Capítulo 15
Algo salvaje
—«¿Pero a dónde me has traído?» —reclamó Sylvie a su hermana, a base de gestos—. «Madre mía, ¿tú has visto? Todo el mundo anda metiendo mano».
—No tengo ni idea —dijo a la vez con signos y con la voz—. Vamos a ver, Violette, ¿qué clase de sitio guarro ha escogido Lulú para su colecta de fondos?
—A mí no me eches la culpa —protestó Violette, mientras miraba a su alrededor sin dejar de roerse la uña del pulgar.
Tres caras de estupor y muchas excusas poco convincentes, porque Violette, Sylvie y Yolanda eran culpables a partes iguales. No eran tan tontas como para no sospechar lo peor cuando Madame Lulú les dijo que el sitio escogido se llamaba Hot Game. Y en efecto, aquello tenía pinta de ser un lugar en el que se practicaban todo tipo de juegos calientes entre conocidos y desconocidos. En pocas palabras, un local de sexo liberal.
Odile, que aguardaba cogida del brazo de Violette, se fijaba más en la música lenta y en la ambientación a base de luces tenues, focos estratégicos y muebles lacados en negro. No parecía darse cuenta de cómo se sobeteaban por los rincones unos y otras, otras con uno, uno con otro y otras, y así hasta agotar todas las combinaciones carnales posibles.
—Mírala —indicó Yolanda a Violette.
Al fondo, sobre una tarima redonda, vieron a la médium del vecindario sentada a una mesa cubierta con faldones morados, sin más atrezzo que un bolígrafo Bic disfrazado de pluma de ganso y unos folios, por si a sus espectros de confianza les diera por manifestarse mediante la escritura automática. Iba vestida con un kaftán de lamé dorado y un joyón falso en la frente. El exceso de maquillaje acentuaba el efecto dramático y se había cardado hasta el infinito los pelos tintados de platino. Madame Lulú impresionaba bajo el foco cenital, parecía el fantasma travestido de Harpo Marx.
Sylvie tocó el brazo de su hermana para que le prestase atención.
—«No pensaba que existía tanta gente que cree en lo paranormal».
—«Ni yo» —respondió Yolanda.
Las dos se quedaron mirando a una decena de hombres y mujeres que guardaban turno en fila, arrimados a una pared. Estaba claro que la médium televisiva tenía poder de convocatoria. Al menos la colecta para el hogar de perros abandonados iba a ser un éxito y eso calmaría a la charcutera furiosa.
—Chicas, Odile no puede estar tanto tiempo de plantón y me da no se qué dejarla por ahí sentada —anunció Violette.
—Tú también, tienes unas ideas —rezongó Yolanda arrimándose a su oído para que la anciana no la oyera—. ¿Cómo se te ocurre traértela de fiesta, con la edad que tiene?
—¿Qué quieres? —se excusó—. La vi tan ilusionada cuando le conté lo de la noche de chicas que no tuve corazón para decirle «pero tú te quedas en casa viendo la tele».
Yolanda tuvo que reconocer que Violette era especial, no había conocido en su vida a nadie que se preocupara tanto por los demás.
—Voy a llevarla con Madame Lulú —decidió esta—. No sé, que se encargue de dar paso a los clientes o que la ayude a contar el dinero. Sentadita a su lado yo la tendré más controlada y ella estará entretenida.
—Sylvie y yo vamos a beber algo. —Acordó Yolanda—. Luego nos buscas en la barra.
—¿Se puede saber qué hacemos aquí? —preguntó Marc a Patrick—. Esta gente no se corta, cuando hemos pasado por ahí detrás. —Señaló el corredor de entrada—. Me ha parecido ver a dos folleteando en un rincón.
Marc Laka era un mulato con aspecto de modelo de Hugo Boss y conocía a Patrick desde que llevaban chupete. Después de años de verse solo en fechas señaladas, habían recobrado la amistad desde que Marc se había instalado en París, por razones de trabajo.
—Ya te lo he dicho —respondió Patrick—. Tal como la he visto salir de casa, en cuanto estos tíos le echen el ojo, se la van a comer cruda.
Patrick ya le había hablado a Marc de Yolanda. Y en cuanto supo a qué clase de lugar había ido, no tardó ni cinco minutos en llamar a su amigo para que lo acompañara en misión de vigilancia.
—Mmmm… Tengo ganas de conocer a esa monada que te pone tan nervioso. —Lo picó.
—Ahí la tienes —señaló con la cabeza hacia la barra.
—¿Cuál de las dos?
