Capítulo 10
Delaney y Finn estaban solos en el piso, sentados en el sofá. Cuando intervino el teniente, lo hizo con dulzura y suavidad; también con una cantinela casi imperceptible que a Finn le pareció imposible que fuera auténtica, porque se notaba que Delaney era de Nueva York, concretamente de Hell's Kitchen. Por otro lado, Finn se consideraba bastante lista, y, como buena americana del Medio Oeste, desconfiaba de la amabilidad gratuita. Como decía su madre, los mejores caramelos son los que reparten los desconocidos.
—Probablemente sólo fuera un yonqui en busca de algo que vender —dijo el detective—. No digo que no sea grave, ¿eh?, pero el asesinato del doctor Crawley parece demasiada coincidencia. Supongo que te das cuenta. Si le sumas que esta tarde habíais discutido…
—No veo la relación.
—Yo tampoco, Finn. Por eso he venido, para ver si hay alguna.
—Pues no hay ninguna.
—¿Por qué discutisteis?
—No, por nada, por unas diferencias de opinión sobre una obra de arte. Yo había encontrado un dibujo al fondo de un cajón, y estaba segura de que era de Miguel Ángel, pero el doctor Crawley no. Total, que discutimos y acabó despidiéndome.
—No parece muy justificado despedir a alguien por una diferencia de opinión…
—Estoy de acuerdo.
—Entonces ¿por qué lo ha hecho? —dijo Delaney sonriendo con calma—. Ya estamos otra vez: otro misterio. ¿Te das cuenta, Finn?
—Creo que no le gustaba que alguien mucho más joven que él pusiera en tela de juicio su opinión profesional. Tenía un ego como una casa.
—¿Conocía a Peter? —preguntó amablemente Delaney.
—No. Vaya, no creo…
—¿Se te ocurre quién podía tenerle tanta tirria a Crawley como para matarle?
—No le conocía mucho.
—¿Y qué ha pasado con el dibujo de Miguel Ángel?
Finn frunció el entrecejo. Le parecía una pregunta un poco rara. Así lo dijo.
—Supongo que un dibujo de Miguel Ángel tendría mucho valor —contestó él.
—Sí, claro.
Delaney se encogió de hombros.
—Pues ya es una buena razón para matarle.
—La última vez que vi el dibujo fue en sus manos. Yo lo había vuelto a guardar en el acetato…
—¿Por qué lo habías sacado? —preguntó Delaney a bocajarro.
Finn titubeó. ¿A qué venía tanto interés por el dibujo? A ella no le parecía que tuviera nada que ver ni con la muerte de Peter ni con la de Crawley. Le había quitado la protección para que saliera más clara la fotografía, pero no quiso decirlo, al menos de momento.
—Porque quería verlo mejor.
En el fondo tampoco era mentira.
—¿Y cuando lo cogió Crawley seguía estando protegido con el acetato?
—Sí.
—¿Y ésa fue la última vez que viste el dibujo?
—Sí.
—¿Él lo volvió a guardar en el cajón?
—Puede que después de marcharme…
—Pero tú no le viste hacerlo.
—No.
Delaney se apoyó en el respaldo del sofá para mirar a Finn. Una chica irlandesa muy guapa, con un rostro de inocencia infantil. No tenía ni idea de si decía la verdad. Al día siguiente, cuando hubiera visto las grabaciones de seguridad y hubiera hablado con algunas personas, quizá pudiera pronunciarse.
—Tú eres lista, ¿verdad, Finn?
—Me gusta pensar que sí.
—¿Quién crees que ha matado a tu novio? ¿Y qué razones podía tener para hacer algo tan drástico?
—No lo sé.
—Tú, en mi caso, ¿qué pensarías?
—Lo que está pensando, evidentemente: que las dos muertes están relacionadas de alguna manera.
—No, Finn, muertes no, asesinatos. La diferencia es enorme.
—¿Tiene que haber una razón? —preguntó ella—. ¿No podría ser coincidencia?
El tono casi fue de súplica. Finn estaba agotada, al borde del sufrimiento fisico. Sin saber por qué, tenía la sensación de ser la asesina, no la victima.
Delaney la miró largamente, pensativo. Luego dijo:
—¿Tú qué crees que habría pasado si hubierais vuelto media hora más tarde? Porque la gran pregunta es ésa, ¿no? ¿O qué habría pasado si os hubierais ido a casa de Peter, en vez de venir a la tuya?
