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ENTREACTO, O ¡AH, CLEOPATRA!
Ir al cine en Estambul
Cuando el año 1964 se estrenó en Estambul la película Cleopatra, protagonizada por Elizabeth Taylor y Richard Burton, habían pasado más de dos años de su salida al mercado internacional. Como por aquellas fechas los distribuidores turcos no podían permitirse las cantidades que pedían las productoras norteamericanas el primer año, las películas de Hollywood llegaban a Estambul con algunos de retraso, pero eso no doblegaba el ánimo de los estambulíes, deseosos de ver las últimas maravillas de la cultura occidental. Todo lo contrario, cuando la prensa turca publicaba noticias y fotografías cosquilleantes tomadas de los periódicos occidentales, como los últimos cotilleos del romance entre Elizabeth Taylor y Richard Burton o algunas escenas subiditas de tono de Cleopatra, los estambulíes se decían impacientes: «A ver cuándo llega la película».
Como me ocurre con tantas otras superproducciones norteamericanas, lo que me queda en la memoria de Cleopatra, que vi hace treinta años, es el recuerdo de haberla visto prestándole muchísima atención más que la película en sí. Me acuerdo de cómo Liz Taylor llegaba lentamente a una ceremonia en aquel alto trono arrastrado por centenares de esclavos como si quisiera recordarnos a los espectadores, más que a Cleopatra, la estrella de cine que era; me acuerdo de galeras avanzando por un mar más azul Panavisión que azul mediterráneo; me acuerdo de cómo Rex Harrison, que lograba parecerse al Julio César de mi imaginación, le enseñaba a su hijo cómo debía andar y comportarse el heredero de un emperador. Pero, más que nada, me acuerdo de estar sentado en la butaca viendo los sueños que llenaban la pantalla hasta sus cuatro esquinas, me acuerdo de estar allí.
¿Qué significaba «estar allí»? Como muchos otros miembros de mi generación de esa clase media que pretendía occidentalizarse, yo iba muy poco a películas «nacionales». Para mí, el cine, aparte de las emociones que todos conocemos como dejarse llevar por las imágenes, introducirse de repente en una historia en la oscuridad y quedarse fascinado por caras y escenas hermosas, era también una manera atractiva de encontrarme cara a cara con Occidente tomando un atajo y además con una proximidad sorprendente. En casa me repetía a mí mismo en inglés las demoledoras palabras que el apuesto muchacho decía con toda su sangre fría en las escenas más dramáticas. Observaba con suma atención la manera en que doblaba el pañuelo para metérselo en el bolsillo, la forma de inclinarse para encenderle el cigarrillo a una mujer, el uso de algún invento occidental que todavía no hubiera llegado a Estambul (radios de transistores, tostadoras de pan automáticas) y muchas otras cosas parecidas. Los turcos, ni cuando conquistaron los Balcanes y sitiaron Viena ni cuando tradujeron las novelas completas de Balzac con el apoyo del Ministerio de Educación y las leyeron, nunca han estado tan cerca de Occidente, de su vida cotidiana y privada como en el cine.
Eso es lo que vuelve al cine tan atractivo como un viaje o una borrachera: en él nos encontramos cara a cara con «el otro». Todo está preparado para la violencia del choque. Nuestros ojos no quieren ver otra cosa y nuestros oídos no quieren oír los chasquiditos de pistachos y cacahuetes. Hemos ido al cine para olvidarnos en la butaca de nosotros mismos, de nuestros problemas y de la preocupación por esa triste historia que llamamos nuestro pasado y nuestro futuro. Mientras nos entregamos a las imágenes y a la historia del «otro», nos preparamos para dejar atrás nuestra propia identidad, aunque sólo sea por un rato. Como el marco que convierte un óleo en un fetiche, la oscuridad del cine nos enmarca a nosotros y a las imágenes dejando fuera todo lo demás de manera que podamos observar al «otro» e identificarnos con él.
