Capítulo 6
Aparentaba unos sesenta y cinco años. Era más bien bajito, sobre el metro setenta y cinco, y estaba bastante en forma. Su pelo gris muy crespo, más ralo hacia la coronilla, formaba un triángulo con las entradas, que hacía que su frente pareciera más grande de lo normal. Tras las gafas redondas con montura metálica, sus ojos eran de un marrón casi negro. Llevaba un terno azul marino de raya diplomática muy bien cortado, probablemente de una marca conocida, como Brooks Brothers, una camisa blanca bien planchada, sencilla y sin marca, y una corbata de Turnbull amp; Asser con rayas finas de color azul oscuro. Los zapatos eran unos Bally de lo más clasicón. El reloj que llevaba en la pulsera derecha era un Bulgari de oro un poco chillón, pero que hacía juego con el anillo de Yale del índice izquierdo. No llevaba alianza, y olía un poco a Lagerfeld.
Alguien había cogido una gumía o daga marroquí, curva y de unos veinticinco centímetros, y se la había metido en la boca, seccionando el paladar y penetrando en el cerebro. La parte visible de la hoja sobresalía entre los labios como una especie de lengua repulsiva, negra y plateada, mientras la larga guarnición de metal labrado mantenía la cabeza un poco por encima del cartapacio verde de cuero y fieltro que cubría el antiguo escritorio. Había muy poca sangre. Para fijarse en detalles como ésos era para lo que cobraba el teniente Vincent Delaney, de la brigada especial.
Según el letrero de la puerta del despacho, el muerto de la daga en la boca era Alexander Crawley, director del museo Parker-Hale, situado en la esquina de la calle Sesenta y cinco y la Quinta Avenida, justo delante del zoo de Central Park. Delaney echó un vistazo por las ventanas altas que había al otro lado del despacho. Las anticuadas cortinas de terciopelo verde estaban abiertas, sujetas con cintas del mismo material y color. Quizá un babuino del zoo hubiera presenciado los hechos, pero Delaney lo dudó. A él nunca le caían esas brevas. De hecho, nunca había estado en el zoo de Central Park, o sea que ni siquiera podía asegurar que hubiera babuinos.
Compartía la sala con otras cuatro personas: Singh, del departamento forense, Don Putkin, el especialista en pruebas, Yance, el fotógrafo, y el sargento William Boyd, su colega, gordo y mal vestido. Billy estaba mirando la boca abierta del muerto, mientras Singh hacía girar un poco el cuello para comprobar si había rigor mortis. Resultó que no. Abajo, en la fiesta del vestíbulo, novecientos sospechosos de tiros largos bebían martinis y se extrañaban de que tardaran tanto los entrantes. Todos peces gordos, empezando por el gobernador y el alcalde. Delaney suspiró. Menudo hueso le había tocado.
—¿Qué, Singh, qué dices?
El del departamento forense levantó la vista y se encogió de hombros.
—Llevará muerto una hora, hora y pico. Aún no hay rigor mortis. Le han estrangulado, probablemente con un trozo de nailon. De momento he recogido algunas fibras, pero pocas. Para resumir: se le ha acercado alguien por detrás y le ha retorcido el cuello.
—¿La daga te dice algo?
—Sí, que no es paquistaní ni india. Demasiado larga. Probablemente bereber. Por la pinta de los adornos, tiene que ser árabe.
—Has dicho que le han estrangulado —dijo Billy sin apartar la vista de la daga—. ¿No le han clavado el cuchillo?
—Puede que haya sido algún ritual, porque la introducción de la daga se ha hecho cuando la víctima ya estaba muerta.
—Algún chalado —dijo Delaney.
—Eso ya no lo tengo que decidir yo. —Singh volvió a encogerse de hombros—. Igual es que no le gustaba el arte.
Delaney vio la luz intermitente de su teléfono móvil, que se puso a tocar la música de Los Simpson. Lo había programado en broma su hija adolescente. Ahora, cada vez que sonaba, Delaney veía a Bart yendo por Springfield en monopatín. Lo abrió, escuchó un rato, soltó un par de gruñidos y lo cerró de golpe.
Miró a Billy.
—Ve a enterarte de si aquí hace prácticas una tal Ryan, ¿vale? Finn Ryan.