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BUDAPEST

Pocos días después, cuando un rayo de sol de media mañana me despegó los párpados cual una palanca, no sabía dónde me encontraba. Bajo un techo abovedado flotaba un aroma a café y cruasanes, los muebles eran impecables (se notaba que los pulían con mucho esfuerzo además de con cera de abeja), había cientos de libros de abajo arriba y, sobre los brazos de una silla que tenía bordado un león rampante azul con cola de tridente y lengua escarlata, yacía un esmoquin que alguien había lanzado allí de cualquier manera. Una corbata de vestir colgaba del espejo, y en el suelo un par de zapatos de vestir cada uno en un rincón, y el torso arrugado de una camisa tiesa (todavía se usaban en esa época, con corbata negra) gesticulaba desesperadamente en la otra punta de la alfombra, los puños con rutilantes gemelos prestados. La visión de todo este plumaje ajeno, tan diferente del montón de ropa sucia de viajero con que normalmente se topaban mis ojos cada día al despertar, era como una cadena de acertijos.

De repente comprendí: estaba en Budapest.

Poco ha quedado del viaje desde Szentendre: una impresión borrosa de calles adoquinadas en la ruta de acceso, el inicio de los tranvías, unas cuantas calles empinadas, las vistas panorámicas del Danubio y sus puentes, y la búsqueda de la colina de Buda. El lujo subsiguiente se debía, indirectamente, a los amigos báltico-rusos de Múnich cuya amabilidad había empezado a salpicar de oasis como este mi duro itinerario en las últimas semanas.

De nuevo me codeaba con barones. Estos vivían en la empinada colina de Buda (el Vár, o ciudadela) desde la que el palacio real se asomaba al margen derecho del río. La Uri utca (die Herrengasse en alemán), una calle serpenteante de ventanas saledizas, tejados de tejas y portales abovedados con escudos de armas, discurría justo por la cima de este montículo rematado en castillo. Su construcción data seguramente de poco después de 1686, el año en que se recuperó la ciudad de manos de los turcos, y los cimientos de muchas de las casas albergaban siniestros sótanos otomanos. Encaramado en lo alto, lejos del bullicio de la capital, este barrio patricio, tranquilo y silencioso, tenía un aire de población rural, y las casas, habitadas por las mismas familias desde hacía generaciones, se llamaban Palais tal y Palais cual, como la encantadora vivienda en la que había encontrado refugio. «Todo eso son bobadas, por supuesto —dijo mi anfitriona (había pasado gran parte de su infancia en Inglaterra)—. En Hungría parece que nos apasiona todo lo grandioso. Solo es una casa de ciudad, ni más ni menos.»

Tibor y Berta rondaban los cuarenta y cinco. Debidamente avisados de mi llegada, me tomaron bajo su protección con una generosidad absoluta, cuyo anticipo preparatorio bien pudo ser Esztergom (la interpretación que los húngaros hacen del término «hospitalidad» parecía un milagro repetido hasta el infinito). Tibor era capitán de un regimiento de artillería montada, humilde rango militar que se explicaba por el reducido tamaño del ejército húngaro tras el Tratado del Trianon. Berta era divertida tirando a cáustica, y enemiga de la estupidez. Casi siempre vestía abrigo y falda de mezclilla. Era alta y atractiva, con la melena negra veteada por un mechón gris. Todos la querían. Su padre, un distinguido Graf (o mejor dicho gróf, en húngaro) había sido gobernador de Fiume antes de la guerra y, mientras recorríamos Budapest en su pequeño automóvil, me contó historias fascinantes sobre el mundo perdido de Trieste, Fiume, Pola y la península de Istria. La familia, como tantas otras, atravesaba ahora ciertos apuros económicos y habían arrendado parte de la casa. Era miembro de muchos comités y andaba siempre muy atareada, pero me nombró su acompañante cuando salía de compras, ocasión que aprovechaba para mostrarme la ciudad. Si las preveía interesantes o divertidas, me llevaba con ella a sus visitas, y un par de días antes de un baile en una casa del barrio, lo organizó todo para que me invitaran a mí también y se puso a buscar prendas de etiqueta en el guardarropa de Tibor y de los vecinos. Cuando le pregunté si iría también a la fiesta, se echó a reír y dijo: «¡Ni loca! Pero tú lo pasarás bien». Y así fue.

