Capítulo 27
Sin que se lo pidieran ni se lo ordenaran, el sargento salió aproximadamente una hora antes del alba, y esta vez al único que se llevó fue a Reid, que era medio cherokee o algo así y tenía una cara como de moneda vieja de cinco centavos. Aunque parecía uno de esos indios de madera de delante de los estancos, porque nunca abría la boca, le daba a cualquier blanco con el Ml a una distancia de cien o doscientos metros.
—¿Adónde vamos, sargento? —preguntó.
—Igual que la otra vez. Puede que haya gente levantada y que podamos hacer un recuento.
—Vale, sargento.
Ni una palabra más. Reid se descolgó el M1 y le siguió entre los árboles.
Esta vez el sargento prestó mucha atención al sotobosque. Se veían tres caminos muy trillados: uno recto, otro que se desviaba hacia la izquierda y otro que torcía a la derecha. Confluían más o menos en el centro del bosque, en un pequeño claro. Podían haberlos abierto conejos o, más probablemente, ciervos, porque había ramas mordisqueadas más o menos a un metro y medio del suelo, la altura de un ciervo o de un alce joven. Se preguntó si en Europa había alces, pero de inmediato se olvidó del asunto. Pensar en otra cosa que no fuera el presente era perder el tiempo. Señaló hacia la izquierda. Reid asintió con la cabeza. El sargento tomó el camino de la izquierda, a unos metros de Reid, que a diferencia de casi todos los demás no hacía nada de ruido.
Al llegar al final del bosque, el sargento indicó a Reid que se agachase y se puso en cuclillas para intercambiar unas palabras con él.
—Primero hay una zanja y luego la carretera. En medio de ella hay un tanque viejo y quemado con la escotilla abierta. Desde él se debe de poder ver bastante bien el interior de la granja, porque está en el punto más alto de la colina.
—¿Y el francotirador? —preguntó Reid.
—Debemos avanzar agachados, así siempre tendremos el tanque entre nosotros y la torre. Creo que podemos conseguirlo, a menos que el francotirador ya nos esté buscando.
—¿Qué quiere que haga?
—Cúbreme.
—Vale.
Esperaron al borde de la cortina de árboles, fumándose a medias uno de los Luckies del sargento. Incluso si no los buscaba el francotirador, existía el peligro de que un ojo avezado viera subir el humo del cigarrillo por el aire quieto del amanecer. Tampoco les ayudaba mucho que estuviera el cielo tapado. En tiempos de guerra, no se podía hacer nada: ni fumar, ni beber, ni follar. El sargento abrió el cigarrillo y aplastó la colilla caliente en su bota de combate. No le parecía justo; creía que uno debería poder darse un último gustazo antes de que un kraut le pegara un tiro con un Steyr 95 invisible.
Salió por un claro entre los árboles y se agachó en la zanja paralela a la carretera. Luego se arrastró hasta ponerse a la sombra del tanque viejo. Al acercarse por detrás, vio que no estaba tan destrozado como le había parecido la primera vez. Observó que tenía el diferencial trasero reventado y que la oruga derecha estaba rota por la parte trasera, pero aparte de eso estaba bien. A juzgar por el aspecto de la carretera, descarnada por detrás, el tanque debía haber sido bombardeado por un caza. ¿Americano, inglés, ruso? A saber. El Panzer 1 estaba diseñado como tanque de prácticas. Su coraza era fina, de ocho milímetros, y no tenía cañón, sólo un par de ametralladoras. Iba bien contra la infantería, pero si se encontraba con cualquier otro modelo de tanque, hasta con una carraca como el M1, o con un tío con bazuca, estaba sentenciado. Entre sus ventajas —desde la perspectiva alemana— estaba el hecho de que los había a millares y que sólo necesitaba dos tripulantes: el conductor y una mezcla de comandante, observador y artillero para la ametralladora.
El sargento trepó por el lado del tanque, dejando a Reid agachado tras la oruga izquierda, y esquivó los guardabarros afilados de metal, así como las piezas de la tapa del silenciador, que eran como ralladores de queso. Cuando llegó a la torrefa, aprovechando las grandes alcayatas que servían para enrollar el cable de repuesto, se deslizó por la escotilla y ocupó el asiento del artillero. Había pedales para hacer girar la torreta. Las dos ametralladoras estaban montadas en sendas plataformas que permitían subirlas y bajarlas de manera independiente. Entre las dos había una larga mira telescópica de metal. El sargento miró por el ocular, pero se había roto la lente durante el ataque que había dejado inutilizado el tanque.
