1

La mayor parte de las veces la vida es un aburrimiento si no hay nada que ver ni una historia que escuchar. En mi niñez, para paliar ese aburrimiento, o se escuchaba la radio o se miraba por la ventana a la calle, a los que pasaban, a los pisos del edificio de enfrente. Por aquel entonces, en 1958, todavía no había televisión en Turquía. Pero no se decía «no hay» sino, de forma optimista, «todavía no ha llegado», como se hacía al hablar de las míticas películas de Hollywood, que tardaban cuatro o cinco años en mostrarse en los cines de Estambul.

Mirar por la ventana era una costumbre tan arraigada que cuando la televisión llegó a Turquía al principio se veía como si se mirara por la ventana. Mi padre, mi tío y mi abuela, como cuando miraban por la ventana, hablaban y discutían entre ellos sin mirarse unos a otros mientras veían la televisión y, como hacían cuando miraban por la ventana, se explicaban lo que estaban viendo.

—Como siga nevando así, va a cuajar —decía, por ejemplo, mi tía mirando por la ventana la nevisca que caía desde esa mañana.

—¡Otra vez ha venido ese vendedor de tortas de miel a la esquina de Nişantaşı! —decía yo mirando por la ventana a la calle del tranvía.

Los domingos, mis tíos y nosotros, los de los pisos de abajo, subíamos a casa de mi abuela y almorzábamos todos juntos. Mientras esperaba que pusieran la mesa mirando por la ventana, estaba tan contento de encontrarme allí entre mis padres y las familias de mis tíos y tías que se me aparecían ante los ojos las pálidas tulipas de la araña de cristal que había sobre la larga mesa que estaban poniendo en el enorme salón al que daba la espalda.

Como pasaba en los demás pisos, el salón de mi abuela estaba en penumbra, pero a mí me parecía más oscuro que los demás. Puede que debido a los visillos y cortinas que colgaban con unas sombras terroríficas a los extremos de las puertas del balcón, que nunca se abrían. O puede que a mí me diera esa impresión porque siempre olían a polvo aquellas habitaciones sin airear repletas de biombos con incrustaciones de nácar, viejos baúles, aparatosas mesas, mesillas, un enorme piano de cola lleno de fotografías enmarcadas y otros objetos.

Después del almuerzo mi tío fumaba en una de las habitaciones oscuras que daban al comedor.

—Tengo una entrada para el partido pero no voy a ir —dijo. Podría llevaros vuestro padre.

—Papá, llévanos al partido —dijo mi hermano mayor llegando a toda velocidad desde dentro.

—Así los niños podrían tomar el aire —añadió mi madre desde el salón.

—Saca tú a los niños —contestó mi padre.

—Voy a casa de mi madre.

—No queremos ir a ver a la abuela —protestó mi hermano.

—Te presto el coche —dijo mi tío.

—Papá, por favor —imploró mi hermano.

Se produjo un largo e incómodo silencio. Como si todos los presentes en el salón estuvieran pensando algo sobre mi padre y él notara lo que pensaban.

—¿Así que me prestas el coche? —le preguntó por fin mi padre a mi tío.

Más tarde, abajo, en nuestro piso, mi padre fumaba paseando arriba y abajo por el largo pasillo mientras mi madre nos ponía unos gruesos calcetines de lana con dibujo de rombos y un par de jerséis a cada uno. Mi tío había aparcado el Dodge modelo del 52, «de un elegante crema verdoso», delante de la mezquita de Teşvikiye. Mi padre nos permitió que nos sentáramos los dos delante y el motor funcionó al primer giro de la llave.

En el estadio no había colas. «Una entrada para estos dos —le dijo mi padre al hombre del torniquete. Uno tiene ocho y el otro diez años». Entramos con miedo de mirar al hombre a los ojos. En las tribunas había muchos sitios vacíos y nos sentamos enseguida.

Los equipos salieron al campo cubierto de barro y me gustó ver cómo corrían a izquierda y derecha para calentarse los futbolistas de blanquísimo pantalón corto.

—¡Mira! ¡Ése es Mehmet el Pequeño! —dijo mi hermano señalando a uno. Viene de los juveniles.

—Ya lo sabemos.

Comenzó el partido y estuvimos largo rato sin hablar. Un tiempo después ya no estaba pensando en el partido sino en otras cosas. ¿Por qué los futbolistas tenían el mismo uniforme pero nombres distintos? Me imaginé que quienes corrían por el campo no eran los futbolistas sino sus nombres. Los pantalones cortos se iban embarrando lentamente. Luego estuve contemplando la curiosa chimenea de un barco que pasaba por el Bósforo avanzar lentamente por detrás de las tribunas abiertas. Para el descanso aún no se había marcado ningún gol y nos compramos un cucurucho de garbanzos tostados y un pide de queso para cada uno.

—Papá, yo no me voy a acabar mi pide —le dije mostrándoselo.

—Déjalo ahí —me contestó. Nadie se va a fijar.

En el descanso hicimos como todo el mundo e intentamos entrar en calor levantándonos y moviéndonos. Como mi padre, estábamos con las manos metidas en los bolsillos de nuestros pantalones de lana y la espalda vuelta al campo mirando a los demás espectadores cuando alguien le llamó entre la multitud. Mi padre se llevó la mano a la oreja para indicarle que no podía oírle con el ruido.

—No puedo ir —le dijo señalándonos. Estoy con los niños.

El hombre entre la multitud llevaba una bufanda morada. Llegó hasta nosotros pasando entre los asientos, pisando los respaldos y empujando a más de uno.

—¿Son tuyos estos niños? —dijo después de abrazar y besar a mi padre. Están enormes. No me lo puedo creer.

Mi padre no contestó.

—¿Cuándo los has tenido? —dijo el hombre observándonos admirado, y le preguntó a mi padre. ¿Es que te casaste justo al terminar la carrera?

-Sí -respondió mi padre sin mirarle a la cara.

Hablaron un rato más. El hombre de la bufanda morada nos puso en la mano un cacahuete sin pelar a cada uno. Cuando se fue, mi padre se sentó y estuvo sin hablar un buen rato.

Los equipos acababan de salir al campo con pantalones cortos limpios cuando mi padre dijo:

—Vámonos a casa. Os estáis quedando fríos.

