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LEER O NO LEER: LAS MIL Y UNA NOCHES
Leí mi primera antología de Las mil y una noches hace más de cuarenta años, cuando tenía siete. Había terminado primero de primaria y en las vacaciones de verano fuimos a Suiza, a Ginebra, donde estaban viviendo mis padres tras haber encontrado trabajo allí mi padre. Entre los libros infantiles que mi tía nos había regalado a mi hermano y a mí para que en verano ejercitara la lectura, acababa de aprender a leer, había una selección de cuentos de Las mil y una noches. Recuerdo haber leído a lo largo del verano cuatro o cinco veces aquel libro de gruesas tapas impreso en buen papel. Después de comer, en el calor del verano, me acostaba en mi habitación del piso que teníamos a una calle de distancia del lago y del embarcadero y leía una y otra vez los mismos cuentos. Mientras por la ventana abierta entraba la ligera brisa del lago y desde los patios traseros a los que daba llegaba la música de acordeón que tocaban los mendigos, yo me perdía una vez más en las historias de Alí Babá y los cuarenta ladrones y de Aladino y la lámpara maravillosa.
¿Dónde estaba el país al que iba? Mi primera impresión era que aquellos cuentos pertenecían a lejanas y extrañas tierras, a un mundo más primitivo que el nuestro, pero mágico. El que los personajes tuvieran nombres como los de gente que podríamos encontrar en las calles de Estambul me los hacía algo más cercanos, pero me era imposible asimilar mi mundo al que se describía en aquellos cuentos, como me pasaba con los lejanos pueblos de Anatolia. Leí por primera vez Las mil y una noches como un niño occidental que lee cuentos maravillosos sobre el oriente. En aquella primera lectura no percibí que habían llegado a nuestra cultura desde la India, Irán y Arabia, ni que la complejidad y el misterio de Estambul tenían mucho de la textura y el ambiente de ese maravilloso y extraordinario libro, ni que en el espíritu de aquellos cuentos engarzados con giros de mentiras, trampas, engaños, amor, traición, disfraces, sorpresas y maravillas había mucho de las calles de mi ciudad. Más tarde me enteré por otros libros de que aquellos primeros cuentos que leí no pertenecían al antiguo manuscrito que decía haber descubierto en Siria Antoine Galland, el primer compilador y traductor del libro al francés. Al parecer, Galland no había extraído del supuesto manuscrito las historias de «Alí Baba y los cuarenta ladrones» y «Aladino y la lámpara maravillosa» sino que se las había oído a una árabe cristiana llamada Hanna Diyab y luego las escribió tal y como las recordaba al compilar el libro.
Y eso nos lleva a la verdadera cuestión. Las mil y una noches es una maravilla de la literatura oriental. Pero han sido los occidentales los que nos lo han vuelto a descubrir a nosotros, que nos hemos deshecho de nuestra literatura popular, que hemos olvidado lo que aprendimos de las culturas de Irán y la India y que nos hemos sometido al convulsivo influjo de la literatura occidental. De todas las traducciones hechas a las lenguas occidentales por traductores famosos, extraños, a veces medio chiflados o pedantes, la más conocida es esa traducción francesa de Antoine Galland que he mencionado. La traducción de Galland, que comenzó a publicarse en Francia en 1704, es, al mismo tiempo, la más influyente, la más duradera y la más leída. En realidad se podría decir que Las mil y una noches se completaron en esa traducción y que gracias a ella se hizo famoso en todo el mundo ese bosque inagotable de cuentos. La traducción de Galland influyó de manera fértil en todos los grandes escritores de entonces y de los siglos posteriores que hicieron de la literatura occidental lo que es. En las obras de Stendhal, Coleridge, De Quincey y Poe sopla la brisa de Las mil y una noches. Pero si nos esforzamos en leer el libro entero, podemos ver que el influjo es muy limitado. Se limita a lo que podríamos llamar «el aspecto misterioso del Oriente»: maravillas, extravagancias, sucesos extraordinarios, algunas escenas terroríficas y ciertos cuentos construidos a partir de dichos materiales… Pero Las mil y una noches no se reduce a eso.
Lo comprendí mejor cuando leí el libro por segunda vez a los veinte años. Empecé a leerlo en turco, en la traducción de Raif Karadağ publicada en los años cincuenta. Por supuesto, como la mayoría de los lectores sensatos, no me lo leí entero sino sólo en parte, hojeando el volumen como mejor me apetecía, como se me ocurría en aquel momento. En esta segunda lectura, Las mil y una noches me pareció algo repulsivo e inquietante. Por un lado me leía con curiosidad las historias como si me las tragara y, por otro, sentía furia, irritación por el libro. Pero no lo leía con un sentimiento de obligación, como a veces nos pasa con ciertos clásicos: lo leía con ansia y enfurecido por mi ansia.
