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¿POR QUÉ NO ME HICE ARQUITECTO?
Me paré ante el edificio de noventa y cinco años de antigüedad y lo observé con respeto: su fachada, como la de otros similares, parecía terrorífica sin pintura, con el encalado caído aquí y allá, sucia, oscura, como si hubiera contraído una enfermedad de la piel. Son esas infalibles señales de la edad, la falta de cuidados y el cansancio lo que siempre me impresiona más al principio. Los pequeños relieves de la fachada, sus hojas y ramas bromistas y las asimétricas líneas art-déco me recordaban que este pequeño edificio había sido construido para una vida mucho mejor y más feliz de lo que sugería su textura enfermiza. Vi muchos canalones, alféizares, relieves y aleros rotos y caídos. Me di cuenta de que el edificio había sido originalmente de cuatro plantas, contando la inferior, en la que había una tienda, como tantos otros de hace cien años, y que en los últimos veinte le habían añadido otras dos. Los pisos nuevos no tenían en la fachada relieves, ni gruesos alféizares, ni delicadas artesanías. Ni siquiera respetaban el orden de las ventanas ni la altura de las plantas inferiores. A primera vista, estos nuevos pisos añadidos, hechos a toda prisa aprovechando amnistías urbanísticas, vacíos legales y corruptos funcionarios municipales dispuestos a cerrar los ojos, parecían más limpios y «modernos» comparados con el centenario cuerpo real del edificio, pero sus interiores estaban ya más viejos y destartalados.
Luego mi mirada era atraída por una maceta o un niño que me observaba en la pequeña ventana de esos saledizos que existen en la mayor parte de esos edificios, que se alargan un metro hacia la calle y que son la característica más peculiar de la arquitectura tradicional de Estambul. Entonces mi mente se puso a trabajar por sí sola, teniendo en cuenta que ese edificio ocupaba un solar de aproximadamente ochenta metros cuadrados, a calcular cuál sería el espacio útil y a tratar de averiguar si me serviría para lo que pretendía o no. Me había puesto a buscar un edificio antiguo por las zonas más viejas de Estambul, dos veces milenarias, por las calles de atrás de Gálata, Beyoğlu, Cihangir, por los lugares en que en tiempos habían vivido rumíes y armenios y, antes, los genoveses, no con la intención de convertirlo en habitable y vivir en él, sino con otro objetivo mucho más extraño, para escribir sobre él.
Mientras contemplaba el edificio desde la acera opuesta, salió el dueño del ultramarinos que tenía a mis espaldas y comenzó a darme información sobre el estado en que se encontraba, los propietarios y su historia particular, por lo que comprendí que el dueño le había contratado como una especie de encargado para que estuviera al tanto de la casa.
—¿Puedo entrar? —le pregunté con la preocupación de introducirme en una casa extraña sin el permiso de sus habitantes.
—Entre, jefe, entre y mire, ¡no se preocupe! —me respondió el tendero con descaro.
La espaciosa entrada, extraordinariamente fresca para ser un caluroso día de verano (ahora no se construyen entradas así de impresionantes y altas en Estambul, ni siquiera en las casas de los barrios más adinerados) y el hecho de que no se oyeran los gritos de los niños de aquel barrio empobrecido ni el estruendo de los talleres de plásticos y tornos que había dos pasos más allá, volvieron a recordarme que en tiempos aquella zona había sido proyectada para unas vidas completamente distintas. Subí dos, tres pisos y, alentado por el curioso tendero, que me iba siguiendo, entré en un piso cualquiera por la puerta abierta que me encontré ante mí. Allí, aunque no todos eran familia, sí procedían del mismo pueblo de Anatolia y las puertas estaban siempre abiertas… En el interior del piso, mientras mi corazón se oprimía con una especie de vergüenza, mis ojos se abrían de par en par para registrar todo lo que aparecía ante ellos como una silenciosa cámara que filmara ansiosa.
En una vieja cama colocada a un lado del vestíbulo al que daba la puerta principal vi a una mujer que dormitaba al calor del mediodía. Antes de que notara mi presencia y saliera de su adormilada abstracción me metí en una habitación lateral (no había pasillo) en la que vi a cuatro niños de entre cinco y ocho años sentados apretujados en un pequeño sofá frente a un televisor en color encendido: ninguno de ellos levantó la cabeza para mirarme, sólo movían como si estuvieran vivos los dedos de los pies descalzos, que les colgaban del alto sofá, al ritmo de la película de aventuras que estaban viendo.