Por dentro era del típico color beis arena. No se veía sangre, señal de que los tripulantes salieron indemnes. Que siguiera allí sólo podía significar que era una carretera que se usaba poco, es decir, que casi seguro que los camiones de la granja venían del este. Buen motivo de reflexión, porque era donde se suponía que vivía Hitler, en Berchtesgaden, o como se llamase.
Intentó imaginarse un encuentro con el rey de loskrauts, pero no pudo. Hacía cuatro años que siempre que pensaba en Hitler se le acababa apareciendo Charlie Chaplin. ¿Cómo podías tomártelo en serio con el bigote que tenía? En cambio, a los que no podías dejar de tomarte en serio era a un grupo de tíos con aquellos pedazos de cascos.
El sargento se levantó de la silla del artillero y reptó hacia el fondo del tanque. Como estaban abiertas todas las portillas, se embutió en el asiento del conductor, sacó los prismáticos del estuche y enfocó la granja. Vio enseguida mucha actividad.
Había varios hombres en mangas de camisa limpiando los parabrisas de los camiones y otros tendiendo la colada en una cuerda improvisada que iba desde el retrovisor de uno de los camiones hasta el otro lado del patio empedrado, concretamente hasta un poste situado junto a un pozo. Dos hombres vestidos de civil —trajes arrugados y de poco abrigo, uno marrón y el otro azul— fumaban al lado de uno de los cobertizos. Los dos llevaban gafas.
También había dos mujeres, una con vestido azul y zapatos marrones de tacón ancho que se paseaba tranquilamente, charlando y fumando, y otra con un simple uniforme marrón de auxiliar femenina de la Wehrmacht, sentada en el brocal del pozo con el sol de cara. El único hombre con uniforme completo era un oficial que parecía joven y llevaba el traje negro de las SS.
Los soldados que limpiaban los camiones en mangas de camisa no iban armados. Sólo el oficial de las SS llevaba pistola al cinto. El sargento se fijó en la torre de la abadía. La pequeña abertura de la parte superior parecía oscura y vacía, lo cual, por otro lado, no quería decir nada. Los francotiradores sabían quedarse agazapados en la oscuridad.
El sargento se dio la vuelta y dijo en voz baja por una de las portillas traseras de observación:
—¿Ves algo, Reid?
—Sí —fue la tenue respuesta que le llegó desde fuera del tanque.
—¿Y qué te parece?
—Que no es el ejército. No son militares. Lo que no sé es qué son —dijo la voz incorpórea.
—Intenta adivinarlo.
—Civiles.
—¿Y las mujeres? ¿Qué dirías?
—Que son mujeres. ¿Qué tengo que pensar?
—¿Qué hacen estos tipos con mujeres?
—¿Qué hacen los tíos con mujeres?
—Tiene que ser por algo más.
—¿Por qué?
—Todo esto, si quieres que te diga la verdad, es bastante rarillo.
—¿Yo le he pedido que me diga la verdad?
—No seas imbécil.
El sargento volvió a quedarse callado, mirando por la portilla delantera.
—¿Al este qué hay?
—Montañas y castillos.
—¿Y al oeste?
—El lago de Constanza. Loskrauts lo llaman de otra manera. Suiza queda en la otra punta.
—¿Y al sur?
—Austria.
—¿Ahora en Austria quién hay? ¿Tienes idea?
—El Cuarenta y cuatro. Y creo que los rusos.
—¿Verdad que a los alemanes no les gustan los rusos?
—¿Y yo qué sé? ¿Por qué me hace tantas preguntas, sargento? Le recuerdo que sólo soy un piel roja de la reserva. «Jau, rostro pálido», y todo ese rollo.
—Oye, Reid, ¿por qué no te llamas Oso Corredor, Manta de Luna o algo así?
—Pues porque mi padre era un mecánico de Kansas que cuando estaba borracho le daba por follarse a lassquaws, ¿vale? —Reid casi se rió—. Donde nació usted era «la negra en la leñera»; donde nací yo, «la india en el maizal».
—¿Sabes qué te digo, Reid? Que eres un tío legal. —El sargento cambió de marcha—. Tienen que haber venido del este, porque si hubieran venido del oeste no habrían tenido más remedio que rodear el tanque, y de eso no hay señales. Hacia el norte no van, porque es donde está el frente, y en Austria estamos los rusos y nosotros, o sea que allí tampoco quieren ir.
