Capítulo 14
Con faldas y a lo loco

Todas las mujeres reunidas en el salón de Odile comprendían el alcance del doble sentido del titular que exhibía la portada de la revista vecinal del barrio. Todas menos la interesada, Madame Lulú, que andaba bastante preocupada porque la charcutera iba diciendo por ahí que iba a darle de leches hasta que la cabeza le diera vueltas como a la niña de El Exorcista.

—«EL DÍA QUE PROBÉ EL SALCHICHÓN DEL SEÑOR RUBERT, CASI ME MUERO DE GUSTO» —leyó Violette en voz alta.

—¡Es la pura verdad! El señor Rubert es un charcutero de primera. Por eso lo dije, para hacerle publicidad —comentó Madame Lulú con expresión compungida—. No sé por qué se ha enfadado su esposa de esa manera.

—Mujer, todo el barrio sabe que estuviste liada con su marido, digo yo que será por eso —comentó Odile sin levantar la vista de su labor de crochet.

Por todo Menilmontant se rumoreaba que, años atrás, la médium televisiva tenía una tendencia enfermiza a cepillarse a todo hombre casado que se cruzara en su camino.

—Esto es lo que pasa cuando se sacan frases de contexto —comentó Yolanda, que empezaba a sentir un poco de pena por Madame Lulú—. ¿Quién eligió ese titular?

—La directora de la revista, que es la presidenta de la asociación de vecinos.

Odile dejó escapar una risilla entre dientes.

—¿La señora Vinielle? —dedujo la anciana—. Ahora lo entiendo todo. Esa portada es una venganza.

—¿Y eso? —preguntó Yolanda, que no estaba al tanto del pasado locuelo de la vidente.

—Esa es la mujer del peluquero de la calle Amandiers que se jubiló el año pasado.

—¿Venganza? —preguntó Madame Lulú con una vocecilla.

—Acuérdate —la instó Violette—, el peluquero aquel que te despeinaba por las noches y te peinaba por las mañanas.

—Pero si solo hicimos el amor dos veces… o doce, ¿o fueron veintidós? —Rumió haciendo cuentas con los dedos—. Hace ya tanto que ni me acuerdo.

—Pues está clarísimo que su mujer no lo ha olvidado, no.

Madame Lulú se llevó la mano al corazón.

—Es mi destino, siempre me perseguirá mi pasado de putilla.

—Si no te hubieses pasado por la piedra a la mitad de los casados del barrio…

Madame Lulú asintió, asumiendo una verdad que ya no tenía remedio: gracias a su pasado libertino, ciento diecisiete mujeres casadas lucían unos hermosos cuernos, la mitad de ellas, vecinas y residentes en la barriada de Belleville, distrito XX de la ciudad de París, Francia.

—Escúcheme bien, Odile —dijo mirándola con aire solemne; por respeto, siempre la trataba de usted—. A su difunto marido, nunca lo miré de esa manera.

—Qué detalle tan considerado —sonrió la anciana, levantando por un momento la vista de la labor.

—Además, los hombres vivos ya no significan nada para mí. Desde que tuve la revelación —aseguró, refiriéndose a cierto polvazo místico en las catacumbas de París que se guardó mucho de comentar allí delante de todas—, cambié el sexo carnal por el espiritual.

—Así que los espíritus te visitan para hacer cositas guarras. —Dedujo Violette, mirándola con guasa.

Madame Lulú desvió la mirada, con un repentino pudor.

—Uy, no te imaginas lo viciosillos que son algunos.

—No nos lo cuentes. —La frenó Odile, nada dispuesta a escuchar sus aventuras eróticas con los fantasmas.

Yolanda y Violette cruzaron una mirada. El asunto, aunque era de risa, preocupaba a las dos, dada la cara de desolación de la médium cada vez que miraba la portada de la revista vecinal.

—Mañana mismo iré a hablar con la señora Rubert —anunció Madame Lulú.

—Ten cuidado, que la charcutera maneja cuchillos y puede correr la sangre —avisó Odile.

—He tenido una idea para hacer las paces con ella y que olvide de una vez el dichoso titular. —Rebatió convencida—. Unos clientes míos, gente de mucha confianza, me han propuesto celebrar una sesión de videncia en un local que frecuentan ellos y que por lo visto está muy de moda.

—¿Y crees que eso va a acabar con el cabreo de la charcutera? —cuestionó Violette.

—Será una sesión benéfica. Me he enterado de que la señora Rubert es la presidenta de un hogar para perros abandonados, que se mantiene solo de donativos. He pensado destinar todo el dinero que recaude esa noche, gracias a este don cósmico que poseo… —La voz se le fue apagando y clavó la vista en el techo.

Odile carraspeó para traerla de vuelta de su desvarío místico.

—… como subvención para ese hogar canino —concluyó recuperando su voz habitual—. ¿Qué os parece?

—Yo creo que es una buena idea —opinó Yolanda.

Madame Lulú le devolvió una sonrisa agradecida. Como vidente famosa, le llovía la clientela. Esa noche y en un local público podría recaudarse muchísimo dinero; más que suficiente para alimentar durante meses a todos los chuchos vagabundos de la orilla derecha del Sena y para calmar, de paso, los ánimos exaltados de la charcutera.

