Capítulo 13
El resplandor

—¡Eh, venid corriendo! —gritó el solitario número uno. Los otros tres se acercaron al balcón—. ¿Veis eso que brilla?

—¿Pero, coño, qué llevan esas locas en la mano? —preguntó el solitario número dos, sin quitar los ojos del balcón de enfrente.

—No puede ser…

—Sí puede ser —opinó el solitario tres—. Si es lo que me imagino… Míralas qué bien se lo pasan con las luces apagadas. Solo les falta cantar el We are the Champions.

Todos rieron como canallas contemplando unas cosas como libélulas largas que se movían en la oscuridad.

—Tanta tía junta, son lo más parecido a una secta —opinó el solitario número dos.

—Pues esas de ahí son la Secta de la Polla Luminosa.

Compartieron unas cuantas risotadas, pegados al cristal, viéndolas agitar a oscuras lo que parecían vibradores fosforescentes. Hasta que, a uno detrás de otro, se les heló la sonrisa en la cara. Porque los cuatro recordaron que esas que se lo estaban pasando como cochinitas retozonas en una charca eran sus mujeres.

—Menudo aquelarre se han montado para ellas solas —comentó con evidente mosqueo el solitario número cuatro, que respondía al nombre de Patrick Gilbert.

En el apartamento de al lado, propiedad del fisgón que acababa de hablar, se encendieron las luces y los cuatro se alejaron del balcón de un salto y se parapetaron detrás de la pared, no fuera a ser que ellas los descubrieran y pensaran lo que no era. Porque los hombres no espían por las ventanas ni pierden el tiempo con cotilleos como las chicas, ¡faltaría más!

—¿Cómo has dejado que se apoderaran de tu apartamento y nos mandaran castigados al estudio? —inquirió el solitario dos.

—Son muchas, aquí no cabían.

Los solitarios no eran otros que Patrick, Henri, el marido de Sylvie, y otros dos esposos que insistieron con la mejor intención en llevar y traer a sus mujeres a la fiesta erótico-comercial que unas cuantas amigas celebraban esa noche en el 11 de rue Sorbier.

Unas cuantas, sí. Catorce, para ser exactos. A Patrick no le quedó otra que claudicar cuando Yolanda se empeñó en ofrecerse como anfitriona de la famosa reunión de Tuppersex de la que ella y Violette llevaban hablando desde hacía una semana.

—En tu casa habríamos estado más anchos. Por ceder, ya ves lo que pasa —protestó uno de los maridos aparcados en el apartamento de alquiler—. Cuando empiece el partido este sofá va a parecer el de la familia Simpson.

Henri vino de la cocina con cuatro cervezas en la mano que repartió a sus amigotes. Ya podían considerarse así, aunque acabaran de conocerse. Pero resulta que la soledad une mucho y el París Saint-Germain todavía más. Aunque la liga había finalizado, decidieron pasar su noche de abandono compartiendo patatas fritas, cerveza y futbol.

El partido amistoso contra el Bayern de Munich prometía emociones fuertes y estaba a punto de empezar. Al otro lado de la pared se escucharon risas locas. Los cuatro se miraron entre ellos.

—Por las tigresas de ahí al lado. —Brindó Henri.

Sonrieron como tigres y entrechocaron sus cervezas.

En casa de Patrick la temperatura aumentaba por momentos. Con todo cerrado a cal y canto para que el vecindario entero no oyese el escándalo, sumado a los Martinis que se habían tomado para entrar en ambiente, a las risas después de caer botella y media, y al calorcillo que les había entrado a todas después de ver y palpar la primera tanda de juguetes eróticos, Yolanda optó por abrir los balcones de par en par y si al día siguiente había quejas de los vecinos, ya pensaría en una excusa para quitárselos de encima.

Dejó sobre la mesa el marcapáginas que les habían regalado al comienzo y se levantó a abrir los balcones. Porque, a pesar de las sospechas de los cuatro amigotes del apartamento contiguo, no eran vibradores luminosos sino puntos de lectura publicitarios con forma de dildo que brillaban en la oscuridad.