—La de la derecha, no. La otra, la de la melena larga —dijo sin quitarle ojo.
—Yo me la comería ahora mismo.
Patrick le dio un codazo en las costillas.
Sylvie y Yolanda se habían sentado en dos taburetes en la esquina de la barra. Sin preguntar, un camarero de camisa negra bien ajustada para marcar pectorales, les plantó delante dos copas de champán. Sylvie retiró hacia atrás la suya.
Yolanda salió en su ayuda.
—Ella no puede… —Pero se calló al ver que no era necesario.
Silvie ya negaba con la cabeza y le señalaba al barman su barriguita. El chico, sin abrir la boca, se golpeó la frente dando a entender que no se había dado cuenta de su estado y alzó las manos como disculpa. Rebuscó en el botellero y le mostró un botellín de zumo de piña, arrugando la frente a modo de muda interrogación. Sylvie sonrió y dio su aprobación con un asentimiento. Era una gozada dar con personas que se comunicaban con ella con naturalidad, sin necesidad de gesticular como marionetas ni vocalizar a lo bruto como si tuvieran delante, en lugar de una persona sorda, a una criatura de otro planeta.
—Tú sí tomarás, ¿no? —invitó el camarero a Yolanda, el champán por lo visto iba incluido en el precio de la entrada.
—Yo sí, gracias. —Y le guiñó un ojo para agradecerle la delicadeza con que había tratado a Sylvie.
Sylvie le agarró la muñeca y señaló con la barbilla a dos hombres y una mujer sentados en un sofá a la vista de todos.
—«¿Has visto eso? Se está morreando con ese y tiene la mano dentro de la bragueta del otro. Cuando se lo cuente a Henri…».
—«A saber lo que pensará de mí por traerte a este sitio».
Sylvie sacudió la mano para desechar la idea.
—«¿Pero tú crees que voy a explicarle todo esto? —señaló a una pareja a su derecha; pegada a la pared, ella le comía la boca abierta de piernas. Él con una mano metida bajo su falda y la otra dentro de la abertura de la blusa agarrándole un pecho—. ¡A él le daré la versión Disney!». —Deletreó con la mano.
—«Creía que los matrimonios no teníais secretos».
Sylvie la miró con condescendencia, meneando la cabeza.
—«Regla número uno: las noches de chicas jamás se le cuentan al marido».
Un maduro de buen ver se acercó a ellas y, sin preguntar, rodeó con el brazo las hombros de Sylvie. Ella dio un respingo y le apartó la mano mirándolo fatal.
—¿No os apetece un trío, bellezas?
—Olvídalo. A nosotras solo nos va el rollo bollo. —Lo detuvo Yolanda.
—¿Qué tal un sándwich especial? Para que sea perfecto, necesitáis un hombre.
—Llegas tarde.
Yolanda señaló la barriguilla de su hermana con un sonrisa fría.
Él las miró por turnos y detuvo la vista en Sylvie.
—¿Embarazada? ¡Qué morbo!
Y asumiendo el rechazo con elegancia, giró en redondo y se largó.
—«¿Qué le has dicho para espantarlo?».
—«Que somos una pareja de lesbianas».
Sylvie se echó a reír y se acarició la barriga.
—«Vamos, acompáñame al baño. Esto del embarazo es un fastidio, me paso el día haciendo pis».
Se levantaron las dos y Yolanda la cogió del antebrazo para atravesar la marea humana del centro de la sala que bailaba con cruces de miradas o se manoseaban unos a otros a la vista de todos.
Al acordarse de lo de antes, a Sylvie se le escapó otra vez la risa y tiró de la mano de Yolanda, que iba abriendo camino, para que girara la cabeza.
—«Una lesbiana preñada».
—«No serías ni la primera ni la última. Y vamos más rápido, por favor» —la apremió al notar que alguien le tocaba culo.
Al llegar al pasillo de los baños, Sylvie se adelantó a Yolanda y se escabulló como un ratón entre la gente porque no aguantaba más. Miró por todas partes a ver dónde estaba el aseo de señoras, pero en vista de que por la misma puerta salían hombres y mujeres, dedujo que eran unisex.
Aquello estaba abarrotado, al lado de una chica que se repasaba la barra de labios, una pareja se dedicaba al goce mutuo sin importarle la presencia del resto. ¿Glory Hole?, se preguntó al leer el letrero con letras muy historiadas pintado en la pared, sobre la zona de espejos. No tenía idea de que existiesen aseos temáticos. Lo de glory imaginó que debía ser por lo a gusto que se queda una después de hacer pis; era lo único estupendo del agujero de la taza del váter, porque otra cosa…
En cuanto vio una cabina libre, se metió a toda prisa y se olvidó del asunto.