—¿A quién le apetece una infusión con galletitas? —soltó de repente Violette, saltando del sillón.

—Oh, gracias, querida. Eres un cielo —agradeció Odile—. Un té me sentará de maravilla. Madame Lulú también tomará una taza, ¿verdad?

—No tardo nada —anunció, y se plantó frente a Yolanda—. Tú te vienes conmigo a ayudarme —decidió cogiéndola de la mano.

Ella la siguió pasillo adelante sin rechistar, con la curiosidad de ver qué se traía entre manos Violette. Porque no es que calentar una tetera fuese una tarea tan complicada como para requerir ayuda. Una vez estuvieron las dos solas en la cocina, Yolanda encendió el calentador eléctrico de agua y Violette, al tiempo que sacaba del armario una lata de té con canela, el preferido de Odile, le espetó la idea que tenía en mente en un tono que no admitía un «no» por respuesta.

—Tenemos que acompañar a Madame Lulú a esa fiesta —anunció mirándola de reojo—. No me mires así, no podemos dejarla sola esa noche. De entrada imagino que tendrá clientes de sobra, pero ¿qué pasará si no acude nadie?

—La idea es que nosotras hagamos de gancho, ¿no? —Adivinó, sin ningún entusiasmo—. No, si encima nos tocará pagar para que nos diga qué nos aconsejan los espíritus.

Se cruzó de brazos y apoyó la cadera en el mueble bajo, de cara a Violette.

—Pues sí —atajó esta, dado que Yolanda no parecía estar por la labor—. Solo si es necesario. Debemos apoyarla. Si tenemos la mala suerte de que no acuda nadie esa noche, al menos la ayudaremos a que la recaudación sea una cifra decente y la charcutera la deje en paz de una vez. A Madame Lulú le falta un tornillo, pero es una buena persona.

Yolanda reflexionó, en el fondo Violette tenía mucha razón. No entendía por qué las mujeres casi siempre muestran su peor cara cuando se trata de juzgar a otras mujeres.

—La verdad es que a Lulú se la está tratando de una manera muy injusta —reconoció—. Todo el mundo le echa la culpa de sus actos, cuando la verdad es que los únicos culpables fueron los hombres que tuvieron un lío con ella. Ella no traicionó a nadie.

—Pues eso mismo opino yo. —Coincidió Violette—. Todas esas esposas tan ofendidas, que la miran como si fuese una fulana enviada por el demonio, deberían pensar que los infieles fueron sus maridos. La culpa es de ellos.

—Para ser justas, reconoce que a ti tampoco te apetecería ver cada día a la mujer que tuvo un lío con tu marido.

—Y mucho menos si es famosa y gana dinero a manos llenas —añadió alzando las cejas.

Las dos se echaron a reír.

—¡Qué mala es la envidia! —recordó Yolanda, chasqueando la lengua.

El agua empezó a borbotear. Violette apagó el hervidor, echó cuatro cucharadas colmadas de té en la tetera.

—Entonces, ¿iremos? —rogó a la vez que vertía el agua hirviendo con cuidado.

—No sé…

—Puedes decírselo también a Sylvie. Es una buena ocasión para compartir experiencias con ella.

—¿Tú crees que le apetecerá? —dudó.

—¡Pues claro! ¿A quién no le apetece salir una noche de fiesta?

—No sé si esto puede considerarse una fiesta.

—Tienes que aprovechar y pasar todo el tiempo que puedas con tu hermana.

—Sí, eso es verdad.

—Tú, Sylvie, yo… Ya somos tres. —Contó mentalmente—. Ah, y Odile. A ella también nos la llevamos, por supuesto, que ya se perdió el Tuppersex y no me lo perdona.

«¿Odile?». Menudo planazo, pensó Yolanda, mirando a Violette, ante la perspectiva de salir de noche de chicas con una médium medio chiflada y una abuela llena de achaques.

—¿Iremos, verdad? Tenemos que apoyar a Madame Lulú.

—No digo que no, pero…

—Venga, di que sí —suplicó como una cría—. Por favor, por favor, por favor…

Patrick llegó a casa con ganas de pasar una noche tranquila. Pero en cuanto cerró la puerta y dejó el casco sobre el mueble de la entrada, vio luz en el cuarto de baño y escuchó sus tacones sobre las baldosas. Eso le hizo sospechar que Yolanda tenía intención de salir. Su plan de improvisar algo sencillo para la cena, compartiendo con ella una copa de vino entre fogones, acababa de irse al garete.

Se acercó al baño y se apoyó en el quicio de la puerta para contemplarla mientras terminaba de maquillarse. Yolanda le sonrió a través del espejo.

—¿Vas a salir?

—Fiesta de chicas —dijo, dándose una última pasada de rímel—. O eso espero. Me ha liado Violette para ayudar a Madame Lulú.

