Capítulo 38
Miró fijamente las figuras diminutas de la página, distribuidas entre los árboles, dibujadas, repasadas con tinta y coloreadas con el mismo esmero que si fueran señales en miniatura que indicasen la dirección del tiempo desde el momento inmovilizado que representaban: en aquel punto estaban sanos y salvos, ajenos al hecho de que algunos tardarían muy poco en morir, en ser borrados con la misma minuciosidad con la que en otros tiempos habían sido dibujados. Se los quedó mirando, a ellos y a la página, y de repente estaba en otro mundo, un mundo que en el fondo nunca había existido o que lo hacía en un tiempo largamente desaparecido.
El ataque empezó a las seis en punto de la mañana. El alba era una vaga franja violácea. Los hombres se movían como si fueran fantasmas por una niebla lenta que brotaba de los campos mojados de rocío. Al mirar por la ranura del artillero del tanque roto, el sargento vio el fuego del primer disparo del bazuca, y al cabo de pocos segundos oyó un fuerte impacto. El aire vibró casi enseguida, como un trueno. El primer proyectil del bazuca destrozó gran parte de la torre de la abadía, pero ello no bastó para silenciar al francotirador. El sargento oyó el ruido seco de un rifle de gran potencia que buscaba un blanco en la densa pantalla de árboles del otro lado de la carretera. Luego el bazuca hizo valer de nuevo su presencia y barrió la parte superior de la torre, con lo que provocó una lluvia de piedras y de tejas. La torre, que debió haber sido fabricada de madera que, con el paso de los siglos, se había resecado tanto que era como yesca, poco después del segundo disparo del bazuca era una antorcha. Adiós al francotirador.
Tras el segundo proyectil del bazuca, el sargento oyó retumbar rítmicamente el mortero, cuyas bombas de un kilo tenían por destino la entrada principal. Entonces accionó las manivelas de las dos ametralladoras, las alineó a pulso para dirigirlas aproximadamente hacia el tejado casi invisible del granero y de la casa principal y abrió fuego. Las ráfagas vaciaban las cintas de munición y hacían caer alrededor de sus tobillos los cartuchos vacíos y calientes. Cada pocos segundos el sargento hacía una pausa, movía un poco las ametralladoras y volvía a disparar, mientras observaba los movimientos del pelotón de cinco hombres de Reid, que se estaba desplegando para atacar el muro de la granja.
Los primeros en moverse fueron Reid y Pixie Mortimer, que salieron del bosque y echaron a correr por la carretera oscura al primer disparo del bazuca de Terhune. Consiguieron llegar desde la zanja del fondo hasta la roca situada a medio camino de la cuesta. Los otros tres —Patterson, Dorm y Teitelbaum— les siguieron de cerca y se agazaparon en la primera de las pequeñas hondonadas que parecían viejas zanjas de desagüe, aunque también podían ser restos de alguna especie de canalización para las aguas residuales.
No era la primera vez que el sargento se quedaba alucinado ante la cantidad de trastos que se les exigía llevar a los soldados rasos. Teitelbaum, por ejemplo, el artillero del BAR, llevaba su arma, el portafusil, elkit de limpieza, doce cargadores de veinte balas en un arnés cruzado, un cuchillo de trinchera, una granada de fragmentación, un hacha, una pistola, las botas y el uniforme reglamentarios, sin olvidar algunos efectos personales. Total, casi cincuenta kilos. Hasta un señor oficial como Cornwall llevaba lo mismo o más que un soldado de a pie: bolsas de munición, cargadores, prismáticos, la caja de los mapas y todo lo que tuviera que ver con la misión. Además, Cornwall y los otros artistas acarreaban metralletas Thompson con su correspondiente munición. Parecía mentira que pudieran dar un paso.
Teitelbaum y Dorm montaron el BAR al borde de la zanja mientras Patterson les cubría haciendo un ruido infernal con su 71 ruso. De momento el sargento había visto poco movimiento en el patio delantero de la granja, pero las llamas de la torre de la abadía habían desencadenado un incendio en toda regla procedente de la casa y de los cobertizos. Permaneció a la escucha, pero sólo oyó disparos de rifle y ráfagas sueltas de alguna ametralladora ligera, probablemente una MP43 o una M34, que era un modelo más grande. Con Terhune y los otros delante, no se preveían muchas dificultades, a menos que los alemanes tuvieran algún arma secreta en los camiones.
