo compañía durante todo el día. Las orillas estaban reforzadas para evitar inundaciones y había árboles en toda su vera, las ramas moteando de sombras el sendero y el filo del río a lo largo de todo el camino. Por el agua se arremolinaba el vilano de las adelfas, y casi a cada paso que daba veía una rana buceadora. Carrizos y altas borlas de espadaña cobijaban familias de pollas de agua, y libélulas moradas planeaban y se posaban entre los falsos lirios amarillos. Cuando me senté a fumar un cigarrillo, un movimiento abrupto delató a una nutria, que miró a su alrededor, echó a correr por la raíz de un sauce y se deslizó al agua sembrando el remanso de anillos centrífugos. Había allí toda la comida que la nutria pudiera desear: peces relucientes bajo el agua límpida y más pesca un poco más arriba, donde dos muchachos faenaban con sendos equipos de caña larga y boya de corcho. Sus presas colgaban de las branquias en el interior de un árbol hueco. Apenas habíamos terminado de saludarnos cuando se vio un resplandor plateado: otro pez que era sacado de la corriente como una flecha. Cuando exclamé «Eljen!», «¡Bravo!» (o al menos eso esperaba), quisieron regalármelo, pero me dio apuro presentarme en el siguiente pueblo como un Tobías. Algunas reses se agrupaban debajo de las ramas y vadeaban con el agua hasta las rodillas, mientras los rebaños, ocupando hasta el último rincón de sombra de los campos, se resguardaban del sol del mediodía, inmóviles como fósiles.
Apareció un tropel repentino de gitanos y sentí el impulso de mirar entre las tiendas y los carromatos por si se trataba de mis amigos del norte de Cegléd, pero fue en vano. Hombres pertrechados con podaderas transportaban sobre la cabeza largos haces de carrizo, que se movían arriba y abajo al son de sus pasos. Mujeres con el agua hasta los muslos lavaban y escurrían sus harapos y sus andrajosas prendas de gala, para tenderlas a continuación por las ramas y matorrales cual festones, mientras los chiquillos, iguales a los que había visto en la ribera eslovaca en Semana Santa, registraban las orillas en busca de las madrigueras de sus víctimas: ratones de campo, comadrejas, ratas de agua y cosas por el estilo, bocados meramente comestibles. El trabajo serio se lo dejaban a las hermanillas, que trotaban incansables junto al único proveedor potencial del día, chillando «Bácsi!, Bácsi!» (las víctimas masculinas de los gitanillos son todos tíos honorarios), y siguieron con sus agudos gritos de «tío, tío» durante unos doscientos metros. Cuando enmudeció el diminuendo de reproches, otra vez me encontré a solas y lo único que hendió la quietud de las hojas y del agua fueron las golondrinas corveteando entre las sombras y el esporádico resplandor verde azulado de un martín pescador.
A primera hora de la tarde el río se bifurcó y proseguí el ascenso junto al Sebes («rápido») Körös, hasta que un chapitel de tablillas rojas me dio a entender que había llegado al viejo pueblo de Körösladány.
La grafía de la palabra magiar kastély (cuya perversa pronunciación es «koshtay», o algo parecido) hace pensar, como Schloss, en una construcción fortificada tipo castillo, pero el equivalente inglés más próximo para la mayoría de los que vi en Hungría y Transilvania sería más bien «casa solariega», y ese es el término que me viene a la cabeza cuando me esfuerzo por conjurar en mi recuerdo la imagen del kastély de Körösladány, sus contornos algo difusos por los estragos de tantas décadas transcurridas. De una sola planta, como un rancho, pero desprovisto de las connotaciones que sugiere esta palabra, era un edificio alargado de color ocre construido a finales del siglo XVIII, con frontones barrocos ornamentados y redondeados asomando por encima de unas verjas magníficas, tejas descoloridas con nidos de avión común y contraventanas de láminas, abiertas de par en par para dejar entrar la luz del final de la tarde. Dejé mis bártulos debajo de las cornamentas que adornaban el vestíbulo, y me condujeron por las sucesivas puertas abiertas de una serie de estancias conectadas entre sí, hasta llegar ante mi anfitriona, en el centro de una enfilada en penumbra. Era una señora encantadora y elegante, de cabello rubio y liso cortado a lo garçon (creo que lo tenía peinado con raya al medio, pues este detalle fue lo que me la recordó, unos años después, cuando conocí a Iris Tree). Llevaba un vestido de lino blanco y alpargatas, y sostenía en una mano una pitillera y un cigarrillo encendido. «Aquí está el viajero», dijo en tono amable, su voz ligeramente ronca, y me llevó por una puertaventana adonde el resto de la familia excepto su marido, que tenía que regresar de Budapest al día siguiente, se encontraba reunida tomando la merienda bajo unos castaños inmensos en los que habían empezado a abrirse pegajosamente los chapiteles blancos y rosados. Todavía puedo verlos, como una escena coral pintada por Copley o Vuillard, y casi puedo capturar su reflejo en la porcelana y la plata. Eran la condesa Ilona Meran, a la que acabo de describir, un hijo (Hansi) y una hija (Marcsi) de unos trece y catorce años respectivamente, y una niña mucho más pequeña llamada Helli, los tres muy guapos, educados y un tanto serios. También estaba una amiga de la familia, o quizá era una pariente, con gafas de montura de carey, llamada Christine Esterházy, y una institutriz austríaca. Todos los presentes, salvo esta última, hablaban inglés, pero no soy capaz de recordar nada de lo que dijimos (solo su apariencia y la escena bajo las hojas anchas y la calidez de esa hora del día). Nos quedamos allí conversando hasta que llegó el momento de encender las luces y empezaron a aparecer charcos de luz dentro de la casa, prendidas con pajuelas las lámparas de aquella sucesión de estancias con fragancia a lavanda. Todo se iluminó: lomos de libros, cuadros, muebles que habían adquirido exactamente ese tono descolorido del desaliño propio de una casa de campo, cortinas lavadas y vueltas a lavar mil veces. Y entonces suena la música que se eleva de las teclas de un piano. ¿Qué música es? No consigo recordarlo, pero de pronto, al cabo de todos estos años, fluye a mi mente este cuenco encima del piano, lleno de peonías enormes blancas y rojas, y han caído al suelo pulido unos cuantos pétalos.