La mujer que me encontré en la siguiente habitación de aquella vivienda abarrotada y silenciosa como el calor del mediodía, enseguida me recordó quién estaba al mando: «¿Y tú quién eres?», me preguntó la madre de familia con el ceño fruncido y llevando en la mano una enorme tetera. Mientras el tendero le explicaba la situación a mis espaldas, pude ver que el lugar en que estaba trabajando no era estrictamente una cocina; descubrí que a la habitación contigua, en la que había un anciano en calzoncillos que asomaba la cabeza, sólo podía llegarse cruzando a duras penas aquella estrecha cocina, comprendí que, por supuesto, esto no había sido así en el plano original del edificio, y, pensando en que si podía ver del todo el cuarto del anciano en calzoncillos y camiseta podría hacerme una idea de a qué se parecía aquel piso, di un paso en esa dirección y observé con una sensación de absurdo la habitación con la pintura caída y desconchada en medio de una vergüenza compartida por todos (exceptuando al tendero).
En el plazo de un mes vi muchos, muchísimos, cientos de pisos viejos en aquella zona con la ayuda de la máquina de rumores que funcionaba detrás de mí, del esforzado tendero, que había evolucionado de encargado a pregonero, y de auténticos agentes inmobiliarios; por ejemplo, en una calle en la que se habían instalado kurdos de Tunceli; por ejemplo en el barrio de los romaníes (gitanos) de Gálata en el que todas las mujeres y los niños se sientan en las escaleras de las entradas para observar a los transeúntes; o en las cuestas en las que abuelas que se aburrían en casa se asomaban a la ventana para llamarnos («Que venga a ver la nuestra», decían). Vi cocinas medio hundidas; antiguos salones divididos por la mitad a la buena de Dios; escalones que habían perdido la forma y se habían gastado de tanto subir y bajar; habitaciones en las que se cubrían las grietas del entarimado con alfombras de lana; antiguos pisos majestuosos con techos y paredes provistos de relieves usados como depósitos, talleres, restaurantes o tiendas de lámparas; edificios vacíos que se pudrían por dentro abandonados por la ausencia de los dueños o por problemas de propiedad o emigración; cuartos rebosantes de niños pequeños en cada rincón como si fueran objetos encajados a presión en un armario; frescas entradas que apestaban a moho; sótanos en los que se apilaban cuidadosamente leña, trozos de metal y cosas parecidas recogidas de las callejuelas de la ciudad, de debajo de los árboles, de los cubos de basura; escaleras en las que ningún escalón tenía la misma altura; techos con goteras; paredes mohosas por la humedad; escaleras oscuras en edificios cuyos ascensores y luces no funcionaban y mujeres cubiertas con pañuelos que me observaban por las puertas entreabiertas a las que daban dichas escaleras; gente en la cama, balcones de los que colgaba la ropa tendida, paredes en las que ponía «¡No tiren aquí la basura!» y niños que jugaban en los patios, y enormes armarios todos parecidos unos a otros que invadían los dormitorios.
Si no hubiera visitado tantos pisos uno detrás de otro, no habría podido notar con tanta transparencia que la gente en sus casas hace dos cosas fundamentalmente: a) Tumbarse en un sofá, sillón, diván, canapé o cama y dormitar, y b) ver la televisión, permanentemente encendida a todas horas en cualquiera de las casas que vi. Por lo general, ambas actividades se desarrollan conjuntamente (mientras se fuma y se toma té al mismo tiempo). Tampoco podría haber visto la cantidad de espacio innecesario que se les daba a las escaleras en una parte de la ciudad donde el suelo es relativamente valioso. Después de ver la cantidad de espacio que ocupaban las escaleras en esos edificios con pisos de cinco o seis metros de fachada y ninguna profundidad, cerraba los ojos, olvidaba todas las demás fachadas, casas y calles de la ciudad, intentaba revivir ante mis ojos sus cientos de miles de escaleras, eso que llaman «huecos de las escaleras», y comprendía que Estambul era un bosque secreto de escaleras a causa de las propiedades divididas.
