Capítulo 20
Secretos compartidos

La farmacia se encontraba esa tarde más concurrida de lo habitual. Mientras aguardaban cola, Violette y Odile, se entretenían curioseando en los expositores de cosméticos y bálsamos labiales.

—¡Uy, mira! —exclamó Odile agarrando un pote de cristal azul de un estante—. La de años que hace que no tengo de esto en casa, desde que Gerard era un niño. Este ungüento siempre ha sido mano de santo para los catarros, entonces no hacían falta antibióticos ni porquerías de esas.

—¿Un ungüento?

Violette lo estudió con curiosidad, su madre no debía ser de la misma opinión porque ella nunca había visto semejante potingue en su casa.

—Con muchas utilidades —dijo con mucho misterio—, ya me entiendes.

—Pues no, no te entiendo. —Rebatió mientras destapaba el frasco—. Uff, huele muy fuerte, ¿no? —comentó arrugando la nariz.

—Es la esencia de mentol.

Violette devolvió el tarro al estante. Odile ojeó el precio y rio por lo bajo.

—El dinero que te habrías ahorrado si yo lo hubiese sabido.

—Ay, Odile, cómo eres. —Rebufó—. ¿Vamos a seguir jugando a los misterios o vas a hablar claro de una vez?

—Ese gel —aclaró con una mirada aviesa—. El de menta, el que compraste en la reunión aquella.

Violette frunció los labios y la acribilló con una mirada interrogante.

—Me gustaría saber cómo te has enterado de lo que compré.

La anciana rio sin disimulo.

—¡Porque soy una cotilla sin remedio! —Y se apresuró a añadir en su defensa—. Te dejaste la bolsita sobre la mesa de la cocina y, ¿qué quieres?, me pudo la curiosidad. ¿Quién iba a resistirse a fisgar en una bolsa con el rótulo Sexy fantasía?

—¿Lo viste todo? —preguntó Violette con un ligero carraspeo—. ¿Todo?

—¡Huy sí! —confesó tan contenta—. Qué buena idea la del aparatito ese. —Se refería al dildo, era obvio—. Que quieres darle una alegría al cuerpo: lo enchufas y listo; que no, al cajón.

—Francamente, Odile, no sé qué pensar.

—Oye, bonita, que puedo ser vieja pero soy mujer y parisina de nacimiento, comprenderás que algo sé de fantasías sexys —repitió con ironía el letrero de la bolsita de los juguetes eróticos—. Esos vibradores en mis tiempos se llamaban «quitapenas» y «maridos sin pantalones».

—¿Ah, pero acaso en tus tiempos había esas cosas? —balbució.

—Sí, hijita, sí. No con tantos colores ni tan aparatosos; parecían supositorios gigantes de plástico blanco, feísimos —explicó para pasmo de Violette—. No hablo por experiencia propia, ojo, pero los anunciaban hasta en las revistas femeninas. Se vendían por correo como masajeadores para el dolor de cuello.

—Qué astuto el fabricante.

—A lo que íbamos —atajó sin pudor—. El gel ese frío calor que compraste, ¿funciona?

Violette se dejó de remilgos, estaba claro que Odile no se asustaba de nada.

—Pues… Así, así.

—O sea, que no.

—Frío un poquito —confesó—, calor nada de nada. Me esperaba algo más intenso, la verdad.

La anciana cabeceó con expresión sagaz, como si supiese de antemano la respuesta, y tomó de nuevo el tarro de ungüento mentolado del estante.

—Una pizquita de esto —reveló mostrándole el tarro a la altura de los ojos—, y sabrás lo que es bueno.

—¿Una medicina de farmacia?

—Las chicas de la posguerra, aprendimos a servirnos de remedios caseros, querida. No nos quedaba otra.

Violette la miró dudosa durante un par de segundos, pero acabó cogiendo el frasco.

—¿Dices que cura los catarros? —farfulló con los ojos clavados en la etiqueta.

Un rato después de la cena, Patrick tenía muchas ganas de jugar. En el sofá, Yolanda le daba ideas.

—¿Qué tal a adivinar las cosas que más nos gustan? —sugirió, a la vez que le revolvía el pelo.

Él le atrapó la mano y besó el interior de la muñeca, justo donde le latía el pulso. Ella se dejó hacer, con una risita.