—Yo no tengo frío —contestó mi hermano.

—Sí que lo tenéis. Ali está helado. Vamos, levantaos.

Al salir chocando con las rodillas de los que estaban sentados y pisándoles los pies, pisamos también el pide que me había dejado. Estando ya en las escaleras oímos por el hueco de la salida que el árbitro tocaba el silbato para que se reanudara el partido.

—¿Tenías frío, tú? —me preguntó mi hermano. ¿Por qué no le has dicho que no lo tenías? —Yo guardé silencio. Idiota.

—En casa podéis oír la segunda parte por la radio —dijo mi padre.

—No retransmiten este partido —respondió mi hermano.

—Callaos. A la vuelta pasaremos por Taksim.

Nos callamos. Una vez pasada la plaza, mi padre, como suponíamos, aparcó poco antes de la ventanilla donde se apostaba a las carreras de caballos.

—No abráis las puertas. Ahora mismo vuelvo.

Salió del coche. Presionamos los botones del seguro de las puertas antes de que a él le diera tiempo a cerrarlas por fuera. Pero mi padre no fue a la ventanilla de apuestas; cruzó a la carrera la calzada de adoquines. En el otro lado de la calle entró en un establecimiento que estaba abierto los domingos y que exponía en el escaparate fotografías de barcos, grandes aviones de plástico y paisajes soleados.

—¿Dónde ha ido papá?

—¿Jugamos a arriba abajo cuando lleguemos a casa? —me preguntó mi hermano.

Cuando nuestro padre regresó, mi hermano estaba jugueteando con la palanca de marchas. Volvimos a Nişantaşı. Dejamos el coche delante de la mezquita de nuevo. Al pasar por delante de la tienda de Aladino mi padre dijo:

—¡Voy a compraros algo! Pero no volváis a pedirme la Serie de Famosos.

—¡Papá, por favor! Nos pusimos a patalear.

En la tienda de Aladino mi padre nos compró a cada uno un paquete de diez chicles de la Serie de Famosos. Entramos en el edificio y en el ascensor me entraron ganas de orinar de los nervios. Dentro de casa se estaba calentito y nuestra madre aún no había vuelto. Rasgamos a toda velocidad los envoltorios, los tiramos al suelo y empezamos a abrir los chicles. Resultado:

Me tocaron dos Fevzi Çakmak Bajá y uno de cada de Charlot, del luchador Hamit Kaplan, Gandhi, Mozart, De Gaulle, y dos Atatürk y otra Greta Garbo, el número 21, que mi hermano no tenía. Así pues, ahora tenía 173 cromos justos de la Serie de Famosos, pero para terminar la serie todavía me faltaban veintisiete. A mi hermano le salieron cuatro del mariscal Fevzi Çakmak Bajá, cinco de Atatürk y un Edison. Nos metimos un chicle en la boca y empezamos a leer los textos que los cromos tenían por detrás.

MARISCAL FEVZI ÇAKMAK

Comandante de la guerra de Liberación

(1876-1950)

COMPAÑÍA DE CARAMELOS Y CHICLES MAMBO

Al afortunado que complete los cien cromos de la Serie de Famosos se le hará entrega de un balón de fútbol de auténtico cuero.

Mi hermano tenía en la mano una pila de cromos con los 165 que había reunido hasta ese momento.

—¿Jugamos a arriba abajo? —me preguntó.

—No.

—¿Me cambias doce Fevzi Çakmak que tengo por una de tus Gretas Garbo? Así tendrás 184 cromos.

—No.

—Pero si tú tienes dos Gretas Garbo.

No respondí.

—Mañana hay vacunas en el colegio y te harán daño —dijo. Luego no vengas a buscarme, ¿vale?

—No.

Cenamos en silencio. Escuchamos Mundo Deportivo y, después de enterarnos de que el partido había terminado en empate a dos, mi madre vino a nuestra habitación para que nos acostáramos. Mi hermano estaba preparando la cartera; fui corriendo al salón. Mi padre estaba mirando a la calle por la ventana.

—Papá, mañana no quiero ir al colegio.

—Pero ¿qué me dices, hombre?

—Mañana hay vacunas —le dije. Me da fiebre y me quedo sin respiración. Mamá lo sabe.

Me miró sin decir nada. Le traje papel y pluma del cajón a la carrera.

—¿Así que tu madre lo sabe? —dijo colocando el papel sobre el Kierkegaard que siempre estaba leyendo pero que nunca terminaba. Vas a ir al colegio pero no te van a vacunar. Eso es lo que estoy escribiendo.

Lo firmó. Soplé la tinta, doblé el papel y me lo metí rápidamente en el bolsillo. Corrí hasta nuestro cuarto, lo guardé en la cartera, me subí a la cama y empecé a saltar.

—No alborotes —me dijo mi madre—. Duérmete de una vez.

2

En el colegio, inmediatamente después del almuerzo. La clase al completo, formada en filas de dos, bajaba de nuevo al comedor de olor repugnante para que nos vacunaran. Algunos lloraban y otros esperaban atemorizados. Al notar el olor a tintura de yodo que llegaba de abajo se me aceleró el corazón. Me aparté de la fila y me acerqué a la maestra en lo alto de las escaleras. La clase entera pasó a nuestro lado con alboroto.

—¿Sí? —me preguntó. ¿Qué pasa?

Me saqué del bolsillo el papel que había escrito mi padre y se lo entregué a la maestra. Lo leyó con la cara larga.

—Tu padre no es médico —se lo pensó un momento. Sube y espera en la A-2.

Arriba, en la A-2, había otros seis o siete niños «exentos» como yo. Uno miraba asustado por la ventana. Del pasillo llegaba un interminable murmullo de llantos y nerviosismo; un gordo con gafas leía un tebeo de Kinova mientras comía pipas. Se abrió la puerta y apareció el pirado de Seyfi Bey, el subdirector.

—Puede que algunos de vosotros estéis enfermos de verdad y con ellos no va la cosa —dijo. Hablo para los que han presentado falsas excusas. Más adelante creceréis, serviréis a la patria y puede que muráis por ella… Los que hoy se escapan de la vacuna, entonces, si no encontráis otra excusa, seréis unos traidores a la patria. ¡Qué vergüenza!

Se produjo un largo silencio. Miré el retrato de Atatürk y se me llenaron los ojos de lágrimas.