Hoy, treinta años después de aquella segunda lectura, sé por fin qué era lo que me inquietaba: el que en muchos de los cuentos las relaciones entre hombres y mujeres sean impresionantemente siniestras. Me asustó que de continuo mujeres y hombres se engañaran, se traicionaran y enredaran para darse puñaladas en la espalda. En el mundo de Las mil y una noches nunca se puede confiar en las mujeres, nunca son sinceras y siempre engañan a los hombres con sus pequeños trucos y trampas. En realidad, el mero hecho de la narración de las historias, el que Sherezade las cuente, se basa en una artimaña de una mujer que quiere evitar que la mate un hombre carente de amor. Es evidente que esa visión de las mujeres que se repite a lo largo de todo el libro refleja los miedos más básicos y profundos de los hombres que viven en ese mundo imaginario y cultural. Y que el arma más importante a la que recurren las mujeres para sus trampas y enredos sea su sexualidad sólo sirve para consolidar esos miedos. Desde ese punto de vista, Las mil y una noches refleja los más profundos temores de los hombres de la geografía que describe: a que les abandonen, a que les pongan los cuernos, a que les dejen solos. El más terrible de todos esos cuentos, el que produce un mayor placer masoquista al leerlo, es el del sultán que contempla cómo su harén entero le engaña con esclavos negros. No es casualidad que escribiera una brillante recreación de ese cuento Kemal Tahir, el popular novelista turco moderno que gustaba incluso a los políticamente comprometidos «realistas sociales» de la época, que sentía de corazón los más básicos prejuicios y miedos varoniles con respecto a la poca confianza que merecen las mujeres y cuyas obras están impregnadas de esa sincera emoción. Aquel mundo repleto de hombres asustados y mujeres en las que no se podía confiar, me resultó demasiado asfixiante y «oriental» y un poco simplón a mis veinte años. Por aquel entonces sentía que Las mil y una noches estaba excesivamente sumida en la sensibilidad y los gustos de los barrios marginales. En la mayor parte de los cuentos, la maldad, la hipocresía y la vulgaridad no estaban representadas como algo feo en lo que el ser humano cae, o a lo que otros le impulsan, sino que se nos mostraban una y otra vez en sus aspectos más chocantes y repugnantes únicamente por el mero placer de la historia.
Puede que el desagrado que sentí en esa segunda lectura se debiera a que percibía la europeización y la occidentalización como una suerte de «puritanismo», pero no estaba solo en mi falta de comprensión. Por aquel entonces, a los jóvenes interesados por la modernidad, como yo, la mayoría de los clásicos orientales nos parecían bosques oscuros a los que era difícil hincar el diente. Ahora creo que nos faltaba una clave, una manera de penetrar en esa literatura que preservara la apariencia moderna pero que al mismo tiempo nos permitiese apreciar sus arabescos, sus galanterías y su gran belleza.
Fue en mi tercera lectura cuando por fin Las mil y una noches lograron que entrara en calor. Esta vez me acerqué al libro por la parte de lo que había encontrado en él la literatura occidental de los últimos tiempos convirtiéndolo en leyenda: lo leí interesándome por el hecho de que era un gran océano de historias, por su infinitud, por sus aspiraciones y por su geometría oculta. Con todo, de nuevo lo leí como siempre, como mejor me apetecía, saltando de una historia a otra y dejando la que me aburría para empezar una nueva. El haberme decidido a que el libro me gustara, más que por su contenido, por su organización, por sus dimensiones, por su ambición, me impedía obsesionarme con los malignos detalles de barrio marginal que tiempo atrás tanto me habían inquietado. Además, quizá había comprendido por mi propia experiencia en la vida que ésta está formada en realidad por esos detalles malignos e indignos de confianza. Así pues, en esta tercera lectura presté atención a lo más literario, a los juegos de lógica que habían sobrevivido siglos sin envejecer, a los cambios de atuendo, al ocupar el lugar de otro, a los detalles de ocultación y fingimiento, y disfruté de todo ello. En El libro negro uní la extremadamente singular historia en la que Harun al Rashid se disfraza y una noche espía en secreto a su doble, el falso Harun al Rashid, al ambiente de película en blanco y negro del Estambul de los años cuarenta. Al leer Las mil y una noches una vez cumplidos los treinta y cinco años, con la ayuda de ediciones anotadas en inglés, aprendí a verlo como un tesoro que sacaba a la luz su infinitud, su lógica oculta, sus bromas internas, su riqueza, su singularidad y su singular belleza, su fealdad, su obscenidad, su vulgaridad y su estupidez. La relación de amor-odio que antes había tenido con Las mil y una noches había oscilado entre los sueños de un niño que aún no ha aprendido a aceptar la vida como es y la rabia de un adolescente. Ahora había ido comprendiendo poco a poco que si no aceptamos Las mil y una noches tal cual es, como la vida, se convierte en algo que nos hace infelices. En mi opinión, el lector debe leer el libro sin dejarse llevar por expectativas y esperanzas vacías como mejor le apetezca y siguiendo la lógica de sus propios deseos. Pero me parece demasiado atrevido intentar darle consejos a quien se dispone a leer Las mil y una noches.
Con todo, me gustaría decir un par de palabras sobre la lectura y la muerte aprovechando la excusa de este libro. Hay un par de frases muy extendidas que se repiten a menudo sobre Las mil y una noches. La primera es que nadie se lo ha leído de principio a fin. La segunda es que todo aquel que se lea Las mil y una noches desde el principio hasta el final, morirá. Por supuesto, estos dos avisos, unidos por una lógica secreta, impulsarán al lector a ser prudente. Pero no hay razón para tener demasiado miedo. Leamos o no Las mil y una noches, todos acabaremos muriendo.