—¿Para conocernos mejor? —preguntó Patrick, notando en los labios que la caricia había logrado acelerarle los latidos.

—Como en el strip poker.

—No es mala idea.

Yolanda se soltó de su agarre con malicia, y él aprovechó para cogerla por la cintura con ambas manos.

—Si aciertas, yo me quito una prenda y si acierto yo, te la quitas tú. —Acordó ella.

—Yo empiezo.

—A ver, adivina una cosa que me guste.

—Te gusto yo —anunció con una mirada triunfal.

Yolanda explotó a reír y se echó hacia atrás para escapar de él, pero Patrick se inclinó sobre ella, obligándola a tumbarse de espaldas.

—Eso es trampa —protestó entre risas.

—Quítate la camiseta —ordenó Patrick, levantándosela él mismo hasta dejar el sujetador a la vista.

—Eh, la prenda la elijo yo —exigió, y se quitó una sandalia.

—Eso no vale —dijo besándola en el cuello.

Que si te la quito, que si no, acabaron cayendo al suelo el uno en brazos del otro. Yolanda trató de ponerse de pie, pero Patrick la agarró de la cinturilla del pantalón, obligándola a quedar de rodillas cara al sofá y aprovechó para bloquearla arrodillándose a su espalda.

—Esta postura me recuerda una historia increíble pero cierta —susurró apartándole el pelo.

—¿Qué historia? —preguntó, cerrando los ojos al notar que Patrick le mordisqueaba la nuca.

—¿Sabes cómo adquirió sus poderes Madame Lulú? —susurró besándole el cuello a la vez que subía las manos por debajo de la camiseta.

Mientras le acariciaba los pechos, Patrick pegó la boca a su oído y entre besos juguetones le aseguró que hacía unos quince años, Lulú, que por entonces ya tonteaba con los fármacos psicotrópicos y las filosofías budistas, paseaba una tarde en compañía de un jovencito aficionado a las mujeres maduras. El chico quería enseñarle la estatua del León de Belfort y al llegar a la plaza, o fue la postura del animal o la media botella de Pernod que se habían metido en el cuerpo, el caso es que el muchacho sintió la llamada de la carne. Entre besuqueos y achuchones, la llevó a la entrada de las catacumbas, compró un par de entradas y la arrastró de la mano por las galerías.

Yolanda le atrapó las manos y las mantuvo sobre sus senos, pidiéndole más. Patrick continuó el relato y las caricias.

—Al llegar a un recodo perdido y oscuro —murmuró, lamiéndole el lóbulo de la oreja—, hizo que se agachara, le levantó la falda y le bajó las braguitas susurrándole al oído que allí bajo, entre los muertos, iba a darle el placer de su vida.

Yolanda estalló en carcajadas.

—No te rías, que es verdad —aseguró dándole una castigadora palmada en el culo—. Fue en las catacumbas de París, en la postura del perrito, con la frente apoyada en un cráneo de la pared y el chico gozándola por detrás, venga zasca, zasca, zasca. —La embistió como un mastín para emular el momento—. Lulú sintió que aquella calavera le transmitía el poder de comunicarse con los muertos.

Los dos cayeron sobre el sofá riendo a carcajadas tan fuertes que debían escucharse hasta en la calle.

—Te lo has inventado —protestó Yolanda, con lágrimas de risa.

—Ella misma lo va contando: palabra —alegó exigiendo un beso, que Yolanda le dio; seguido de otro que prometía muchos más antes de que acabara la noche.

—Has traído la alegría a esta casa —murmuró Patrick.

—Nunca he sido una persona especialmente alegre.

—Conmigo sí te ríes.

Yolanda suspiró, qué cierto y qué bien sonaba eso.

—¿Por qué será? —musitó acercando los labios a los de él.

El timbre del teléfono los sobresaltó. Patrick masculló una palabrota por lo bajo. Yolanda tanteó sobre el sofá, en busca del auricular inalámbrico. Con tanto jueguecito, debía andar debajo de algún almohadón. Cuando logró encontrarlo, se lo pasó a Patrick que se incorporó y, a la vez que se peinaba con la mano, respondió a la llamada.

—No es molestia, Odile. Aún estamos despiertos —aseguró de mala gana—. Sí, aquí conmigo.

Se apartó el auricular de la oreja y se lo ofreció a Yolanda.

