Capítulo 9
Los gritos del silencio
Yolanda no podía evitarlo, estaba nerviosa. Cada vez que pensaba que estaba a punto de conocer a su medio hermana, aunque ella odiaba esa definición tanto como el desagradable «hermanastra» que asociaba con el cuento de Cenicienta y aquel par de pájaras que se dedicaban a amargarle la existencia. El pulso le latía acelerado ante la incertidumbre y la curiosidad de saber cómo sería, si se parecería a ella, quizá no en el físico pero sí en algunos rasgos del carácter. O puede que fuera al revés.
Aún no se explicaba en qué momento tonto la había pillado Patrick cuando aceptó que la acompañara. Se trataba de algo muy personal. Pero él insistió. Era tal el nivel de confianza que había crecido entre ellos sin que se dieran cuenta, que aceptó con agrado que la llevara hasta el boulevard Saint Michel. Tal y como indicaba la nota de puño y letra del actual dueño del restaurante de su padre, era allí donde vivía Sylvie. Yolanda esperaba a Patrick en la acera, al lado de la moto. Según le había comentado mientras bajaban a la calle, solo tardaría un par de minutos. Yolanda miró la hora cada vez más nerviosa, llevaba allí plantada cerca de diez.
Levantó la vista del reloj y respiró aliviada al verlo llegar. Llevaba otro casco de moto colgado del codo.
Llegó junto a Yolanda y se lo ofreció al tiempo que le explicaba que un amigo se lo acababa de prestar. Yolanda lo cogió como si aquel objeto fuera nuevo para ella. Y lo era.
—¿Vamos? —invitó Patrick.
—Estoy nerviosa —confesó con un poco de vergüenza—. Es la primera vez en mi vida que monto en una moto tan grande y me tiemblan las piernas.
Él se quedó mirándola, un poco incrédulo. Intuía que su inquietud obedecía no tanto a la novedad de montar en una Honda ST1300, como a la expectación de conocer a su inesperada hermana. Tan segura de sí misma, le enterneció ver aquella muestra de vulnerabilidad. Le acarició la mejilla y sonrió de un modo irresistible.
—Para todo hay una primera vez. Me alegro de ser yo quien te dé tu bautismo de fuego.
—¿Y si me caigo?
Patrick la cogió por la cintura.
—Solo tienes que agarrarte fuerte a mí, no lo olvides.
Yolanda, de naturaleza mucho más optimista que la de él, no llegó a imaginar que aquellas palabras escondían un doble sentido y que Patrick se refería a la moto y a lo que pudiera suceder al llegar a Saint Michel.
Era un sitio precioso para vivir. Eso fue lo que pensó Yolanda mirando hacia lo alto. En los bajos, un Starbucks y un Monoprix restaban aire regio a una construcción con tanto estilo. Mientras, Patrick investigaba entre los letreros junto a los timbres.
—Debe de ser este —supuso, con el dedo puesto sobre uno de ellos.
Yolanda se acercó y leyó «S. Sagnier» debajo de «H. Sagnier». Esos eran los datos que le había dado aquel hombre en el restaurante. El hecho de que no se apellidase Martín obedecía a su estado civil.
Fue Patrick quien se encargó de llamar al timbre. Yolanda lo escuchó mientras hablaba con un hombre que debía ser el marido; por un momento pensó que Sylvie estaría ausente y que el viaje había sido en balde. Pero cuando el interlocutor dijo lo contrario y los invitó a subir, Patrick empujó la puerta y le cedió el paso.
Esperaron al ascensor en silencio. Sin decir una palabra también ascendieron hasta la cuarta planta. Yolanda fue la primera en salir; miró hacia la derecha, en el umbral aguardaba una pareja joven. Él era rubio, ella tenía el pelo castaño lacio a la altura de los hombros. Fue entonces, impactada ante el evidente parecido que había entre ambas, cuando se quedó sin saber qué decir. La observó de arriba abajo y detuvo la vista en su cintura. Era algo más joven que ella, a pesar de ello era una mujer casada… y embarazada. Una nueva y maravillosa sorpresa. Llevaba desde niña soñando con la fantasía de pertenecer a una gran familia y, se emocionó al pensar en que en pocos meses sería tía, algo tan imprevisto y a la vez tan emocionante que la dejó aturdida. Imaginó la carita de aquel bebé, ¿se parecería un poquito a ella? Yolanda miró a los ojos a Sylvie, pero no le salían las palabras.