Luego volvimos a nuestras clases sin que nadie nos viera. Los niños a los que habían vacunado iban llegando empujándose y con la cara larga, algunos todavía remangados y otros con los ojos llenos de lágrimas.

—Los que vivan cerca pueden irse —dijo la maestra. Aquellos que vengan a recogerles tendrán que esperar hasta que suene el timbre del final de las clases. ¡Pero no os peguéis en el brazo! Mañana no hay clase.

Todos gritamos. Al salir por la puerta de abajo algunos se remangaban y le enseñaban la mancha de tintura de yodo de la vacuna al portero Hilmi Efendi.

Salí a la calle con la cartera en la mano y eché a correr. Delante de la carnicería Karabet un carro bloqueaba el paso, crucé corriendo por en medio hasta nuestra acera. Pasé a la carrera ante la pañería de Hayri y la floristería de Salih. Me abrió nuestro portero Hazim Efendi.

—¿Qué haces tú solo aquí a estas horas? —me preguntó.

—Nos han vacunado. Nos han dejado irnos.

—¿Y dónde está tu hermano? ¿Has vuelto tú solo?

—He cruzado yo sólo la vía del tranvía. Mañana no tenemos clase.

—Tu madre no está —dijo. Sube a casa de tu abuela.

—Estoy enfermo —le contesté. Quiero irme a casa. Ábreme la puerta.

Cogió la llave de la pared y nos montamos en el ascensor. Mientras llegábamos, todo se llenó del humo de su cigarrillo, que me quemaba los ojos. Abrió la puerta de casa.

—No juegues con la electricidad ni con los enchufes —dijo, tiró de la puerta y se fue.

No había nadie en casa, pero de todas formas grité: «¿Hay alguien en casa? ¿Hay alguien? ¿No hay nadie en casa? ¿No hay nadie?». Arrojé a un lado la cartera, abrí el cajón de mi hermano y empecé a mirar su colección de entradas de cine, que se negaba a enseñarme. Luego me quedé absorto con el cuaderno en el que pegaba las fotografías de partidos de fútbol que recortaba de los periódicos, y de repente me asustó el ruido de la puerta de casa abriéndose desde fuera. Por el sonido de los pasos comprendí que no era mi madre: era mi padre. Coloqué con todo cuidado en su lugar las entradas y el cuaderno de manera que mi hermano no pudiera darse cuenta de que los había estado toqueteando.

Mi padre estaba en su cuarto, había abierto el armario y estaba mirando en su interior.

—¿Estás aquí? —dijo.

—No, estoy en París —le contesté como decían en el colegio.

—¿No has ido hoy al colegio?

—Hoy había vacunas.

—¿No está tu hermano? Muy bien, vete a tu cuarto y estáte sentado tranquilito, vamos a ver.

Me fui. Miré por la ventana con la frente apoyada en el cristal. Por el ruido me di cuenta de que mi padre había cogido una de las maletas del armario del pasillo. Volvió a su cuarto. Empezó a sacar chaquetas y pantalones del armario, lo sabía por el ruido de las perchas. Abrió los cajones en los que tenía los calzoncillos, las camisas y los calcetines y empezó a sacar la ropa interior. Oí que lo metía todo en la maleta. Entró en el baño y volvió a salir. Cerró las lengüetas de la maleta y presionó el botón. Vino a mi cuarto.

—¿Qué haces aquí?

—Estoy mirando por la ventana.

—Ven aquí —me dijo.

Me cogió en brazos y estuvimos largo rato mirando juntos por la ventana. Las copas de los altos cipreses que había entre el edificio de enfrente y el nuestro empezaron a mecerse lentamente con el viento. Me gustaba cómo olía mi padre.

—Me voy lejos —dijo, y me besó. No le digas nada a tu madre, ya se lo contaré yo luego.

—¿En avión?

—Sí —me contestó. A París. No le digas nada a nadie -se sacó del bolsillo todo un billete de dos liras y media y me lo dio. Y tampoco le digas nada a nadie de esto —volvió a besarme. Ni que me has visto…

Me metí de inmediato el dinero en el bolsillo. Cuando mi padre me bajó de sus brazos y tomó la maleta le dije: «Papá, no te vayas». Me besó una vez más y se fue.

Le vi irse por la ventana. Caminó hacia la tienda de Aladino y luego detuvo a un taxi que pasaba. Antes de montarse levantó la mirada hacia nuestro edificio y se despidió de mí con la mano. Yo le imité y él se marchó.

Miré largo rato la calle vacía. Pasó un tranvía y el carro del aguador. Toqué el timbre para llamar a Hazim Efendi.

—¿Has llamado tú? —dijo al llegar. No juegues con el timbre.

—Toma estas dos liras y media —le dije. Ve a la tienda de Aladino y cómprame diez chicles de la Serie de los Famosos. Y trae de vuelta las cincuenta piastras que sobran.

—¿Te ha dado el dinero tu padre? No vaya a enfadarse tu madre.

No le respondí y él se fue. Miré por la ventana y le observé entrar en la tienda de Aladino. Salió poco después y en el camino de vuelta se encontró con el portero del edificio Mármara, de la acera de enfrente, y se detuvieron a charlar.

Al regresar me dio la vuelta. Abrí de inmediato los chicles: otros tres mariscales Fevzi Çakmak, un Atatürk y uno de Lindbergh, Leonardo da Vinci, Süleyman el Magnífico, Churchill, el general Franco y otra de aquellas Gretas Garbo número 21 que mi hermano no tenía. Ahora tenía 183 cromos. Pero aún me faltaban veintiséis para completar la serie de los cien.

Estaba contemplando la foto de Lindbergh delante del avión con el que cruzó el Atlántico, era la primera vez que me salía, cuando una llave abrió la puerta. ¡Mi madre! Recogí los envoltorios de los chicles que había arrojado al suelo y rápidamente los tiré al cubo de la basura.

—Nos han vacunado y he vuelto pronto —dije. De las tifoideas, el tifus y el tétanos.

—¿Dónde está tu hermano?

—Todavía no habían vacunado a su clase. A nosotros nos mandaron a casa. He cruzado la calle yo solo.

—¿Te duele?

