Capítulo 44

Sentada en el banco de delante del número 11 de Saint Luke's Place, en Greenwich Village, Finn Ryan llegó a la conclusión de que Michael tenía razón: era una tontería presentarse en la Fundación Grange para tratar de averiguar algo más, una tontería que podía ser peligrosa, por no decir fatal. Por otro lado, el programa MAGIC de Barrie Kornitzer tenía sus limitaciones, que eran justo lo que hacía tan importantes los sitios como Ex Libris; al final, Internet sólo era un puchero inabarcable de medias verdades, opiniones, mentiras descaradas y locuras. No era el salvaje Oeste en el que se unían las comunicaciones y la información, sino la dimensión desconocida de las series de misterio. Alguna que otra vez —por no decir la mayoría de las veces— había que acudir a las fuentes.

Conque ahí la tenía, justo al lado de la casa de los Huxtable de la serie de Bill Cosby: una de la veintena de típicas casas antiguas neoyorquinas que delimitaban una calle agradable con árboles en las aceras y vistas al parque Hudson. En la siguiente manzana hacia el oeste estaba la calle Hudson, y el número 421, un antiguo almacén de ladrillos amarillos reconvertido en pisos de propiedad. Al lado había otro edificio industrial de ladrillos rojos, con un bosque de parabólicas enormes en el techo. En la esquina de Hudson y Saint Luke había un restaurante, pero todo lo demás eran casas. Finn oyó el rumor de la calle Houston dos manzanas al sur. Se habría jugado lo que fuera a que había unos cincuenta locales a tiro de piedra donde el café te lo cobraban a cinco dólares.

El número 11 de Saint Luke's Place se parecía mucho a las casas adyacentes: ventanas con el marco negro, una reja de hierro forjado alrededor de la bajada al semisótano, salida exterior centralizada para el aire acondicionado y una aldaba dorada en la puerta principal, debajo del típico frontón de piedra. En el caso del número 11 también había una plaquita de latón tan bruñida que casi deslumbraba. La reja de hierro de la ventana del semisótano era visible incluso desde donde estaba Finn. Entre los coches aparcados en la acera de delante había un Lexus verde oscuro, un Mercedes plateado y un Jaguar deportivo negro.

Finn ya llevaba media hora en el banco, contemplando la casa y buscando todos los peros posibles a su plan. Como se quedara mucho más tiempo, la vería alguien por la ventana. Respiró hondo, vació los pulmones y se levantó. Después se alisó la faldita negra, se metió la blusa blanca por detrás y se puso bien el bolso en el hombro. Tenía la sensación de llevar un uniforme de colegio de monjas. Dedicó unos segundos a hacerse una coleta con una cinta elástica y, tras embutirla por la parte trasera de una gorra azul y gris de los Dodgers de Los Ángeles, cruzó Saint Luke's Place. Tragó saliva, carraspeó y se paró en lo alto de la escalinata, que era muy empinada. En la placa de latón ponía:

Fundación Grange

Fundación de Arte McSkimming

PRIVADO

Más claro, el agua. Aun así, ignoró la aldaba e hizo girar el pomo. No pasó nada. Observó que en la puerta había otra placa, grande, lisa y pintada de negro para confundirse con la madera. Arriba, en la esquina con el frontón, reconoció una cámara pequeña de circuito cerrado. Parecía que lo de entrar sin llamar a la puerta estaba descartado. Levantó la anilla negra de hierro que colgaba de las fauces del león de hierro también negro y dio tres golpes. Tras una pausa de diez segundos, una voz metálica de procedencia desconocida le preguntó a qué venía.

—On Time.

—¿Perdón?

—On Time. Soy mensajera. Me han dicho que pase a buscar un paquete.

Era el plan que habían ideado ella y Valentine la noche antes, pero no parecía muy eficaz. Un largo silencio. Después se volvió a oír la voz metálica.

—No tenemos nada para darle.

Era el momento decisivo.

—Topping, Halliwell amp; Whiting.

El bufete de Chicago que había montado la empresa fantasma que era el embrión de la Fundación Grange.

—¿Cómo?

—Es el nombre que me han dado.

—¿Quién?

—Los de envíos. —Finn soltó un suspiro de resignación—. Oiga, que yo lo único que hago es ir adonde me dicen. ¿Que no hay ningún paquete? Pues tan tranquila. Venga, hasta otra. —Saludó hacia la cámara con un gesto de los dedos—. Adiós.

Se dio la vuelta como si tuviera intención de marcharse y aguantó la respiración. Justo cuando ponía el pie en el escalón, volvió a oír la voz electrónica.

—Un momento.

Bingo.

—Tengo que preguntar. Un momento.

Otra pausa, hasta que se oyó un clic seco detrás de la placa de la puerta.

—Pasa.

—Gracias.

Finn giró el pomo y empujó la puerta —que era muy pesada—, recordándose que debía seguir poniendo cara de aburrida y un poco molesta.