Patrick, en cambio, fue consciente de la situación que se avecinaba desde que estrechó la mano al hombre que se la ofreció, presentándose como Henri y marido de Sylvie. Era tan evidente cómo se parecían las dos, que solo un tonto habría dudado del parentesco entre Yolanda y la mujer plantada en el umbral. Lamentó que su sexto sentido hubiese dado en el clavo. Horas antes, no tuvo valor para romperle las ilusiones y por eso se guardó de advertirle que los encuentros inesperados no siempre acaban con final feliz. Tal como temía, la incomodidad del hombre que tenía delante y la seriedad de ella auguraban lo peor. Era obvio que ambos estaban advertidos de antemano de su visita; tal vez la misma mano que facilitó a Yolanda un papel con una dirección se encargó de avisar a la pareja.
La chica, sin dejar de mirar a Yolanda con abierta hostilidad, empezó a mover las manos muy rápido. Fue entonces cuando Patrick comprendió muchas cosas. Y aunque deseó agarrarla de la mano y llevársela de allí, se limitó a observarla mientras Yolanda indicaba a Henri con un gesto breve que no hacía falta que le tradujese lo que su mujer gritaba con los ojos y las manos. Patrick lo sintió por ella; había llegado rebosante de ilusión y a cambio iba a salir de allí destrozada. En silencio se alegró de estar a su lado para recoger los pedazos.
Yolanda escuchaba con la mirada, para ella era algo natural. Mientras la hermana que tanto había ansiado conocer le soltaba una tormenta de reproches, recordó la actitud intransigente de su padre cada vez que su madre sugería que su hija podía estudiar en un colegio de monjas de prestigio. Pero él jamás dio su brazo a torcer. «Yo pago, yo decido». Ella había escuchado muchas veces la misma discusión escondida detrás de las puertas, cuando era una niña. Y en ese momento, mientras la desconocida que tenía enfrente le lanzaba sin compasión todo el rencor acumulado durante años, comprendió el motivo secreto de su padre para obligarla a estudiar en un colegio de integración y que viviese desde pequeña la hipoacusia como algo natural; y tanto fue así, que en ese campo escogió su profesión.
Pero en ese preciso instante, ante la triste evidencia de que la sangre no hace el cariño, a pesar de todo dio gracias porque detrás de aquella decisión paterna se escondía una intención conmovedora: su padre quiso que aprendiera a hablar en silencio porque su otra hija, Sylvie, era una persona sorda.
Yolanda no dominaba del todo la lengua de signos francesa, pero no le hizo falta para entender toda la hostilidad acumulada contra ella.
—«Tú tuviste la culpa de que nunca pasara unas navidades con mi padre» —gritaban sus gestos desabridos—. «Siempre tenía una razón para marcharse a España». «¡Tú, tú, tú… Siempre tú!».
Yolanda se entristeció al comprender que jugaba con desventaja, porque las recriminaciones de Sylvie evidenciaban que ella sí sabía de su existencia. Por eso le echaba la culpa de todo, de ahí tanto resentimiento.
Pero no, ella no era culpable de nada. Yolanda se reveló ante lo injusto de la situación. Harta de sentirse vapuleada sin razón, alzó la mano tajante para hacerla callar.
—«Yo lo tenía dos veces al año, tú lo tenías siempre. ¡Siempre!» —insistió con vehemencia.
Giró en redondo y se marchó por las escaleras.
—Lo lamento, yo… —se excusó Henri, cariacontecido.
Patrick le expresó con un gesto que sobraban las disculpas. Cruzó una mirada con él para darle a entender que lo sentía tanto o más y se apresuró a seguir a Yolanda.
Yolanda bajó los cuatro pisos con una serenidad forzada que estaba muy lejos de sentir. No pretendía engañarse a sí misma, sino ocultar a los ojos de los demás su deplorable estado de ánimo. Después de años de miradas desafiantes y barbilla alta como contraataque a las puyas de su madre, se había convertido en una experta en fingirse insensible.
Entendía a su padre y su huida a París, decepcionado por la actitud desdeñosa y reprochadora de su esposa. Yolanda también llevaba soportándola toda una vida. Era capaz también, si no de compartir, al menos de entender el resentimiento que amargaba la existencia de su madre. Pero lo ocurrido cinco minutos antes no tenía sentido y nada la había preparado para el humillante rechazo que acababa de sufrir.
Patrick la seguía a un par de escalones de distancia, preocupado por ella. Después de presenciar el acre desencuentro, habría dado cualquier cosa por un bonito final de cine. Cuando llegaron a la calle la estrechó contra él con firmeza y permaneció callado; Yolanda no lloraba, pero estaba temblando. Al ver que se resistía a su abrazo, le cogió la mano derecha y la colocó sobre la piel que dejaba al descubierto el escote de su jersey.