—Por tanto, van hacia el lago de Constanza.
—Sí, el Bodensee, o como lo llamen loskrauts. No sé si habrá algún tipo de ferry capaz de transportar seis camiones así…
—Probablemente.
Reid guardó un largo silencio. El sargento volvió a enfocar el patio con los prismáticos. El francotirador debía de estar en la torre y era la única línea defensiva de los alemanes. Si quedaba munición en las ametralladoras del tanque, probablemente se pudiera hacer un buen barrido. Bajó el brazo para abrir el compartimento de la munición, que era muy grande, y vio que había cintas suficientes para pasarse diez o quince minutos disparando sin parar. La única pega era que para usar la torreta tenía que estar el motor en marcha. Sin mira, había que disparar a ciegas. Claro que…
—¿Qué, sargento, maquinando algo? Me huelo que alguna cosa (rama.
—En eso estamos.
—¿De qué va el plan?
—Aún no estoy seguro. Oye, Reid, ¿tú a cuántoskrauts de verdad ves? Digo soldados.
—Pues serán una docena, digo yo. Los que están limpiando parabrisas.
—Ni siquiera van armados. Según la identificación, son de la Feldgendarmerie, pero los polis del ejército van de gris y estos tíos llevan pantalones marrones. Parece que se hayan puesto el primer uniforme que tenían a mano. Y no sé yo si han reclutado a muchos chóferes con gafas.
—Igual no tenían más remedio.
—O igual es que tienen mucha prisa en sacar de aquí lo que hay en los camiones.
—¿Usted qué cree que hay dentro, sargento? ——Algo bueno, Reid; algo que te haría bailar tu mejor baile de guerra y afilar el tomahawk.
El sargento volvió a enfocar los camiones en una vana tentativa de entrever la carga, pero estaban herméticamente cerrados, incluidas las solapas traseras. Mientras miraba, una parte de los hombres sacó de uno de los cobertizos un cochazo abierto de oficiales y lo puso en marcha, usando bidones procedentes de los lados de los camiones.
—Se están preparando para irse —dijo Reid.
—Sí. Será cuestión de espabilar a Cornwall y sus amigos antes de que se nos haga demasiado tarde.
—Sargento, ¿nos tocará algo de lo que hay en los camiones?
—A mí me parece de justicia. ¿A ti no? El que gana se queda con el botín, ¿no? Y yo de segundo me llamo Victor, «vencedor».
—¡Qué curioso! —dijo Reid—, Yo también.
—Igual somos parientes.
—Igual sí, rostro pálido.
—¿Tú a cuánta gente cuentas?
—En los camiones, doce. Y paseándose… Cuatro. No, cinco.
—Más el francotirador.
—Sí, claro; pero los otros no parecen del ejército.
—Bueno, pero alguno habrá, digo yo… Esta noche he visto a un vigilante al lado de la verja con un 98k en la espalda y un MP40.
—Podría ser uno de los chóferes.
—No sé. La cuestión es que iba armado.
—Ahora armados no están.
—Tal como limpian el coche de oficiales, o lo que sea, me huelo que podrían estar a punto de largarse.
—No sé si no sería mejor volver y dar el parte.
—Sí. Ahora bajo.
El sargento salió del tanque y bajó por el flanco, aprovechando la ocasión para dar golpecitos en un par de los bidones sujetos con correas a la plancha. Estaban llenos como mínimo hasta la mitad. Ese tipo de modelos solían ponerse en marcha bastante deprisa. Empezó a cambiar de opinión sobre el tiempo que llevaba el tanque al borde de la carretera. También comenzó a revisar su táctica sobre cómo tomar la granja. Volvió con Reid al bosque.
—¿Tú de tanques sabes algo, Reid?
—No mucho.
—¿Te ves capaz de manejar las ametralladoras?
Señaló con el pulgar por encima del hombro.
—Se podría intentar. ¿Hay munición?
—Sí.
—Pero haría falta gasolina para usar la torreta, ¿no?
—La hay, pero es posible que no la necesites. Las ametralladoras ya apuntan hacia el patio y hay una manivela para ajustar la elevación.
—¿Entonces?
—Primero reventamos la torre con el bazuca de Terhune y luego entramos por la verja principal. Cuando nos veas disparar una bengala, empiezas el fuego cruzado.
—Creo que podría funcionar.
—Pues venga, a decírselo a Cornwall y adelante, que no nos queda mucho tiempo —dijo el sargento mientras se adentraban en la oscuridad del bosque.