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DEL CUADERNO DE NIEVE EN KARS

24 de febrero de 2002, domingo

Vuelvo a estar en Kars, por cuarta vez. Llegué hoy a las diez con Manuel, mi amigo el fotógrafo. Después de pasarnos todo el día andando por las calles, haciendo fotos y hablando con la gente me siento extrañamente desmoralizado. En esta cuarta visita Kars no me ha «entusiasmado» tanto como en las previas. Al mirar las calles, los antiguos edificios rusos, los patios tristes, las destartaladas casas de té, las profundas tristeza, soledad y belleza de la ciudad, ya no puedo pensar en lo bien que podría poner «todo eso» en una novela. He escrito la mayor parte de la novela, más de tres quintas partes: el libro, al que unas veces pienso llamar Nieve y otras Nieve en Kars, ya se ha independizado. Sé lo que puede llegar a ser, hasta qué punto puedo aprovechar todas esas sensaciones de soledad y amargura que he recogido en la ciudad. Ahora no pienso en Kars sino en Nieve (o en Nieve en Kars). La novela está construida con el material de la ciudad, sus calles, su gente, sus árboles, sus tiendas y algunas caras, pero sé que no se parece a ella.

En parte porque no escribo la novela para que se parezca a la ciudad: quería reflejar en Kars el ambiente y los problemas con los que fantaseaba… En parte a causa de la nieve que me he estado imaginando durante años cada vez que soñaba con esta novela… En la novela que tenía en la mente era necesario que nevara como si nunca fuese a parar, que la ciudad en la que se desarrolla la historia se quedara algo aislada del resto de Turquía… Los recuerdos de mi primera visita a Kars, hace veinticinco años, el frío de la ciudad y sus legendarios inviernos nevados, provocaron que se me ocurriera que la novela podía situarse aquí. Por eso vine a Kars cuando terminé Me llamo Rojo con una acreditación de prensa en el bolsillo que me proporcionó el diario Sabah, un importante periódico de Estambul: por su belleza y su nieve… Porque creía que éste sería el mejor lugar en el que recrear la historia que tenía en la mente… En un primer momento veía Kars, más que como un lugar que me contaría historias y me susurraría desastres y alegrías humanos, como el espacio donde situaría la trama que tenía pensada.

Desde el primer día pensé que había hecho bien viniendo. Me gustó mucho la ciudad. Su atmósfera provinciana y una sensación de estar en un lugar completamente olvidado por el resto del mundo, sus magníficos y deteriorados edificios, las amplias avenidas abiertas por los rusos… Por eso escuché con tanta pasión las historias de la gente en mis primeras visitas. Fui a todas partes y hablé con todo el mundo con mi pequeña grabadora o mi vídeo en la mano, de los suburbios a las sedes de los partidos políticos, de los garitos en los que se celebraban peleas de gallos al despacho del gobernador, de redacciones de periódicos diminutos a casas de té. Lo que grabé llevaría escucharlo veinticinco o treinta horas. Hice fotografías de todo lo que se me ponía por delante con mi máquina primitiva. Me recuerdo corriendo por las calles el último día de mi primera visita para que me diera tiempo a todo lo que quería hacer (con unos policías de civil siguiéndome). Por las mañanas iba al Café de la Unión y escribía entusiasmado cualquier cosa en mis cuadernos… A pesar de haber hecho todo aquello, de haber recogido todo ese «material» (no me gusta la palabra), al final lo que narraba no era la historia de Kars y su gente, sino una historia que tenía en la cabeza.

Sobre todo por la nieve; en Kars ya no nieva como solía en aquellos viejos y hermosos tiempos de riqueza y felicidad… De la misma forma que han desaparecido los burgueses que comerciaban con Rusia, la gente que patinaba sobre el arroyo Kars cuando se helaba, que paseaba en trineo, que representaba obras de teatro, también ha desaparecido la nieve. Ahora no hay tanta nieve en Kars como en los viejos tiempos.

Otra cuestión es que aquí no se sintieron con tanta violencia los desastres políticos, todos esos hechos terribles y toda esa desesperación que vivió el resto de Turquía y que se describen en la novela… O se vivieron pero la ciudad entera lo ha olvidado: en las calles no pude sentir dicha sensación. Aunque puede ser un error de percepción mío.