Al entrar se encontró en un vestíbulo estrecho normal y corriente, con otra puerta justo enfrente. En el mismo momento en que se oía el clic de la primera puerta al cerrarse a sus espaldas, un ruidito precedió a la apertura de la segunda, que quedó entornada. En el marco había otra cámara de circuito cerrado que vigilaba a Finn. El vestíbulo era una habitación sin ventanas en la que podía quedar encerrado cualquier visitante que pudieran considerar peligroso.

Finn cruzó la segunda puerta y penetró en una sala grande con un juego de mesa y sillas Stickley que parecía auténtico, un par de sillones y un banco largo de madera con cojines de piel. El suelo era oscuro, de cerezo. En la pared de color crema de detrás de la cabeza del recepcionista —un hombre de mediana edad— había un óleo enmarcado que se parecía mucho a uno de la serie de Monet sobre el jardín de Giverny. Si era auténtico, debía de valer unos veinte millones de dólares.

No estaba mal.

El recepcionista era moreno, casi calvo y tenía los hombros muy anchos. Llevaba una camisa blanca con corbata de seda azul. El traje, que parecía de Hugo Boss, no acababa de disimular el bulto de debajo del hombro izquierdo, ni el ancho arnés de cuero claro que lo sujetaba. Una pistola. Si el Monet era auténtico, tenía lógica. Ahora ya era demasiado tarde para volverse atrás. Ya se había marcado el farol.

—Espera aquí —dijo el Hugo Boss del arnés mal escondido.

Mientras lo hacía, Finn se volvió lentamente para ver toda la sala. Aparte de los muebles caros y del Monet, aquél podía ser el despacho de cualquier profesional de buen gusto de Manhattan, abogado, contable o consultor de altos vuelos. Al fondo había dos puertas, una de ellas plegable, de armario. Por la otra se accedía al resto del edificio. Fue de donde oyó llegar el ruido sordo y rítmico de una fotocopiadora y los zumbidos y chasquidos de una impresora láser de las de oficina. Miró con atención. El teléfono de la mesa del recepcionista tenía media docena de líneas, cuatro de ellas encendidas. Por ese lado también era todo de lo más normal.

Volvió Hugo Boss.

—No hay nada para ti; además, no trabajamos con ninguna empresa de mensajería que se llame On Time. Para las entregas siempre trabajamos con Citywide.

—Ya, ya —dijo Finn intentando seguirle la corriente—, pero es que cuando Citywide tiene demasiado trabajo nos pasan a nosotros el sobrante.

—¿El sobrante?

—Lo que no pueden coger. Ya te digo que yo sólo entrego y recojo. Si dices que no hay ningún paquete, es que no hay ningún paquete. No pasa nada. —Se caló la gorra de los Dodgers y se dio la vuelta para marcharse, pero se paró en el último momento y miró a Hugo con la cara más de «Soy una simple chica de campo en la gran ciudad» que consiguió poner—. Oye, ¿te puedo pedir un favor?

—¿Qué?

—Es que tengo unas ganas de hacer pipí…

Era verdad. Hugo y la pistola que llevaba encima la tenían muerta de miedo.

—No tenemos lavabo público.

—Te prometo que será un segundo. Si quieres, puedes volver a comprobar que no haya ningún paquete.

Hugo Boss se calló y frunció el entrecejo. Finn le echó más vatios a su expresión de súplica, la misma de cuando iba al instituto y no había hecho los deberes.

—Bueno, vale —dijo Hugo—. Por allá. La primera puerta a la derecha.

Señaló con el dedo. Finn cruzó deprisa la habitación, mientras veía de reojo que Hugo cogía el teléfono de su escritorio. Entró y cerró la puerta. Estaba en un pasillo corto que comunicaba las partes delantera y trasera de la casa. A la izquierda había una habitación que era de donde salía el ruido de la fotocopiadora; a la derecha, una puerta lisa con el letrero «servicios». Delante había un arco que llevaba a un despacho interior, una sala sin ventanas, muy iluminada, con dos hombres y una mujer en sendos ordenadores. También había una escalera estrecha que conducía al primer piso y otra puerta que se adentraba aún más en el edificio, probablemente en la antigua cocina. Como nadie la miraba. Finn se saltó el cuarto de baño y entró en la sala de la fotocopiadora. Había una Canon digital de las grandes, un fax de oficina y un escáner de dimensiones industriales, aparte de toda una estantería de máquinas de café y una hilera de colgadores para la ropa. Alguien había dejado un manojo de llaves al lado de la fotocopiadora. Finn las cogió sin pensárselo dos veces y se las guardó en el bolso. Después salió, se metió en el lavabo y se sentó respirando agitadamente. Dejó pasar unos segundos para tranquilizarse, tiró de la cadena, abrió el grifo y se apresuró a volver a la recepción.

—¿Qué, hay algo? —preguntó a Hugo sabiendo la respuesta de antemano.

El recepcionista, que estaba hablando por teléfono, negó escuetamente con la cabeza.

—Gracias por dejarme ir al lavabo —susurró Finn con una sonrisa agradecida.

Se despidió con un pequeño gesto de la mano y salió huyendo. Al cabo de unos minutos estaba en la calle Hudson buscando un sitio donde hicieran copias de llaves.