Patrick la observó de los pies a la cabeza, con aquel vestidito color frambuesa de tirantes estaba deliciosamente femenina. El cuerpo espectacular venía de serie, pero su nuevo estilo, los vestidos y los tacones altos, resaltaban su belleza. En especial, sus curvas, reconoció mirándole el culo. Se acercó a ella, le abrazó la cintura por detrás y le besó el hombro desnudo. No era buena idea arruinarle el maquillaje, así que, muy a su pesar, se aguantó las ganas de darle la vuelta y bajarle los tirantes para devorarle la boca e ir bajando beso a beso por el cuello hacia el escote.

—¿Cenaréis por ahí? —tanteó; subió las manos y jugó un poquito toqueteándole el pecho.

No dejaba de observarla. Lo de convivir con una mujer era un continuo aprendizaje de costumbres extrañas, como verla en ese momento pintarse los labios con un pincelito. A él no se le habría ocurrido en la vida algo así.

—No, vamos a un local de copas, me parece —respondió Yolanda. La verdad es que no tenía la menor idea de dónde sería la sesión de Madame Lulú.

—¿Quieres que te prepare algo rápido?

Ella negó con la cabeza, guardó la barra de labios y el pincel en el neceser y por fin se dio la vuelta. Ya frente a frente, le acarició los brazos con una sonrisa.

—Gracias, eres un encanto —murmuró, dando un besito al aire—. Pero no me da tiempo. Tengo que marcharme ya, ya, ya. No te preocupes, he ido picoteando de la nevera.

—No corras tanto.

La retuvo enroscando los brazos alrededor de su cintura; la quería para él.

—Patrick, me están esperando —protestó acariciándole el torso musculoso con las palmas abiertas.

—Me da lo mismo.

Respiró hondo, olía tan bien que daban ganas de comérsela de postre. Maldita gracia le hacía verla marchar de su lado así de preciosa.

Yolanda era consciente de cómo la miraba.

—¿Te gusto?

Él elevó una comisura de la boca, como si no fuese bastante obvio. Pero a ella le encantaba oírselo decir.

—Me gustas. Te deseo a muerte —reconoció agarrándole las nalgas para apretarla contra su cuerpo—. No sé por qué preguntas si sabes que me tienes en tensión las veinticuatro horas del día.

Aunque a ojos ajenos pudiese parecer una tontería, Yolanda se sentía mucho más segura de sí misma desde que decidió mejorar su imagen, gracias a los consejos de Violette. Sin apartarse de él, enderezó la espalda, en un juego de tira y afloja que le dio a Patrick una excelente perspectiva de lo poco que tapaba el escote.

—Preciosa y jodidamente sexy —susurró. Se inclinó y con los labios recorrió la curva de los senos que dejaba libre el vestido—. Bien por los vestidos escotados. Estas dos de aquí están hechas para enseñarlas —dijo, besándola en la garganta.

Patrick la oyó reír y alzó la cabeza. Paseó la mirada despacio por sus pechos y luego la miró a los ojos.

—Mejor no —rectificó con voz ronca—. No las enseñes. No me gusta que nadie disfrute de lo que es mío.

Con una mirada traviesa, Yolanda le siguió el juego.

—Eso suena muy cavernícola.

—Algunos hombres somos primitivos —dijo clavándole las uñas en las nalgas—. Territoriales —insistió con un apretón—. Nos gusta marcar a la hembra.

—Por favor —rio asombrada.

Patrick le mordió el cuello por sorpresa.

—Quieto. —Lo frenó, no fuera a ser que llevado por el discurso troglodita se le ocurriera plantarle un chupetón bien a la vista.

—Hay muchas formas de dejar claro a los otros machos que una mujer ya está cogida —siguió con un estratégico beso justo donde le latía el pulso—. Agarrarla por la cintura, meter la mano en el bolsillo trasero de su pantalón o ponerle un anillo en el dedo.

Yolanda miró su reloj y dio por concluida la charla dándole un rápido beso en la boca. Él se lamió los labios, saboreando el leve rastro de pintura que ella había dejado. La siguió por el pasillo y la vio coger un bolsito diminuto, que se colgó cruzado, en el que cabían las llaves, el dinero, la documentación y poca cosa más.

—¿Y dónde es esa fiesta de chicas?

—Apunté el nombre del sitio, pero la verdad es que no lo recuerdo —dijo, abriendo ya la puerta. Patrick tiró de su muñeca y le dio un beso en el cuello de despedida—. En la nevera verás una nota con un imán, ahí lo pone.

Le dijo adiós con la mano y Patrick cerró la puerta tras ella. Durante un segundo permaneció a la escucha y sonrió al oírla taconear escaleras abajo. Eran pasos alegres que, a pesar de que la alejaban de él, inexplicablemente, lo hacían feliz.

Regresó hacia la cocina y la curiosidad lo llevó directo a la nevera. Cogió una nota amarilla y al leer la dirección, apretó la mandíbula.

—¿Pero qué coño de sitio…?

El nombre del local donde iba su chica esa noche no era nada tranquilizador. Con las peores sospechas rondándole por la cabeza, sacó el teléfono del bolsillo y tecleó en el navegador. Cuando el chivato de Google le dijo cuanto necesitaba saber, soltó una palabrota que sonó muy, pero que muy mal.