La asesora de la empresa acababa de explicarles los efectos de un producto frío-calor.

—¡Voluntarias para probar el lubricante con sabor a banana!

—¡Eso, eso, banaaaana, banaaaana! —corearon con palmas, avivadas por el Martini y la ginebra.

Dos amigas de Violette se levantaron como si tuvieran un muelle en la silla y fueron juntas al cuarto de baño con un tubo de muestra.

Yolanda regresó a su sitio sonriendo de ver tan contenta a Sylvie. Ella la miró al notar que se sentaba a su lado y le devolvió la sonrisa. Yolanda recordó cuánto había dudado y sus miedos ante cómo se tomaría su hermana la invitación. Qué dudas más tontas, porque Sylvie no solo aceptó entusiasmada, sino que además trajo con ella a dos amigas. Violette había traído a otras seis. El resto eran clientas de la señora Laka, todas se conocían del barrio y se enteraron de la fiesta en la frutería ya que ella no fue capaz de tener la lengua quieta desde que supo por boca de Odile, ¡cómo no!, lo que tramaban las chicas del último piso.

Sylvie y sus amigas se lo estaban pasando en grande. Poca traducción les hacía falta, porque aquella noche se trataba más de mirar y tocar que de escuchar. La asesora entregó varios tubos y sprays para que los oliesen y probasen sobre la piel de la mano. Mientras una de las amigas de Sylvie, que era oyente, se alternaba con ella para traducirles algunas dudas a las dos que no podían oír, Yolanda prestó atención a lo que comentaban otras dos vecinas del barrio sentadas a su lado.

—No sé qué regalarle a mi marido para su cumpleaños —comentaba una de ellas que pasaba de los cincuenta—. El anillo estrangulador que le llevé del último Tuppersex no le hizo ninguna gracia.

—¿Ah, no? —preguntó la otra.

—Estrangulaba demasiado.

La otra se estremeció con un repeluco de imaginar a su vecina y al esmirriado de su marido, venga a estirones, luchando para quitar el anillito rosa chicle del miembro viril.

—¿Qué tal si le regalas un cartón de huevos de autosatisfacción?

Los acababan de conocer como novedad; una y otra cogieron de la mesilla del centro un par de ellos para examinarlos.

—Quita, quita. Solo faltaba que les coja el gusto y se olvide de mí —decidió, dejándolo de nuevo en su sitio.

—Pues son una monada, quedan decorativos hasta en la cocina. Más vale que te sea infiel con los huevecitos que…

La otra rio con suficiencia.

—Mi antídoto para evitar los cuernos se llama L’Oreal.

—Fíjate —comentó la otra, mirando su cardado naranja.

—No hay nada que les guste más a los hombres que cambiar de mujer —afirmó tocándose el pelo—. Te tintas el pelo cada vez de un color. Ellos se despiertan al lado de una rubia y se ponen como locos.

Las chicas del gel banana volvieron del baño dando grititos y apretando las piernas. La asesora las azuzó para que contaran la experiencia y tanto énfasis le pusieron que varias manos se alzaron para que incluyera aquel producto milagro en su pedido.

—¿Quién quiere otro Martini? —propuso la asesora, en vista de que animaba las ventas.

—Yo.

—¡Y yo!

—Yo también.

—¡A mí cortito de ginebra!

Y así hasta trece. Venga ja ja ja y más ja ja ja. Violette y una de sus amigas sirvieron una nueva ronda para todas, menos para Sylvie que estaba embarazada. A ella le trajeron un refresco de naranja.

La demostración continuó con la colección de dildos, de menor a mayor. Ya habían visto los estimuladores del punto G, discretos, elegantes, de oro con brillantitos, de cristal rosado con forma de caballito de mar; los graciosos patitos juguetones, muñequillos buzo para la bañera y esponjas vibrantes con formas de frutas variadas. De entre todos, triunfaron las balitas metálicas. Todas cayeron en la tentación, incluidas Sylvie y Yolanda.