Al final de todos aquellos paseos, lo que realmente estimulaba mi imaginación era ver cómo aquellos magníficos edificios, en realidad modestos y pequeños para su magnificencia, eran usados de una manera tan distinta a lo que habían esperado los arquitectos y maestros de obras armenios que los habían proyectado hacía cien años para la población rumí y levantina de Estambul, hasta el punto de que se habrían quedado maravillados. Algo que aprendí durante mis estudios de arquitectura era que los edificios se adaptaban a la imaginación de los arquitectos y de los compradores que los encargaban. Al verse forzada a emigrar de esos barrios de Estambul la población rumí, armenia y levantina que había imaginado aquellas casas y que habían sido los primeros en instalarse en ellas, lo que determinó la vida de los edificios que quedaban fue la imaginación de los que llegaron después de ellos. Aquí no estoy hablando de una imaginación activa que dé forma a las construcciones y las calles y dé a la ciudad su aspecto. En realidad, me refiero a la imaginación pasiva que han desarrollado para adaptarse a estos espacios quienes vinieron arrastrados desde rincones inesperadamente lejanos, desde lugares completamente distintos a esos edificios con su forma propia ya, a esas viejas calles que mucho tiempo atrás habían adoptado su aspecto fundamental.
Podría comparar esa imaginación con las fantasías de un niño que mira las sombras que ve en la pared antes de dormirse en una habitación oscura a medianoche. Si el niño duerme en una habitación desconocida, extraña y terrorífica, la hace habitable identificando las sombras con cosas que conoce. Si está en su propia habitación, conocida, limpia, que le da confianza, se prepara para el mundo de los sueños identificando las sombras con los seres terribles de los cuentos. En ambos casos lo que hace la imaginación es crear fantasías para asegurar la adaptación del niño al espacio en que se encuentra a partir de los materiales fragmentarios y aleatorios que se le proporcionan. Aquí la imaginación no está al servicio de alguien que crea mundos nuevos ante a un papel en blanco, sino de alguien que está intentando adaptarse a un mundo ya formado, viejo. Las habitaciones y los pisos de quienes se habían instalado en aquellas construcciones envejecidas y vacías por las emigraciones dentro del propio Estambul, por el cambio de localización de las zonas industriales y por la aparición de una nueva burguesía de origen turco y sus pretensiones de occidentalización, hervían con las huellas de ese segundo tipo de imaginación y con las decisiones que les había llevado a tomar. Dividiéndolos en dos con tabiques, inventándose cocinas bajo las escaleras y en los umbrales de las ventanas, convirtiendo los vestíbulos de los edificios en almacenes y salas de espera, creando nuevos espacios mínimos a base de instalar camas y armarios en los rincones más inesperados, emparedando con ladrillos puertas y ventanas y abriendo en las paredes nuevas puertas, ventanas y, a veces, agujeros, calentando aquellos edificios de calefacción central con estufas cuyos tubos siempre se inclinan a un lado, quienes se han refugiado en esos edificios, esa gente que los ha podido convertir en sus propias casas sólo gracias a haber tomado esas nuevas decisiones, eran totalmente ajenos a las intenciones que vertieron los arquitectos que los proyectaron hacía cien años en unos papeles en blanco.