Mientras me arreglaba para cenar, y también después, antes de meterme en la cama, estuve contemplando los cuadros de las paredes de mi habitación. Había un Schloss Glanegg encaramado a un precipicio rocoso, muchos parientes Almásy de la condesa Ilona y varios Wenckheim ataviados con pieles y cimitarras, además de un cartel a color de principios del siglo XIX que me atrajo sobremanera. Representaba a un gallardo dandi de la época post-Regencia (creo que se llamaba Zichy), de barba y bigotes atusados, ojos del mismo tono que un abejaruco y chaquetón de caza inglés color carmesí. Era uno de esos formidables centauros húngaros que se hicieron famosos en los condados por su intrépida manera de montar en pos de la jauría. Omnipresentes, descansando tranquilamente durante un momento de la cacería en los pastos de Badminton, o bien en las litografías de Ackermann de dramáticas escenas con vallas en su sitio preciso y perros siguiendo de cerca la presa, recorriendo la aulaga de Ranksborough, cruzando de un salto el arroyo Whissendine, de una demarcación a otra en medio de la verde campiña, dejando atrás una aguja de iglesia tras otra. O también, de manera aún más conspicua, se les ve en esos banquetes nocturnos en torno a mesas a rebosar, donde libertinos alborozados con sus elegantes trajes de noche se han puesto en pie de un brinco en medio de un revoltijo de servilletas, fresqueras para el vino y botellas vacías, y blanden todos a la vez las copas en alto con mayor algarabía aún. Las leyendas escritas a mano alzada, en una esquina de estas láminas, suelen contener, junto a los Osbaldestone y los Assheton-Smith, los nombres de uno o dos de estos Nimrod de la Gran Llanura.[17]
Al día siguiente, mientras los niños recibían sus lecciones en la sala contigua, me dediqué a buscar en la biblioteca todo lo que pude sobre la Alföld, hasta que fue la hora de salir de picnic. Una especie de victoria con radios relucientes llegó a la puerta a toda velocidad y nos apiñamos en su interior. Me llamó mucho la atención el sombrero a juego con la librea de alamares negros que llevaba el cochero. Era una especie de sombrero chambergo negro de fieltro (¿o es posible que fuera de terciopelo?) con un ala doblada hacia arriba en perpendicular y una pluma negra de avestruz en la copa, sujeta en semicírculo desde el frente hasta la parte posterior, y dos cintas negras colgando detrás, con los picos cortados en forma de cola de pez. ¿Sería un legado de los cipayos turcos o de los jenízaros, o un tocado que se hubiera conservado desde los primeros invasores magiares? (Era el tipo de asuntos sobre los que meditaba en aquella época.) Muchas manos y sombreros alzados nos saludaron al salir, y cuando llevábamos recorrido algo menos de un kilómetro, oímos una voz temblorosa procedente del borde del camino. La condesa Ilona ordenó detener la calesa, se apeó de un salto y un segundo después la estaba abrazando una anciana con pañuelo en la cabeza. Tras algunas exclamaciones de reconocimiento y muchas palabras y risas (creo que también unas cuantas lágrimas y luego más abrazos), volvió a montarse, obviamente conmovida: no dejó de decirle adiós con la mano hasta que perdimos de vista a la anciana. Era la madre de alguien del pueblo que había emigrado a América quince años antes. Con el tiempo la mujer sintió mucha nostalgia de su terruño, y había regresado a casa hacía solo un par de días.
Escogimos una loma cubierta de hierba bajo unos sauces, en un recodo del Körös, y allí comimos a lo grande mientras los caballos pacían y sacudían la cola a la sombra, a escasa distancia. Una garza planeó entre las ramas y se posó entre los falsos lirios de un bajío en mitad del río. Junto a nosotros se extendía un bosque. Estaba lleno de aves, y en esa hora de la tarde en que las conversaciones enmudecen y todo queda en silencio, tres corzos con cuernos apenas despuntando bajaron sigilosamente por la ribera del río. En el camino de regreso, al oír una canción que llegaba desde los campos, cantamos algunas melodías en voz suave: una austríaca, otra alemana, otra inglesa y una húngara. En la última se me trabó la lengua, pero conocían Érik a, érik a búza kalász, mi canción favorita de Budapest. Imposible haber dado con otra que encajara mejor: en ese momento pasábamos junto a un trigal y las golondrinas descendían en picado y remontaban el vuelo entre espigas verdes que pronto empezarían a madurar, exactamente como describía la canción. Sonaban ya campanadas, mugidos y balidos, pues era la hora en que rebaños de ovejas y reses regresaban al pueblo, envueltos todos en nubes doradas de polvareda, y nuestra llegada al kastély coincidió con la de su amo, el Graf Johann (o Hansi) Meran, un hombre altísimo de cabellos oscuros, mostacho y finos rasgos aquilinos aderezados con una expresión de gran bondad. Sus hijos se abalanzaron sobre él y, una vez liberado de sus abrazos, saludó a los demás, besando primero manos y a continuación mejillas en ese gesto al tiempo cortés y afectuoso que había visto por primera vez en la Alta Austria.