Yolanda se quedó rezagada, incapaz de esquivar a la gente con la rapidez de su hermana. Ya estaba a las puertas de los aseos, cuando una mano grande le atenazó la muñeca y tiró de ella hacia atrás.
Yolanda se quedó sin palabras al encontrarse cara a cara con Patrick.
—¿Te diviertes, princesa?
—¿Pero qué haces tú aquí?
—Vigilar que no se te acerque ningún tío a menos de un metro.
Sin soltar su muñeca, la llevó a un lado para quitarse ambos de en medio del paso a los lavabos. En vista de las mini orgías que se celebraban en cada rincón, a Yolanda no le extrañó su actitud sobreprotectora ni su mirada guerrera. Pero eso no evitaba el enfado que empezaba a crecerle dentro al sentirse controlada.
—Oye Patrick, no me hace ninguna gracia salir con mis amigas y que tú vengas pisándome los talones a supervisar qué hago o qué dejo de hacer.
—Nunca me he tenido por un guardaespaldas ni por carcelero de nadie.
—Pero aquí estás.
—Tampoco es que necesite tu permiso para estar aquí, ¿o sí?
De un tirón se soltó de su mano y se encaró con él con los brazos en jarras.
—No le des la vuelta a la situación, que ese truco ya me lo sé.
Él le cogió la muñeca otra vez y le acarició la parte interna con el pulgar.
—Vamos a dejar las cosas claras. —Enunció con un tono suave pero tajante—. Soy un hombre comprensivo, soy tolerante, respeto tus decisiones. —Enumeró alzando un dedo tras otro a la altura de su cara—. Pero si resulta que tu inocente noche de amiguitas consiste en visitar un local de encuentros en el que se practica el sexo liberal…
—¿Qué? —lo desafió.
—Que estás muy buena —murmuró muy cerca de su cara—. Muchos de esos —señaló con la cabeza la puerta del baño, pero se refería a todos los hombres que había esa noche allí— darían cualquier cosa por abrirte las piernas aquí y ahora.
Yolanda jamás lo reconocería delante de él, pero le gustó la positividad con que lo dijo.
—Marcando tu territorio —recordó ella la conversación de un rato antes.
—Exacto.
Avanzó solo un paso y la arrinconó con su cuerpo. Yolanda apoyó la cabeza en la pared y lo miró a los ojos.
—¿Y yo no tengo nada que decir?
—¿Tienes idea de dónde os habéis metido? Aquí se viene a practicar swinger, grangbang, splosh salado,…
—Para ya —pidió, mosqueada—. Sabes tú mucho del asunto, ¿no?
—Me dedico al cine —le recordó enredando los dedos en su pelo.
No tenía intención de confesarle que hacía un rato había corrido a buscar en internet y fue en el sitio web del local donde leyó el calendario de noches temáticas.
—¿Al porno también?
—No. —Callándola con un beso rápido—. Pero conozco a gente que se sí. Suerte habéis tenido que hoy es la noche Million eyes. La más suave, que ya es.
—¿Qué es eso? Ilústrame tú que eres el entendido —ironizó.
—Es la noche del voyeurismo y del exhibicionismo, toda esta gente disfruta mirando o dejándose mirar.
—Tampoco es que hagan gran cosa, al menos aún siguen vestidos.
Patrick chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.
—Solo has visto la zona del aperitivo, niñita inocente. Las salas donde no se permite entrar con ropa están detrás de unas puertas ocultas tras una cortina.
Empezó a acariciarle la cintura y ascendió por el talle hasta abarcarle los pechos con las manos como dos garras. A Yolanda le irritaba su actitud posesiva y al mismo tiempo la excitaba.
—Conque inocente, ¿eh? —lo provocó—. A lo mejor lo pruebo y me gusta.
Él rio por lo bajo.
—Mientras sea conmigo…
Le apretujó los senos y con un solo movimiento de cadera, apretó su pelvis contra ella para que sintiera su erección.
—Eso lo decido yo. ¿O mi opinión no cuenta? —jadeó, notaba el pulso acelerado en la garganta.
Patrick la miró muy serio.
—Cuenta muchísimo.
—Bien.
Yolanda vio en sus ojos un brillo turbulento.
—Pero al que se atreva a ponerte las manos encima me lo cargo —sentenció. Con una mano le sujetó la nuca—. Eres mía, más vale que lo asumas.
Yolanda esperaba un beso furioso, pero Patrick enredó su lengua con la suya con una maestría sensual que la hizo desear más, mucho más.