El baile cumplió todas las expectativas y, como me explicó Berta, tuvo lugar en un auténtico palacio. En las escaleras que conducían al salón, alguien me dio un toque suave en el codo: era mi aliado de Esztergom, el amante de las cigüeñas, que retomó inmediatamente su papel de mentor. La fiesta terminó con la banda de músicos tocando melodías cíngaras, y un buen número de invitados saltó a la pista a bailar csárdás. Dos jóvenes, las manos de él en las caderas de su compañera, y las de ella sobre los hombros de él, ejecutaron los pasos con un brío increíble, taconazos y las melenas flotando como crines de potro. Cuando parecía que la diversión había acabado, el admirador de cigüeñas, su bella acompañante, una chica de la que no me separé llamada Annamaria y varios amigos más nos metimos en un par de coches abarrotados, descendimos por las revueltas de la colina y cruzamos el puente de las Cadenas para entrar en la chispeante cueva de la sala de fiestas más fascinante que he visto en mi vida. ¿De verdad el piso del Arizona daba vueltas? Eso parecía, sin duda. Varios corceles blancos como la nieve corretearon alrededor de la pista durante un rato, soltando plumas con sus cabeceos (alguien me comentó que había visto camellos e incluso elefantes en este local…). Poco después, acróbatas con traje de lentejuelas hendían el humo de los cigarrillos en el redondel iluminado, uniéndose, dando volteretas, girando sobre su propio eje, transportados con los brazos extendidos mientras unos anillos volaban oportunamente hacia sus manos desde la momentánea penumbra circundante. Al final, haciendo equilibrios sobre los bíceps de un titán salpicado de lentejuelas, formaron una pagoda humana montándose unos sobre los hombros de los otros con ágiles saltos, y desde el vértice, en algún lugar cerca del techo, una esbelta figura con traje de volantes y una estrella en la frente saludó lanzando besos al aire. Me resultaba familiar esta banda de acróbatas, tan rubios y sonrientes… De repente los reconocí: ¡eran mis viejos amigos, a los que había conocido en Viena en mis incursiones como dibujante, gracias a los cuales Konrad y yo habíamos podido tomarnos una docena de Himbeergeist («licor de frambuesa»), los Hermanos Koschka![4] ¡Los tenía delante de mí, convertidos en una apoteósica y rutilante pirámide humana! (Durante el resto de mi estancia en la ciudad el alegre impacto de sus carteles anunciadores —A CSODÁLATOS KOSCHKAK— me siguió a todas partes.) Después estuvimos bebiendo un rato más en una casa de la Werböczy utca, y cuando Annamaria vino conmigo para mostrarme el camino de regreso a la cercana Uri utca, no estábamos muy seguros de si la luz que alargaba nuestras sombras sobre el adoquinado era la de la luna o la del alba.

Ninguna sorpresa, pues, que el sol de las once de la mañana detonara como una descarga muda de cañonazos al reflejarse en el costado de la cafetera de plata… La puerta se abrió de golpe y un alsaciano negro llamado Tim se avalanzó sobre la cama. Le seguía su amo, Micky (Miklós), el hijo del dueño, un muchacho de catorce o quince años, bastante revoltoso y muy divertido, en pantalones bombachos a lo Tintín. «Toma —me dijo al tiempo que me entregaba el aguamanil que llevaba en una mano y la botella de Alka-Seltzer en la otra—. Dice mi madre que seguramente lo necesitarás.»

Me había integrado en una pandilla de noctámbulos y mi estancia en Budapest se caracterizó por despertares de este tipo. La vida parecía perfecta: anfitriones amables y permisivos, amistad con chicos apuestos y chicas hermosas, resplandecientes sobre el fondo de una ciudad cautivadora, un idioma nuevo y estimulante, bebidas fuertes y sorprendentes, deliciosos banquetes y un ambiente generalizado de sofisticación y chispa al que me habría resultado imposible resistirme por mucho que me hubiera empeñado. Estaba entusiasmado con los famosos atractivos del lugar, sobre todo con algunos lugares de moda como el Kakuk («el Cuco»), en la falda de Buda, donde a altas horas de la noche media docena de cíngaros se echaba encima de los invitados como una bandada de cuervos sonrientes decididos a impregnarlo todo con su peculiar música. Si no se toca bien, puede sonar relamida y estridente y es posible que las melodías no sean auténticas melodías húngaras (Bartók y Kodály insisten en su origen cíngaro, es decir, no magiar), pero engañaron al propio Liszt y a mí me tenían fascinado. En las partes lentas, los macillos del clavicémbalo palpitaban y vacilaban contra las cuerdas mientras los violines se desvanecían con desmayada languidez, para reavivarse acto seguido con una abrupta síncopa. Macillos y arcos atacaban entonces el doble tiempo, el clavicembalista enloquecía y el primer violín, una maraña de dedos morenos eclipsando las cuerdas de su instrumento, le arrancaba encorvado fulminantes cuchilladas junto al oído de los presentes y lo abrazaba como si fuera un wélter en pleno agarre. (Daba la impresión de que estos pasajes solo podían acabar con un éxtasis o un desmayo mortal.) Grandiosos glissandos, pengös en cascada… Los ojos iban empañándose cada vez más a medida que se descorchaban las botellas. ¿Quién pagaba todo esto? Yo no, desde luego. Incluso el menor ademán de querer ayudar era jovialmente rechazado con un gesto de la mano, como si no mereciera siquiera decirlo con palabras. (El día de mi llegada me había pasado por el consulado, en la Zoltán utca, donde recogí un sobre certificado que contenía la inusitada cantidad de seis libras, acumuladas desde Viena.)