—«Es que son supercuquis» —dijo Yolanda con lengua de signos.

—«¿Tú qué vas a comprar además de la balita?» —preguntó Sylvie.

Su hermana disimuló una sonrisa maliciosa.

—«Quiero llevarme algo para chicos» —respondió, con Patrick en mente.

Sylvie hizo un gesto con la mano que no tenía traducción pero podía interpretarse por «no eres lista tú ni nada» que hizo reír a Yolanda como una loba maligna.

En ese momento todas aplaudían el único dildo que tenía nombre propio; estaba fabricado de una silicona tan realista que parecía humano, detrás de los testículos llevaba una enorme ventosa. Se llamaba Johnnie. Una amiga de Sylvie lo agarró y, para comprobar si lo que la asesora decía era cierto, lo pegó con un escandaloso «plop» al cristal del balcón.

—Violette, ven aquí a ver cómo funciona esto.

—Quita, loca.

—Venga, tonta, que no es el primer pichurri que ves. ¿Tú qué dices, Johnnie?

Hubo risas a montones.

Mientras la mayoría se levantó, para investigar las posibilidades eróticas del tal Johnnie pegado en una superficie vertical, Yolanda aprovechó para preguntarle a la asesora por el gel estimulador masculino que le interesaba. Pensó en la cara que pondría su motero favorito si lo sorprendiese con un gusanito flexible para chicos que le sonreía desde la mesa. Se dijo que no, mejor gastarse el dinero en el gel porque en cuanto Patrick viese el gusano azul sonriente, y comprendiera por dónde se lo tenía que meter, iría directo a la basura o acabaría convertido en llavero.

—Yo te recomiendo el Power Maratón, si quieres intensificar las sensaciones de tu chico. In-cre-í-ble. Y lo tienes con sabor a maracuyá.

—¿Y dices que es comestible? —preguntó Yolanda, relamiéndose los labios sin darse cuenta—. Pues entonces ponme dos tubos.

Sylvie tiró de su camiseta; ella giró y le tradujo a la asesora lo que su hermana quería.

—A ella le pones un brillo labial Placer ilimitado, por probar.

—Mmmm… Es sensacional —aseguró mientras tomaba nota absolutamente contenta porque en cuanto a ventas, la noche se le estaba dando como pocas.

Una de las clientas de la señora Laka se acercó con un arnés negro en la mano y un control remoto en la otra.

—Antes de que se me olvide, apúntame a mí un tanga de caramelos para hombre —pidió haciendo memoria—. Es que me vuelven loca los dulces. Y una mariposa vibradora de estas.

—Es un éxito, no se imagina lo bien que se vende —afirmó la asesora—. Ya me contará, ya. Va a tener el marido más feliz de Belleville. ¡Con lo que les gusta a los hombres apropiarse del mando a distancia!

Yolanda regresó a su silla. El resto también, sin dejar de reír y lanzarse a Johnnie unas a otras como si fuera el rey de la noche.

—Un poco de silencio, chicas, que ahora necesito que estéis muy atentas —rogó la asesora—. Sobre todo las que tenéis un machote loco por el fútbol. Si su equipo gana, ¡fiesta, fiesta!, pero si su equipo pierde… ¡Tachán! —exclamó sacando de la maleta un pedazo de vibrador de color azul, como el de la selección francesa, la mar de futbolero.

Después de ese, vinieron varios dildos más con conejitos rampantes y lenguas bífidas que, al enchufarlos, se movían como vivorillas para cosquillear el punto estratégico. Los tamaños fueron en aumento hasta que llegó la estrella de la colección.

—«¡Qué barbaridad!» —comentó Sylvie, viéndolo dar sacudidas en la mano de la asesora—. «Eso lo buscas a tientas en el bolso y no sabes si tienes en la mano ese monstruo o el paraguas plegable».

A Yolanda le dio risa la ocurrencia. Mientras las amigas de Violette se lo pasaban pipa con el vibrador tamaño king size, Sylvie cogió unas bolas chinas de la mesa.