Odile se lo estaba pasando de miedo como secretaria improvisada de Madame Lulú. La de intimidades de las que se estaba empapando y qué consejos tan interesantes daban los espíritus por boca de la médium. Aquello era lo más cotilla que le había sucedido desde el día en que abrió una revista y supo que monsieur Sarkozy usaba tacones ocultos de siete centímetros para no parecer un pitufo al lado de la Bruni.
Violette, como la vio entretenida, fue en busca de Yolanda y Sylvie. En la barra no estaban, así que dio una vuelta para ver si las localizaba. Aburrida de pasearse sin rumbo, encontró un rincón milagrosamente solitario y se apoyó en la pared; justo en la parte opuesta a la que hacían cola los que aguardaban su turno para consultar a la vidente.
Paseó la vista distraída aquí y allá, y entonces sucedió. Al otro lado de la sala, enfrente de ella, estaba el hombre más guapo que había visto en su vida. Un dios negro, sexy como el pecado. Y la miraba solo a ella. ¿A ella? Tragó saliva al verlo acercarse, abriéndose paso entre la gente, sin dejar de mirarla a los ojos como si en la sala no existiese nadie más que ellos dos.
Cuando lo tuvo a menos de un palmo, alzó el rostro para no dejar de mirarlo. Violette calculó que era de la altura de Patrick.
Él no dijo una palabra, apoyó la mano abierta en la pared, junto a su cabeza y se inclinó muy despacio.
—Esto es una… —susurró sobre sus labios.
—… locura —musitó Violette.
Y la besó como nunca la habían besado. Cerró los ojos y vio lucecitas brillantes, sintió que flotaba y se perdía para siempre en aquella boca dulce y maravillosa.
Pero el sueño duró lo justo.
Sonó un pitido insistente y él se separó de mala gana de los labios de Violette. Le acarició la nariz con la suya mientras hurgaba en el bolsillo de sus vaqueros. Miró el teléfono y lo volvió a guardar.
—No te muevas de aquí —pidió besándola en la comisura de la boca.
Y Violette lo vio perderse entre la multitud.
Sylvie no tardó en resolver el misterio del Glory Hole. Más preocupada por aliviar sus necesidades que por otra cosa, no descubrió la abertura redonda en la pared de madera que separaba una cabina de otra hasta que una cosa tibia y cimbreante le rozó el codo. Apartó el brazo del susto y cuando vio lo que asomaba por el agujero, salió pitando de allí.
Encontró a Yolanda en el pasillo, que también la andaba buscando.
—«¿Dónde te habías metido?» —le espetó, nerviosa.
—«Me he encontrado hace un momento con Patrick». —Deletreó con la mano.
—«¿Casualidad?».
—«No».
—«Ya me imagino».
En vista de la cara curiosa de Sylvie, decidió que no era momento ni lugar de entrar en detalles.
—«Ya te explicaré».
Eso le recordó a Sylvie el bombazo que tenía que contarle.
—«En la pared del baño hay un agujero».
—«En el mío también. Debe ser para espiar. Esto está lleno de voyeurs, me lo ha contado Patrick».
Sylvie la cogió del brazo para que prestara mucha atención.
—«No los han puesto en la pared para mirar. —Yolanda le mostró su curiosidad frunciendo el ceño—. Casi me meo fuera cuando he visto asomar esa cosa».
—«¿Qué cosa? ¡No me dejes con la intriga!».
Y mirándola sin pestañear, con la mano deletreó una, dos, tres, cuatro y cinco letras.
—«Eso». —Remató.
—«¡¿Una polla?!».
—«Así» —afirmó con las manos paralelas alzadas a la altura de la cara de ambas, para que entendiese que no se trataba de ninguna minucia—. «Me he puesto tan nerviosa que me he subido las bragas torcidas».
Yolanda, con un lento parpadeo y la boca abierta, calculó las variantes eróticas que ofrecía el agujero maravilloso. Y entendió por qué los baños eran unisex. El morbo consistía en el anonimato y en la incógnita sobre el jugador del otro lado, ¿mano femenina, mano masculina, boca de hombre o boca mujer? Siempre quedaba la duda.
—«¡Yo eso quiero verlo!» —decidió Yolanda, abriendo mucho los ojos.
—«¡No!».
—«Sí».
Sylvie era facilona de convencer, porque claudicó a la primera.
—«Muy bien, pero entramos las dos juntas» —decidió agarrándola del brazo.