Otra impresión que también puede ser falsa es que la vida y la gente son mucho más modestas… Me doy cuenta de que las personas que veía por las aceras mientras caminaba por las calles, con quienes hablaba en los cafés, son mucho más simples y sencillas que las que describo en la novela. Puede que sea la vida cotidiana, la vulgaridad de cada momento, lo que me provoca esa sensación. Puede que si en ese instante alguien se suicidara, que si en el café donde estoy sentado dormitando alguien matara a otro seguiría pensando que todo es normal y corriente…

En la segunda mitad de los años setenta se vivió en Kars una intensa violencia. En la historia de la ciudad ocupan un lugar importante las autoridades del Estado y el Servicio Nacional de Inteligencia. A mediados de los noventa los guerrilleros kurdos intentaron infiltrarse en ella desde sus bases en las montañas. A pesar de todo eso (o quizá a causa de todo eso) me da la impresión de que está feo hablar de violencia y desastres políticos…

El pintor que ha entregado toda su vida a pintar un árbol, cuando por fin logra pintarlo de manera sugestiva y mágica, cuando por fin hace vivir al árbol con su propia lengua pictórica, cuando nota dentro de sí la felicidad de la pintura, si se vuelve a mirar el árbol por última vez sentirá una opresión, una especie de traición… Así es como me he sentido hoy caminando por las calles de Kars. Y aún caminaré más… Notando dentro de mí las sensaciones de soledad, profundidad y lejanía que me proporcionan sus calles.

25 de febrero de 2002, lunes

Esta mañana he vuelto temprano al Café de la Unión, donde estoy sentado. Un anciano se me acerca; lo llamo anciano aunque puede que no tenga muchos más años que yo. Es corpulento y saludable, con el pelo rizado, lleva gorra, una chaqueta gris y un cigarrillo en la boca.

—Así que has vuelto —me dice.

Me pongo en pie y le doy la mano.

—Sí, he vuelto —le respondo sonriendo.

Recoge su abrigo del perchero de la pared y yo vuelvo a esto que estoy escribiendo, a mi cuaderno. Al salir del Café de la Unión con el abrigo en el brazo, habla de forma que yo pueda oírle: «¡Escribe! ¡Escribe lo que pagan a los funcionarios! ¡Escribe lo que vale el carbón en Kars, escríbelo!».

Y por otro lado el mozo del café abre la tapadera de la estufa y aprieta el carbón con las pinzas. El precio del carbón es siempre uno de los grandes temas de los que la gente se queja en cuanto me siento en las casas de té de Kars, enciendo la grabadora y empiezan a agruparse a mi alrededor… Y eso demuestra cómo me ven todos cuando recorro las casas de té con mi grabadora. Muy pocos saben que soy novelista y quienes lo saben ignoran que estoy escribiendo una novela cuya acción transcurre en Kars. En cuanto digo que soy periodista, me preguntan: «¿De qué periódico? ¡Te he visto una vez en la tele! ¡Escribe, periodista, escribe!».

Sin que le importe que le pueda oír desde donde estoy, uno dice: «Claro que escribe, es periodista»; y otro le pregunta, una vez más: «¿Qué escribe?». Por las mañanas el Café de la Unión está desierto… Más allá hay una mesa en la que han comenzado una partida de cartas a las ocho de la mañana… Un hombre solo, que aún no ha cumplido los cuarenta, hace un solitario. Los dos jubilados que están en los otros extremos de la mesa le observan y charlan entre ellos. En cierto momento el hombre del solitario levanta la cabeza de las cartas y dice palabras muy duras sobre el presidente Ecevit. Tienen que ver con la estupidez de la crisis entre el presidente de la República y el del gobierno la semana anterior, con que Ecevit saliera en la tele acusando al presidente de la República y con que, a causa de todo eso, cayera la bolsa y la moneda turca perdiera valor. De repente, desde otra mesa más allá, sueltan un exabrupto. Los doce hombres del café (acabo de contarlos de reojo) se reúnen a tres pasos de mí, alrededor de la estufa. Bromas un tanto deprimentes y sin entusiasmo, pullas.

