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TARDE DE PRIMAVERA

(Entre 1996 y 1998 escribí breves artículos semanales que intentaban ser poéticos para una pequeña revista de humor político llamada Öküz y los ilustraba con dibujos acordes a la línea de la publicación).

No me gustan las tardes de primavera. El aspecto de la ciudad, el golpear del sol, las multitudes, los escaparates, el calor. Quiero escapar del calor y la luminosidad. Desde las altas puertas de algunos edificios de piedra y cemento se filtra hacia fuera una relativa frescura. El interior está más fresco y, por supuesto, más oscuro que el exterior. El invierno, el frío y la oscuridad se han quedado en algún sitio allí.

Si pudiera entrar en una de esas viviendas, si retrocediera de nuevo hacia el invierno. Si tuviese una llave en mi bolsillo, abriera una puerta conocida y reconociese el olor de un piso fresco y en penumbra, si fuera a la habitación de atrás con la alegría de haberme librado del calor y la agobiante multitud.

Si en la habitación de atrás hubiera una cama, una cómoda, sobre ella periódicos, libros y revistas de mi gusto que hojear, y una televisión. Si pudiera echarme vestido sobre la cama y estar feliz porque me he quedado a solas con mi vida miserable, mi desdicha y mi impotencia. La mayor felicidad consiste en que uno pueda quedarse a solas con su inmundicia y su miseria. También lo es no dejar que nadie te vea.

Bueno, además también me gustaría que hubiera una joven así: cariñosa como una madre e inteligente como una mujer de negocios. Como sabe perfectamente lo que debo hacer, confío en ella.

Si me preguntara:

—¿Qué te preocupa?

Y yo le respondiera:

—Ya sabes, estas tardes de primavera…

—Te agobian.

—Es peor que un simple agobio. Me gustaría desaparecer. No me importa estar vivo o muerto. Ni que el mundo desaparezca. Casi mejor que lo haga cuanto antes. Podría quedarme años en esta fresca habitación, y pienso hacerlo. Podría fumar. Podría estar años fumando sin hacer otra cosa.

Luego dejé de oír esa voz interior. Ése fue el peor momento. Me quedé solo en las concurridas calles.

No sé si les pasa a los demás, pero a veces parece que en las tardes de primavera el mundo se vuelve más pesado. Todo se convierte en hormigón y pierde su sentido, como si fuera de hormigón, y me sorprende que la gente que suda asquerosamente pueda continuar con su vida cotidiana.

Miran los escaparates, caminan dispersos y me observan desde las ventanillas del autobús. Y el autobús me echa en la cara el humo del tubo de escape, que también está caliente. Echo a correr.

Entro en un pasaje. La frescura y la oscuridad del interior me tranquilizan. La gente que hay allí parece más inofensiva, más comprensible. Con todo, me da miedo que me hagan algo malo. Voy mirando las tiendas mientras me encamino al cine.

Antes, a los bocadillos de salchicha, es decir a la salchicha, le echaban carne de perro. Ahora no sé si lo harán.

Los periódicos publican la noticia de unos hombres a los que han atrapado fabricando gaseosa en los mismo cubos en los que se lavaban los pies.

Viven por aquí, se ven, se quieren, luego se casan con muchachas teñidas de un rubio horrible.

Llevamos en los bolsillos billetes convertidos en una pasta por la humedad.

Ahora me vendría muy bien una película norteamericana así: El chico y la chica huyen continuamente y piensan irse a otro país. De la misma manera que se quieren mucho, discuten todo el rato pero estas discusiones les unen aún más. En el cine me siento en una de las filas delanteras. La copia es tan clara que se le pueden ver los poros a la chica y eso hace que la protagonista, la película y los coches que salen sean más reales que cualquier otra cosa. Luego matan a muchos tipos y yo también estoy allí.