—Esto es lo único que importa —murmuró besándola en el pelo, mientras ella sentía en la yema de los dedos el golpeteo furioso de su propio corazón—. A pesar de estar roto, aún sigue latiendo.
Yolanda se aferró a la mano de Patrick, haciendo un serio esfuerzo por no echarse a llorar.
—Ojalá yo supiera decir cosas tan bonitas —dijo con un hilo de voz.
Patrick le levantó la barbilla con suavidad.
—Es de Amélie —Yolanda no pudo evitar una débil sonrisa; era un hombre de cine—. Pero es verdad y es lo que debes pensar. Vamos —la instó, poniéndole la mano en la espalda para llevársela de Saint Germain.
Pensó que tal vez alejarse de allí la ayudara a superar el mal trago. Yolanda le cogió el antebrazo.
—Gracias, Patrick —dijo mirándolo de frente—. Te agradezco lo que tratas de hacer más de lo que imaginas, pero necesito estar sola.
—Deja que vaya contigo. Aunque no lo creas, sé escuchar. Que no quieres hablar de ello, perfecto; pero si necesitas soltar todo eso que ahora mismo te duele tan adentro, aquí me tienes.
Yolanda negó en silencio.
—La soledad no ayuda para nada —observó Patrick en un último intento de disuadirla.
Ella apartó la mirada y se mordió los labios, pensativa.
—No sé si ayuda o no, pero en este momento me hace mucha falta.
Patrick no insistió. Muy a su pesar, la vio alejarse caminando por el boulevard Saint Michel, sin poder hacer otra cosa que contemplar su silueta recortada contra las torres de Notre-Dame que despuntaban a lo lejos.
Papá me dejó dos cosas por toda herencia, la ilusión por hablar en francés y el privilegio de dominar la lengua de signos. Hoy me siento todavía más orgullosa del hombre que fue y de su legado, tan exiguo y a la vez tan grande, ahora que por fin comprendo su inmenso valor.
Apoyada en el pretil del puente de Saint Michel a modo de escritorio improvisado, puso el punto final y guardó el cuaderno. Apuntar sus pensamientos tal como le acudían a la mente, por raro que pareciera, la ayudaba a sobrellevar el estado de estupor en que se encontraba. Era obvio que Patrick estaba en lo cierto cuando le advirtió que el encuentro con su hermana podía no ser todo lo idílico que ella suponía. Y aunque Yolanda se negó a admitir tal posibilidad, en su fuero interno sabía que la vida no se parece a las películas tanto como nos empeñamos a veces en creer.
Pensó en telefonear a su madre, necesitaba muchas explicaciones. Sacó el teléfono del bolso y, con él en la mano, recapacitó. Mejor hablar con ella más tarde porque en caliente podría soltar barbaridades por la boca de las que luego se arrepentiría. Miró a la pantalla, tenía una llamada perdida de Patrick. Pensó que era un hombre extraordinario. No la conocía apenas, sin embargo había sentido lo ocurrido con ella y no por ella, sin compadecerse como habría hecho cualquier otro. Con todo, no le apetecía hablar, apagó el móvil y lo guardó. Imaginó a Patrick ya muy lejos, a lomos de su moto. Aliviada porque no había riesgo de tropezarse con él, Yolanda giró en redondo y retrocedió hasta la plaza. Tentada estuvo de parar en la terraza del Café Saint-Séverin. Llevaba años soñando con disfrutar de esas míticas tardes ociosas, tan parisinas. Un recuerdo prestado por su padre, de entre los muchos que recreaba de tanto en tanto y que, sin haberlos vivido, conservaba como propios a fuerza de robar imágenes del cine. Pero descartó la idea; la decepción le pesaba demasiado para sentarse sin otra faena que ver pasar la vida y saborear un café desde un velador. En ese momento la singular distribución de las sillas de cara a la calle le resultó absurda. No le apetecía mirar a la gente, ni que nadie que pudiera observarla sintiese lástima de su cara de tristeza.
Cruzó hasta la librería Gibert-Joseph en la otra esquina, por pura inercia. Mientras atravesaba la calzada, a unos veinte metros leyó el cartel de la fachada achaflanada que, a su izquierda, dividía en dos la callejuela. Era un hotel económico para estudiantes, cercano a la Sorbona. Tomó nota mental, por si le hacía falta, no estaba bien abusar de la hospitalidad de Patrick eternizando su estancia en el apartamento. Porque una idea tenía clara, no pensaba regresar a España hasta que no consiguiese hacerse escuchar por Sylvie. Saber que existía una mujer que era su hermana constituía una realidad demasiado valiosa como para resignarse a no volver a saber de ella.