No dije nada. Poco después llegó mi hermano. Le dolía, se echó en la cama sobre el hombro derecho, empezó a poner caras largas y se quedó dormido. Al despertarse ya había oscurecido bastante.

—Mamá, me duele mucho —dijo.

—Por la noche os subirá la fiebre —le respondió ella desde dentro mientras planchaba—, Ali, ¿a ti también te duele? Acostaos y estaos quietecitos.

Nos acostamos quietecitos. Mi hermano volvió a dormirse un rato, al despertarse se puso a leer la página de deportes y me dijo que por mi culpa, como habíamos tenido que irnos del partido de ayer, nos habíamos perdido los cuatro goles.

—Si no nos hubiéramos ido, a lo mejor no habrían marcado esos goles —dije.

—¿Qué?

Después de dormir otro rato, mi hermano me ofreció seis Fevzi Çakmak, cuatro Atatürk y tres otros cromos que yo ya tenía por uno de Greta Garbo. Rechacé su propuesta.

—¿Jugamos a arriba abajo? —dijo luego.

—Vale.

Sujetas una pila de cromos en la mano. Preguntas «¿Arriba o abajo?». Si el otro dice abajo, sacas el cromo de más abajo y lo miras, por ejemplo Rita Hayworth n.° 78. Arriba está el poeta Dante n.° 18. Entonces ha ganado abajo y le das un cromo de los que más tienes y menos te gustan. El mariscal Fevzi Çakmak estuvo pasando de uno a otro hasta la noche. Cuando llegó la hora de la cena, mi madre nos dijo:

—Que suba uno de vosotros a mirar si ha llegado vuestro padre.

Subimos los dos. Mi tío y mi abuela estaban fumando, pero mi padre no estaba. Escuchamos las noticias de la radio y leimos la página de deportes del periódico. Cuando se sentaron a cenar, bajamos.

—¿Dónde estabais? —nos preguntó mi madre. No habréis comido nada arriba, ¿verdad? Voy a poneros vuestra sopa de lentejas y os la vais tomando despacito mientras llega vuestro padre.

—¿No hay pan frito? —preguntó mi hermano.

Mi madre nos observaba mientras nos tomábamos la sopa en silencio. Por la postura de su cabeza y por la manera en que apartaba la mirada de nosotros comprendí que estaba prestando atención al ascensor.

—¿Queréis un poco más? —nos preguntó cuando terminamos echándole un vistazo a la cazuela. Ya que estamos, voy a tomarme yo también un poco antes de que se enfríe.

Pero se levantó, fue hasta la ventana que daba a la plaza de Nişantaşı y estuvo mirando un rato hacia abajo en silencio. Volvió y empezó a tomarse su sopa. Mi hermano y yo estábamos hablando del partido de ayer cuando dijo:

—¡Callaos! ¿No es eso el ascensor?

Nos callamos y todos escuchamos con atención. No era el ascensor. En medio del silencio pasó un tranvía haciendo temblar la mesa, los vasos, la jarra y el agua que contenía. Mientras nos comíamos las naranjas todos pudimos oír el ascensor. Se acercaba, se acercaba, pero pasó en dirección a casa de la abuela sin detenerse.

—Ha subido —dijo mi madre.

—Llevaos vuestros platos a la cocina —nos ordenó después de cenar. Dejad el de vuestro padre.

Recogimos la mesa. El plato limpio de nuestro padre estuvo un buen rato esperando en la mesa vacía.

Mi madre fue hasta la ventana que daba a la comisaría y estuvo mirando por ella largo rato. Luego, tan decidida como si de repente se le hubiera venido algo a la cabeza, recogió el plato vacío y los cubiertos de mi padre y se los llevó a la cocina. No lavó los platos.

—Voy a subir al piso de la abuela —dijo. No os peleéis.

Mi hermano y yo empezamos a jugar a arriba abajo.

—Arriba —dije la primera vez.

Descubrió el cromo de arriba y me lo mostró.

—El Gran Yusuf, luchador de fama mundial, número treinta y cuatro —miró el cromo de abajo—, Atatürk, número cincuenta. Has perdido, dame uno.

Jugamos largo rato y él siguió ganando. Rápidamente se llevó diecinueve de mis mariscales Fevzi Çakmak y dos Atatürk.

—No juego más —dije irritado. Voy a subir. Con mamá.

—Se va a enfadar.

—¿Te da miedo quedarte solo en casa? ¡Cobarde!

La puerta de la casa de mi abuela estaba abierta, como siempre. Habían terminado de cenar, el cocinero Bekir fregaba los platos y mi tío y mi abuela estaban sentados el uno frente a la otra. Mi madre estaba ante la ventana que daba a la plaza Nişantaşı.

—Ven —me dijo sin apartar la cabeza de la ventana.

Me introduje de inmediato en el espacio que había entre el cuerpo de mi madre y la ventana, que parecía haber sido creado para mí. Al apoyar mi cuerpo en el suyo yo también empecé a mirar atentamente por la ventana la plaza de Nişantaşı. Mi madre me puso la mano en la cabeza y me acarició el pelo largo rato.

—Papá ha vuelto a casa, tú lo has visto esta tarde —susurró.

—Sí.

—Ha hecho la maleta y se ha ido. Hazim Efendi lo ha visto.

—Sí.

—¿Te ha dicho adónde iba, guapo?

—No —respondí. Me ha dado dos liras y media.

Abajo todo era solitario y triste, las oscuras tiendas de la calle, el lugar del guardia urbano vacío en medio de la calzada, los adoquines mojados, las letras de los carteles publicitarios colgados de los árboles. Cuando comenzó a llover mi madre todavía seguía acariciándome el pelo lentamente.

Fue entonces cuando me di cuenta de que la radio que se encontraba entre mi tío y mi abuela estaba silenciosa en lugar de encendida como siempre y me asusté.

—Hija, no os quedéis ahí —dijo luego mi abuela. Venid aquí y sentaos, por favor.

Entonces subió también mi hermano.

—Vosotros id a la cocina —dijo mi tío. ¡Bekir! —llamó. Hazles una pelota a éstos y que jueguen en el pasillo.

En la cocina Bekir había terminado con los platos. «Sentaos ahí», nos dijo. Fue hasta el balcón cerrado con cristales y convertido en invernadero del cuarto de mi abuela, trajo unos periódicos y comenzó a apretarlos en forma de pelota dándoles vueltas y más vueltas.