Muchas de estas personas hablaban inglés, salvo en el caso de que alguien no lo dominara; entonces cambiaban al alemán, a veces bastante a regañadientes (creo que por razones históricas). Pero era la segunda lengua universal. Me sorprendía mucho el empleo automático del Du, incluso con extraños si eran amigos de amigos. Era como si el Sie («usted») implicara desterrar al interlocutor a las tinieblas, y se sabía que esta cuestión había provocado duelos de espadas. El que en Hungría aún fuesen frecuentes los duelos (no meras somantas estudiantiles, sino combates encarnizados con sables) añadía un toque de El prisionero de Zenda al cuadro fantástico y, sin duda, tremendamente erróneo que se estaba formando en mi mente a toda velocidad. Igual que los austríacos, sus modales desenfadados se almidonaban con un pundonor a la vieja usanza. (Me gustaba la costumbre de besar la mano a las mujeres, pero me chocaba que el servicio o los campesinos besaran la mano también a los hombres. Así se hacía en toda Europa oriental, y al cabo de un tiempo no me pareció tanto un gesto servil como anticuado, un viejo ritual procedente de la época feudal, como la lealtad del vasallo. En realidad era eso exactamente.) Estos húngaros en concreto se preocupaban mucho por el vestir. Fanáticos de las apariencias en sociedad, se acicalaban según lo que entonces se pensaba que era el gusto inglés, pero al mismo tiempo no le daban importancia a mis burdas trazas. Mis mejores prendas eran un abrigo de mezclilla y unos pantalones grises de lona que, acompañados de camisa limpia y corbata azul, casi parecían presentables. Me traicionaba el calzado: o las zapatillas de deporte o las de tenis, dependiendo de cuáles estuvieran más limpias. Pero no importaba.

Tras una vida entera de batacazos escolares y malas notas, de repente era como si mi suerte hubiese cambiado por completo. Desde la parada en Múnich no habían cesado de volar misivas rumbo al este, primero de los amigos báltico-rusos que hice allí[5] y después de los amigos a los que ellos habían escrito, pidiendo que se me tratara con amabilidad, y en cuanto arribaba yo al mismo destino que ellas, aquellas cartas destapaban cuernos de la abundancia llenos de cálida e infinita hospitalidad. Sentía cariño y una honda gratitud hacia mis benefactores, pero creo que en ningún momento me pregunté cómo era que había tenido tanta suerte. Supongo que, como sus amigos les habían pedido que me ayudaran, no podían librarse de mí así como así. Pero la razón fundamental de su hospitalidad era ese sentimiento generalizado de amabilidad hacia los jóvenes y desvalidos. Es posible que también contribuyera la cuestión de mi nacionalidad, sobre todo en esos tiempos: creo que los húngaros tenían cierta debilidad por Inglaterra. El ensimismamiento y la diversión son contagiosos, y mi actitud hacia la vida era como la del león marino que se lanza a devorar el arenque ahumado que le arrojan. Disfrutaban con mis historias sobre el viaje (algunos decían que les habría gustado hacer lo mismo) y estaban impresionados con mi empeño de rechazar el transporte motorizado salvo en días de muy mal tiempo. En aquella época nadie viajaba de esta manera, por lo que mi expedición tenía el valor de lo raro: casi resulta increíble, pero durante todo el viaje solo una vez me topé con otra alma que había emprendido una caminata similar.

Dos meses antes, en la carretera de Ulm a Augsburgo, me abrí paso entre la tormenta de nieve hasta una Gasthaus solitaria. El único huésped que se había refugiado allí era un muchacho de más o menos mi misma edad, aspecto extraño, chaqueta negra de pana y chaleco escarlata con botones de latón, que con el antebrazo sacudía la nieve de una chistera ya de por sí bastante maltrecha. Con ella puesta, ladeada, me recordaba a Sam Weller.[6] Mientras tragábamos schnapps, me explicó que iba con el atuendo tradicional de los aprendices hamburgueses de deshollinador. Emblema de un gremio secreto de deshollinadores extendido por toda Europa, le garantizaba el buen recibimiento por parte de sus colegas de profesión allí donde fuera. (De todos modos, por si acaso, llevaba atados con correas a la parte baja de la mochila sus cepillos circulares y los palos de bambú con ranuras.) Desplegó su mapa sobre la mesa mientras me contaba que se dirigía hacia el sur, hacia Innsbruck y el Brenner, y de ahí hacia Italia, y trazó una línea con el dedo: Bolzano, Trento, el Adigio, el lago Garda, Verona, Mantua, Módena, Bolonia y los pasos de los Apeninos que llevan a Florencia. Pronunciando los gloriosos nombres, agitaba la mano en el aire como si estuviéramos rodeados de tierra italiana. «Kommst du nicht mit?» («¿No te animas a venir?»)