—Es Odile, quiere hablar contigo.

—¿Conmigo? —se extrañó agarrando el aparato—. ¿Sí? Buenas noches, Odile. Dime.

Yolanda se estiró la camiseta con la sensación de que algo no andaba bien. Su interlocutora no tardó ni un segundo en confirmar sus sospechas.

—Houston, tenemos un problema —anunció muy flemática.

La sorpresa que se llevó Yolanda al encontrarse a Violette despatarrada en el bidé con las mejillas rojas de vergüenza, venga a echarse agua fría en sus partes íntimas, la dejó descolocada.

—A ver, repítemelo, ¿qué es lo que dices que te has puesto? —insistió; no la entendía, si Odile no dejaba de hablar al mismo tiempo.

—Esto —respondió la anciana por la chica, entregándole un tarro de vidrio.

Violette se removía en el bidet de pura desazón.

—¡Uy, uy! —se quejó—, cómo escuece.

Yolanda identificó, entre los recuerdos de su infancia, aquel frasco de vidrio azul oscuro con la tapa de rosca verde manzana. Miró de nuevo a Violette, que se echaba agua como una desesperada. ¡Ay, madre! Solo de pensarlo se le contrajeron las ingles de manera automática.

—Pero esto, ¡esto es Vicks VapoRub! —exclamó leyendo la etiqueta—. Y te lo has puesto… ¡¿ahí?! ¿Cómo se te ocurre? ¿Estás loca?

—Ha sido Odile. —Lloriqueó—. Ella me dijo que…

—Te dije una pizquita, ¡a ver si ahora voy a tener yo la culpa! —protestó agitando las manos para quitarse las pulgas de encima.

—La culpa es mía por hacerte caso, ¡ay, ayyy!

—Venga, venga, mucha agua y jabón —aconsejó la abuela—. Hala, así, haz como yo todas las mañanas, animalito, animalito, ya que no comes, bebe un poquito.

Yolanda casi se muere de risa, caray con la abuela y sus ocurrencias. Pero al ver la mirada de desesperación de Violette, se mordió los labios y se prohibió a sí misma ni un cachondeo ni medio. Tal como iba leyendo la fórmula, una combinación de esencias de mentol y eucalipto mezcladas con algo tan pringoso como la vaselina, se dio cuenta de que la cosa podía ser seria y empezó a asustarse.

—«Evitar el contacto con las mucosas» —leyó en voz alta—. ¡Uff! No me extraña que sientas que te quema. Si me acuerdo que mi madre me lo untaba de pequeña, cuando me resfriaba, y el pecho me ardía como si tuviera fuego. —Se espantó al imaginarlo, la pobrecilla debía tener el mismísimo infierno entre las piernas—. Violette, sécate que nos vamos al hospital ahora mismo.

—¡Ni pensarlo!

—He dicho que nos vamos.

—¡Que no! —insistió horrorizada—. Que me muero de vergüenza.

Yolanda dejó el tarro sobre el lavabo y se encaró con ella con los brazos en jarras.

—Mira, Violette, no me toques las narices —avisó decidida—. Tú te vienes conmigo al hospital aunque tenga que llevarte a rastras. Así que, ¡andando!

Dado el evidente estado de desazón de Violette, que no paraba de moverse del picor que tenía, no las hicieron esperar mucho en la admisión de urgencias del Hospital. Ella entró sola, acompañada por un celador. Yolanda se sentó en la sala de espera, con el bolso de Violette en el regazo. Con las prisas, ni pensó en subir a casa a coger el suyo y en ese momento estaba sin documentación, sin llaves, sin dinero y sin teléfono.

Violette siguió al celador hasta un box. Oyó a este hablar con el médico, con la puerta entreabierta ella no lo veía. «¿Doctor Laka?». Ese nombre le sonaba. Cuando el celador se apartó y tuvo delante al doctor que le había tocado en suerte, maldijo precisamente eso: su suerte. ¡Y tanto que le sonaba el nombre! Frutas y verduras, la asociación fue inmediata. Alzó la vista hasta el rostro color chocolate que tenía delante y que, para su consternación, la miraba con una sonrisa adorable.

—Hola, ricitos de oro.

Maldito falso frutero, ¡mentiroso!, seductor de chicas inocentes en callejones oscuros. Así que era médico. Y con la bata blanca aún estaba más sexy, el muy…

—Adiós —anuncio Violette girando en redondo.