—¿Está bien así?, preguntó cuando tuvo el tamaño de un puño.

—Pon un poco más —contestó mi hermano.

Mientras Bekir envolvía la pelota con algunas hojas de periódico más, vi por el hueco de la puerta que mi madre estaba sentada frente a mi abuela y mi tío. Bekir ató la pelota de papel con un cordel que sacó de un cajón apretándola por todas partes y dejándola bien redonda. La humedeció ligeramente con una bayeta para que se reblandecieran los salientes agudos y la apretó una última vez. Mi hermano no pudo aguantarlo más y tocó la pelota.

—Uf. Está como una piedra.

—Pon el pulgar aquí —dijo Bekir.

Mi hermano apretó cuidadosamente en el lugar donde estaba anudado el cordel, Bekir le hizo un último nudo y terminó la pelota. La lanzó al aire y nosotros comenzamos a patearla.

—Jugad en el pasillo —nos dijo Bekir. Aquí lo vais a romper todo.

Jugamos a muerte largo rato. Yo me creía Lefter, el del Fenerbahçe, y regateaba como él. Al intentar bloquearlo le di varias veces a mi hermano en el brazo donde lo habían vacunado. Él también me dio a mí, pero no pasó nada. Estábamos sudando, la pelota se estaba deshaciendo, pero yo iba ganando cinco a tres cuando le di muy fuerte en el brazo de la vacuna. Se tiró al suelo y empezó a llorar.

—Cuando tenga mejor el brazo te mataré —me dijo desde el suelo.

Estaba enfadado porque había perdido. Pasé del pasillo al salón; mi abuela, mi madre y mi tío estaban en el despacho. La abuela marcaba un número de teléfono.

—¿Oiga? Dígame, hija, ¿es el aeropuerto de Yeşilköy? —la llamaba «hija» con el mismo tono con que se lo decía a mi madre. Mire, hija, queríamos preguntar por alguien que iba a tomar hoy un avión a Europa —pronunció el nombre de mi padre y esperó un poco retorciéndose el cordón del teléfono alrededor del dedo. Tráeme el tabaco —le pidió luego a mi tío. En cuanto salió de la habitación, ella se apartó un poco el auricular del oído. Hija, por favor, dímelo —le pidió a mi madre. Tienes que saberlo. ¿Hay otra mujer?

No pude oír lo que le contestó mi madre. Mi abuela la miraba a la cara como si no hubiera dicho nada. Luego le respondieron al teléfono y se enfadó. «Se niegan a decirnos nada», le dijo a mi tío, que regresaba con el paquete de tabaco y un cenicero.

Mi madre notó mi presencia por la mirada de mi tío. Me cogió del brazo y me llevó al pasillo tirando de mí. Me metió la mano por el cuello de la camisa y se dio cuenta de cuánto estaba sudando, pero no se enfadó.

—Mamá, me duele el brazo —dijo mi hermano.

—Enseguida bajamos y os acuesto.

Abajo, en nuestro piso, estuvimos los tres callados bastante rato. Antes de acostarme, pero con el pijama ya puesto, fui a la cocina a beber un poco de agua y luego entré en el salón. Mi madre fumaba ante la ventana y al principio no notó mi presencia.

—Te vas a resfriar si andas descalzo —dijo en cuanto me oyó. ¿Se ha acostado tu hermano?

—Está dormido. Mamá, voy a contarte algo —esperé a poder colocarme entre mi madre y la ventana. Me puse allí en cuanto mi madre me dejó ese precioso espacio que tanto deseaba. Papá se ha ido a París. ¿Y sabes qué maleta se ha llevado?

No me contestó. Miramos largamente por la ventana la calle lluviosa en el silencio de la noche.

3

La casa de mi abuela materna estaba justo enfrente de la mezquita de Şişli e inmediatamente antes de la última parada del tranvía previa a la de los garajes. La plaza, ahora cubierta por todos lados de paradas de microbuses y autobuses y de letras, hirviente de grandes almacenes de múltiples pisos y de oficinas en las que trabajan las multitudes que llenan las aceras como hormigas llevando bocadillos en la mano durante los descansos de mediodía y rodeada por altos y feos edificios, en aquellos tiempos era uno de los extremos de la parte europea de Estambul. Al llegar a la amplia y tranquila plaza cubierta de adoquines, a quince minutos andando de nuestra casa, mientras avanzábamos de la mano de nuestra madre bajo las moreras y los tilos, nos embargaba la sensación de que habíamos llegado al final de la ciudad.

Una de las fachadas de la casa de mi abuela materna, construida en piedra y cemento y que con sus cuatro pisos parecía una estrecha caja de cerillas puesta de pie, daba al oeste, a Estambul, y otra al este, a las lomas cubiertas de moreras. Después de que su marido se muriera y sus hijas se casaran, mi abuela había empezado a vivir en una única habitación en aquella casa llena de arriba abajo de armarios, mesas, mesillas, pianos y demás. Mi tía la mayor le preparaba la comida y se la llevaba ella misma o se la enviaba en una cazuela con el chófer. Mi abuela no es que ya no saliera de su cuarto para bajar a la cocina, dos pisos más abajo, y prepararse la comida, es que ni siquiera entraba a las otras habitaciones de la casa, cubiertas por una capa de polvo increíblemente gruesa y por amplias y sedosas telarañas, para arreglarlas un poco. Y además, como su propia madre, que también había vivido sola durante años y muerto en aquel enorme caserón de madera, mi abuela había contraído un misterioso mal de soledad y no permitía que entrara en su casa ninguna asistenta ni limpiadora.

Cuando íbamos a visitarla mi madre llamaba al timbre largo rato y aporreaba la puerta de hierro hasta que por fin la abuela abría las oxidadas contraventanas de hierro de la ventana del segundo piso que daba a la mezquita de Şişli, miraba hacia abajo, hacia nosotros, y, como no se fiaba de sus ojos, que no podían ver demasiado lejos, nos llamaba y nos pedía que saludáramos con la mano.

—Apartaos del umbral para que la abuela pueda veros, niños —nos decía mi madre. Salía con nosotros al centro de la acera y llamaba a su madre agitando la mano. Mamá, somos los niños y yo, somos nosotros, ¿nos oyes?

