Capítulo 25
El teniente James Cornwall, de la Unidad de Monumentos, Bellas Artes y Archivos dependiente de la ALIU (la subdivision de la OSS que se ocupaba del saqueo de obras de arte) en Alemania occidental, estaba sentado en una roca, junto a su sargento, buscando una manera de llegar hasta la granja oculta detrás de la pantalla de árboles. No estaba teniendo mucho éxito. La comida del grupo empezaba a escasear, en la zona pululaban las patrullas alemanas que se batían en retirada, y según el sargento ellos eran un blanco más que fácil para cualquier tanque alemán que decidiera tomar aquella dirección. Encendió un Lucky, se subió las gafas de montura de metal y se extrañó de que un hombre con dos cursos completos en la Sorbona y una licenciatura summa cum laude en Yale pudiera acabar sentado en una roca de Baviera junto a alguien que apestaba a sudor y tabaco y que llevaba un rifle Garand colgado en la espalda. Era conservador adjunto de dibujos y grabados en el museo Parker-Hale. En ese momento, lo lógico habría sido estar desayunando en el hotel Brevoort, en la amistosa compañía de Rorimer y Henry Taylor, del Met, no estar expuesto a que le pegasen un tiro en Baviera.
—¿Qué, sargento, qué opina?
—No cobro para opinar, señor.
—No sea burro.
—Sí, señor.
El sargento se quedó callado, encendió un cigarrillo del paquete arrugado que guardaba en su bota militar y contempló la niebla matinal que se filtraba por los árboles de la colina.
—Pues mire, aparte del francotirador, no tengo la impresión de que sean tropas de combate. Son otra cosa, señor.
—¿Por ejemplo?
—Alguna misión especial. Seis camiones, y no Mercedes, sino Opel. Eso quiere decir que van con gasolina, no con diesel, es decir, que los han elegido para ir deprisa. Seis camiones así no los usarían para una simple unidad de vigilancia. Lo de la gasolina también es significativo. Podrían ser peces gordos alemanes dándose el piro, pero entonces irían en coches del alto mando. El oficial que he visto llevaba uniforme de general, pero era demasiado joven, no tenía más de treinta y cinco años. Tiene que ser un falso general.
—¿Conclusión?
—Pues lo que le acabo de decir: algo secreto y hecho con prisas. Transportan algo, no sé si un botín o papeles, pero es algo valioso. —El sargento hizo una pausa para carraspear—. Luego está la chica.
—La mujer que me ha comentado.
—Sí, señor.
—¿No sería un fantasma? ¿Las ganas de ver una?
—No, señor, era totalmente real.
—Antes ha comentado que podría ser pariente del ocupante de la granja. ¿Qué me dice de esa hipótesis?
Yo no tengo ni idea; lo que sé es que era una chica de verdad, y que si fuera mujer de granjero o algo así, no se pasearía tan campante de noche.
—¿Considera que podría ser importante? Tácticamente.
—Yo de tácticas, como de hipos no sé qué, no sé nada. He visto una chica, me ha parecido que se lo tenía que decir y punto.
—Vale —dijo Cornwall—, pues ya lo sé.
—¿Y qué quiere hacer? —preguntó el sargento—. El francotirador nos vio venir. La iniciativa la van a tomar ellos. No sé, igual intentan salir…
—¿Usted qué haría?
El sargento sonrió. Sabía que Cornwall no buscaba un simple consejo, sino algún plan, por el sencillo motivo de que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
—Depende de si quiere evitar que se vayan al carajo los camiones o no.
—Seria preferible.
—Entonces es cuestión de atacar antes de que puedan hacer alguna cosa. Les paramos los pies con el cincuenta, nos cargamos al francotirador, lo sacamos de la torre con el M9 de Terhune y entramos a saco.
—¿De día o de noche?
El sargento se aguantó las ganas de decirle a Cornwall que no fuera idiota.
—De noche.
—De noche —repitió el teniente—. Deje que me lo piense.
«Hazlo, sí, pero no te entretengas demasiado», se dijo el sargento, y ya no volvió a abrir la boca. Prefirió pensar en la chica y el falso general.
Acercó el índice, largo y huesudo, a la foto descolorida que —perfectamente pegada al Libro Grande— formaba pareja con el minucioso dibujo de la granja. La acarició: el Stabsführer Gerhard Utikal, del Einsatzstab Rosenberg, visto por última vez en la primavera de 1945 cerca de Füssen y Schloss Neuschwanstein, en los Alpes de Baviera. En la foto aparecía con poco más de treinta años y el uniforme —llevado, según se demostró, ilegalmente— de un Hauptmann de la Wehrmacht, de tres cuartos, entornando los ojos por el sol, frente a un telón de árboles y un gran estanque ornamental. Probablemente estuviera hecha en Versalles o en el jardín de las Tullerías de París, entre 1941 y 1943 (sus años de servicio en la ciudad).
El hombre desnudo y canoso sonrió con vaguedad al acordarse. Gerhard Utikal había sido el primero. Cuánto tiempo… Según todos los archivos, Utikal se había esfumado, aunque al final le había encontrado en Uruguay, donde vivía entre un apartamento de Playa Ramírez, en Montevideo, y un rancho enorme en Argentina, al otro lado del Río de la Plata. Para entonces ya habían cogido a Eichmann, y al Carnicero de Riga, Herbert Cukurs, lo había liquidado un escuadrón de la muerte israelí, después de que el periodista Jack Anderson le escuchara jactarse de que era «invencible».
Utikal no era invencible. Sólo más listo. En vez de hacer como el letón y guardar en su armario uniformes nazis perfectamente planchados, se había escondido a la vista de todos, adoptando la identidad de uno de los marineros presos del buque de guerra hundido Graf Spee. Le había salido bien durante casi veinticinco años. Claro que no tanto ni tan bien como hubiera querido…
El hombre desnudo tocó la cara de la foto con la yema del dedo. El primero de una lista destinada a ser muy larga. Primero Utikal había chillado, mientras le hundían lentamente en el ojo izquierdo el primer clavo de casi diez centímetros; luego, al recibir el segundo clavo en el ojo derecho, se había muerto encima de la silla, entre horribles convulsiones. El hombre desnudo cerró el Libro Grande.
—Mirabile dictu —musitó. «Cosa maravillosa de ser dicha»—.Kyrie Eleison.
«Dios, apiádate de nuestras almas.»