Capítulo 35
El teniente Vincent Delaney. de la brigada especial, estaba en el centro de la sala de estar del coronel George Gatty, contemplando el cadáver, que seguía ensartado en el sillón de cuero marrón como si fuera media res. El que hubiera matado a aquel viejo tan feo se había superado a sí mismo. Según Bandar Singh, el ayudante del forense, le habían hincado por el cuello sesenta centímetros de acero, cuya punta asomaba por el perineo, señal de que había salido entre los huevecillos arrugados de la víctima y su culo fruncido.
Putkin, el criminólogo, atribuía a eso el mal olor: a que la espada, afiladísima, hubiera seccionado media docena de órganos vitales a lo largo de su trayectoria, además de la pared del estómago y los dos intestinos. Sabían que era una espada nazi por la enorme esvástica que tenía entre las garras el águila de plata que formaba el mango. Lo peor era que estuviera todo a la vista. Como en el momento de ser asesinado Gatty iba en bata, se le veía hasta el último centímetro de su cuerpo de viejo. Putkin y sus compinches hacían medidas y pruebas entre los fogonazos de los flashes. Un estreno a lo Hollywood para la víctima.
Llegó Billy Boyd, con una libreta entre sus dedos de salchicha.
—¿Qué? Supongo que este asesinato tiene algo que ver con el otro, ¿no?
—Sí, y puede que también con el que nos contó por teléfono aquel policía de chiste de Alabama. —Delaney sacudió la cabeza—. Yo no sabía ni que Alabama tuviera costa.
—Ni yo —dijo Boyd—. Pensaba que no tenía salida al mar.
—Bueno, tampoco es que eso tenga mucho que ver con el muerto.
—¿Éste?
—El de Alabama.
—¿Y cuál crees que es la relación entre todos estos asesinatos?
Boyd no parecía muy seguro.
—No sé, Billy, no sé qué relación puede haber entre un tío de un museo al que le meten un cuchillo por el cuello en la Quinta Avenida, el fiambre de Alabama, que era una especie de megacoleccionista de arte y al que le clavaron una botella de Absolut, y el coronel, aquí presente, al que se ha cargado una especie de Vlad el Empalador nazi. Pero es una posibilidad que me planteo.
—¿Quién es Vlad el Empalador?
—Uno que sale en los programas de lucha libre. —Delaney suspiró—, Oye, Billy, ¿sabes qué? Vete a hablar con Singh y averigua la hora de la muerte.
—Marchando.
En realidad, Delaney no necesitaba que se lo confirmasen. Dado el atuendo de la víctima, era evidente que le habían matado o en la cama o de camino a ella; o sea, en algún momento de la noche. El mayordomo de Gatty, un tal Bertram Throens, vivía con su mujer —la cocinera— en un apartamento del sótano, pero ninguno de los dos había oído nada raro.
Como en el caso de Crawley, el del museo, proliferarían los sospechosos. A Crawley le habían asesinado justo cuando se celebraba una recepción para quinientas personas en la planta baja y, a juzgar por todos los indicios, lo más probable era que el visitante nocturno del coronel hubiera venido con la falsa intención de venderle la espada usada para matarle.
Habían encontrado en el recibidor el maletín para guardarla, forrado de seda por dentro y de piel por fuera. Delaney sabía tanto de alemán como de gaélico, pero enseguida le habían llamado la atención los nombres de Rommel y Adolf Hitler. Se imaginaba que la transacción habría sido económicamente muy cuantiosa y que el interés del coronel se habría avivado mucho. A juzgar por la casa, era un coleccionista de los gordos, conque lo de recibir en bata quizá no fuera tan anómalo. Las preguntas al mayordomo le habían llevado a la misma conclusión: el coronel recibía bastantes visitas nocturnas.
Suspiró e inhibió el olfato todo lo que pudo cuando los del camión de los fiambres levantaron el cadáver y lo pusieron en una camilla de las que se cerraban. La verdadera pregunta que nunca se alejaba de sus pensamientos versaba sobre la extraña relación entre el caso y la pelirroja guapa que parecía desempeñar un papel central dentro de él. Y esto le llevaba a una pregunta aún más importante: ¿qué había sido de Fiona Ryan?, ¿dónde estaba ahora?