—¿Por qué me hace tantas preguntas hipotéticas? ¡Qué tontería! Peter está muerto. El porqué no lo sabemos ninguno de los dos, pero le corresponde a usted averiguarlo. —Finn sacudió la cabeza—. Por lo único que me pregunta es por el dibujo. ¿Por qué le interesa tanto, a ver? ¡Vale, me equivoqué! ¡No era de Miguel Angel!
—El doctor Crawley tenía una daga metida por la boca. Creemos que es marroquí. Se llama gumía. ¿Te suena?
—No.
—Es posible que a Peter le hayan matado con el mismo tipo de cuchillo. ¿Seguro que no has visto ninguno en el museo?
—¡No!
—Te veo un poco cansada, Finn.
—¿Por qué será?
Delaney echó un vistazo a su viejo Hamilton de pulsera. Era la una pasada.
—¿Tienes con quien pasar la noche?
—Sí, conmigo.
—Pero ¿cómo te vas a quedar aquí sola?
—¡Pero bueno, por Dios, que no soy una niña! Sé cuidarme, ¿vale?
A Finn le estaba costando un gran esfuerzo no llorar. De lo único que tenía ganas era de acurrucarse en la cama y dormir.
Delaney se levantó.
—Bueno, pues nada —dijo sin alterarse—, me voy.
—Sí, será mejor.
Avanzó unos pasos hacia la puerta, esquivando la mancha de sangre, y se dio la vuelta.
—Tú estás segura de que era de Miguel Ángel, ¿verdad?
—Sí —dijo ella sin rodeos—. Era de Miguel Ángel. Me da igual lo que haya dicho Crawley, y por qué lo ha dicho.
—Es posible que le hayan matado por decirlo —contestó Delaney—, ¿Se te había ocurrido? Y que el hecho de que tú lo sepas sea la causa de que hayan matado a tu novio en vez de a ti.
—Sólo lo dice para asustarme.
—¿Qué ganaría haciendo tal cosa?
Delaney se volvió hacia la puerta y salió. Poco después Finn oyó llegar el ascensor. Después lo oyó bajar. Se había quedado sola. Miró fijamente la mancha oscura y apartó la vista. ¿Qué sentido tenía que Delaney quisiera asustarla? ¿Por qué le interesaba tanto un dibujo que al final quizá no fuera ni de Miguel Ángel?
Se levantó exhausta para darle dos vueltas a la cerradura. Luego puso la cadena y se fue al dormitorio, dando un rodeo para no pisar la mancha de la alfombra y dejando encendida la luz del salón. A oscuras seguro que no podría dormir, al menos esa noche.
Se desnudó, encontró una camiseta larga donde ponía «Ohio, de donde es la vaca Elsie»2, y que tenía el dibujo de una vaca con collar de margaritas y se metió en la cama. Al apagar la lámpara de la mesita de noche, sólo quedó la luz que entraba por la puerta e iluminaba los pies de la cama. El rumor de la ciudad la envolvía como un vórtice descomunal e inagotable de energía. El edificio se llenó de crujidos, de extraños ecos provocados por el ascensor. En el polígono, alguien gritó. Oyó abrir una ventana en el piso de abajo. Quizá fuera una tontería haberse quedado a dormir.
Se acordó de cuando se había muerto su padre. Después de que su madre le diera la noticia de que a su padre le había dado un infarto fulminante mientras hacía excavaciones en algún remoto lugar de Centroamérica, ella, con sus catorce años, se había acostado de la misma manera, mirando el techo, escuchando los ruidos nocturnos y extrañándose de que todo siguiera igual, de que no se notara en nada que su padre estaba muerto y nunca volvería; que lo habían borrado de todos los planes, exiliado del universo. Peter también estaba muerto. No volvería a oír su voz, ni sentiría sus labios en los suyos. Ni siquiera tendría la oportunidad de decidir si se acostaba con él.
Apretó los párpados y extremó al máximo su percepción, en un esfuerzo por sentir algún rastro de Peter en el piso, pero lo único que consiguió fueron nuevas lágrimas. Era inútil, como cuando se había muerto su padre. Ya la visitaría de otro modo, en visiones obsesivas.
Finn era consciente de que vería a Peter durante varias semanas, igual que le ocurrió con su padre, a la vuelta de una esquina, entre el gentío de la calle, en la ventanilla de un autobús, en el susurro de una voz inexistente… Hasta que el tiempo, lentamente, lo borrara todo, como un susurro de hojas secas movidas por el viento. Y al final no quedaría nada. Recuerdos y huesos. En el caso de su padre, huesos perdidos en un cenote de la selva, en la fría oscuridad hecha de piedra de algún negro pozo sin fondo.