¿Por qué no? La idea me tentaba y el chico era muy simpático. Pero entonces me acordé del sobre certificado que tenía la esperanza de encontrar en Múnich al llegar, y de todos los misterios de Europa oriental que me perdería. «Schade!», dijo («¡Qué lástima!»). Caldeados por otro par de schnapps, nos ayudamos mutuamente a recoger los bártulos y se puso en camino hacia el Tirol, Roma y la tierra donde florecen los limoneros («Dahin!», «¡Allá voy!»), agitando la chistera mientras le perdía de vista en la nevada. Nos deseamos buena suerte a voz en grito en medio del bufido del viento y, preguntándome si habría hecho bien, reanudé la penosa caminata, con las pestañas cubiertas de copos de nieve, hacia Baviera y Constantinopla.

La casa de la Uri utca estaba repleta de libros útiles. Sobre todo, la Encyclopaedia Britannica y el Meyers Konversationslexikon, ambos siempre puntuales a la cita a lo largo de todo el viaje, y les encontré un amplio asiento junto a la ventana donde poder apilarlos. También había un libro para aprender húngaro; lo devoré de una manera bastante atolondrada, si bien mi vocabulario nunca sobrepasó las cien palabras más o menos, sustantivos en su mayor parte.

De origen remoto y sin relación alguna con las lenguas teutónicas, latinas y eslavas que lo circundan, el húngaro se ha mantenido milagrosamente intacto. En este idioma todo es diferente, no ya las palabras en sí, sino su formación, la sintaxis, la gramática y, más que nada, el temperamento que las creó. Sabía que el magiar pertenece al grupo ugrofinés, a su vez parte de la gran familia de lenguas uraloaltaicas, «igual que el inglés pertenece a las indoeuropeas», me aclaró uno de mis nuevos amigos. Y añadió que el idioma más próximo al húngaro es el finés.

—¿Cómo de próximo?

—¡Huy, mucho!

—¿Cómo?, ¿como el italiano y el español?

—Bueno, no, tanto no…

—¿Pues cómo entonces?

Después de pensárselo durante un ratito, dijo por fin:

—Más o menos como el inglés y el persa.

Pero parece ser que se puede uno aproximar un poco más con el idioma de los ostiacos y de los vogules, de los que se calcula que solo viven algunos millares. Estos reducidos grupos étnicos, dotados de una hermosa envoltura epidérmica, moran en los marjales y tundras entre los Urales septentrionales y el río Obi, en Siberia occidental. Habitan en cabañas semienterradas y cobertizos de corteza de abedul y, hundidos en la nieve hasta la cintura, recorren los bosques en busca de osos, a los que además veneran, convirtiéndolos al mismo tiempo en dioses y presas. Con el deshielo, pescan, ponen trampas y llevan sus renos a pastar por el musgo, y se las ven y se las desean para impedir que se mezclen con las enormes manadas vecinas de sus primos lejanos, los samoyedos. Me enteré de que el magiar, cuya fonética es rápida, incisiva y distinta, es una lengua aglutinante, pero no me sirvió de mucho al principio porque me quedé como estaba: la palabrita en cuestión suena como si alguien balbuciera algo con la boca llena de toffee. Significa que las palabras nunca se declinan como en otras lenguas europeas, y que los cambios semánticos se expresan mediante una concatenación de sílabas añadidas a la primera. Así, todos los sonidos vocálicos imitan al cabecilla, y el invariable énfasis prosódico de la primera sílaba establece una especie de medio galope dactílico o anapéstico que le da al magiar, sobre todo cuando se oye por primera vez, un toque salvaje y de lo más exótico. Por eso, cuando escuché en el baile las frases en lengua vernácula de mi amigo de Esztergom, el aficionado a las cigüeñas, siempre con su monóculo, mientras vertía whisky de una licorera de vidrio tallado, y cuando después escuché las réplicas de su espléndida acompañante mientras extraía con diestra languidez un cigarrillo de su pitillera de oro y piel labrada en zapa, la cerraba con su presilla de esmeralda y le hablaba a través del humo, me resultaba imposible no preguntarme en qué inimaginable paisaje de marjales, desiertos y bosques pudieron emitirse por primera vez estos sonidos, en los tiempos en que la lengua magiar había empezado a desprenderse del primitivo magma ugrio.

Vistas sobre la página impresa, las frases, de aspecto feroz, no concedían ni una pista sobre su significado. ¡Qué maraña de eses y zetas! Contemplando las ristras de granos de pimienta de las diéresis y las tormentas de acentos agudos peinados todos hacia el mismo lado como un campo de trigo barrido por el viento, me preguntaba si alguna vez sería capaz de arrancarles un significado.