Por la dulce sonrisa que se extendía de repente por su cara comprendíamos que la abuela nos había visto y nos había reconocido. Rápidamente se apartaba de la ventana, iba a su cuarto, sacaba una enorme llave de debajo de la almohada y, después de envolverla en una hoja de periódico, nos la tiraba. Mi hermano y yo nos empujábamos para ver quién podía agarrarla en el aire.

Fui yo quien de una carrera cogió la llave de la acera porque mi hermano, al que todavía le dolía el brazo, no pudo correr por ella. Mi madre abrió la cerradura con dificultad. La enorme puerta de hierro se entreabrió cuando los tres cargamos contra ella y de la oscuridad nos llegó aquel inconfundible olor avejentado a polvo mohoso, vejez y cerrado que no volveré a sentir en ningún otro sitio. En el perchero que había junto a la puerta estaban el abrigo de cuello de piel, el sombrero flexible y, a un lado, las botas que tanto miedo me daban y que mi abuela dejaba allí para que los ladrones que tan a menudo entraban creyeran que había un hombre en la casa.

Poco después, en lo alto de la oscura escalera de madera que subía empinada dos pisos, vimos a mi abuela muy a lo lejos, envuelta en una luz blanca. Permanecía inmóvil como un fantasma en la oscuridad con el bastón en la mano en medio de la luz que se filtraba por los helados ventanales art déco.

Mi madre no le dirigió la palabra a la abuela mientras subíamos por las crujientes escaleras. (En otras ocasiones siempre le decía: «¿Cómo estás, mamá? Te he echado mucho de menos, mamá; hace mucho frío, mamá»). Ya en lo alto de la escalera le besé la mano a la abuela intentando no mirarle a la cara ni a la enorme verruga que tenía en la muñeca. Nos volvieron a dar miedo su boca con un solo diente, su larguísimo mentón y los pelos de su cara y cuando entramos en la habitación nos sentamos a ambos lados de nuestra madre arrimándonos a ella. Mi abuela volvió a meterse en la cama en la que pasaba la mayor parte del día con su largo camisón y su largo chaleco de lana y nos miró sonriendo como si nos dijera: «Vamos, entretenedme».

—La estufa no calienta bien, mamá —dijo mi madre.

Cogió las pinzas y removió un poco la estufa por dentro.

Mi abuela esperó un poco.

—Deja ahora la estufa —le dijo luego. Ponme al día de las noticias. ¿Qué pasa en el mundo?

—¡Nada! —replicó mi madre sentándose a nuestro lado.

—¿No tienes nada que contarme?

—Nada, mamá.

Después de estar un rato callada, mi abuela le preguntó:

—¿No has visto a nadie?

—Ya sabe, mamá —contestó mi madre.

—¿No tienes ninguna novedad que contarme, por Dios?

Se produjo un silencio.

—Abuela, nos han vacunado —dije yo.

—¿De verdad? —dijo la abuela abriendo enormemente sus ojos azules como si estuviera muy sorprendida. ¿Os ha dolido?

—A mí me duele el brazo —dijo mi hermano.

—¡Vaya! —contestó la abuela sonriendo.

Hubo otro silencio, éste más largo. Mi hermano y yo nos levantamos y fuimos a la ventana a mirar las lomas lejanas, las moreras y el viejo y vacío gallinero del jardín de atrás.

—¿No tienes ninguna historia que contarme? —le dijo mi abuela a mi madre como si le implorara. Estás subiendo continuamente a casa de tu suegra. ¿Es que ahí no va nadie?

—Ayer por la tarde fue la señora Dilruba —contestó mi madre. Jugó al bezique con la abuela de los niños.

Complacida, mi abuela dijo rápidamente lo que estábamos esperando:

—¡Ésa ha salido de palacio!

Con aquello se refería al palacio de Dolmabahçe, por supuesto, y no a esos palacios occidentales coloridos como pasteles de crema sobre los que tanto leía en aquellos años en libros de cuentos y periódicos; pero sólo años más tarde pude comprender que lo que mi abuela insinuaba con tono despectivo era que la señora Dilruba había salido del harén del último sultán, o sea, que era una concubina, y que con ello no sólo pretendía despreciar a aquella mujer que había pasado su juventud en el harén y luego se había casado con un comerciante, sino también a mi abuela paterna, que había hecho amistad con ella. Luego pasó a otro tema de conversación del que siempre hablaba con mi madre: la abuela iba una vez por semana a Beyoğlu, almorzaba sola en el famoso y caro restaurante de Aptullah Efendi y luego se quejaba largamente de cada plato que había comido. El tercer tema ya preparado se iniciaba haciéndonos de repente la siguiente pregunta: «Niños, ¿os da perejil vuestra abuela?». Y nosotros contestábamos a la vez «No, abuela», tal y como nos había instruido nuestra madre.

Como siempre, la abuela contó cómo había visto a un gato orinarse en un huerto en el perejil, cómo cualquier persona sin dos dedos de frente picaría en la comida ese perejil muy probablemente sin lavarlo bien y cómo discutía con los verduleros de Şişli y Nişantaşı que todavía lo vendían.

—Mamá —dijo mi madre. Los niños se aburren y quieren echar un vistazo a las otras habitaciones, voy a abrirles la de enfrente.

Mi abuela cerraba por fuera todos los cuartos de la casa para que si un ladrón entraba por la ventana no pudiera pasar a los demás. Mi madre abrió la puerta de la enorme y fría habitación que daba a las vías del tranvía y por un instante estuvo contemplando con nosotros los sillones y sofás cubiertos por sábanas blancas, la lámpara llena de óxido y polvo, las mesillas y baúles, las pilas de periódicos amarillentos y una vieja bicicleta de niña apoyada en un rincón con el manillar torcido y su triste sillín. Pero no hizo como en sus momentos alegres y no sacó nada de los baúles para enseñárnoslo complacida. («Niños, cuando era pequeña, vuestra madre llevaba estas sandalias; mirad el baby de la escuela de vuestra tía, niños; ¿queréis ver la hucha que vuestra madre tenía cuando era pequeña, niños?»).

—Si os da frío, volvéis —dijo, y se fue.

Mi hermano y yo corrimos a la ventana y miramos la mezquita de enfrente y la parada del tranvía en la plaza. Luego leimos cosas sobre antiguos partidos de fútbol en los periódicos.