Ya llevaba un buen rato acostada cuando se incorporó para sentarse en la cama. Sabía que su madre estaba en Yucatán, excavando las tumbas reales de Copán, pero también sabía que la muy loca escuchaba los mensajes, aunque fuera muy de vez en cuando, y Finn necesitaba como nunca hablar con alguien, incluso a través de un buzón de voz.
Encendió la lámpara de la mesita de noche, cogió el teléfono y empezó a marcar de memoria el número de Columbus. Esperó a que saltara el mensaje grabado por la gangosa voz de fumadora de su madre, pero al empezar a oírla notó que casi se le paraba el corazón. Un chorro de bilis quemó su garganta como ácido. Se incorporó para colgar el teléfono con suavidad. No quería asustar a su madre dejándole un mensaje con voz de pánico, que era como sabía que sonaría.
El esbozo que había hecho del dibujo de Miguel Ángel ya no estaba en el bloc de al lado del teléfono. Cogió a tientas la libreta y palpó la hoja en blanco. Debían de haber arrancado varias páginas, porque no había marcas. Era como si no hubiera existido.
Como si nunca hubiera existido, igual que su padre, y que Peter; igual que ella misma, si al asesino no le hubiera entrado pánico. Cambió de postura y apoyó los pies descalzos en el suelo de madera fría. Crawley muerto, Peter muerto, el dibujo que había hecho desaparecido… Alguien intentaba borrar cualquier rastro de la página del cuaderno de notas, pero ¿por qué? ¿Porque era falsa y el Parker-Hale pretendía endilgársela a algún conservador incauto de algún otro museo? Teniendo en cuenta que era un único dibujo, y mal catalogado, no parecía muy probable. Por otro lado, un museo de tanto prestigio como el Parker-Hale nunca se arriesgaría tanto por un solo dibujo, aunque pudiera ser de Miguel Ángel…
Tuvo la nítida impresión de haber oído pasos en la escalera de incendios, al lado de la ventana de la cocina. Sabía que la ventana estaba bien cerrada, pero también que se podía romper el cristal de un solo golpe envolviéndose la mano con una camiseta. Miró asustada alrededor de ella, y al ver su bate y su guante de softball en el rincón más próximo a la puerta corrió a cogerlos y salió al salón como una fiera. Luego entró en la cocina, se acercó al fregadero y estampó el bate con todas sus fuerzas en la superficie oscura y reflectante del cristal, que se partió en mil trozos bajo el golpe. Sin embargo, en la salida de incendios no se oyó nada aparte de la lluvia de cristales, que acabaron cinco pisos más abajo, en el contenedor del callejón.
No perdió el tiempo pensando en lo que había hecho. ¿Quién le decía que no había habido alguien allí? Si era verdad lo que decía Delaney sobre el asesino de Peter —posiblemente el mismo que el de Crawley—, tarde o temprano iría a por ella. Volvió al salón con el bate en la mano, y al pasar al lado del sofá recogió la mochila.
La vació de libros en la cama. Lo único que dejó dentro fue su cámara digital y el neceser de maquillaje que se llevaba a todas partes. Luego entró en el lavabo, cogió de todo —champú, tampones, etc.—, lo metió de cualquier manera en la mochila y finalmente cogió cuatro o cinco bragas de algodón, dos sostenes, media docena de camisetas y algunos calcetines.
Se enfundó unos vaqueros Gap que le quedaban muy ajustados, se puso unas zapatillas de deportes y luego se encasquetó la gorra. Al cabo de un minuto ya estaba en el pasillo, dispuesta a bajar por la escalera sin esperar el ascensor. Llegó a la planta baja jadeando un poco. Sacó la bici del fondo del vestíbulo, donde la guardaba bajo llave, y cuando estuvo en la calle miró las manecillas luminosas de su Timex: las dos menos cuarto. No era la mejor hora para salir corriendo, pero no tenía alternativa. Con Peter muerto y Crawley asesinado en su despacho, la sensación de llevar una diana pintada en la espalda cada vez era más fuerte.
Puso la mochila en la cesta de delante, y cuando estuvo montada en el sillín empezó a pedalear por la calle Cuatro. Al llegar a la Primera Avenida bajó de la bici y entró en una cabina. Sacó su pequeña agenda negra del bolsillo trasero, puso una moneda de veinticinco centavos y marcó. Contestaron a la tercera.
—Coolidge.
—¿Eugene? ¿Eres tú?
En realidad se llamaba Yevgeny, pero se había americanizado el nombre.
—Sí. ¿Con quién hablo, por favor?
Parecía un poco inquieto, como si le estuviera llamando la KGB o su madre.