Mi primer intento fue desalentador. Había una acogedora kávéház, un salón de café (¡ojalá todo el magiar fuera así de fácil!) a menos de un minuto a pie, en la Szent Háromság tér (plaza de la Sagrada Trinidad, aunque yo solo deduje plaza «San Tres-barco») y pasé allí una mañana de lluvia torrencial, en compañía de libros y útiles de escritura. Desde los ventanales del café se veían unos palacios antiguos y la larga aguja gótica restaurada de la iglesia de la Coronación, y justo enfrente se alzaba del adoquinado un pedestal que elevaba hacia las gotas de lluvia a un jinete de bronce llamado Andreas Hadik: un comandante de la Guerra de los Siete Años que había dado esquinazo a las tropas de Federico el Grande, se había lanzado sobre Berlín con una cabalgata de húsares, saqueado la ciudad a la velocidad del rayo y huido de nuevo al galope. En el café solo había otra persona, en la mesa contigua a la mía: un hombre canoso de aspecto frágil leyendo el Pesti Hírlap. No podía apartar la mirada del titular: O boldog Angolország! Sabía que la última palabra significaba «Inglaterra», y lo demás, evidentemente, solo podía significar «¡Oh, Inglaterra imponente!» o bien «¡Oh, el bulldog inglés!», o algo por el estilo. Debajo del titular había una fotografía del príncipe de Gales con un llamativo jersey de golf con diseño de rombos y una gorra de mezclilla. Pero, para mi desconcierto, el perrillo que llevaba en el brazo, el cual no solo robaba todo el protagonismo sino que además convertía la imagen en un enigma, era un fox terrier (debían de haberse liado con la raza). No me resistí a preguntarle al hombre en alemán si había comprendido bien lo que decía el titular. Se echó a reír y me contestó en inglés. No, no tenía nada que ver con perros. Boldog significa «feliz»: «¡Oh, la feliz Inglaterra!» era lo que decía. En esencia, el artículo versaba sobre lo afortunada que era Inglaterra por contar con un príncipe heredero tan prometedor. Hungría también era un reino, añadió con tristeza mi vecino de mesa, pero solo tenían un regente. La corona apostólica estaba vacante.

La corona apostólica… Había oído hablar mucho de ella. Reproducida en los ornamentos arquitectónicos, en monedas, banderas, insignias de gorras y botones, pero sobre todo en los avisos públicos, era raro no cruzarse con su emblema. La corona propiamente dicha se guardaba en el palacio real, a la espera de una futura ceremonia de coronación (pero ¿de quién y cuándo?). A lo largo de los siglos, la astuta política matrimonial de los Habsburgo había engullido la mayoría de los reinos vecinos y, finalmente, también Hungría. Los últimos soberanos habían sido el rey Carlos y la reina Zita, que además fueron, por descontado, el último emperador y la última emperatriz de Austria. Con la pérdida de estos dos tronos al término de la Gran Guerra y el fracaso de su breve e ilícito retorno a Hungría, se habían esfumado los restos de esperanza de la dinastía. El rey exiliado había muerto ya. Su hijo, el archiduque Otto, el aspirante al trono en esos momentos, aparecía en la prensa vestido casi siempre como un potentado húngaro, pero esas fotografías se veían más a menudo en su Austria natal que aquí. De todos modos, según establecía la constitución, el Estado seguía siendo un reino, bajo la regencia del almirante Horthy. La bella emperatriz Isabel, la penúltima reina, asesinada en Suiza en 1898 a manos de un anarquista, seguía siendo la favorita del pueblo. Enmarcada encima de escritorios, mesas y pianos de cola, ahí estaba ella, ataviada con el decimonónico traje de la coronación, leyendo a la sombra de un árbol, saltando impresionantes obstáculos a lomos de un corcel en Northamptonshire o Meath, o bien acariciando con mirada pensativa su enorme lebrel irlandés, Shadow. Había amado Hungría y a los húngaros, había aprendido magiar y siempre salió en defensa de Hungría, pero sobre todo participó con valentía y destreza en todas sus actividades ecuestres. Los húngaros correspondieron su amor con creces y seguían manifestándoselo ahora, treinta y seis años después de ser asesinada, con la pasión de un Burke hacia María Antonieta.

Ahora solo les quedaba la corona, el objeto más sagrado de Hungría. Acosada por toda clase de vicisitudes, aún le esperaban viajes y aventuras imprevisibles. Labrada en oro moldeado, rematada con cruz ladeada, fue la diadema que el papa Silvestre II envió a san Esteban cuando fue coronado primer rey de Hungría en el año 1000 de nuestra era. Pero la adición de placas de esmalte, cadenas de oro y piedras preciosas colgantes le confería un indudable toque bizantino, cualquiera diría que más propio de un soberano mosaico junto al Bósforo o en Rávena, que de un monarca occidental bajo palio. Claro, la parte de oro y esmalte fue un presente de un emperador bizantino a un soberano posterior, al que le faltó tiempo para engancharla alrededor del regalo papal de su antepasado. Este híbrido resplandeciente es digno representante del reino húngaro inicial, cuando lisonjas procedentes tanto de Oriente como de Occidente lanzaban sus destellos por toda la Gran Llanura Húngara con la ambivalencia de un espejismo.

Aparte de las húmedas cámaras subterráneas de la Vár, ya podía uno perderse por la empinada y amena ciudad, que no iba a encontrar apenas más indicios de la prolongada presencia de los turcos: algún que otro fragmento otomano, la tumba de un derviche en la colina de las Rosas, unas cuantas cúpulas de hammam desperdigadas y, más tarde, en las provincias, una mezquita aquí y allá. La ciudad había disfrutado de dos siglos y medio para recuperarse, tal vez tiempo suficiente para envolver en un manto de romanticismo el interludio turco y recordarles a los magiares que, desde el punto de vista genealógico, si uno se remonta lo bastante en la prehistoria asiática, al fin y al cabo ambas razas son primas lejanas. Pero me costaba imaginar, mientras exploraba la ciudad, la silueta urbana (cúpulas arracimadas, minaretes y medialunas ondeantes) que Carlos de Lorena y sus compañeros de reconquista debieron contemplar cuando el asedio de Buda en 1686.