El encanto de este lugar y de sus moradores parece de una perfección increíble y sin fisuras, lo sé. Pero solo puedo referirlo tal como a mí me impresionó. Por otra parte, mi estancia allí adquirió también un cariz inesperado, algo que de repente dotó de realidad fragmentos enteros de la historia de Europa de hacía un siglo o incluso de antes. Una vez más, los cuadros de mi habitación me pusieron sobre la pista. Uno de ellos representaba al archiduque Carlos, estandarte en mano, encabezando la carga contra las tropas napoleónicas en el carrizal de Aspern. (Su estatua en la Heldenplatz de Viena, frente a la del príncipe Eugenio, nos lo muestra en ese mismo momento, sobre un corcel furiosamente encabritado. ¡Menuda sorpresa si la viera! En vida, siempre se negó a que le erigieran estatuas y le rindieran honores.) Me enteré de su existencia después de salir de Viena, cuando me detuve a contemplar el Marchfeld al otro lado del Danubio: fue allí, a pocos kilómetros de Wagram, donde se libró la cruenta batalla, que fue la primera victoria de los aliados contra Napoleón. La lámina siguiente representaba a su hermano, a quien está dedicada esa interminable canción en el cerrado dialecto estirio titulada Erzherzog-Johanns-Lied. La primera vez que la oí fue en una posada justo enfrente de Pöchlarn, y desde entonces la había escuchado con bastante frecuencia. Los hermanos, junto con el resto de una prole numerosa, eran los nietos de María Teresa, sobrinos de María Antonieta e hijos de Leopoldo II. Y el primogénito, que subió al trono como Francisco II, fue el último emperador del Sacro Imperio Romano. (Por si Napoleón pretendía usurparle el puesto, decidió renunciar a este fabuloso honor y convertirse en emperador de Austria, exactamente mil años después de la coronación de Carlomagno.)
De todos modos, el más interesante era el archiduque Johann. A los dieciocho años encabezó con gran valentía un ejército contra Napoleón, gobernó provincias con sabiduría y justicia y en muchas ocasiones se le confirió la máxima responsabilidad en episodios decisivos. Inteligente, resuelto e imbuido de los principios de Rousseau, fue el eterno antagonista de Metternich, y su pasión por la vida sencilla en las montañas le convirtió en una especie de rey de los Alpes sin corona, desde Croacia hasta Suiza. En el cuadro romántico de mi habitación, realizado en torno a 1830, aparece apoyado en un bastón de montañero entre cumbres cubiertas de bosque, con una escopeta al hombro y un sombrero flexible de ala ancha echado hacia atrás que deja al descubierto una frente seria. ¡Da gusto rememorar a estos dechados de virtudes de la casa Habsburgo! Gracias a su valentía, sabiduría, aptitudes, imaginación y pasión por la justicia, vivieron una vida radicalmente diferente de la de los infortunados de la dinastía, y en concreto este príncipe acabó de rematar su repulsa hacia la capital contrayendo matrimonio morganático con la hija de un administrador de correos de Estiria. Ella y sus hijos recibieron un título nobiliario de lo que entonces era Meran, en el Tirol meridional, y hoy es Merano, en el Alto Adigio.
«Sí —me dijo la condesa Ilona cuando le pregunté por él—, es el bisabuelo de Hansi, y ahí —señaló otro cuadro— está la adorable Anna. ¡Se puso loca de contenta al ver que su primer hijo tenía el labio como los Habsburgo, la pobre!» (No quedaba mucho recuerdo de este rasgo en su marido, y en los niños parecía haberse desvanecido del todo.) Me contó toda la historia con paciencia y buen ánimo, ayudada aquí y allá por el conde Hansi, que fumaba y leía un periódico en un butacón cerca de nosotros. «Debo decir —prosiguió entre risas— que cuando se armó todo ese lío hace unos años sobre quién tendría que ser rey, no podía evitar decirme para mis adentros: “¿Por qué no él?”», e indicó con la cabeza en dirección al conde. «¡Vamos, vamos!», replicó su marido en tono de desaprobación, y unos segundos después se rió para sí y siguió con la lectura del periódico.
Cuando partí, casi deseé que mis planes me condujeran en otra dirección, pues en un par de días de marcha hacia el noreste habría podido estar en el desierto de Hortobágy y haber visto sus manadas de caballos salvajes y sus célebres y fieros pastores. (Curiosamente, estos gauchos con espuelas y látigos eran protestantes estrictos: Debrecen, la capital en la estepa, había sido una plaza fuerte de los calvinistas desde la época de la Reforma.) Pero estaba bajo la influencia de los viejos mapas que había consultado en la biblioteca el día anterior y veía pistas satisfactorias de parajes remotos y desolados a lo largo de la ruta hacia el sudeste, que fue la que emprendí. Hace cien años, gran parte de este trecho de la Alföld era como una ciénaga inmensa, aliviada por unos pocos oasis de terrenos más elevados. Los villorrios aparecían desperdigados como a regañadientes y, a diferencia del antiguo pueblo de Körösladány, muchos eran asentamientos decimonónicos que habían crecido cuando se secó el marjal. La sensación de desolación quedaba corroborada por los altos pozos de péndulo, semejantes a catapultas, con sus maderos izados en el vacío. En las zonas sureñas de la región cumana ensalzada por Petöfi (¡qué curioso toparse cada dos por tres con nombres de poetas húngaros en conversaciones y libros!), a menudo las fuertes lluvias dejaban aislados los pueblos en sus oteros, hasta formar diminutos archipiélagos a los que solo se podía llegar con barcas chatas. Pero, para equilibrar la balanza, había zonas cerca de Szeged que en julio y agosto se secaban creando brillantes extensiones de cristales de soda, y para el viajero incauto, ya de por sí anonadado con los espejismos y los diablos del polvo, estos acres cristalinos debían de ser el remate de las alucinaciones estivales. Se sabe de lagos poco profundos que llegaron a secarse del todo y luego volvieron a llenarse, y tras este breve lapso en su evolución creció el carrizo otra vez y sus aguas se poblaron de peces y renacuajos, y al final las ranas empezaron a croar nuevamente. Resultaba alentador pensar en los lagos del sudoeste, siempre llenos de carpas, y en las aguas rebosantes de vida del Tisza. ¿Y qué decir de los peces que habían estado pescando a mansalva esos dos muchachos en el rápido Körös? Cuando los melancólicos bosques que tenía a mi alrededor aún eran tierra de nadie, estaban infestados de betyárs, es decir, afables salteadores de caminos y bandoleros que capturaban viajeros para pedir rescate, se llevaban rebaños y manadas de reses, y extorsionaban a los nobles aislados en sus castillos. Era esta una región de peligros, leyendas y sucesos atroces.