Oigo que cada dos por tres usan la expresión «tan de mañana». «No hagas eso, no digas eso tan de mañana». La estufa se calienta y un agradable calor me da en la cara… Ahora hay silencio en el Café de la Unión. Se abre la puerta y entra un hombre y, de repente, otro. «¡Buenos días, compañeros!», «¡Buenos días, compañeros, que os cunda el trabajo!». Porque en otra mesa ya ha empezado la partida. Son las ocho y media. Todavía tenemos por delante un día de invierno vacío que deberemos llenar. Entra el vendedor de bollos. «¡Bollos, bollos, bollos!». ¿Por qué me gusta tanto estar en los cafés de Kars, especialmente en el de la Unión? (Acaba de regresar el vendedor de bollos con su amplia bandeja en la cabeza). Quizá porque aquí puedo escribir con mucha facilidad por las mañanas. Por las mañanas, mientras camino por las amplias, frías, ventosas y desiertas calles de Kars, siento que podría escribir cualquier cosa, que podría escribir sin parar, que todo lo que veo me emociona, que todo lo que me emociona llega a mi pluma, que podría escribir todo lo que llega a mi pluma. El calendario de la pared. El retrato de Atatürk. La televisión encendida a la que hace un instante le han bajado el volumen (ojalá hagan las paces el presidente del gobierno y el de la República en ese Consejo de Seguridad Nacional del que nos hemos quedado a medias), las sillas increíblemente estropeadas por el uso, el tubo de la chimenea de la estufa, las cartas, las paredes sucias, el suelo negrísimo de roña…

Luego llega Manuel con su cámara y paseamos por las calles del barrio más bonito de Kars, el de Yusufpaşa… La escuela primaria İsmet İnönü es un precioso edificio de la época de los rusos. Del piso superior, por una ventana abierta, nos llega la voz arisca y furiosa de un maestro que riñe a sus alumnos gritando con todas sus fuerzas. «Si entramos, podemos tomar alguna fotografía». «¿Y si nos echan?». «¡Puede que te reconozcan!», dice Manuel.

Me reconocen. Nos ofrecen té y colonia en la sala de profesores. Doy la mano a muchos de ellos. Andamos por los pasillos de altos techos sintiendo dentro de nosotros la muchedumbre en el interior de las aulas al pasar por delante de las puertas cerradas… Miramos los murales de Atatürk de grandes dimensiones hechos por el profesor de dibujo y pensamos lo que significaría estudiar en esa escuela… Luego visitamos la casa de al lado; la primera mansión «restaurada» de Kars. Un constructor de Ankara compró esa casa maravillosa, se gastó el dinero y la redecoró de acuerdo con las revistas de decoración, casas y muebles. Resulta raro ver la riqueza y el orden del interior de la casa comparados con la pobreza de la ciudad: uno piensa que está feo pero también que ha quedado muy bonito. Luego volvemos a caminar largo rato por las calles. Siguiendo el congelado arroyo Kars, sobre el puente de hierro… Ésos son los lugares que más me gustan de Kars. No obstante, me va impregnando la sensación de ahogo, el cansancio espiritual que se me viene encima cada vez que paseo por allí a mediodía. He escrito y terminado la mayor parte de mi novela y ahora me resulta tan interesante como la ciudad en sí, ahora sólo quiero trabajar en ella. Me da la impresión de que la ciudad no tiene más misterio. Visitamos el edificio que en tiempos fue el consulado ruso. Antiguamente era la casa de un rico armenio. Luego, cuando los rusos entraron, echaron al armenio y la casa se convirtió en el cuartel general de las tropas rusas. Después pasó a manos de los turcos. Allí se instaló un azerí adinerado que comerciaba con Rusia en los primeros años de la República. Luego fue alquilada a los soviéticos para su consulado. Y por fin pasó a la familia que la posee ahora. El hombre bondadoso que nos la enseña nos explica que no están de alquiler sino que la casa es suya… En la novela la he imaginado como un edificio mucho más grande y se la he alquilado no a su propietario actual, sino al Instituto de Imanes y Predicadores. Sin embargo, el Instituto de Imanes y Predicadores está mucho más lejos, por allá abajo. ¿Por qué he hecho ese pequeño cambio? No lo sé, porque me apetecía. Porque con ese cambio la historia resulta más convincente, más real… De hecho, en la novela la localización del Instituto de Imanes y Predicadores no tiene demasiada importancia. Con todo, estos pequeños cambios de lugar, estas desviaciones de la «realidad», necesarias o no, son muy importantes para poder escribir novelas… Sé perfectamente que para creerme la historia que estoy contando debo describir no el Kars real, sino el que me imagino… Tengo que contar la historia que tengo en la mente, el relato que hay dentro de mí (por muy cargado de violencia política que esté) y sólo entonces todo irá bien. Por otra parte estos cambios, en realidad mentiras y extravíos cuya lógica secreta prefiero no descubrir, despiertan en mí imprecisos remordimientos, un sentimiento de culpabilidad. Otra preocupación es que con esta novela puedo molestar a mis amigos de Kars, por ejemplo Sezai Bey o el amable alcalde de la ciudad, que esperan cosas buenas de mí. Vivo continuamente esa contradicción fundamental. Cada vez que enciendo el casete y pregunto qué debo escribir sobre Kars todo el mundo empieza a protestar hablando con insistencia de la pobreza, del desinterés de las autoridades, de la opresión, de las injusticias, de las cosas malas. Luego, justo cuando les estoy dando las gracias, me dicen «¡Escríbelo todo!» y añaden: «Pero escribe cosas buenas sobre Kars». No obstante, lo que me cuentan no son precisamente «cosas buenas».

