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SER FELIZ
¿Es un defecto ser feliz? Lo he pensado muchas veces. Ahora sigo haciéndolo a menudo. Incluso a veces he dicho que quienes son capaces de ser felices son también malvados y estúpidos. Pero de vez en cuando también he pensado que ser feliz no es un defecto, sino una muestra de inteligencia.
Cuando mi hijita Rüya y yo vamos a bañarnos al mar soy el hombre más feliz del mundo. ¿Qué puede pretender de la vida el hombre más feliz del mundo? Seguir siéndolo, por supuesto.
Y uno comprende que para conseguirlo debe hacer siempre las mismas cosas. Así que nosotros hacemos siempre lo mismo.
1. Primero le digo: «Hoy iremos a bañarnos a tal hora». Luego Rüya empieza a esperar ansiosa a que llegue la hora. Pero su concepto del tiempo es un poco confuso. Por ejemplo, de repente viene a mi lado y me dice:
—¿No es todavía la hora?
—No.
—¿Va a serlo dentro de cinco minutos?
—No, dentro de dos horas y media.
Cinco minutos después es capaz de volver y preguntarme con toda su buena intención:
—Papá, ¿nos vamos ya a la playa?
O luego me dice de repente con un tono de voz que pretende engañarme:
—Bueno, ¿vamos?
2. Por fin llega esa hora de la playa que parecía que no fuera a llegar nunca. Rüya, con el bañador puesto, se instala en su coche infantil de cuatro ruedas marca Safa. Le pongo en el regazo el cesto de paja con las toallas, bañadores de repuesto y otras zarandajas y empujo el coche con la fuerza de la costumbre.
3. Mientras bajamos por la cuesta adoquinada, Rüya abre la boca produciendo un sonido «Aaaaaaaa». Como el coche se sacude por los adoquines, el ruido se transforma en un «Aa-aa-aaaa». ¡Una música que las piedras extraen de la boca de Rüya! La escuchamos y nos reímos.
4. La playa, pequeña y desierta, está al final de la cuesta. Al dejar el cochecito al lado del camino, junto a las escaleras que bajan a la playa, Rüya siempre dice lo mismo: «Aquí no hay ladrones».
5. Rápidamente extendemos nuestras cosas sobre los guijarros, nos quitamos la ropa y nos metemos en el agua hasta las rodillas. Entonces le digo:
—Que no se te ocurra ir a lo hondo. Voy a nadar y vuelvo; después jugamos. ¿Vale?
—Vale.
6. Nado hacia lo hondo dejando la mente atrás. Luego me detengo y pienso cuánto quiero a Rüya, a quien veo en la orilla como una mancha roja, el color de su bañador. Allí, en el mar, me apetece echarme a reír. Ella sigue en la orilla, moviéndose un poco.
7. Regreso. En la orilla, a) chapotear; b) salpicarnos; c) papá, echa agua por la boca; d) hacer como si nadáramos; e) tirar piedras al agua; f) hablarle a la cueva; g) vamos, no tengas miedo, nada, y cosas parecidas, son ceremonias y juegos fijos que repetimos y a los que volvemos a jugar una y otra vez.
8. «Se te han quedado morados los labios, tienes frío». «No tengo frío». «Sí que lo tienes, vamos a salir del agua». Después de conversaciones y discusiones similares, salimos del agua y, justo cuando Rüya se ha secado y se está cambiando de bañador…
9. De repente se escapa de entre mis brazos y echa a correr desnuda por la playa vacía soltando carcajadas. Como no tengo puestas las zapatillas, cojeo al intentar correr sobre los guijarros y Rüya, desnuda, se ríe todavía más de mí. «Mira que como me ponga las zapatillas te pillo», le digo. Cumplo mi amenaza en medio de sus gritos.
10. En el camino de vuelta, mientras vuelvo a empujar el cochecito de Rüya, ambos estamos cansados y satisfechos. Pensamos en la vida y en el mar que hemos dejado atrás y no hablamos.