No tenía que ir muy lejos. Eludí virtuosamente la oferta de un carretero que pasó con una tartana tirada por un poni y proseguí la marcha hacia Vesztö, donde llegué por la tarde. El conde Lajos (o sea, Luis, aunque siempre le llamaban por el apodo) era primo de mis amigos de Körösladány. (En aquellos días, si te cruzabas con un conde en Europa central y además entrabas en contacto con sus parientes y amigos, lo más seguro era que acabaras conociendo a una colección entera. El erudito del Wachau me dio amenas explicaciones sobre esta proliferación de prefijos, incluido el suyo propio: «Los títulos británico y continental de conde son más o menos equivalentes, de modo que si lady Clara Vere de Vere, de Tennyson, hubiera nacido en esta parte del mundo, podría fácilmente haber sido la abuela de cien condes, en lugar de solo su hija, con un poco de suerte, claro está. Diez hijos, y estos con diez más cada uno, daría cien en total, en vez de solo uno como en Inglaterra».)
Me lo encontré dando un paseo por la avenida que llevaba hasta la casa. Debía de rondar los treinta y cinco años. Tenía una mirada de fragilidad, un cierto tembleque y expresión de angustia (no solo conmigo, como pude comprobar para mi alivio), rematada por una sonrisa más bien afligida. Su tendencia natural a hablar con parsimonia se había exacerbado a raíz de un aparatoso accidente de coche que había sufrido al quedarse dormido al volante. Había algo en él que inspiraba ternura y gran simpatía, y mientras escribo esto, tengo delante de mí un par de bocetos que dibujé al final del cuaderno, que aunque no son muy buenos, sí dejan ver algo de esta cualidad suya.
El único idioma que hablaba, aparte de magiar, era alemán. «¡Ven a ver mis Trappen!» No entendí la última palabra, pero crucé con él al otro lado de la casa, donde había dos pájaros enormes bajo los árboles. A simple vista parecían un híbrido entre ganso y pavo, pero más grandes, más nobles de porte y más corpulentos que los primeros, y al examinarlos de cerca vi que eran totalmente diferentes. El más grande medía más de un metro desde el pico hasta la cola. El cuello era gris pálido con una franja granate; el lomo y las alas, de color ante rojizo moteado, y del pico le colgaban hacia atrás unos extraños bigotes como guirnaldas amarillo pálido al estilo de un Dundreary.[18] Tenían andares majestuosos. (Sorprendidos por nuestra llegada, echaron a correr a toda prisa y Lajos me dijo que me quedara quieto atrás. Se acercó a ellos y echó granos de maíz por el suelo, y el pájaro de mayor tamaño se dejó rascar la cabeza.) Para disgusto de Lajos, el granjero que los había encontrado el mes anterior les había recortado las alas, pero cuando el ave grande las desplegó, abriendo a continuación la cola en forma de bello abanico, pareció totalmente blanco por un instante. Sin embargo, en cuanto las cerró, se tornó negro otra vez. Eran dos ejemplares de gran avutarda, unos pájaros salvajes poco comunes a los que la gente asocia, erróneamente, con las avestruces. Les encantan los parajes desolados, como la puszta, y Lajos había pensado quedárselos hasta que volvieran a crecerles las alas y pudieran volar de nuevo. Sentía pasión por los pájaros y se daba buena maña con ellos: estos dos le siguieron escaleras arriba con su andar señorial, fueron tras él por el salón y luego por el vestíbulo hasta la puerta principal de la casa. Lajos la cerró, y de vez en cuando les oíamos dar golpecitos con el pico.
Durante la cena me habló de las migraciones de grullas y gansos salvajes en primavera y otoño. Estos últimos a veces viajan organizados en formación de cuña, volando durante kilómetros y kilómetros con el pico rozando la cola del compañero de delante, a diferencia de las cigüeñas que, como había visto un par de semanas atrás, se trasladan en interminables grupos deslavazados, tan desordenados como los nómadas de la Alta Edad Media. Sabía que era un excelente tirador. Habíamos estado charlando sobre perdices y, cuando pensé que había terminado de hablar, dijo muy lentamente: «Su nombre latino es Scolopax —a lo cual siguió una larga pausa, añadió— rusticola —y, por último, tras un silencio todavía más largo, repitió como si se le acabara de ocurrir la idea en medio de un estado de trance—: rusticola».
Su esposa había salido. Durante la cena y después de esta, mientras conversábamos en los sillones a la luz de las lámparas, se notaba una sensación de soledad (deduzco por el sombreado que fue en ese rato cuando dibujé los bocetos) y al pedirme que me quedara un par de días más, me dio la impresión de que no lo decía solo por educación. Pero debía continuar el viaje.
Nos trajeron el desayuno a una estancia bañada por el sol, junto a su habitación. «No soy muy mañanero», comentó mientras sostenía la taza en alto para que le sirvieran un poco más de café. Aún llevaba puestas las pantuflas y un pijama ahumado pasado de moda, con las iniciales W. L.[19] bordadas en el pecho debajo de una discreta corona condal de nueve puntas, y mientras escuchaba la cadencia casi onírica de su discurso, supe con certeza que un corazón bondadoso latía en su interior. Al cabo de un rato empezó a entrar y salir gente a por encargos y recados; algunos besaban manos, y pronto la sala se llenó de cuchicheos y risas comedidas. Había un cierto aire de comedia de Molière en el ambiente, como si se tratara del petit lever du roi: a medida que iba vistiéndose, tomando con parsimonia cada una de las prendas que le tendía un atento doble de Jeeves,[20] respondía a los visitantes y agentes sin premura en la voz, con ese tono suyo como hechizado, y al final apareció trajeado con pantalones bombachos y gruesos zapatos de cuero perfectamente abrillantados. Cogió un poco de maíz de una cesta del vestíbulo y salimos a ver a las avutardas.