Soldados extranjeros acudían en masa a las guerras húngaras, y entre ellos más de un Estuardo ilegítimo, empezando por el joven duque de Berwick, de solo dieciséis años e hijo de Jacobo II y Arabella, la hermana de Marlborough, que dejó perplejo al ejército sitiador con su gran valentía durante el asalto a Buda. Y dos años después de su recuperación, su primo hermano Saint Albans (hijo de Carlos II y Nell Gwyn) luchó valerosamente en el asedio a Belgrado con solo dieciocho años. En Inglaterra casi no se sabe de ellas, pero lo cierto es que aquellas campañas lejanas reunían invariablemente a personajes conmovedores y excéntricos llegados de las islas Británicas. Toda clase de aventureros, defensores de imposibles, jefes de clan, católicos recusantes, jacobitas exiliados y soldados en busca de aventuras siguiendo el rastro de la pica poderosa, acudían en pos del estandarte de la doble águila, atraídos por el aire de cruzada que tenían esas batallas. En una categoría diferente hay que encuadrar a sir Philip Sidney, que viajó a través de Hungría como embajador durante un permiso. Pero, sin contarle a él, sir Richard Grenville fue el primer inglés que llegó aquí, según mis pesquisas. Luchó desde tierra contra Solimán el Magnífico veinticinco años antes del Revenge. El siguiente fue Thomas Arundell, favorito de la reina Isabel a pesar de su fe. Se hizo célebre al servicio del imperio y durante el asalto a Esztergom en 1595 forzó el depósito de agua de la ciudad y capturó el estandarte del enemigo con sus propias manos, hazaña que le valió el título de conde del Sacro Imperio Romano, otorgado por Rodolfo II. Al regresar a Inglaterra, irritó a la nobleza con su animoso alarde del título nobiliario (por el cual su padre, sir Matthew, un simple caballero, quedaba a su misma altura) y también enfureció a la reina («… mis perros no pueden llevar más collar que el mío…»), que le envió durante un tiempo a la prisión de Fleet. Tal vez fue para poner fin a toda esta estupidez xenófoba por lo que Jacobo I le nombró finalmente lord Arundell de Wardour.[7]

Tiempo después, en el poema de Rilke «Weise von Liebe und Tod des Cornets Christoph Rilke», me topé con una evocación de estas remotas campañas turcas que de repente resucitó todas las crónicas. El poema conmemora las andanzas de un incierto, tal vez incluso imaginario, pariente del poeta, un joven corneta y portaestandarte de un regimiento de caballería en 1663. Alojado durante una noche en un castillo húngaro fronterizo al otro lado del Raab, le despierta un relinchar encabritado y el sonido de las trompetas llamando a las huestes a montar. Se oye también crepitar de llamas. El enemigo ha rodeado el castillo y le ha prendido fuego. Apartándose de los brazos de la joven castellana, logra hacerse con el estandarte encendido y baja a toda prisa la escalinata de piedra. La bandera se ha convertido en una gran lengua de fuego, mientras él se abate sobre la tropa enturbantada y desaparece finalmente bajo el destello de dieciséis afiladas hojas de cimitarra.

Exploré la Vár, o sea, la fortaleza de Buda, junto a Micky y Tim, el enorme alsaciano negro, y empecé a cogerle el tranquillo a este barrio altanero de casas antiguas, callejones, iglesias y calles empinadas que caían en picado como trincheras entre muros silenciosos, los mojinetes ribeteados de ramas y enredaderas. Un día fuimos en autocar al poblado romano de Aquincum, a pocos kilómetros al norte. Nos acompañó Harry, una niña preciosa de unos catorce años, de ascendencia croata, polaca y húngara. Tim correteaba entre los sarcófagos, los muros derruidos y el anfiteatro en ruinas, y se puso a escarbar en busca de algún hueso en el templo del Sol Invicto. En el museo pudimos contemplar uno de esos turbadores bajorrelieves de Mitras tocado con gorro frigio, hundiendo la daga en el cuello del toro. (Este dios tiene siempre una expresión de angustia insufrible, como si la garganta herida fuese la suya; junto a él un perro de caza salta para beber la sangre, y más abajo un escorpión furtivo hace la guerra con su punzón escrótico.) Dios favorito de las legiones, se le veneraba a lo largo de toda la línea fronteriza: raro es encontrar un castro entre Carlisle y el mar Negro donde no haya un santuario dedicado a él.

