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SALMAN RUSHDIE: LOS VERSOS SATÁNICOS Y LA LIBERTAD DEL NOVELISTA

A primera vista todo recuerda a las exageradas escenas de las novelas del «realismo mágico», a los sueños de un escritor que se forjara fantasías para atraer la atención sobre sus libros: una novela basada en gran parte en los problemas y los detalles de criarse en la India, en Bombay, y en la vida de los inmigrantes en Inglaterra, en Londres, se prohíbe en la India, en Pakistán y en la mayor parte de los países islámicos. Se organizan manifestaciones y marchas en contra tanto del escritor y su obra como de Estados Unidos y Gran Bretaña, países donde se ha publicado y se vende el libro. Se amenaza a las librerías donde se vende y, mientras en las plazas se queman los libros y monigotes con la efigie del escritor, Jomeini pone precio a la cabeza del novelista. Algunos dicen que será necesario que el escritor permanezca en el agujero donde se esconde todo lo que le queda de vida y otros que si se sometiera a una operación de cirugía estética y se disfrazara con una nueva cara y una nueva personalidad podría volver a caminar entre nosotros. Mientras las televisiones del mundo por un lado nos retransmiten casi «en directo» esta caza del hombre que ha llegado a dimensiones increíbles haciendo cuentas de por dónde podrían entrar los asesinos, por qué puerta, por qué chimenea, por otro se discute sobre la libertad de expresión y sobre los límites del mundo imaginario del novelista. En lo que respecta a esta cuestión que afecta tan de cerca tanto a las libertades de pensamiento y expresión como al islam, nosotros, que vivimos en un país islámico en el que tan a menudo se limitan las libertades de pensamiento y expresión, siguiendo nuestra costumbre habitual, nos contentamos con contemplar el juego que se está desarrollando ahí mismo a nuestro lado y a entretenernos con los detalles que nos ofrece la prensa extranjera sobre la caza del hombre que se está llevando a cabo.

No, no es que entre nosotros no haya quien se interese por el asunto, pero, como en Irán, los primeros que saltan son los que no se han leído la novela y que nunca leen novelas: como si se tratara de una discusión teológica sobre la historia del islam, el comité de fatwas se reúne a toda prisa por orden de la Dirección General de Asuntos Religiosos, imanes que no se han leído la novela lanzan prédicas a comunidades que no se han leído la novela, periodistas que no se han leído el libro dirigen preguntas teológicas a catedráticos que no se han leído el libro y publican titulares más sonrojantes que teológicos para lectores que tampoco se han leído el libro: «¿Hay que matarle o no?».

Los versos satánicos de Salman Rushdie, como su segunda obra, Hijos de la medianoche, tiene el sello de ese «realismo fantástico» que tan a menudo se ha usado en la novela de los últimos veinte años. En las obras escritas siguiendo esa tendencia, tan frecuentemente imitada, cuyos mejores ejemplos son El tambor de hojalata de Günter Grass y Cien años de soledad de García Márquez, publicadas también en nuestro país, y cuyas raíces pueden remontarse hasta Rabelais, el autor no limita a sus personajes y su mundo con las leyes del mundo físico. En estas novelas vemos que los animales hablan, que los seres humanos vuelan, que los muertos resucitan, que rondan fantasmas y espectros simpáticos, que los objetos cobran vida y que, como ocurre en Los versos satánicos, los acontecimientos siempre tienen una dimensión sobrenatural. En Los versos satánicos, donde los protagonistas luchan con genios, espíritus y diablos, donde los humanos se convierten en demonios o cabras, en realidad hay dos relatos entrelazados que podrían haberse contado también en una novela realista: las historias de dos indios de Bombay anglificados que viven en Londres.