«¿No llevas bastón?», me preguntó Lajos en el vestíbulo cuando me eché el macuto a la espalda, a punto ya de partir. Le contesté que lo había perdido. Entonces cogió uno del perchero y con gesto solemne me lo entregó. «¡Toma este! Recuerdo de Vesztö. Antes me los fabricaba el viejo pastor, pero el hombre murió ya.» Era un bastón muy bonito, tallado de arriba abajo con intrincados adornos de hojas bellamente equilibrados y el escudo de Hungría enmarcado entre ellas, cerca del mango (las bandas de la sección derecha representaban los ríos de la nación, mientras los tres montículos de la izquierda, con una cruz de doble haz en el centro, simbolizaban las cordilleras y la fe dominante, y sobre ambas mitades la corona apostólica con su cruz ladeada). Semejante obsequio me llenó de gozo. Además, llegaba en el momento oportuno, pues una semana antes había extraviado el último bastón, uno de madera de fresno: lo había clavado entre unos arbustos mientras sacaba de un hoyo la cincha de Malek, y se me olvidó cogerlo cuando me monté en la silla. (Tal vez siga allí. Se le había desprendido el regatón, así que igual ha echado raíces y a lo mejor ahora mide quince metros.)
Esa misma noche, tras un día de caminata fácil, debía llegar a casa de otro pariente suyo. «Es verdad, somos un montón, aber wir sind wie die Erdäpfel, der beste Teil unter der Erde.» («Pero somos como las patatas: la mejor parte es la que queda bajo tierra.») No supe decir si era un comentario lleno de hondura o precisamente todo lo contrario. Cuando nos despedimos, miré hacia atrás y le vi esparciendo maíz, mientras los enormes pájaros se acercaban a comerlo.
Durante muchos kilómetros la llanura parecía desierta, pero un instante después se encontraba uno rodeado de campos de cultivo y vegas, o bien atravesando el patio de una granja en medio de un brezal, repleta de patos y gallinas de Guinea, como emergida repentinamente de la puszta. (A decir verdad, a veces era a la inversa: se sabía de altas construcciones que se habían hundido entre un metro y medio y casi dos metros en la tierra blanda.) Llegué a Doboz poco después del anochecer, donde me esperaba la alborotada bienvenida de Lászlo, el primo de Lajos. Seguramente había recibido ya aviso del peligro que se le venía encima por el sudeste de la Alföld, pero gracias a Dios nunca sabré si se tomaban la noticia de mi llegada como una amenaza o como un motivo para pasarlo bien. El Graf Lászlo (o, mejor dicho, gróf, en húngaro) me trató como esto último, y en cuanto estuvimos cómodamente sentados con nuestras bebidas, tuve que relatar mis peripecias ante él y su rubia grófnö. Él era rubicundo y apuesto, y ella (se me había dicho previamente, pero lo había olvidado) era inglesa, de Londres mismo. «Salta a la vista», dijo alegremente. Había trabajado en el mundo de la escena, como bailarina o cantante («no de alto nivel, creo», me había dicho alguien) y aunque ya no era una sílfide, se apreciaba lo hermosa que había sido, amén de simpática. Los dos irradiaban bondad. En Alemania y en Austria, siempre que revelaba mis propósitos, la primera pregunta que me hacían era que dónde estaban mis padres. «Mi padre en la India y mi madre en Inglaterra», decía yo, y entonces venía invariablemente la segunda pregunta: «Und was denkt Ihre Frau Mama davon? (“¿Y qué opina su señora madre?”) Seguro que le echa de menos, recorriendo así el mundo…». Lo mismo pasó esta vez. Les expliqué la historia, y que le escribía a menudo.
También se inquietaron ante mi plan de cruzar la frontera con Rumanía. Aunque ninguno de los dos había viajado allí, me dieron toda clase de consejos. «¡Es un país espantoso! —me advirtieron—. ¡Son todos unos ladrones y unos maleantes! No te puedes fiar de nadie. Te lo quitarán todo y —aquí bajaron la voz, confabulados— hay valles enteros infestados de enfermedades venéreas. ¡Ten mucho cuidado!» A juzgar por la franqueza de su mirada, comprendí que lo decían de corazón, pero empecé a sentir una mezcla de malicia y emoción. Los días que pasé en la ribera eslovaca del Danubio, donde la mayoría de los habitantes eran húngaros, me habían proporcionado un primer atisbo de la virulencia que caracteriza las irredentistas convicciones húngaras. Si contra los eslovacos profesaban fuertes prejuicios, la sola mención de Rumanía les hacía hervir la sangre, a raíz de la pérdida de Transilvania en virtud de la Paz del Trianon, e incluso creo que lamentaban esta amputación con más rabia y despecho que la pérdida de Eslovaquia y aún más que la cesión a Yugoslavia de la parte meridional de la Hungría anterior a la guerra. Volveré más adelante sobre este problema insoluble y angustioso. Desde luego, no era la primera vez que surgía el tema, por lo que era consciente de las ampollas que levantaba.