Cubiertos por el fuego del BAR, Reid y Mortimer salieron de detrás de la roca. De repente se oyó una ráfaga procedente del piso superior de la granja, y Pixie cayó al suelo como si hubiera tropezado con una alambrada. Tenía el pecho reventado a balazos y media frente y casi todo el cerebro volados por la segunda ráfaga, que procedía de otro punto. Reid no se paró ni un segundo. Mientras Mortimer se agachaba, el indio se tiró en la hierba y rodó hasta el muro destrozado del recinto. El BAR barrió el primer piso de la granja. El sargento vio que Reid sacaba una mina rusa M28 en forma de caja y le quitaba la espoleta. Luego el indio se escabulló hacia la izquierda, arrimado a la pared, pero lo más lejos posible del explosivo. Se oyó un fuerte estallido que hizo saltar varias piedras del muro y levantó un humo sucio y marrón. Después apareció un boquete del tamaño de las puertas de un establo.
El sargento activó el mecanismo lateral de las ametralladoras mientras veía disiparse la humareda. El agujero recién abierto le permitía ver el patio de la granja, donde estaban los camiones, visibles e intactos junto al cobertizo principal y al techado para guardar el ganado en invierno. A la derecha de este último había un cobertizo para carros por cuya puerta oscura vio salir varias ráfagas. Tres o cuatro hombres con uniforme de la Wehrmacht cruzaron corriendo el patio de adoquines para refugiarse en la casa, pero justo entonces rugieron al unísono el BAR. el 71 ruso y el PPSh, y los alemanes cayeron al suelo como un manojo de espigas segadas de un solo golpe de guadaña. El bazuca de Terhune se hizo oír desde más cerca, seguido por la detonación del mortero de cinco centímetros, cuyos proyectiles atravesaron el techo de ambos cobertizos, el del ganado y el de los carros. Un crepitar de madera incendiada y un reventar de cristales se sumaron al estruendo general. El sargento se notaba tersas las mejillas por una sonrisa asesina. Dejó que se enfriaran un poco los cañones de las ametralladoras y aprovechó para echar un vistazo a la esfera de radio de su reloj militar Grana Dienstuhr, tomado de la muñeca de un alemán muerto el día D, en el pueblo de Courseulles-sur-Mer. Faltaba poco para las seis y cinco. Todo había durado menos de cuatro minutos. A medida que se apagaba el ruido del combate, el sargento oyó a su izquierda el leve suspiro de las ramas. Luego un último disparo del mortero y una vibración en lo más hondo del viejo tanque inutilizado. Oyó un llanto lejano. Todo había terminado. Salió del tanque a pulso, se sentó en el borde de la torrefa y encendió un cigarrillo. Se produjo una pequeña pausa, lo que tardó la gente en rehacerse. Luego, por el boquete del muro, salió un hombre con el inconfundible uniforme negro de las SS y un trozo de tela blanco en la punta de una madera partida. Vaciló un poco y empezó a caminar. Cornwall y Taggart, el oficial flaco y alto que era el primer ayudante de aquél, salieron de detrás de la roca y empezaron a bajar por la cuesta en dirección al alemán.
El sargento reflexionó un momento antes de bajar del tanque y acercarse al de las SS con el Colt automático en la mano para cortarle el paso a Cornwall. El alemán era bajo, de piel blanca, con gafas de montura metálica. Tenía una mancha de ceniza en una mejilla y la funda del cinturón abierta y vacía. Llevaba la insignia en forma de hoja de roble y los tres galones verdes de Standartenführer —coronel—, pero tenía más pinta de empleado de banco.
—¿Habla inglés?
—Sí.
—¿Qué hay dentro de los camiones?
—Cuadros. Obras de arte valiosas.
—¿Usted quién es?
—El doctor Eduard Ploetzsch. Soy conservador de museo.
—No.
—¿Qué, por favor?
—Que no es nada. Está muerto.
El sargento levantó la pistola y le pegó un tiro en la cara sin ninguna razón.