Esta última brecha de la cordillera alpina fue también el último bastión de la Panonia romana. La ribera del río señalaba el confín del imperio. La caballería íbera estacionada aquí debió de escudriñar el paisaje con mirada recelosa, pues más allá de los difusos asentamientos de celtas, cuados o sármatas la lúgubre llanura se extendía hasta el infinito. Primero los gépidos, después los vándalos y finalmente los hunos fueron sustituyéndolos hasta la caída de la propia Roma y el arranque de la Alta Edad Media. A continuación llegaron los ávaros. Deserta Avororum! Sobre el páramo pendió desoladoramente su nombre durante siglos de tinieblas no registrados en las crónicas, hasta que Carlomagno los espantó y, sin saberlo, despejó el terreno para los asentamientos más occidentales de los búlgaros. El nuevo Estado zumbó en el vacío durante no mucho tiempo, hasta que (¡por fin!) les llegó el turno a los magiares. Tras siglos vagando como sombras por las planicies asiáticas, surgieron de entre bastidores para ocupar su sitio en el centro de las tablas por siempre jamás.

Excepto el viejo barrio que se extiende a lo largo de la orilla opuesta, la Pest moderna nació de verdad en el siglo pasado y había ido expandiéndose por el llano con insaciable afán. Vi calles majestuosas estilo Oxford Street, como la Andrássy út y la Rákóczi út, que semejaban cañones cortando en tajadas la ciudad floreciente. (La tranquila ciudadela a este otro lado del cauce había quedado rebasada hacía mucho.) Unidas precariamente por barco, o por el hielo durante poco tiempo al año, Buda y Pest no llegaron a soldar ni sus nombres ni sus territorios hasta la década de 1840, y a menudo me contaban que el impresionante Széchényi, el puente de las Cadenas, había sido obra de dos escoceses, los hermanos Clark.

Aparte de algunas calles y plazoletas antiguas, del elegante hotel Dunapalota y del muelle, animado y hedonista (sobre todo la Patisserie Gerbaud, encopetado punto de encuentro parecido al Gunters, junto a la estatua del poeta Vörösmarty), Pest me gustó mucho menos que mi parte de la ciudad, pero nunca me cansaba de inspeccionarla desde el Bastión del Pescador. Este punto panorámico junto a la iglesia de la Coronación dominaba el empinado escalonamiento de capas ribeteadas de árboles hasta el pie del montículo, una curva del Danubio cosida más abajo por media docena de puentes. Río arriba se extendía la isla de Santa Margarita y desde la otra orilla asomaba el Parlamento. Construido durante el cambio de siglo y atiborrado de estatuas, esta mole descabellada y maravillosa era una alta nave gótica de tejados picudos, escoltada a lo largo de una extensión increíble por pináculos medievales con apliques dorados y crestería ornamentada, y rematada, en la intersección de los transeptos, por una cúpula nervuda y oval, como las que más propiamente debieron de presidir los tejados de alguna ciudad renacentista de la Toscana, solo que esta cúpula acababa en una aguja gótica, puntiaguda y estremecedora. Semejante brío arquitectónico era difícil de superar.

Tramos de escalones, combados y techados como soportales inclinados, serpenteaban colina abajo desde esta aguilera, y parecía que siempre tenía que subirlos o bajarlos a toda velocidad, casi sin aliento, y cruzar el puente Széchényi a todo correr, impuntual a alguna cita en Pest (una de ellas para almorzar en Joszef tér 7, justo al otro lado).

Mi anfitriona en el Schloss de la baja Austria donde hice el ridículo el día mismo de mi decimonoveno cumpleaños[8] venía de una familia de Trieste de origen griego. Había escrito a varios amigos y parientes de Budapest. Uno de ellos era el exprimer ministro, el conde Paul Teleki, que pertenecía a una célebre familia de Transilvania de tintes románticos. Uno de los últimos Teleki, aunque pariente lejano, había descubierto el lago Rudolf mientras exploraba Etiopía y lo había bautizado así en honor al malhadado archiduque. Y el volcán del extremo sur se llamó monte Teleki (tal vez ya no). Mi Teleki, el conde Paul, también era un renombrado geógrafo. Había elaborado el mapa de todo el archipiélago japonés y, desde el otro lado de la mesa, me contó historias de sus viajes por tierras turcas y árabes cuando colaboró en la delimitación de las fronteras de Mesopotamia. Se explayó en una vívida descripción de Abdul Hamid y Slatin Pachá, el misterioso anglo-austríaco que durante años fue prisionero y lacayo del Mahdi. Con su facilidad de palabra y su entusiasmo, al conde se le iluminaba la cara, un semblante alerta y anguloso tras los anteojos de montura de carey, un rostro que casi parecía el de un chino. Me cuesta pensar en alguien más amable que él. Capitán de Exploradores de Hungría, se tomó muy en serio mis planes de viaje: sacó mapas, me señaló pasos y rutas, ubicó ríos, sugirió accesos alternativos y animó sus sugerencias con anécdotas y apartes. Había sido ministro de Asuntos Exteriores y después primer ministro, pero había dimitido antes de cumplir un año en el cargo, cuando Horthy envió tropas para impedir el retorno del rey Carlos, y había reanudado sus quehaceres de geógrafo. Me invitó a su casa un par de veces más, y toda la familia se portó estupendamente conmigo en muchos aspectos. Cuando me marché de la ciudad, me recomendó a sus parientes de Transilvania. Incluso me entregó una carta dirigida a un anciano bajá turco que vivía en la costa asiática del Bósforo, lo que de pronto convirtió la meta de mi recorrido en algo concreto.[9]