De repente, mi anfitriona se marchó escaleras arriba a toda prisa y regresó con un bonito estuche de cuero, parecido a los de naipes pero un poco más grande de lo normal. «Querido, debes tener muchísimo cuidado», dijo. El gróf Lászlo asintió muy serio. ¿Qué había dentro del estuche? Por un momento, solo un descabellado segundo, se me pasó por la mente que quizá se tratara de algún tipo de antídoto mágico contra la insidiosa amenaza sanitaria de aquellos valles. «¡Cuando se está de gira, se encuentra una con toda clase de bichos raros! Hace años un admirador mío me regaló esto —prosiguió—. A mí ya no me hace ningún servicio, así que, por favor, quédatelo.» Entonces, liberó de su muesca la tapa de cuero y apareció ante mis ojos una diminuta pistola automática que podría describirse como un «arma de señora»: placas de nácar en la culata y cartucho de balas de calibre muy pequeño. Era el tipo de objeto que las mujeres de la farándula sacan a hurtadillas del bolsito cuando peligra su honra. Me hizo mucha ilusión y me sentí conmovido, pero ellos estaban realmente asustados, por mucho que no tuvieran verdaderos motivos, como después yo mismo comprobé.
Al día siguiente el Körös detuvo mi avance. Como no había ningún puente a la vista, seguí por el terraplén de la orilla, poblado de conejos, hasta que un viejo pescador, pálido como un espectro y vestido de blanco de pies a cabeza, me cruzó a espadilla en su barca. Paré en una fonda donde pude distinguir rasgos diferentes y agucé el oído al percibir el sonido del eslavo. Eran descendientes de los eslovacos que habían llegado hacía siglos para establecerse, a cientos de kilómetros de su antigua morada, en la región despoblada tras la expulsión de los turcos: luteranos devotos de la confesión de Augsburgo, a diferencia de los protestantes de Debrecen (calvinistas a más no poder).
El trecho se me estaba haciendo más largo de lo que había calculado. Por una vez, me moría por que alguien me llevara (no quería llegar tarde). Nada más formular mi deseo, apareció por el camino una nube de polvo y a continuación una tartana de institutriz, a las riendas un cochero con capa de vellón y dentro dos monjas. Una de las hermanas me hizo sitio con una sonrisa y un tintineo de cuentas de rosario. Al cabo de unos kilómetros divisamos a lo lejos, sobre un montículo a la derecha, la ciudad de Békéscsaba con los chapiteles gemelos de la catedral católica y la verde cúpula de cobre, a modo de gigantesca cubretetera, de la catedral protestante, resplandeciendo por detrás de las altas cañas de maíz. Ambas habían desaparecido otra vez cuando me dejaron en mi esquina. Las monjas se quedaron bastante impresionadas al decirles adónde me dirigía, y yo mismo también.
El hermano mayor de Lászlo, Józsi (José), cabeza de familia de esta numerosa prole, y su esposa Denise eran los dos únicos benefactores míos de la Gran Llanura a los que había conocido anteriormente. Fue durante un concurrido y más bien fastuoso almuerzo celebrado en su casa de la colina de Buda. Al enterarse de que me dirigía hacia el sudeste, me pidieron que me alojara con ellos. Otro hermano, Pál, un diplomático con el aspecto urbanita e impecable de un Norpois húngaro, me dijo: «¡Ve sin dudarlo! La casa de Józsi es única en esos pagos. Una construcción nada corriente, pero a todos nos gusta mucho».
Una vez franqueadas las magníficas verjas, me sentí perdido por un instante. Un bosque de árboles exóticos y gigantescos se mezclaba con robles, tilos y castaños. Magnolios y tulipaneros a punto de cubrirse de flores, bíblicos cedros con ramas como majestuosos abanicos bajos, con el canto del zorzal y el mirlo resonando en todos ellos, adormecidos por completo con el arrullo de mil palomas. Y la casa en el centro de la escena, allí donde ya no llegaban los árboles, me parecía más extraordinaria a cada paso que daba: una mole inmensa de color ocre, construida durante las últimas décadas del siglo XIX, seguramente en el lugar que antes ocupara un edificio más antiguo. Enseguida pensé en Blois, Amboise y Azay-les-Rideaux, que solo conocía por fotografías. Había pináculos, frontones, gabletes barrocos, molduras y ventanas ojivales, parteluces, pronunciados tejados de pizarra, torretas con banderas al viento y tramos techados de escaleras que acababan en galerías de arcos rebajados.
Alas inmensas enmarcaban un patio y desde una terraza que daba a un portalón ornamentado descendía en curva la doble escalinata balaustrada. A medida que atravesaba esta place d’armes, una serie de personas empezó a bajar por las escaleras. Una de ellas era el conde Józsi. Avisado por Lászlo, me reconoció al instante. Me saludó agitando la mano y exclamó: «¡Nos vienes de perillas! ¡Ven por aquí!». Los seguí por el patio y entramos en un cobertizo. «¿Has jugado alguna vez al polo en bici?», me preguntó, cogiéndome del codo. Había practicado una versión de este deporte en las canchas de suelo duro del colegio, con bastones de paseo y una pelota de tenis, pero se consideraba poco elegante. Aquí, sin embargo, jugaban con auténticos palos de juego de la medida exacta y con una verdadera pelota de polo, y el cobertizo estaba repleto de bicicletas, robustas a pesar de las abolladuras. Józsi era el capitán de mi equipo, y un célebre jugador profesional llamado Bethlen capitaneaba el rival. El resto lo componían dos invitados más, dos lacayos y un mozo de cuadra. Jugamos con pasadas rápidas y atolondradas y un sinfín de encontronazos, pero lo mejor era cuando uno atinaba a darle bien a la pelota, su sonoro golpe seco transformado en apetitoso botón de muestra de lo que debía de ser este deporte cuando se juega en serio. No entendía cómo era posible que ni una sola espinilla estuviera ya desollada, ni rota ninguna ventana de la casa, sobre todo teniendo en cuenta que quedaba justo detrás de una de las porterías. Ganó el equipo contrario, pero nosotros marcamos cuatro goles. Devueltos a sus colgadores los férreos Gatos Malteses, volvimos renqueando a la escalinata, en cuya balaustrada se habían apoyado la condesa Denise, su hermana Cecile y otras cuantas personas, cual damas admirando una justa.