—Eh, no corras tanto. —La frenó, saliendo de detrás del escritorio.

—¿Desde cuándo eres médico?

Él la miró sorprendido.

—No sé a qué viene esa pregunta. Desde hace unos cuantos años, si tanto te interesa.

—Exijo que me atienda otro.

Él se movió rápido y con una mano apoyada en el quicio, bloqueó la puerta con su enorme cuerpo para interceptarle el paso.

—¿Exijo? No me hagas reír. Esto es la sanidad pública, bonita.

Violette le lanzó una mirada furibunda.

—¿Tú eres ginecólogo?

—No.

—Pues es el único médico que yo necesito —anunció—. Hala, hasta nunca.

Intentó escapar pero él se lo impidió poniéndole la mano en el hombro.

—Cuánto lo lamento, alteza, pero vas a tener que conformarte con un traumatólogo de guardia. Es lo que hay. ¿Problemas de Ginecología? —se interesó al verla contraer las piernas.

—No pienso decírtelo.

Él se puso serio, empezaba a cansarse de su testarudez.

—Pasa ahí detrás y desnúdate de cintura para abajo —exigió de manera taxativa y le señaló con la cabeza un biombo de tela blanca.

—¿Y si no quiero?

—Pues no saldrás de aquí. Tú verás lo que haces.

—No puedes retenerme.

—Impídemelo —la desafió inclinándose sobre su rostro.

Violette le sostuvo la mirada. Apretó de nuevo los muslos y se rascó el pubis por encima de los vaqueros.

Un enfermero llegó con el parte de urgencias y se lo entregó al médico.

La quemazón que tenía entre las piernas la empujó a decidirse. Violette se metió de mala gana tras el biombo y se desnudó de medio cuerpo, tal como él le había indicado. El enfermero le tendió una bata verde desechable por encima del biombo que ella agarró murmurando un «gracias» que le salió del alma, al menos aquel espanto de ropa de celulosa, que le sentaba como una patada, le evitaba más bochorno del que ya sentía. Salió de puntillas y se sentó en la camilla.

Entre tanto, el exfrutero negro apetitoso convertido en sexy médico, examinaba el informe con actitud concentrada. Cuando acabó, dejó el formulario sobre el escritorio. Pasó al lado del biombo donde Violette esperaba, se sentó en un taburete frente a ella y se cruzó de brazos.

—Veamos, ahí no explica mucho; una fuerte irritación, con prurito y poco más. Cuéntame qué ha pasado.

Violette notó cómo enrojecía por momentos, las mejillas le ardían. No le quedaba otra, tenía que explicárselo; así que se armó de valor.

—Fisiusss bissfius bisbisbisss.

Él arrugó la frente.

—¿Qué?

Sonrojada a más no poder, escuchó teclear en un ordenador al otro lado del biombo; debía ser el enfermero. Su presencia aún la abochornó más. Bajó la vista y, con los ojos fijos en sus propias manos cruzadas sobre la bata verde, volvió a bisbisear sin apenas despegar los labios.

—Bisfiusss fifsiusss sisssi.

—¿Puedes hablar más alto, que no te entiendo?

—Mehepuesto visvaporúsenelchichi.

Él parpadeó un par de veces con la boca abierta hasta que su cerebro procesó el mensaje.

—¡¿Qué te has puesto Vicks VapoRub ahí abajo?! —tradujo fuera de sí.

—Grita más alto, que se entere todo el mundo —replicó con una mirada asesina—. Ya puestos, ¿por qué no lo twitteas a ver si somos trending topic?

El enfermero, que no paraba de reír desde que oyó lo de chichi, por mucho empeño que ponía en mantenerse al margen dado que médico y paciente parecían conocerse bastante, le fue imposible y optó por dejarlos solos. Se levantó del ordenador, preparó una solución jabonosa y, antes de salir se apiadó de Violette. Consciente de lo violenta que debía sentirse, intervino para sacarla del apuro. Por lo que sabía del caso, la chica padecía algo molesto pero nada grave. Y se trataba de trabajo, como en cualquier guardia nocturna; tanto le daba curar una parte del cuerpo que otra.

—Marc, ¿quieres que me ocupe yo? —sugirió al tiempo que dejaba la palanganilla metálica sobre el carrito del instrumental.