Siete años antes de ver Cleopatra, cuando tenía cinco, al solar vacío que había al lado de la casa en la que vivíamos en verano venía un hombre al que los niños llamábamos «el peliculero». Tenía un extraño aparato, un cine portátil que instalaba sobre una mesita. Si le dabas cinco piastras podías poner el ojo en el visor y, cuando «el peliculero» le daba a la manivela del aparato, veías un fragmento de película que nunca pasaba de los treinta segundos. Recuerdo haber visto muchas escenas recortadas de películas antiguas en aquel aparato, pero no se me ha quedado en la memoria nada de lo que vi. Lo único fascinante que recuerdo es, después de esperar en la cola y antes de poner el ojo en el visor del «cine», encontrarme en la oscuridad bajo una tela negra que no permitía pasar la luz. En el cine no sólo nos encontramos cara a cara con «el otro»: todo lo que nos muestra el cine se convierte de repente en «otro».
Por eso, sea cual sea la historia, el cine siempre excita nuestros deseos con la presencia del «otro»: la amistad, los placeres de la vida cotidiana, la felicidad, el poder, el dinero, el sexo y, por supuesto, su ausencia y sus contrarios. Contemplé fascinado el cuerpo semidesnudo de Elizabeth Taylor como Cleopatra, que había podido ver en periódicos y revistas, en un magnífico baño de leche. Tenía doce años y el cuerpo de una estrella de Hollywood podía hacerme sentir con toda violencia el país de deseos y sentimientos de culpabilidad que empezaba a abrirse ante mí. En aquellos años se mezclaban en mi mente ciertas amenazas de mis profesores del instituto y de la prensa popular y algunos miedos de algunos compañeros de clase que temían contraer la tuberculosis: el cine, como hacerse pajas, te aguaba el cerebro, te estropeaba la vista y te apartaba de la realidad enredándote en los placeres de un mundo imaginario que nunca podrías alcanzar.
Probablemente para suavizar ese peligroso y atractivo encuentro con «el otro», en los años en que se estrenó Cleopatra los estambulíes hablaban en el cine. Algunos avisaban al bueno del enemigo que tenía a su espalda sin haberse dado cuenta, otros respondían a las palabras crueles del malo y, sobre todo, se lanzaban gritos que reflejaban la sorpresa de toda la audiencia ante costumbres y rituales extraños: «¡Mira, la chica se come la naranja con cuchillo y tenedor!». Esos efectos de alienación, que no se le habrían ocurrido ni a Brecht, a veces adoptaban la forma de un entusiasmo nacionalista. Cuando Goldfinger, en medio de todos sus inventos y armas de última tecnología, le ofreció a James Bond un cigarrillo turco diciéndole que eran los mejores, muchos en el cine aplaudieron a aquel malvado. En cuanto a la tensión en que se sumían los espectadores en las escenas de besos y amores, que la censura turca recortaba podándolas en los momentos más impúdicos por encontrarlas demasiado largas, rápidamente se convertía en una carcajada a la que se unía toda la audiencia gracias a algún chiste en voz alta.
En esos momentos en que nuestros deseos estaban tan próximos y eran tan poderosos como el hermoso sueño de la pantalla pero tan reales como para no poder ser satisfechos sólo con la imaginación, otra manera de recordarnos que no estábamos solos y desesperados en la oscuridad sino sentados en un cine con otros conciudadanos eran los «cinco minutos de descanso» a mitad de la película, que los estambulíes todavía llaman «entreacto». He de confesar que, personalmente, le debo mucho a esos «entreactos» en los que unos tristes empleados vendían bombones helados y palomitas de maíz y en los que los fumadores empedernidos fumaban estudiándose unos a otros y que siempre me enfrento a los listillos que dicen que los descansos hace mucho que se han quitado en Occidente, que estropean la integridad de la película y que son innecesarios.
Les debo mucho, incluyendo este ensayo. Hace cincuenta años, en el descanso de una película en el cine Emek (todavía en activo y que entonces se llamaba Melek), mi madre y mi padre se levantaron de sus butacas con sus respectivos amigos y salieron al vestíbulo, donde se vieron por primera vez y se conocieron. Yo, que le debo al cine la causa y la casualidad de mi existencia, siempre he estado de acuerdo con esos escritores que cuentan cuánto le deben al cine.