¡Qué suerte que aparecieran aquellas monjas!, me dije para mis adentros un ratito después, mientras daba sorbos de una pesada copa de whisky con soda. Alguien me condujo por un pasillo de techos altos hasta mi habitación, donde me encontré con uno de los jóvenes lacayos del partido de polo, impecable ahora pero con cara de no saber ya qué más hacer para disponer de manera convincente las cosas que iba sacando de mi mochila. Nos miramos con recíproco azoramiento, pero me dio la risa y él se rió también (derribarse mutuamente de la bicicleta rompe barreras). Y me metí en una bañera inmensa.
La condesa Denise y el conde Józsi eran primos hermanos, y así se habían emparentado generaciones anteriores. «Tenemos más matrimonios consanguíneos que los Tolomeos —me dijo ella durante la cena—. Seguro que estamos todos locos.» Tanto ella como Cecile eran morenas y de rasgos bonitos, y ambas lucían la misma expresión melancólica de la familia, una cierta tristeza que se tornaba, igual que en todos ellos, en cálida benevolencia en cuanto sonreían. El distinguido rostro de su esposo, bajo una cabellera canosa peinada hacia atrás, participaba de esta misma característica. (De muy joven, un arranque de melancolía le había llevado a dispararse una bala en el pecho que por poco no le atravesó el corazón.) Estaba muy apuesto con su viejo batín corto color burdeos. La familia de Durero procedía de la vecina ciudad de Gyula, al decir de la condesa. El apellido húngaro Ajtós («portero») se tradujo al antiguo alemán como Thürer, y después como Dürer cuando la familia emigró a Núremberg, donde se establecieron como orfebres y plateros. Tras la cena pasamos al salón, y mi amigo el lacayo se acercó al conde Józsi con una pipa espectacular que tenía un cañón de madera de cerezo de más de un metro de largo y boquilla de ámbar. En su extremo, la cazoleta de espuma de mar venía ya encendida y, apoyándola cómodamente en el hueco del tobillo, el conde no tardó en quedar envuelto en una nube de humo. Al ver que otro invitado y yo nos habíamos quedado fascinados, pidió que trajeran dos calumets más, que llegaron a los pocos minutos, también encendidos ya (y mojadas en agua las boquillas antes de ofrecérnoslas). El humo delicioso parecía el colmo del lujo oriental, pues estas pipas eran las descendientes directas y únicas de los chibuquíes descritos por todos los viajeros de Oriente Medio y representados en todos los cuadros antiguos. Los turcos del Imperio Otomano los alternaban con el narguile. (Este artefacto sinuoso, el narguile turco, haría acto de presencia por todos los Balcanes, y antes de que acabara el verano pude chupar pipas de estas en más de un caravasar búlgaro. Pero Hungría es el único país del mundo donde aún pervivía el chibuquí. En la propia Turquía, como descubrí el invierno siguiente, había desaparecido por completo, lo mismo que el yatagán.)
Ybl, el arquitecto del castillo, no se había puesto límites en lo referente a detalles heráldicos. Había infinidad de bestias heráldicas, por todas partes veía cascos, coronas y mantos, y el escudo de armas de la familia, con sus espadas y alas de águila de vivos colores, se repetía hasta el infinito en banderas, doseles de camas y colchas. Daba la impresión de que los espectros de sir Walter Scott y Dante Gabriel Rossetti presidieran todo el lugar y, dado que su lectura me había conquistado desde la infancia, cualquier cosa que tuviera que ver con castillos, asedios, blasones, torneos y cruzadas todavía conseguía acelerarme el pulso, por lo que el castillo y todos sus detalles eran casi como un sueño hecho realidad.
Trigales salpicados de amapolas ceñían los jardines llenos de árboles y el castillo, y a la mañana siguiente fuimos a dar un paseo a caballo por ellos. Al regresar, la hermana de mi anfitriona, Cecile, consultó su reloj de pulsera y exclamó: «¡Voy a llegar tarde a Budapest!». La acompañamos hasta un campo donde aguardaba un pequeño aeroplano. Se montó y nos dijo adiós con la mano, el piloto rotó la hélice, la hierba se aplanó como si fuera una melena debajo de un secador y partieron. Szigi, el hijo de los señores de la casa, me llevó a la torreta y estuvimos contemplando la infinita extensión de cultivos moteados de sombras de nubes que surcaban serenamente el cielo por encima de ellos. Iba a ir a Ampleforth a estudiar, me dijo, ¿qué tal era el sitio? Le conté que pensaba que era una escuela muy buena y que los monjes arbitraban los partidos cubriéndose los hábitos con abrigos blancos, y pareció contentarse con estos datos someros. Explorando la biblioteca, me quedé fascinado con una recóndita estantería repleta de volúmenes del Diet húngaro de comienzos del siglo XIX, no tanto por el contenido de sus debates (artículos monótonos sobre el cuidado de las tierras, sistemas de riego, extensión o límites de las concesiones y demás), sino porque todos estaban en latín, y me quedé atónito al enterarme de que en el Parlamento e incluso en las asambleas de las zonas rurales no se habló más idioma que el latín hasta 1839.
El partido de polo en bicicleta que jugamos después de la merienda fue aún más duro que el del día anterior. Uno de los tiempos del partido acabó en un completo choque en cadena y estábamos desarmando el lío de cuerpos, cuando nuestra anfitriona nos llamó desde la balaustrada.