—«Hazme un favor» —pidió a Yolanda—. «Dile que me anote unas de color malva que el ginecólogo me las ha recomendado para recuperar el tono muscular del suelo pélvico después del parto».

Yolanda hizo lo que le pedía y, al comentarle lo que Sylvie le había dicho, la asesora aprovechó para explicar a todas los efectos beneficiosos de las bolas chinas. Y de paso, los festivaleros también, con su musiquilla al entrechocar las bolitas de acero con el movimiento al andar. Y les recomendó con insistencia que las llevaran puestas para ir al supermercado a hacer la compra.

—Ya veréis qué manera de llenar el carrito con alegría —concluyó.

—¿Y para hacer aeróbic?

—Alucinantes.

—Si las recomiendan los médicos, apúntame unas —pidió una amiga de Sylvie, con una inocencia picaruela que tuvo efecto inmediato.

—Ponme otras a mí.

—Y a mí otras.

—A mí también.

—Y a mí.

—¡Y a mí!

En el pequeño apartamento contiguo, los chicos tenían problemas de avituallamiento.

—Nos hemos quedado sin hielo —anunció uno de ellos con una botella de pastis en la mano.

—En mi casa hay una bolsa de cubitos, habrá que ir —comentó Patrick sin quitarle ojo a la pantalla del televisor, porque iban ganando al Bayern por dos—. Otra cosa será que quieran abrirnos la puerta.

—Voy yo —se ofreció Henri—. Y de paso veré qué tal está mi mujer.

Ninguno se creyó la protectora excusa de Henri, convencidos de que su querida mujercita lo estaba pasando de vicio, como todas.

—Lo que tú digas, campeón, pero vuelve rápido con ese hielo. Y ten cuidado que son capaces de secuestrarte.

Henri salió de allí con una cubitera vacía en la mano. Antes de llamar al timbre, pegó la oreja a la puerta. Escuchó risas y jolgorio. Tras cuatro toques sin respuesta, fue recibido por Violette.

—Vengo a por hielo y me marcho —avisó antes de que le prohibiera el paso.

—Adelante. La cocina está al fondo del todo.

Pasó de largo ante la puerta abierta del salón como un hurón huidizo y fue directo al congelador. Ya tenía la cubitera medio llena cuando unos brazos femeninos se le enroscaron por detrás con deliciosa sensualidad. Giró la cabeza y recibió un beso por sorpresa que lo puso contento.

Sylvie le quitó la cubitera de las manos, la dejó sobre la encimera y lo atrajo de nuevo hacia ella. Henri apenas tuvo tiempo de cerrar la nevera y dejar que lo llevara de la mano. Entre besos divertidos y mordisqueos en los labios la arrinconó contra la mesa de la cocina con cuidado de no presionarla. Dos botellas vacías de Martini y una de Bombay Saphire tintinearon con el empujón. Henri las miró de reojo, las chicas estaban guerreras esa noche.

Mientras Sylvie se lo comía, le acarició la barriga, con la sensación de que cada día crecía un poco más. Ya tenía ganas de verle la cara a su hijo. O a lo mejor era una bebita. Esa posibilidad lo preocupó, porque las niñas crecen y se convierten en fierecillas juguetonas como la que tenía allí acorralada. Se echó un poco atrás. Se alegró de verla tan contenta. La idea de aceptar la invitación de la hermana española había sido un acierto.

—«¿Has comprado algo?».

—«Claro».

—«¿No me lo vas a contar?».

—«Puede que sí…».

Lo acarició sobre la camisa y él le sujetó las manos para frenar su entusiasmo. Al otro lado de la pared estaban esperando el hielo y no era buena idea caldear el ambiente todavía más. Tiempo tendrían, que la noche era muy larga.

—«No sé si me gusta que vengas a estas fiestas de los juguetes eróticos» —le dijo con signos, aunque su mirada decía lo contrario—. «Te estás volviendo una chica muy mala».

Sylvie se mordió el labio inferior y en su boca afloró una sonrisa chispeante.

—«Muy, muy, muy mala».