Con la ayuda de esos papeles en blanco se podrá comprender mi nada casual situación. Durante algo más de tres años estudié arquitectura en la Universidad Técnica de Estambul. Pero no llegué a terminar la carrera y convertirme en arquitecto. Hoy intuyo que se debe a las fantasías ostentosas y modernistas que me creaba ante los papeles en blanco. Comprendí que en realidad no quería estudiar arquitectura, de la misma manera que comprendí que no quería ser pintor, como había soñado durante años. Me levanté de la mesa en la que estaban mis enormes papeles en blanco de diseño arquitectónico, que me mareaban, me excitaban y me asustaban, y me senté a la mesa sobre la que había papeles en blanco para escribir, que también me mareaban, me excitaban y me asustaban. Y llevo veinticinco años ahí sentado. Cuando la escritura comienza a formarse en mi interior, la sensación que me proporciona el papel en blanco de estar al comienzo de todo, la idea de que el mundo se adaptará a mis proyectos, es la misma que cuando me forjaba mis fantasías arquitectónicas. Sin embargo, he podido seguir con esas fantasías literarias veinticinco años y aún sigo con ellas. Bien, entonces vamos a hacer la pregunta que hace veinticinco años, al principio, se me formulaba tan a menudo y que todavía se me hace de vez en cuando: ¿por qué no me hice arquitecto? Respuesta: porque creía que los papeles ante los que me inclinaba y en los que pensaba proyectar mis fantasías estaban en blanco. Pero después de veinticinco años de escritura por fin he comprendido que nunca lo estuvieron. Al sentarme a la mesa sé que me acompañan quienes nunca se sometieron a la tradición, a las normas y a la historia, junto con lo casual y lo irregular y lo oscuro, lo terrible y lo sucio, con el pasado y sus fantasmas, con lo que quieren olvidar la sociedad y la lengua oficial, con el miedo y con los espectros que lo alimentan. Para poder pasar al papel todas esas cosas extrañas tenía que escribir novelas que en parte miraran hacia el pasado y la historia, a lo que han pretendido olvidar la República moderna y la occidentalización y que en parte se volvieran hacia el futuro y la fantasía. Si a los veinte años me hubiera dado cuenta de que podía conseguir lo mismo con la arquitectura, habría intentado terminar la carrera. Pero por entonces yo era un modernizador resuelto a librarme del peso y la suciedad de la historia, de sus espectros y sus tinieblas y, aún peor, un firme partidario de la occidentalización que creía que todo iba como debía ser. La gente de mi ciudad, ajenos a las normas, a su historia y a su compleja cultura, no me parecían parte de mis sueños sino obstáculos que me impedían hacerlos realidad. Comprendí rápidamente que no me permitirían construir en las calles los edificios que quería. Sin embargo, no podían impedirme que me encerrara en casa a escribir.
Me llevó ocho años publicar mi primer libro. Durante ese tiempo tuve a menudo el siguiente sueño, especialmente en los momentos de desesperación en que creía que nadie lo publicaría nunca. Estaba estudiando arquitectura, diseñaba un edificio para un proyecto pero me quedaba poco tiempo para la fecha de entrega. Estoy sentado a la mesa trabajando con tesón, rodeado por todas partes de dibujos a medias, rollos de papel y manchas de tinta que se abren a izquierda y derecha como flores ponzoñosas. Según va trabajando a toda máquina, a mi mente le vienen ideas cada vez más brillantes, pero por otro lado se va acercando a mayor rapidez que mi fogosa velocidad de trabajo la fecha de entrega, ese horrible final y, en realidad, soy consciente de que no seré capaz de terminar a tiempo los planos que tengo entre manos de ese enorme y riquísimo proyecto. La culpa es sólo mía, yo soy el único culpable. Noto tal sentimiento de culpabilidad mientras trabajo forjándome fantasías aún más violentas, que acaba convirtiéndose en un dolor insoportable y me despierto.
En primer lugar debo decir que tras ese sueño se ocultaba el miedo a ser escritor. Si hubiera sido arquitecto habría tenido una profesión, mejor o peor, que me habría permitido ganar lo suficiente como para llevar una vida de clase media. Pero cuando insistí de manera incomprensible en ser escritor y empecé a escribir «novelas» todos los que me rodeaban me decían que iba a pasar mucha hambre en el futuro. De ahí que, a pesar de todos esos sentimientos de culpabilidad y de la terrible falta de tiempo, mi sueño fuera el de la satisfacción de un deseo. Porque intentando ser arquitecto no me alejaba de una vida «normal». Trabajar en exceso con una fecha límite y fantasear intensamente es algo que me ha ocurrido después a menudo, escribiendo novelas sin ningún límite de tiempo.
