Capítulo 41

El sargento estaba en la cocina de la granja. La sala era enorme y la chimenea de piedra, encendida para combatir el frío, no lo era menos. El ataque había dejado diecisiete supervivientes, entre ellos nueve civiles, dos mujeres y un niño pequeño. La mayoría de los americanos estaban fuera, vigilando a los pocos soldados alemanes que quedaban o controlando los cobertizos y el recinto. Los únicos que habían entrado en la casa eran el sargento, Cornwall, Taggart y McPhail, y de los cuatro, el único armado era el sargento, que controlaba la situación con una pistola automática que le había quitado a un alemán muerto entre las ruinas de la torre de la abadía.

Cornwall estaba redactando una lista.

—Digan sus nombres y a qué se dedican.

—Franz Ebert, director del museo de Linz.

Un hombre bajito, con gafas, abrigo oscuro y botas militares.

—Wolfgang Kress, Einsatzstab Rosenberg, división de París.

Fornido, rubicundo, de unos treinta años. Un burócrata.

—Kurt Behr, también del ERR.

—Anna Tomford, del museo de Linz.

Morena, joven, asustada.

—Hans Wirth, del ERR de Amsterdam.

—Doctor Martin Zeiss, del museo de Dresde.

Un hombre barrigón y con barba, de unos sesenta años y de aspecto enfermizo. Estaba pálido y tenía manchas en la cara como si fuera un queso añejo. «Un infarto ambulante», pensó el sargento.

—¿Y el niño? ¿Quién es? —preguntó Cornwall.

Tenía siete u ocho años y aún no había abierto la boca. Para su edad era alto, con el pelo muy oscuro, casi negro, la piel aceitunada y una nariz grande, aristocrática. Parecía más italiano que alemán. La mujer que iba con él quiso decir algo, pero el director del museo de Linz. —Ebert la interrumpió.

—Es un huérfano sin importancia. Le cuida fräulein Kurovsky.

—Kurovsky. ¿Polaca? —preguntó Cornwall.

Ella negó con la cabeza.

—Nein. De los Sudetes, en Bohemia, cerca de Polonia. Mi familia es alemana.

—¿Y el niño de dónde es?

—Le encontramos al norte de Munich —intervino Ebert— y decidimos llevárnoslo.

—Qué magnánimos —dijo Cornwall.

—No entiendo —respondió Ebert.

—Edelmutig… hochherzig—dijo el sargento.

—Ah.

Ebert asintió con la cabeza.

Cornwall miró al sargento.

—Estoy impresionado.

El sargento se encogió de hombros.

—Mi abuela era alemana. Lo hablábamos en casa.

—Estoy impresionado de que sepa la palabra en inglés —dijo Cornwall con sarcasmo.

—Hay muchas más cosas de mí que le sorprenderían —dijo el sargento.

—Me lo imagino —dijo Cornwall.

—No fue tan… magnánimo como dice —explicó Ebert—. Simplemente había que hacerlo. Si no, se habría muerto de hambre, ¿no?

Miró a la mujer y al niño.

—Supongo que no habla inglés.

—No habla nada —dijo ella.

Cornwall miró los documentos esparcidos en la mesa de haya de delante.

—Todos estos documentos llevan sellos del Vaticano. Son salvoconductos de la delegación de la secretaría de Estado papal en Berlín.

—Correcto —dijo Ebert asintiendo con la cabeza.

—Parece un poco raro.

—Se lo parecerá a usted. —Ebert se encogió de hombros—. A mí no me importa el aspecto político. Sólo me importa proteger las obras a mi cargo.

—Obras que pertenecen al gobierno alemán.

—No, obras que pertenecen a varios museos alemanes y al pueblo alemán en su conjunto.

—Seis camiones.

—Sí.

—Que se dirigen a la frontera suiza.

—Sí.

—Con sellos del Vaticano.

—Sí.

—¿Por qué será que no me lo creo? —dijo Cornwall.

—Me es indiferente que me crea o no —dijo Ebert irritado—. Es la verdad.

—¿Por qué iban escoltados por las SS? —preguntó McPhail, interviniendo por primera vez.