—Soy Finn Ryan, Eugene. Tengo un problema.
—¡Finn! —exclamó el joven.
Era uno de los alumnos extranjeros a los que Finn enseñaba inglés. Aunque insistiera en negarlo, tenía fijación por sus tetas o por su culo, dependiendo del lado en que estuviera.
—¿Qué problema? Tranquila, que te lo soluciono.
Yevgeny era el gerente nocturno del hotel Coolidge.
—«Soluciono» —le corrigió Finn—, Necesito una habitación para pasar la noche.
—¿Aquí? —dijo Eugene horrorizado.
Finn sonrió. Conocía de vista el hotel Coolidge, un palomar de cuatro plantas perdido a la sombra del acceso al puente de Manhattan, al final de la calle Division, como si intentara distanciarse de los albergues de vagabundos del Boweiy. No daba para reconvertirlo en nada más fino, ni parecía que a nadie se le hubiera ocurrido intentarlo.
—Sí, ahí. No te preocupes. Tengo tarjeta de crédito. Puedo pagar.
Finn oyó una risa sardónica por el auricular. Fuera de la cabina, media docena de adolescentes negros perseguían a un viejo que iba en bicicleta. El hombre sacaba listines usados de una bolsa de correos hecha polvo que llevaba en el hombro y se los iba tirando. Nueva York. Tenía que esconderse. Y deprisa.
—Aquí no se acepta tarjeta de crédito, Finn. Solamente dinero en efectivo.
—«No se aceptan tarjetas» —dijo ella corrigiéndole automáticamente.
—Eso, no se aceptan.
—Es que no llevo nada en efectivo…
—Yo sí —dijo Eugene—. Ya me lo devolverás, ¿vale?
—Vale —contestó ella, no muy segura de que le conviniera endeudarse con un ruso de dieciocho años con granos en la barbilla y malas intenciones sobre el cuerpo de su profesora.
—Ven ahora ya —la instó Eugene—. Una chica tan guapa, tan tarde… No va bien. —Volvió a reírse—. Tan tarde, ni tampoco chicas feas.
—Voy para allá. Si no llego en veinte minutos, avisa a la policía.
El auricular emitió una especie de bufido.
—Eugene Zubinov no ha llamado a policía en toda la vida, y no empezará ahora, ni por una guapa como tú, Finn. Venga, espabila y ven deprisa, para no tener que preocuparse Eugene,¿capiche?
Finn sonrió al teléfono.
—Capiche —contestó antes de colgar.
Volvió a subirse a la Schwinn Lightweight y se paró un momento para pensar en el camino. La Primera Avenida era de sentido único, justo el que le iba mal, y no estaba dispuesta a circular tan tarde por la acera. Podía acercarse a la Segunda Avenida y meterse en el Financial District, pero eso significaría adentrarse en plena noche en un lugar desierto, donde en caso de necesidad no habría nadie que pudiera ayudarla. Prefirió dar la vuelta a la bici e ir a la avenida A pedaleando con todas sus fuerzas. Tras pasar junto a su casa, se levantó en el sillín para girar a la derecha con un chirrido de ruedas, tratando de ir a la mayor velocidad posible. Al meterse por Houston encontró más tráfico, a pesar de la hora. Se pegó a la acera todo lo que pudo, vigilando que no se abriera ninguna puerta de los coches aparcados y sin quitarle el ojo a la hilera de taxis que cambiaban de carril inopinadamente a su izquierda.
Cuando llegó a la calle Eldridge y torció a la izquierda, hacia la punta de Manhattan, notó que la seguían. Cada vez que esquivaba algún coche, entreveía otra bicicleta cien metros por detrás. Era una bicicleta aerodinámica, con pinta de cara, que brillaba mucho a la luz de las farolas. Tenía estructura de molibdeno pintada de dorado y negro, manillar curvo y ruedas ultrafinas de competición. Al ciclista tampoco le faltaba ningún accesorio: malla negra de carreras,short oscuro de spandex especial para ciclistas, zapatillas especiales totalmente negras y un casco negro Kevlar como de dinosaurio, con la parte trasera puntiaguda y una visera opaca inclinada. Era el típico equipo de los mensajeros de empresas caras que llevaban paquetes y sobres todo el día de una punta a otra de la ciudad, esos que pedaleaban como almas que se llevara el diablo, pasando de todo y de todos: autobuses, camiones de la basura, otros mensajeros en bicicleta…, hasta de los peatones.