Así que se llamaba Marc, pensó Violette. Bonito nombre, bonita cara, bonito cuerpo, horrible situación. Tenía que encontrárselo justo allí y con aquel humillante problema. ¡Qué asco de vida!

—No, gracias, yo me encargo —respondió al enfermero, mirándola muy fijo para que no se atreviera a llevarle la contraria.

—Entonces, me marcho que ahí fuera me necesitan —anunció este antes de salir por la puerta.

—Túmbate y abre las piernas —indicó.

—Sospecho que esa es tu frase preferida, ¿a que sí? —dejó caer con una sonrisa ácida.

—Vamos a dejar las cosas claras, rubita. Este es mi trabajo y soy un profesional intachable, así que no me jodas.

Su expresión era tal que Violette obedeció.

—Cuanto antes salga de aquí, mejor —replicó, incapaz de morderse la lengua—. ¿No dices que eres un profesional? Pues quítame este escozor de una vez, que para eso he venido.

Él le lanzó una mirada de soslayo. Giró sobre el taburete, alcanzó unos guantes de látex y se los colocó. Abrió dos paquetes de gasas estériles, colocó la palangana entre las piernas de Violette e hizo una torunda con las gasas.

—Tranquila, que estás en buenas manos.

—Ja, ja, ja.

—¿Volvemos a las bromas? —dijo en tono de advertencia, a la vez que retiraba con las gasas húmedas el resto de ungüento—. Mal asunto.

No sabía que la actitud arisca de Violette era fruto de la vergüenza que sentía abierta de piernas y notando sus dedos en lo más íntimo de su cuerpo.

—No sé yo que entiende un traumatólogo de genitales femeninos.

—Bueno, alguna cosa aprendí en la Universidad —ironizó sin dejar de eliminar todo rastro de pringue—. Entre otras, las diferencias entre la anatomía femenina y la masculina.

—Sí: tú, pistolita; yo, rajita —respondió Violette con idéntico sarcasmo—. A mí no me hizo falta estudiar Medicina, me lo enseñaron en preescolar.

Marc se quedó mirándola con una ceja levantada y la gasa en el aire.

—Pistolita… ¿yo? —repitió incrédulo—. Tú tienes problemas de memoria.

Ella clavó la vista en el techo. No, no pensaba responder a la puya. Por una vez en su vida consiguió mantener la boca cerrada.

—¿No vas a decirme cómo te llamas? —La picó.

—Violette, aunque no sé por qué preguntas si lo has leído en el informe.

—Porque me gusta que me lo digas tú —sonrió—. Yo Marc.

—Ya.

Una respuesta áspera que a él no le hizo la más mínima gracia. Como premio, decidió provocarla más.

—¿Quién te ha sugerido esta gilipollez del Vaporub? ¿Tu novio? —preguntó con ojos malignos.

—Oye, que yo no…

—¿Cómo dejas que te utilice?

—Pero…

—La próxima vez que quiera emociones fuertes, le dices que se meta él una guindilla por el culo.

—Que no tengo…

Él continuó interrumpiéndola. Violette echó aire por la nariz de puro desespero.

—Yo puedo recomendarte una tienda argelina. Venden unas que pican como un demonio y…

—¡Mi novio tiene pilas! —gritó a pleno pulmón para que se callara de una vez.

Para mayor mortificación, lo oyó reír como un canalla.

—No chilles —rogó. Y le dedicó su sonrisa más diabólica—. Así que me has sustituido por Robocop.

—¿Acabas o qué?

Él no respondió. Ella lo ojeó con disimulo. Mientras destapaba un tubo de pomada, Marc la observaba muy fijo. Ella desvió la mirada hacia la pared, porque la ponía nerviosa. Con infinito cuidado, él esparció un medicamento en gel para aliviarle la quemazón y devolver el PH a la mucosa. La sensación de alivio fue tan intensa que Violette sintió escalofríos.

—Ay, qué gusto —gimió.

Él se puso de pie y se quitó los guantes. Violette bajó las piernas al suelo y Marc le ofreció la mano para ayudarla a levantarse. Cuando ya la tuvo en pie frente a él, tiró de su mano por sorpresa y la pegó prácticamente a su pecho. Bajó la cabeza hasta que su nariz quedó a milímetros de la de ella.