Así pues, cuando me preguntaban por qué no me hice arquitecto, respondía lo mismo con otras palabras: «¡Porque no quería hacer bloques de pisos!». A lo que me refería con bloques de pisos era a una forma de vida, a una manera de entender la arquitectura. Después de la década de los treinta, Estambul abandonó bastante la vieja ciudad histórica sobre la que se situaba y las clases media y alta comenzaron a derruir sus casas de dos o tres pisos con amplios jardines, a abrir solares vacíos y a construir bloques que destruyeron en sesenta años toda la antigua textura de la ciudad y su silueta histórica. A finales de los cincuenta, cuando empecé el colegio, todos mis compañeros de clase vivían en bloques de pisos. Los interiores de estos edificios, cuyas fachadas al principio combinaban una sencillez y una modernidad al estilo de la Bauhaus con la casa tradicional turca de balcón y que luego recordaban a malas imitaciones del estilo internacional totalmente privadas de inspiración, siempre se parecían entre ellos debido a los problemas de propiedad y a lo estrecho de los solares. Tenían en medio una angosta escalera y un patio de luces al que se llamaba «la oscuridad» o «la luz», un salón en la parte delantera, y atrás, dependiendo de la anchura del solar y de la habilidad del arquitecto, dos o tres habitaciones. El largo y estrecho pasillo que unía el único cuarto de delante con los de atrás, las ventanas que daban a la «luz» y las del hueco de las escaleras provocaban que todos aquellos pisos se parecieran de manera terrorífica y siempre olían al mismo moho, al mismo aceite viejo y refrito y los mismos excrementos de pájaros. Lo que más me asustaba durante mi período de formación como arquitecto era verme obligado a hacer en el futuro esos bloques de pisos en pequeños y estrechos solares de acuerdo con la normativa urbanística, el gusto semioccidentalizado de las clases medias y el criterio de mayor ganancia posible. Por aquel entonces muchos familiares y conocidos que se quejaban de los arquitectos sinvergüenzas me decían que cuando yo lo fuera me entregarían con toda confianza solares que habían heredado de sus padres para que yo construyera algo así.
Al no convertirme en arquitecto me libré de construir esos bloques de pisos. Me hice escritor y he escrito mucho sobre ellos. Y todo lo que he escrito me ha enseñado lo siguiente. Lo que convierte una casa en un hogar son los sueños de quienes viven en ella. Estos sueños, como si fueran fantasmas, se alimentan de los rincones más envejecidos, gastados, oscuros y sucios de las casas. Incluso podría decirse que, tal y como hay construcciones en las que, al envejecer, las fachadas y los tabiques se van haciendo más bellos adquiriendo una textura misteriosa, pueden verse las huellas de cómo un edificio va convirtiéndose de una estructura incomprensible en un hogar a fuerza de soñar con él. Recordemos siguiendo esta lógica las habitaciones divididas, los tabiques agujereados y las escaleras rotas a los que me he referido poco antes. Hay algo de lo que un arquitecto nunca podrá hallar pruebas ni huellas palpables: los sueños con los que sus primeros habitantes convirtieron en un hogar ese edificio nuevo y vulgar construido con un entusiasmo de modernidad y occidentalización, como si se quisiera comenzar todo de nuevo.
Caminando por entre los restos del terremoto que hace tres meses costó treinta mil vidas, entre todos esos restos de muros, cristales rotos, zapatillas, pies de lámparas, cortinas y alfombras enredadas en cualquier cosa, y trozos de ladrillos y cemento, sentí con fuerza una vez más la presencia de esa capacidad de soñar que convierte en hogar cualquier edificio, cualquier refugio viejo o nuevo en el que se instalan los seres humanos. Agarrándonos con la imaginación a la vida incluso en los momentos más desesperados como personajes de Dostoievski, sabemos convertir los edificios en hogares hasta en las situaciones más difíciles.
Pero cuando un seísmo derriba esos hogares nos damos cuenta con dolor de que en realidad no eran sino construcciones. Inmediatamente después del terremoto que costó treinta mil vidas, mi padre me contó que a medianoche y en medio de una absoluta oscuridad, se había cortado la electricidad en todo Estambul, salió de su edificio y se refugió en otro que había doscientos metros más allá. Al preguntarle por qué lo había hecho, me respondió con respecto al segundo bloque: «Ése es seguro, lo construí yo». Era la casa familiar en la que había pasado mi infancia, en cuyos pisos vivían mi abuela, mis tíos y mis tías y sobre la que había escrito tanto -tantas novelas-, y, en mi opinión, mi padre no se refugió allí porque fuera un edificio seguro, sino porque era el hogar.