—Me aburro —dije luego. ¿Jugamos a arriba abajo?

—El luchador vencido no se harta de pelear —replicó mi hermano sin levantar la mirada de su periódico. Ahora estoy leyendo el periódico.

Habíamos jugado el día anterior por la noche y de nuevo esa mañana y mi hermano había ganado siempre.

—Por favor.

—Con una condición: si gano yo, me das dos cromos y si ganas tú te doy uno.

—No.

—Entonces no juego —dijo mi hermano. Como ves, estoy leyendo el periódico.

Lo desplegó de manera ostentosa, como el detective inglés en blanco y negro de una película que habíamos visto hacía poco en el cine Melek. Después de mirar un rato por la ventana, acepté la condición de mi hermano. Nos sacamos de los bolsillos la Serie de Famosos y empezamos a jugar. Al principio gané, pero luego perdí otros diecisiete cromos.

—Así pierdo siempre —dije. Si no jugamos como antes, lo dejo.

—Muy bien —respondió mi hermano imitando al detective. Total, iba a leer estos periódicos…

Estuve otro rato mirando por la ventana. Conté cuidadosamente mis cromos: me quedaban ciento veintiuno. ¡Ayer, después de que se fuera mi padre, eran ciento ochenta y tres! No quería lamentarme más, así que acepté las condiciones de mi hermano.

Al principio gané un poco, pero luego comenzó a ganar de nuevo él. Mientras añadía complacido los cromos que me había soplado a su propio montón procuraba no reírse para no enfadarme.

—Si quieres, jugamos con otras reglas —dijo poco después. El que gane se lleva uno. Si gano yo, elijo uno de los tuyos. Porque hay algunos cromos que no tengo y que nunca me das.

Acepté pensando que podría ganar. No sé cómo pasó. Perdí tres veces seguidas y para cuando quise darme cuenta me había dejado arrebatar mis dos Gretas Garbo n.° 21 y un rey Faruk n.° 78 que mi hermano ya tenía. Quise recuperarlos de una vez y el juego subió de tono: en dos manos se me fueron el 63 Einstein, el 3 Mevlana, el 100 Sarkis Nazaryan, fundador de la Compañía Mambo de Chicles y Caramelos, y el 51 Cleopatra, de los cuales yo tenía uno de cada y a él le faltaban.

Era incapaz de tragar. Corrí a la ventana temiendo echarme a llorar y miré afuera. ¡Qué bonito había sido todo hacía cinco minutos, el tranvía acercándose a la parada, los lejanos edificios que se veían por entre las ramas de los árboles cuyas hojas se iban cayendo, el perro tumbado en los adoquines de la calle que se rascaba perezosamente! Si pudiera detenerse el tiempo, si pudiéramos retroceder de una tirada de dados cinco casillas como en el juego de las carreras de caballos… Entonces nunca volvería a jugar con mi hermano a arriba abajo.

—¿Echamos otra partida? —dije sin apartar la frente de la ventana en la que la tenía apoyada.

—No. Que luego lloras.

—Te lo juro, Cevat, no lloraré —dije acercándome a él entusiasta. Sólo que esta vez jugaremos como al principio, en igualdad de condiciones.

—Voy a leer el periódico.

—Muy bien —dije. Barajé mi montón de cromos, cada vez más escuálido. Con las de antes. Dime, ¿arriba o abajo?

—Nada de llorar. Muy bien, arriba.

Gané yo y me alargó uno de sus mariscales Fevzi Çakmak. No lo cogí.

—Por favor, ¿me puedes devolver el setenta y ocho, el rey Faruk?

—No —me contestó. No era eso en lo que habíamos quedado.

Jugamos otras dos manos y perdí. Ojalá no hubiese jugado la tercera: le entregué con manos temblorosas también el 49, Napoleón.

—No quiero jugar más —dijo mi hermano.

Le imploré. Jugamos otras dos manos y, al perderlas, en lugar de darle los cromos que me pedía le tiré a la cabeza el montón entero que me quedaba: todos aquellos 28 Mae West y 82 Julio Verne, 7 sultán Mehmet el Conquistador y 70 reina Isabel, 41 periodista Celâl Salik y 42 Voltaire que a lo largo de dos meses había ido reuniendo pensando cada día en cada uno de ellos, que había guardado con esmero y a los que tenía tanto cariño, salieron volando por los aires dispersándose.

Si hubiera podido tener una vida completamente distinta en un lugar completamente distinto… Bajé silenciosamente las crujientes escaleras sin pasar por el cuarto de mi abuela pensando en un vendedor de seguros pariente lejano nuestro que se había suicidado. Mi abuela paterna me había explicado que los suicidas se quedaban en la oscuridad del inframundo y no podían ir al Paraíso. Cuando ya había bajado un buen tramo de escaleras me detuve en la oscuridad. Di media vuelta, subí y me senté en el último escalón, junto al cuarto de mi abuela.

—Aquí no tenemos las posibilidades de tu suegra —decía mi abuela. Tendrás que cuidar de los niños y esperar.

—Pero, mamá, se lo pido por favor otra vez, quiero volver aquí con los niños —dijo mi madre.

—No puedes vivir con dos niños en esta casa llena de polvo, fantasmas y ladrones —contestó mi abuela.

—Mamá —dijo mi madre. ¡Qué a gusto vivíamos los tres solos aquí los últimos años de padre, que en paz descanse, después de que se casaran y se fueran mis hermanas!

—Mebrure, preciosa, te pasabas el día mirando los viejos números de las Illustration de tu padre.

—Encenderé la estufa grande de abajo y en un par de días la casa estará calentita.

—Te dije que no te casaras con él —dijo mi abuela.

—Con una mujer podemos limpiar de polvo y suciedad la casa entera en un par de días.

—No permitiré que entre en esta casa ninguna de esas asistentas ladronas —dijo mi abuela. Y además te llevaría seis meses barrer el polvo y quitar las telarañas de esta casa. Para entonces ese marido tuyo con la cabeza loca habrá vuelto al hogar.

—¿Es ésa su última palabra, mamá? —preguntó mi madre.

—Mebrure mía, bonita, si te vienes aquí con los niños, ¿de qué vamos a vivir?

—Mamá, cuántas veces le pedí, le imploré, que vendiéramos el solar de Bebek antes de que lo expropiaran.