Se mantenía todo el rato a la misma distancia, sin recortarla, pero sin rezagarse. Al llegar a la calle Grand, Finn empezó a tener miedo. Al principio había pensado que la presencia del ciclista era una simple coincidencia, dos personas que iban en la misma dirección, pero ¿qué mensajero trabajaba a las dos la mañana? También podía ser un policía, pero Finn sabia que iban enmountain bike y que llevaban camisetas con cazadoras de nailon muy chillonas que se reconocían enseguida. Acordándose del horripilante estertor de Peter al morir, pedaleó más deprisa, lo que hizo que le rodaran gotas de sudor por los lados del torso y entre los pechos. Tenía que haber alguna manera de despistarle.
La mejor era perderse. Giró a la derecha sin frenar, y de repente se encontró en un peligroso laberinto de camiones de reparto, alrededor de la gran manzana residencial de Confucius Square, llamada «Confusión» por los que solían cruzarla. Derrapó para no chocar con un hombre que arrastraba dos carcasas de cerdo, se lanzó por una callejuela llena de cajas de verdura podrida amontonadas y, cambiando nuevamente de sentido, penetró en una calle aún más estrecha llena de cajas de madera que salieron disparadas a su paso. Al mismo tiempo que oía gritos en chino, una mano le cogió la camiseta y una botella pasó volando por delante de su cara y se rompió con estrépito en el muro de ladrillo que delimitaba por un lado el callejón.
Gimió e hizo una maniobra que estuvo a punto de tumbar la bicicleta. Se había metido por la calle Peli, el centro de la actividad comercial nocturna de Chinatown. Después de un poco de slalom entre los coches, volvió a subirse a la acera con su vieja bici, rozó unas cajas de frutas y verduras que estaban expuestas delante de una tiendecita y pasó justo delante de un viejo con gorra negra y zapatillas, arrimando tanto el hombro que tocó la punta encendida del cigarrillo liado a mano que colgaba de los labios fláccidos del anciano, lo que hizo que saltaran algunas chispas.
Salió a la calle Doyers y giró a la izquierda muy bruscamente, pero seguía viendo el casco de reptil de su perseguidor con el rabillo del ojo. Lo tenía más cerca, a menos de cien metros. Ahora la seguía sin disimular. Justo delante de Finn, la calle Doyers se cruzaba con Bowery. El semáforo de la esquina estaba cambiando de naranja a rojo. Con el corazón acelerado, y los pulmones doloridos, empleó sus últimas fuerzas en pedalear lo más deprisa que pudo. Llegó al cruce justo cuando el semáforo se ponía rojo. Cerró los ojos, rezó una pequeña plegaria y se lanzó por el hueco. Con los ojos aún cerrados, oyó el satisfactorio impacto del metal con el metal, y, como no tenía ni tiempo ni ganas de ver el desastre que había provocado, siguió pedaleando por Kimlau Square y por la calle Division. Después se metió por Market y siguió recto hacia el East River, a la sombra del puente, hasta meterse justo debajo de la gigantesca estructura y frenar ante la destartalada entrada del hotel Coolidge. Bajó de la bicicleta sin respiración, hizo crujir la doble puerta de madera y se quedó parada por primera vez en varios minutos.
Eugene, flaco, moreno, con un traje negro brillante que no era de su talla y una camisa blanca sin cuello, salió de detrás de la especie de jaula que había al pie de la escalera.
—¿Tienes problemas, Finn?
—Guárdame la bici, y si entra un tío con shorts de spandex de ciclista y uno de esos cascos de dinosaurio, le dices que no me has visto.
—¿Cascos de dinosaurio?
—Da igual, tú fíjate en el spandex. —Finn sacó la mochila de la cesta sin dejar de jadear—. Si me consigues una llave te querré toda la vida, Yevgeny.
Mientras Finn aguantaba la bici, el chico corrió a su jaula, arrancó una llave del tablón medio vacío de la pared y se acercó con la mano tendida, como si fuera un rey mago trayendo una ofrenda. Estaba clarísimo: le estaba mirando la mancha de sudor de entre las tetas.
—Tercer piso al fondo. Muy privado.
—Gracias, Eugene.
Finn se apoyó en la Schwinn Lightweight de ruedas gordas para darle un beso en la mejilla y corrió por la escalera, dejando la bicicleta a cargo de Eugene, que la siguió con la mirada, sonriendo feliz. Poco después el chico suspiró, dio la vuelta a la bicicleta en el minúsculo vestíbulo del hotel y la introdujo por la puerta del despacho de detrás de su jaula.
—Finn —susurró en voz baja, sumido en alguna fantasía adolescente que hacía brillar sus ojos y le ponía cara de soñador—. Finn.