—Esas mismas palabras quiero oírlas de tu boca. Pero en otro momento —sugirió con un tono bajo y seductor—, no ahora que tienes el chichi. —La imitó— más rojo que un tomate.

Por enésima vez en esa noche, Violette se ruborizó de manera instantánea. Marc sonrió de medio lado al ver sus mejillas encendidas y salió de esa parte del biombo para dejarle intimidad.

Violette se vistió a toda prisa. Las bragas se las metió en el bolsillo, ya que habían estado en contacto con el pringue y solo faltaba tuvieran que volver a empezar. Salió de detrás del parabán y con una vocecilla inaudible le dio las gracias.

—Toma —dijo él, tendiéndole el parte médico—. En un par de días estarás como nueva. —Y señaló la línea donde había prescrito el tratamiento—. Compra este gel en una farmacia y póntelo tantas veces como haga falta.

—Gracias otra vez —reiteró. Rifirrafes aparte, le estaba muy agradecida.

—En lugar de las gracias dame tu número de teléfono.

—Y así te lo agradezco en privado otro día, ¿verdad? —Adivinó acribillándolo con una mirada—. ¿Por qué no se lo pides a cualquiera de las macizas que te hacían corro en la verdulería del señor Laka?

—¿Me viste?

—Te vi. Os vi —puntualizó—, a ti y a tu harén.

—¿Y no fuiste capaz de acercarte y decirme «hola»? —contraatacó enfadado—. Regresé varias noches a buscarte a aquel club nocturno porque quería volver a verte, ¿sabes?

—No, no sé.

—Por cierto, ¿qué hacías tú cerca de la frutería de mi tío?

Violette lo dejó con la palabra en la boca. Salió por la puerta y huyó por el pasillo. Era guapísimo y había vuelto a buscarla, ¡a ella!, porque quería volver a verla. Pues no, no era una buena ida. Ella siempre metía la pata con los hombres y aquel en concreto no estaba a su alcance. Demasiado perfecto para hacerse ilusiones.

En cuanto Yolanda la vio llegar, se levantó de la incómoda butaca de plástico y fue a su encuentro.

—Dios, qué nochecita. Ya te contaré —murmuró Violette tomando aire.

—Déjame tu móvil. Mira cómo voy, sin bolso ni nada —explicó—. Y quiero llamar a Patrick, que debe estar preocupado.

—No le cuentes nada de esto —avisó.

—Pues claro que no, mujer.

Le dio el teléfono y Yolanda se alejó un trecho con el móvil en la oreja. Mientras guardaba el parte médico en el bolso, Violette observó con fastidio que se acercaba Madame Lulú. Era increíble la habilidad que poseía aquella mujer para estar en todas partes, debía habérsele contagiado de sus amiguitos los fantasmas.

—Mi querida Violette. —Enunció; a ella le escamó el tono ceremonioso—. Tengo que pedirte un favor importantísimo. No he podido evitar escucharte.

—¿Cuándo?

—Yo estaba en la consulta de al lado y, ya se sabe, las paredes parecen de papel. Verás, mi editor y yo no nos ponemos de acuerdo con el título de mi nuevo libro. Autoayuda para mujeres —explicó.

Entre tanto, Yolanda se unió a ellas dos. Tuvo que morderse la mejilla hasta hacerse daño para no reír, porque al ver a Lulú se acordó de la historieta sexual de las catacumbas que le había contado Patrick, la calavera y la transmisión orgásmica de poderes frente contra frente.

—Esos libros se venden como rosquillas, ¿no? —dedujo Violette, inmersa en la conversación.

Yolanda escuchó para seguir el hilo.

—Cierto —responidó Lulú sonriente; su último libro ocupaba los primeros puestos en las listas de los más vendidos desde hacía meses—. Como te decía, esta vez se nos resiste el título. Karma íntimo no le gustó a mi editor.

—Demasiado ambiguo —opinó Yolanda.

Violette le lanzó una mirada para que no le diese cuerda, pero a Yolanda le divertía el asunto y siguió a la suya.

La cueva del tesoro, tampoco —continuó la vidente.

—Demasiado fantasioso.

—Necesito algo rotundo, que impacte en la mente de las lectoras. Dudaba si El chumino en femenino

Se oyeron varias carcajadas en la sala de espera.