—Me niego a ir al registro a darle a esos asquerosos mi firma y fotos mías.

—Mamá, no diga usted eso, mi hermana y yo le trajimos un notario a su misma puerta —dijo mi madre alzando la voz.

—Nunca confié en ese notario —replicó mi abuela. Se le notaba en la cara que era un estafador. A lo mejor no era ni notario. Y no me hables a gritos.

—Muy bien, mamá, ¡no hablo más! —dijo mi madre, y luego nos llamó. Niños, niños, recoged que nos vamos.

—¡Espera! ¿Adónde vas? —dijo la abuela. Todavía no nos ha dado tiempo de hablar ni un par de palabras.

—Usted no nos quiere, mamá —susurró mi madre.

—Toma esto, dale a los niños unos lokum.

—No deben comer nada antes del almuerzo —dijo mi madre, y saliendo del cuarto entró en la habitación de enfrente pasando por detrás de mí. ¿Quién ha tirado estos cromos? Recógelos ahora mismo. Y tú, ayúdale —le dijo a mi hermano.

Mientras recogíamos los cromos en silencio mi madre abrió los viejos baúles y miró los vestidos infantiles, los visillos y las cajas que contenían. El polvo que se acumulaba debajo del esqueleto negro de la máquina de coser a pedal me quemaba las fosas nasales, hacía que me lagrimearan los ojos y que la nariz se me llenara de mocos.

Cuando nos estábamos lavando las manos en el excusado pequeño, mi abuela sacó la dulce voz que usaba cuando suplicaba:

—Mebrure mía, llévate esta tetera, te gusta mucho, tienes derecho a tenerla —dijo. Se la trajo mi padre a mi madre cuando era gobernador de Damasco. Viene de la China. Tómala, por favor.

—Mamá, ya no quiero nada de usted —respondió mi madre. Déjela en el armario que la va a romper. Vamos, niños, besad la mano de vuestra abuela.

—Mebrure mía, hija, preciosa, no te enfades con tu pobre madre —dijo mi abuela mientras le besábamos la mano. Por favor, no me dejes aquí sola sin visitarme, sin nadie.

Bajamos las escaleras a toda velocidad, abrimos la enorme puerta de hierro tirando los tres de ella, vimos la maravillosa luz del sol del exterior y aspiramos el aire limpísimo.

—¡Atrancad bien la puerta! —gritó la abuela desde lo alto de las escaleras. Mebrure, vuelve la semana que viene, ¿eh?

Sin decir una palabra echamos a andar de la mano de mi madre. Hasta que se puso en marcha el tranvía, que esperaba en la última parada, guardamos silencio escuchando las toses de los demás pasajeros. En cuanto se puso en marcha mi hermano y yo pasamos a la fila de delante con la excusa de sentarnos en los asientos desde los que se veía al conductor y empezamos con el arriba abajo. Al principio logré recuperar algunos de los cromos que había perdido. Con la alegría de estar ganando, el juego se puso más serio y empecé a perder a toda velocidad. En la parada de Osmanbey, mi hermano me dijo:

—Los quince cromos que prefieras contra todos los que te quedan.

Jugué y los perdí todos. Le entregué el montón a mi hermano sustrayendo dos sin que se diera cuenta. Pasé al asiento de atrás, junto a mi madre. No lloraba. Como mi madre, miraba abatido por la ventana contemplando pasar lentamente tantas cosas que ya no existen mientras el tranvía avanzaba gimiendo tristemente: mercerías, tahonas, los toldos de las granjas de dulces de leche, el cine Tan, en el que veíamos aquellas películas de romanos de Maciste y Hércules, los niños que vendían tebeos de segunda mano junto a un muro algo más allá, el barbero cuyas agudas tijeras tanto miedo me daban y el loco del barrio, siempre plantado medio desnudo a su puerta.

Bajamos del tranvía en la parada de Harbiye. Mientras caminábamos hacia casa, el silencio de mi hermano, tan contento de la vida, me estaba volviendo loco. Me saqué del bolsillo el cromo de Lindbergh que había escondido. Era la primera vez que lo veía.

—¡Lindbergh, el noventa y uno! —leyó admirado. ¡Con el avión con el que cruzó el Atlántico! ¿De dónde lo has sacado?

—Ayer no me vacunaron —dije. Volví pronto a casa y vi a papá antes de que se fuera. Me lo compró él.

—Entonces la mitad es mía. Y además en la última mano dijimos que te apostabas todos los cromos.

Hizo un movimiento para arrebatarme el cromo de la mano, pero no lo consiguió. Me agarró de la muñeca y me la estaba retorciendo cuando le di una patada en la pierna. Nos echamos el uno encima del otro.

—¡Quietos! —gritó mi madre. ¡Quietos! ¡En medio de la calle…!

Dejamos de pelearnos. Un hombre con corbata y una mujer con sombrero pasaron a nuestro lado. Me dio mucha vergüenza que nos hubiéramos pegado en medio de la calle. Mi hermano avanzó dos pasos y se desplomó en el suelo.

—Me duele mucho —dijo agarrándose la pierna.

—Levántate —susurró mi madre. Levántate, vamos. Todo el mundo nos está mirando.

Mi hermano se levantó y echó a andar a la pata coja como los heroicos soldados heridos de las películas. Me asustó pensar que realmente podría haberle hecho daño pero también me reconfortaba ver el estado en que se encontraba. Después de andar un poco sin pronunciar una palabra, me dijo:

—Te vas a enterar cuando lleguemos a casa. Mamá, Ali no se ha vacunado —le dijo a mi madre.

—Que sí, mamá.

—¡Callaos! —gritó mi madre.

Llegamos frente a casa. Para cruzar a nuestra acera esperamos a que pasara el tranvía que venía de Maçka. Luego pasaron un camión, el estrepitoso autobús de Beşiktaş esparciendo humo por el tubo de escape y, en el otro sentido, un De Soto particular de color jacinto. Entonces vi a mi tío mirando a la calle por la ventana. No nos había visto; contemplaba los coches que pasaban. Yo también le miré largo rato a él.

Hacía rato que teníamos el paso libre. Me volví hacia mi madre para ver por qué nos tenía cogidos de la mano sin cruzar y vi que estaba llorando en silencio.