En Kars no hay un «movimiento islamista político» tan fuerte como el que aparece en el libro. Por otra parte, ayer mismo el alcalde me contaba que los azeríes estaban cayendo bajo la influencia del islam político; que algunos habían ido a estudiar a Irán, a Qum, que se estaba reforzando su identidad shií; que se celebraban ceremonias por Hasan-Hüseyin-Kerbela, algo que nunca había sucedido antes…

26 de febrero, de madrugada

Me he despertado a las cinco y media. Había amanecido pero no había nadie en las calles. Así que me senté a la mesita que hay ante el espejo en la habitación de mi hotel y empecé a escribir esto… Siempre me he sentido contento de estar en Kars a primeras horas de la mañana porque puedo volver a pasear por las calles desiertas, ir a las casas de té y escribir en mi cuaderno… Como siempre me pasa cuando se acerca el momento de regresar a Estambul, ahora tengo el deseo de abarcar con mi vídeo todas las imágenes de Kars, sus calles tristes, sus tiendas, los perros callejeros, las casas de té y las barberías, y conservarlas…

La última mañana en Kars

Últimas horas en Kars. Puede que no vuelva nunca. He caminado un poco por las calles frías como el hielo. Como siempre, sintiendo una profunda amargura porque voy a alejarme de Kars. La simplicidad de la vida, la suave amistad de la gente, su afabilidad, la fragilidad de todo y el estar en un tiempo antiguo que no cambia nunca pero que fluye lentamente… Todo eso me ata a Kars. (Esta mañana volvió el tipo de los bollos de ayer con la bandeja en la cabeza). Mientras pienso en todo eso, los amigos que se sientan a mi mesa en el Café de la Unión me hablan del desempleo, de que se encuentran en una situación horrible sentados en los rincones de los cafés sin hacer nada. «¿Lo has escrito?», me dicen… «Escribe. Los ciudadanos de a pie apoyan por completo al presidente de la República. El presidente de la República es un buen hombre. Los otros no hacen más que robar y forrarse. Escríbelo ahí… Los diputados ganan dos mil millones y le roban lo que se merece al que gana cien millones… Escribe, escribe también cómo me llamo. Escribe, escribe…».

Los hombres sentados en el Café de la Unión, a pesar de toda su pobreza, no son los más desfavorecidos de Kars. Como el hombre con quien acabo de hablar… Estos señores o bien tenían un empleo o un negocio que se arruinó, o bien eran directivos de hospitales, funcionarios jubilados o propietarios de un camión, pero ahora se encuentran sin nada que hacer. En tiempos les fue bien en su profesión y se hicieron ricos, como el sastre arruinado a quien entrevistamos en nuestra última visita (que tenía un pequeño taller de confección con doce máquinas). Estas características separan al Café de la Unión de las otras casas de té, las de los desempleados menos cualificados y los iletrados que viven en los suburbios. Las características que definían en tiempos al Club de la Unión, continúan existiendo hoy.

«Aquí no hay ni un hombre feliz… Y todo está prohibido». Eso es lo que pienso. En Kars, donde todos se quejan, nadie es feliz, todos parecen estar a punto de estallar de rabia… Si hay silencio, quietud y tranquilidad en las calles es porque la desesperación y la infelicidad narcotizan a la gente. Muchas cosas que se podrían hacer han sido prohibidas violentamente por las autoridades… La felicidad es un tema distinto. Pero eso es lo que he sentido mientras escribía la novela. En mi interior se eleva, más que un sentimiento de culpa por no compartir el destino de toda esta gente, una sensación de impotencia. Y advierto pesimista que en un futuro próximo nada va a cambiar profundamente para bien aquí. Pero escribo mi novela con sinceridad, creyendo en ella. Quizá lo mejor que pueda hacer por los habitantes de Kars sea exponer esa sinceridad y escribir una buena novela.