Capítulo 47

Detrás de Finn y Valentine, en el parque James J. Walker, se oía un vago griterío de niños que saltaban a la comba, cantando una canción que se aceleraba al mismo ritmo que los saltos:

Soy el Niño Jesús,

y voy hacia la cruz.

Soy el Niño Jesús,

y mi padre es Dios.

—¿Estás seguro de que es lo más sensato? —preguntó Finn a Valentine, con una bolsa de herramientas a sus pies.

Estaban sentados en el mismo banco, con ropa de hacerjogging. Eran más de las siete. Anochecía, y el tráfico de la calle Hudson empezaba a mostrar síntomas de que pasaba la hora punta.

—La que hoy ha entrado aquí y se ha llevado las llaves eres tú. —Valentine sonrió—. Además, si queremos que todo esto acabe de alguna manera que satisfaga a las autoridades, necesitamos pruebas. De momento todo es circunstancial, paranoias de Internet y teorías de la conspiración.

—Sólo quería averiguar quién ha matado a Peter.

—Y lo averiguaremos —dijo Valentine—. Te lo prometo.

No apartaba la vista de la casa del fondo de Saint Luke's Place. Poco después de que se apagaran las luces, apareció Hugo Boss para cerrar la puerta con llave. Gracias a que Finn, por la mañana, se había metido una minicámara Panasonic D-snap en el bolso, Valentine tenía toda la información necesaria sobre el interior del edifício, incluido el nombre grabado en el panel de seguridad del otro lado de la puerta de la calle. Parecía un sistema bastante simple, con conexión telefónica a una central de seguridad. Llevaba más de diez años instalado, y cinco minutos al teléfono con Barrie Kornitzer fueron suficientes para que éste les diera el código para desactivarlo. El hecho de que Finn hubiera robado el manojo de llaves aún simplificaba más las cosas. Después de hacer copias en un taller de la calle Carmine, Finn había usado elbeeper del manojo original para buscar el coche del dueño o dueña de las llaves: un Toyota Camry aparcado en la calle Varick, el único que respondió a la señal. Luego tiró las llaves debajo del asiento del conductor y echó el seguro manualmente. Cuando el propietario se las encontrara, supondría que se le habían caído al salir del coche.

Soy el Niño Jesús.

Veo todos los pecados.

Soy el Niño Jesús,

y al final siempre gano.

Valentine miró su reloj y volvió a observar la casa de la acera de enfrente, que se había quedado a oscuras. Lo único que se movía eran las hojas de los árboles. Se oía el rumor del tráfico de la manzana de al lado. Finn se acordó vagamente de unos versos de un soneto de Edgar Allan Poe sobre un fantasmagórico amor muerto. Intentó no pensar en lo que había debajo de sus pies, en las entrañas del parque. Viejos secretos. Y huesos aún más viejos.

—Ya es la hora.

—Vale.

—Le he contado a Barrie casi todo lo que sabemos. Si a medianoche ve que no le he llamado, informará a un amigo suyo del FBI.

—Siempre es un consuelo —dijo Finn con una risa forzada.

Se levantaron para cruzar la calle. Tras ellos, en la oscuridad, los niños saltaban y saltaban.