Gibreel Farishta es un actor que pasó su infancia y su juventud en un Bombay muy parecido a nuestro Estambul y que ha alcanzado la fama interpretando papeles religiosos (de dioses hindúes), convirtiéndose en estrella en un entorno cinematográfico muy parecido a nuestro Yeşilçam. En cambio, Saladin Chamcha es un musulmán de Bombay a quien, como le ocurrió al propio Salman Rushdie, su padre, un rico empresario, envió a Inglaterra para estudiar el bachillerato. («Un indio traducido al inglés», dirá Rushdie en cierto momento de su novela). Ambos personajes se encuentran en un viaje en avión que hacen de Bombay a Londres. El avión de las líneas aéreas indias (al que Ruhsdie, tan aficionado a los juegos de palabras, llama «Jardín») es secuestrado por unos terroristas sijs que lo obligan a aterrizar, a despegar de nuevo y, cuando se está aproximando a Londres, lo vuelan por los aires. Aunque todos los demás pasajeros mueren, los protagonistas descienden, tras una larga caída que recuerda a la del Paraíso, en las nevadas costas de Inglaterra, pero metamorfoseados, como el famoso personaje de Kafka. Saladin Chamcha pasa de ser un actor de doblaje a una cabra de patas peludas y cuernos reales. La transformación de la estrella cinematográfica Gibreel Farishta, que está huyendo de sí mismo, no es física sino espiritual: con una furia megalomaníaca que será apaciguada mediante intervenciones médicas, se cree el auténtico arcángel Gabriel, el mismo arcángel Gabriel que entregó el Corán al profeta Mahoma. El viaje que los dos protagonistas harán desde la costa en que han caído hasta mezclarse con la sociedad inglesa en Londres (llamada en el libro Eloven Diyoven) es en realidad la historia de los emigrantes indios y paquistaníes que residen en Londres.

Lo que hace atractivos a estos dos personajes, unidos por un tema similar al de los sosias, que como el bien y el mal se encuentran tras cada separación, que dudan entre ser ángeles y demonios, y es algo que siento siempre cuando leo novelas del «realismo mágico», no es el colorido de sus extraordinarias aventuras. De hecho, la textura de la novela, tejida con saltos atrás, recuerdos, digresiones e historias secundarias, no atrae la atención hacia ellos, sino hacia un narrador que en ocasiones le suministra al lector extensos discursos que no tienen que ver con la trama (critica ampliamente la política de Margaret Thatcher, por ejemplo). Tanto desde el punto de vista formal como en lo que respecta a los temas, Los versos satánicos no es una novela demasiado lograda si la comparamos con otras publicadas en los últimos años. Al leer el libro lo que más me llamó la atención fue cómo el narrador, a veces hablando por boca de Saladin Chamcha y otras por la de Gibreel Farishta, describe con una lengua ornada con elementos de la mitología islámica sus días de infancia y juventud en Bombay. (Como a muchos otros autores que escriben no en su lengua materna sino en una segunda –Nabokov, Cabrera Infante-, a Rushdie le encantan los juegos de palabras, las rimas internas, las palabras inusuales y las inventadas). Somos testigos de cómo, según el narrador se aleja de esos días de «infancia musulmana» en su pobre país, va sufriendo con sus personajes una especie de metamorfosis, de enfurecimiento, de transformación lingüística y cultural. En una escena familiar muy bien descrita, Gengis, el padre de Saladin, le dirá airado de manera indirecta a su anglificado hijo cuando éste regrese a su país años más tarde: «Si te has marchado al extranjero sólo para odiar a tu propia gente, ¡tu propia gente sólo sentirá odio por ti!».

Con la fatwa mortal de Jomeini no sólo se ha quedado a la mitad el proyecto de traducir Los versos satánicos, sino también la traducción de las demás obras de Rushdie.

Y ahora deberíamos preguntarnos hasta qué punto es sincera en su interés por las amenazas a Rushdie la misma opinión pública que permaneció pasiva cuando asesinaron a Turan Dursun por sus trabajos sobre el Corán.