Era licenciado por Bowdoin, y antes de incorporarse a la OSS y a la Unidad de Arte había sido conservador adjunto en el museo Fogg de Boston. Se notaba que se creía algo y que se consideraba por encima de Cornwall. Al sargento le parecía un papanatas, un gallina y. para rematar, probablemente maricón. ¡Si fumaba en pipa y silbaba canciones de Broadway! Ése sí que de magnánimo no tenía ni un pelo. McPhail sorbió por la nariz.

—Tenía la impresión de que las SS tenían misiones más importantes que vigilar laVolkskultur.

Alargó irónicamente la palabra.

La respuesta, de ironía no menos evidente, corrió a cargo del gordo, Kress:

—Quizá no sepa que el Einsatzstab Rosenberg forma parte de las SS y que, por consiguiente, es lo más lógico del mundo que llevemos esa escolta.

—¿Con banderines de la Feldgendarmerie? —dijo el sargento.

—Creía que no participaba en el interrogatorio, sargento —dijo McPhail con tono gélido.

—Pregúnteselo y punto…, teniente.

La mirada de McPhail se volvió glacial.

—¿Qué? —preguntó Cornwall dirigiéndose a Kress, que no decía nada.

—¿Qué insinúa? —preguntó McPhail.

—Lo que insinuó es que no tiene sentido. Éstos de las SS no tienen nada. Los soldados de fuera llevan uniformes de las SS, pero he registrado un par de los cadáveres y no llevan tatuado el grupo sanguíneo en las axilas. Las SS no tienen nada que ver con la policía militar, la Feldgendarmerie. Otra cosa que no cuadra son los camiones. ¿Se puede saber de dónde han sacado gasolina si los alemanes no tienen ni una gota desde las Ardenas? Lo único que tienen es diesel, y tampoco es que les sobre. Yo de arte no tengo ni idea, pero de alemanes sí, y esto no cuadra.

—Sargento, dele el arma al teniente McPhail —dijo Cornwall de repente al tiempo que se levantaba— y salga conmigo a fumar.

—Bueno.

El sargento entregó la pistola automática a McPhail y salió detrás de Cornwall. Fuera amanecía. El teniente entornó los ojos detrás de las gafas y se sacó del bolsillo de la camisa un paquete de Jasmatsis alemanes para ofrecerle uno al sargento, que negó con la cabeza y encendió uno de sus Lucky.

—¿Qué está pasando, sargento?

—No tengo ni idea, señor.

—¡Y tanto que la tiene!

—Aquí hay gato encerrado.

—¿En qué sentido?

—Pues lo que he dicho, que las cosas no cuadran.

—¿Y cómo cuadrarían?

—¿Me pide mi opinión?

—Sí.

—Estos tíos son unos ladrones.

—¿Ladrones?

—Claro. Todo lo de los camiones es botín de guerra. Como saben que es robado y que no consta en ninguna parte, pues lo han vuelto a robar. Total, ¿quién los denunciará?

—Interesante.

—Los camiones son una tapadera. No para engañarnos a nosotros, sino a los propios alemanes. ¡A ver cómo si no iban a cruzar los controles de carretera! La policía militar y las SS tienen muertos de miedo a todos loskrauts, incluso ahora que están las cosas como están. Vaya, que no es gente que se ande con tonterías.

—¿Y el niño?

—Lo que está claro es que no han dicho la verdad.

—¿Por qué?

—Puede que sea alguien importante.

—¿Y los sellos del Vaticano?

—Puede que estén falsificados. O eso, o tienen socios en Roma. No sería la primera vez que pillan con las manos en la masa a un católico.

—¿Qué pasa, sargento, que le cae mal todo el mundo?

—No es cuestión de caer bien o mal, señor, sino de saber lo que sé. Los camiones del patio están llenos de obras de arte robadas. Los alemanes no saben nada, sus hombres tampoco, y a los míos, aunque lo supieran, les importaría un bledo.

—¿Qué quiere decir, sargento?

—Lo que ya está pensando.

—¿Sabe leer el pensamiento?

—Ha sido una guerra muy larga. Cuando llevas tiempo viendo según qué cosas, aprendes a calar a los demás.

—¿Y aquí qué cala, sargento?

—Pues la oportunidad de nuestra vida…, señor.