—Uy, demasiado obvio. —Se cachondeó Yolanda.

—Pero esta noche Violette me ha dado el título perfecto. Mi novio tiene pilas, ¡autoayuda para mujeres! ¡Maravilloso! ¿Me lo prestas? Dime que sí —suplicó con las manos juntas.

—Todo tuyo, Lulú —aceptó para acabar cuanto antes—. Eso sí, ni se te ocurra nombrarme en los agradecimientos.

Yolanda miró el reloj, eran casi las once; estaba harta del olor a hospital, solo deseaba regresar a casa.

—Violette, vamos a coger un taxi, ¿qué te parece? —propuso—. Yo no llevo ni un euro.

—Por supuesto que sí, yo estoy desando meterme en la cama —aceptó; y miró a la vidente—. Lulú, ¿te vienes con nosotras en el taxi?

Era lógico, ya que las tres vivían en el mismo edificio.

—Te lo agradezco, pero todavía tengo que esperar a que me hagan la receta —explicó, declinando la invitación de Violette—. Siempre vengo aquí, hay un médico, un amigo de toda confianza —Yolanda y Violette entendieron que un cliente de su consulta—, que no me pone pegas. Él me facilita ese secretillo mío, la inspiración de mis libros. Es tomarme una pastillita y los capítulos se escriben solos.

Las chicas se miraron entre ellas, esa mujer era una constante sorpresa.

—Lulú, no nos dejes con la intriga. —La animó Yolanda—. A nosotras puedes contárnoslo.

Madame Lulú miró con disimulo a su alrededor, se acercó mucho a ellas para que no la oyera nadie y cuchicheó el secreto de su éxito literario.

—Valium. Se llama Valium.

Al llegar al apartamento, no le extrañó encontrar a Patrick todavía despierto. Lo vio en uno de los balcones de la sala de estar, de espaldas a ella con una botella de cerveza vacía en la mano. Ella fue despacio, lo abrazó por detrás y apoyó la barbilla en su hombro. Patrick no la oyó llegar y dio un respingo.

—Estás tenso —murmuró; y aupándose, le dio un beso en el cuello.

Con una sola mano, Patrick agarró las de ella que se le ceñían alrededor de la cintura, pero Yolanda se liberó y comenzó a masajearle los hombros.

—Relájate.

—¿Cómo quieres que me relaje si tus amigas te arrancan de mi lado en plena noche, cuando más te quiero aquí? Cualquiera que te necesita te tiene, menos yo.

Sin dejar de frotarle los hombros, ella apoyó la frente en su espalda y le dio un beso por encima de la camisa. Qué feliz la hacía que la necesitara tanto como para confesarlo sin reparos. Y esa noche ella lo deseaba a muerte.

—Voy a tener que darte unas gotitas de esas flores de Bach que recomienda Lulú a sus clientes.

—A mí no me harían efecto ni aunque me bebiera una garrafa —barbotó.

Yolanda rio divertida, pese a ser el productor del exitoso programa de videncia televisiva de Madame Lulú, Patrick no creía ni por asomo en asuntos esotéricos ni en poderes ocultos.

Al escuchar su risa, él giró en redondo.

—No le veo la gracia.

Ella sonrió, le quitó la botella de la mano, retrocedió hasta el salón y la dejó sobre un mueble. Patrick entró también, la mirada de Yolanda era en sí una invitación a seguirla.

—Yo sé cómo tranquilizarte —susurró ella.

Se quitó la camiseta sin dejar de sonreír, en ese punto habían detenido el juego dos horas antes. Se despojó también del sujetador y lo dejó caer al suelo. Patrick avanzó un paso y la abrazó, aplastándole los pechos contra su camisa.

—No funciona. Así me pones aún más cardiaco.

Yolanda sacudió la cabeza y agitó el pelo despacio. Patrick le acarició la espalda desnuda, su sonrisa perezosa y sus ojos brillantes lo excitaban. Tenía ganas de él. Patrick la atrajo y le hizo notar su erección.

Yolanda le desabrochó el primer botón del pantalón, se adentró hasta su sexo y lo acarició con una malicia enloquecedora.

—La calma viene después —aclaró ella.

Detuvo la mano y Patrick se la agarró por encima del pantalón para que no la sacara de donde la tenía.

—Sigue. —Gruñó, besándola con ansia.