Como Annamaria (la bella joven de la que me hice muy amigo en aquel baile) estudiaba Historia del Arte, se conocía todas las galerías y museos como la palma de la mano, y gracias a ella las visité todas. Debió de ser ella (pero ¿dónde?) quien me llamó la atención sobre un singular combate de lucha libre retratado por Courbet. Además, pronunció la fórmula mágica que nos abrió las puertas de una casa particular en la que había una sala larga absolutamente vacía salvo por media docena de impresionantes lienzos de El Greco. En aquellos días conocí a mucha gente y el tempo de la vida se aceleró. Cierta incursión en la alta sociedad me llevó al salón de una exreina de la belleza, famosa tanto por su hermosura como por su elevada posición. Después, cuando Berta me preguntó mi opinión, le dije que me parecía bellísima, pero ¿no era un pelín afectada? Berta se echó a reír. «Cuando trabajamos de enfermeras en la guerra —me contó— ella se empeñó en trabajar solamente con los heridos ciegos: “¡Tiene que ser así! En los otros pabellones todos se enamoran de mí, y no quiero exacerbar el sufrimiento de los pobres muchachos”.»

Todos los días, Tibor se acercaba en coche a unos establos del ejército, pasado Pest, para entrenar a su corcel preferido. Una mañana me preguntó si quería acompañarle: había conseguido otro caballo. Dimos unas vueltas al trote y a medio galope por el hipódromo, practicamos unos cuantos saltos fáciles y a continuación nos dirigimos a la explanada de ensillado, donde estuve contemplando los pasos extremadamente arcanos y misteriosos que le hizo dar a su montura, envuelto en un silencio embelesado y con una habilidad casi tan perfecta como la de los expertos de la Escuela Española de Equitación de Viena. Creo que el paseo fue una pequeña prueba y de algún modo la superé, porque en el trayecto de vuelta me dijo que podrían conseguirme un caballo para parte de mi viaje al este, pues iba a pasar por la finca de una amiga suya que tenía muchos. Tal vez querría prestarme uno para un par de días o tres. «Es como mejor se ve la llanura.» Estaba tan entusiasmado con el plan que casi no me atreví a abrir la boca.

Detalles triviales prenden mechas en el recuerdo. Una vendedora de flores del muelle del Danubio siempre voceaba «Virágot! Szép virágot!» (era el plural de virág, «flor». «¡Flores! ¡Bonitas flores!»), cada vez que pasaba por su lado. Dos años después, leyendo el Ulises por primera vez, me topé con las palabras «Nagyságos uram Lipóti Virág», la versión magiar de «don Leopold Bloom», más o menos. En el libro, Bloom era un inmigrante judío procedente de Hungría. Virág es una adaptación típica magiar de Blum, y seguramente la ortografía había cambiado a «Bloom» cuando el autor reubicó al protagonista en Dublín. Estoy seguro de que Joyce, con la misma facilidad para los idiomas que Borrow, debió de aprender algo de húngaro durante su época de profesor en la Berlitz School. La Trieste de la preguerra era aún una ciudad austrohúngara llena de húngaros que pudieron enseñarle el idioma (hoy todavía quedan algunos). A veces se dice, seguro que erróneamente, que Joyce enseñó inglés al almirante Horthy cuando el futuro gobernante ejercía el cargo de K.u.K. Comandante de la base naval de Pola. (Acabo de descubrir que también hizo notables progresos en griego demótico.) De nuevo aparece en estas páginas el nombre de este puerto cautivador, que visité por primera vez hace tres años. Pulula por él un buen puñado de espectros literarios, no ya solo el de James Joyce y el del matrimonio Burton, sino también el de Italo Svevo. Quizá el biplano fantasma de D’Annunzio lo sobrevuela con ronroneo inaudible rumbo a Fiume, mientras la sombra de Rilke se desliza hacia Duino por la costa adriática, donde vieron a Waring por última vez.

No podía creer que solo llevara diez días en Budapest. Después de la fiesta final, pasada la medianoche hacía rato, trepé la escalinata de Buda junto a Annamaria y nos sentamos en un murete a contemplar las combas de los puentes sobre el Danubio como gargantillas rutilantes. Le pedí una vez más que me cantara la canción que se me había quedado en la cabeza desde aquella noche del baile. Algunas melodías húngaras pueden sonar tan diferentes a oídos del foráneo como su idioma, y casi tan difíciles. Me resultaba imposible aprenderla de memoria. Cuenta la historia de una golondrina que vuela a ras de un campo de trigo maduro. Annamaria empezó a cantar, «Érik a, érik a búza kalász» y siguió hasta el final. Pero fue inútil: no lograba retener la melodía, y así sigue siendo todavía hoy.