Se acercó a los expositores arrimados a la fachada de la librería y rebuscó entre los libros de ocasión. No había traído ninguno en la maleta y de sobra sabía que leer era el mejor remedio para alejar los pensamientos tristes. Escogió a Baudelaire, aunque no conocía más poesía que las que le obligaron a leer durante el Bachillerato y la carrera de Magisterio. Pero alguna vez tenía que ser la primera. Tras pasar al interior para pagar el importe en la caja, salió de allí con una vieja edición de Les Fleurs du mal en la mano y se dirigió a la boca del metro.
Una hora más tarde y con dos transbordos erróneos a las espaldas, ascendía las escaleras que la llevaban a plaza Gambetta. Entonces sí buscó un lugar para descansar. El metro iba lleno y le dolían los pies por culpa del viaje de plantón. Entró en el Café Arriau, enfrente del ayuntamiento del distrito. A pesar de la buena tarde, optó por no sentarse en la terraza, para evitar encontrarse con algún vecino y verse en la obligación de saludarlo con esa ceremonia tan a la francesa que no le apetecía en absoluto. El dueño, el señor Arriau, la recibió con una afabilidad especial. Era un vasco-francés de imponente bigote que no se quitaba la txapela hiciese frío o calor. Reconoció a Yolanda al instante, ya que Odile y Violette solían dejarse caer casi todas las tardes y no era la primera vez que la veía allí. Ella correspondió con la acostumbrada cortesía y pidió un café con leche. Se acomodó en una mesa junto al ventanal. Dejó sobre la mesa el libro que llevaba en la mano y, con los codos sobre el mármol y la barbilla apoyada en las manos, contempló pensativa el ir y venir de la gente al otro lado de los cristales. El señor Arriau regresó con una taza humeante en la bandeja. Yolanda le dio las gracias, cogió el libro y abrió una página al azar. El poema era deprimente, lo único que le faltaba. Pero uno de los versos llamó su atención y lo leyó varias veces, convencida de que Beaudelaire acababa de abrirle los ojos a una posibilidad a la que agarrarse. Hurgó palpando en el bolso y sacó el cuaderno.
Entiendo que no compartas mi alegría. Tú creciste con tus padres, con los dos. Yo no. Fui una niña solitaria entre mujeres adultas. No es una gran vida la mía, pero es la que tengo y no me quejo.
Me niego a perder la esperanza. Hoy he comprendido cuánto nos quiso papá a las dos. Tanto se preocupó por que fuéramos capaces de entendernos, que creo que se lo debo. Un poema acaba de mostrarme que estos párrafos desordenados que escribo de vez en cuando son para ti. Léeme, para aprender a quererme. Si no hoy, quizá algún día.
Dejó el bolígrafo y parpadeó rápido. Ya estaba bien, o lo dejaba ahí o iba a acabar hecha un mar de lágrimas. Cogió el libro de nuevo. La poesía que había elegido era amarga y triste. Menuda lectura para animarse. Tenía la boca tan seca que se bebió el café con leche con verdadera ansia y fue hasta las últimas páginas para curiosear en el índice de poemas. Buscó con el dedo sobre la página y leyó al tuntún. Las dos hermanitas. ¡Caramba con Baudelaire!, parecía adivino. Leyó otro título en la línea superior. Mujeres condenadas. ¡Vaya hombre, qué oportuno, el rey del optimismo! Ganas le dieron de lanzar el libro contra la pared, pero en lugar de ello lo dejó sobre la silla que le quedaba más a mano; un romántico gesto para que viajase de mano en mano, de lector en lector. Es decir, lo abandonó a su suerte dispuesta a no verlo más.
El dueño se acercó con una bandeja para retirar la taza vacía. Yolanda miró hacia el rincón de la barra ocupado por uno de esos clientes fijos para los que el Café Arriau era una segunda casa. Llevaba varias copas y parecía contento. Su conciencia le dijo que el alcohol no era la solución pero ella le hizo callar de un manotazo mental.
—¿Sería tan amable de traerme lo mismo que está tomando aquel señor? —pidió al señor Arriau.
El hombre la miró con una condescendencia que a ella le resultó muy molesta, pero al menos no replicó. Al momento lo tenía de vuelta. Dejó la copa sobre la mesa y sirvió el aguardiente.
—El Calvados es una bebida para hombres con pelos en las piernas, no para señoritas —avisó retornando la botella a la bandeja.
—Eso ya lo veremos —dijo Yolanda.
Se bebió la copa de un trago y el estómago se le volvió del revés. Sentía subir llamaradas de fuego hasta la lengua como si fuera un dragón.
—Quema, ¿o no? —preguntó el vasco.
Ella le lanzó una mirada retadora.
—Otra —pidió dejando la copa sobre el mármol.