Un carruaje de dos caballos y cochero con pluma y cinta en el sombrero se acercaba al pie de la escalinata. Soltando de golpe el palo, nuestro anfitrión acudió a ayudar al único pasajero y, una vez apeado este, le hizo una reverencia. El recién llegado, alto y levemente encorvado, con cabellos y barba blancos cortados a la moda isabelina o eduardiana, sombrero alpino verde y capa de loden, era el archiduque Joseph. Vivía en una finca próxima y pertenecía a una rama de los Habsburgo que se había hecho húngara, y durante el período turbulento que siguió a la derrota de Hungría y a la revolución, había sido palatino del reino (algo así como un regente) durante un breve lapso, hasta que los victoriosos aliados le apartaron del cargo. Nuestra anfitriona fue bajando las escaleras mientras el archiduque ascendía lentamente por ellas, y este, con voz temblorosa, la saludó diciendo: «Kezeit csókólóm kedves Denise grófnö!». («Beso su mano, querida condesa Denise»). Al inclinarse para decirle estas palabras, ella le hizo una reverencia, de modo que los dos quedaron agachados en diagonal y simultáneamente sobre los amplios escalones, y volvieron a erguirse como a cámara lenta. Los demás, resoplando y hechos unas trazas, nos acercamos para presentarnos e inmediatamente volvimos a las bicis, y estuvimos pedaleando y propinándonos bastonazos hasta que oscureció tanto que ya no nos veíamos.
Para la cena me prestaron algo más presentable que los pantalones de loneta y las zapatillas de deporte. Después, el archiduque se unió a nosotros en el fumado de chibuquí. El recuerdo de aquellos vapores aromáticos todavía envuelve aquella última noche y la última casa de la Gran Llanura.
Alguien me había dicho (aunque no creo que fuera exacto) que las autoridades rumanas no dejaban pasar la frontera a nadie que fuese a pie, y que solo podía cruzarse en tren. Así pues, al día siguiente me abrí paso por los trigales en dirección a Lökösháza, la última estación antes de la frontera. Era una región desierta, con unas pocas granjas e infinidad de alondras, donde las tierras de labranza se alternaban con los pastos. Una brújula olvidada en un bolsillo de la mochila me sirvió para no desviarme de la dirección sudeste al llegar a un confuso cruce de caminos. Había bosquecillos de álamos y bastantes terrenos pantanosos, y se oía el canto de zarapitos. Ansarinos y patitos seguían a sus jefes por los caminos de las aldeas. El único tráfico lo constituían unas carretas tiradas por burros y carromatos largos con altos cargamentos cubiertos de lona y sujetos con flejes. Conducidos por eslovacos de pelo como estopa, pasaban zumbando con brío tras robustos caballos de crin y cola rubias, enjaezados de tres en tres como troicas. Borlas carmesíes adornaban los arneses y, a ambos lados, enganchados con sogas, potros y potras trotaban afanosamente para mantener el paso. La llanura resonaba con el canto del cuco.
Poco antes del anochecer di a parar a un almiar. Habían cortado un anaquel ancho a dos tercios del suelo y habían tenido la buena idea de dejar una escalera. En un periquete estaba allí arriba desenvolviendo los panecillos untados con manteca, el cerdo ahumado y las peras que me habían dado en O’Kigyos. Después me terminé el vino que había comenzado al mediodía. La soledad repentina y el hecho de irme a dormir al mismo tiempo que los pájaros me entristecieron un poco, tras las animadas veladas de esa semana, pero contrarrestaban esta sensación el gozo de dormir a la intemperie por cuarta vez y la certeza de hallarme a punto de iniciar un nuevo capítulo de mi viaje. Embozado en el gabán y apoyando la cabeza en la mochila, me tendí y fumé (con mucho cuidado, dado lo inflamable de mi fragante nido) y me entregué a pensamientos más alegres. Era como la primera noche que dormí fuera, junto al Danubio: volví a sentir esa especie de éxtasis al pensar que nadie conocía mi paradero, ni siquiera un porquero esta vez, y salvo la pena que me daba dejar Hungría, estaba deslumbrado ante las perspectivas. Además, no iba a ser la última vez que supiera de los húngaros, gracias a Dios: el trayecto por la parte occidental de Transilvania aparecía ya salpicado de paradas previamente organizadas. De todos modos, notaba una cierta preocupación aderezada con una pizca de culpabilidad, puesto que mi plan original había sido vivir como un vagabundo, un peregrino o un sabio itinerante, dormir en cunetas y almiares y solo mezclarme con pájaros del mismo plumaje. Pero últimamente había pasado de un castillo a otro, bebido Tokay en copas de cristal tallado y fumado en pipas de un metro de largo en compañía de archiduques, en lugar de partir cigarrillos por la mitad para compartirlos con otros vagabundos. Semejantes desviaciones apenas podían achacarse a un empeño de escalador, lo cual denotaría dignidad, fruto del trabajo duro. Porque en realidad estos cambios imprevistos de nivel se habían producido con la misma falta de esfuerzo de quien asciende en globo. Los remordimientos no eran muy hondos. Al fin y al cabo, en Aquitania y Provenza los sabios itinerantes frecuentaban castillos y —seguí razonando— casi siempre los salvaba una inmersión en ambientes sociales no tan elevados.
Salpicadas de amapolas, las ondas verdes y doradas de los trigales se desvanecían. El sol rojo se hundía en el horizonte como pesándose en uno de los platillos de una balanza, alzando al mismo tiempo una luna naranja en el otro. A solo dos días de la luna llena, esta se elevaba por detrás de un bosque, quedándose rápidamente sin su arrebol a medida que ascendía, hasta que el trigo quedó bañado en la luz crepuscular como un mar metálico lleno de espinas.
Un búho se despertó en el bosque y un instante después percibí el susurro de la noche justo cuando estaba a punto de quedarme dormido. Cañas y collalbas se mecían juntas en un susurro y vi dos pálidas siluetas salir corriendo al claro, perseguirse por el rastrojo y quedarse quietas al poco rato, mirándose embelesadas. Eran dos liebres. Se habían quedado sentadas muy erguidas, con las orejas tiesas, y así como estaban, inmóviles e iluminadas por el brillo lunar, parecían mucho más grandes que su tamaño natural.