Después de comprobar por segunda vez que Odile estaba pasándolo bien y no necesitaba nada, Violette se dedicó a buscar a las chicas pero no las encontró. Tanta gente y qué sola se sentía. Sobre todo al ver cómo se acariciaban y besaban a su alrededor. Envió a paseo la modestia y se juzgó a sí misma. Era monísima, agradable, simpática, amiga de sus amigos, pero un desastre a la hora de elegir a los hombres. Lo suyo era un ejemplo de libro de cómo fracasar en el amor. Se sentó frente a la barra y de un trago se bebió la copa de champán que le pusieron delante. Qué patética se vio a sí misma, allí aburrida y sola.
Alzó la copa y pidió al camarero más champán.
—¿Látigo o fusta? —susurraron cerca de su oído.
Con un respingo, giró para ver de quién era aquella voz ronca de galán de culebrón.
—¿Cómo dices?
—Shhhhh… Sé feliz, esclava. Has encontrado a tu amo.
—Oye, mira…
Era un hombre bastante vistoso, de no ser por la camisa abierta luciendo pelambrera lobuna. Tenía la cabeza rapada para disimular calva prematura y en una de las orejas llevaba una docena de pendientes de aro.
—¿Tú no lees esos libros de tapas negras, corbatas y esposas? —susurró con ojos de peligro.
Violette lo miró de soslayo. Qué aburrimiento de hombres, otro que se había leído la trilogía famosa a escondidas para aprender virguerías.
Pero el tipo no cedía en su empeño.
—Vamos a la zona VIP que te voy a azotar las nalgas hasta que chilles suplicando clemencia.
Violette casi se atragantó con el champán. No sabía si le estaba tomando el pelo; porque si lo decía en serio, quien iba a salir caliente iba a ser él. Hizo amago de cogerla del codo y ella se zafó con un movimiento veloz.
—¡Ehhh…! Como me toques te inflo la cara a bofetadas.
Pero fueron otras manos de dedos largos y oscuros las que se apoyaron en sus hombros. El mulatazo que besaba como Dios llegaba para salvarla del machito dominante en el momento justo.
—¿Algún problema?
El de la camisa negra ni miró al recién llegado. Estudió la cara de malas pulgas de Violette y esbozó una sonrisa burlona.
—Ya entiendo, eres una pavisosa de esas que solo disfrutan con el sexo vainilla.
A Violette se le acabó la paciencia y se encaró con él con gesto bravío.
—Te equivocas. La vainilla no me va nada de nada. A mí solo me gusta el sexo de chocolate.
Y le agarró el paquete al guaperas negro.
Él se quedó petrificado, Violette alucinada con la enormidad que tenía en la mano y el castigador mirándolos a los dos sin saber qué decir. Así que dio la conquista por perdida, giró en redondo y se marchó a la caza de sumisa.
Violette retiró la mano de la bragueta del chico mulato y pidió una tercera copa de champán. Él pidió otra y, sin decir palabra, los dos se las tragaron de golpe como en las películas del Oeste.
Violette no había olvidado el beso divino, pero temía que fuese otra de sus meteduras de pata sentimentales. Bajó del taburete, algo mareadilla por culpa de las burbujitas, e hizo amago de largarse. Él se lo impidió rodeándole la cintura con el brazo.
Con un solo movimiento la hizo girar para verle la cara.
—¿Eso ha sido un farol?
Ella entrecerró los ojos y ladeó la cabeza para estudiar su rostro. Un bombón muy tentador.
—Sí… y no.
Por sorpresa, la besó con una urgencia que la hizo temblar como una florecilla de la cuneta con el paso de un camión. Un segundo después, agarrada de su mano, corría para seguir sus zancadas sin saber dónde la llevaba. Él empujó la barra horizontal de una puerta de emergencia. Violette tenía las mejillas coloradas y agradeció el aire de la noche en la cara.
Con una habilidad urgente, él le subió la falda hasta la cintura, la levantó como a una pluma y la sentó en el alféizar de una ventana de ventilación. Se situó entre sus piernas abiertas y mientras con una mano se desabrochaba la bragueta, con la otra rebuscaba en el bolsillo trasero de sus vaqueros.
—¿En medio de la calle? —ronroneó confusa.
—¿Quién va a vernos en este callejón?
Violette le agarró la cabeza con las dos manos y lamió el camino de la barbilla hasta el lóbulo de la oreja.
—Solo lo diré una vez —susurró él mordisqueándole el cuello—. Más vale que sea verdad que quieres chocolate ahora que aún estás a tiempo de decir que no.
Violette le arrebató el condón de la mano para darse el gusto de colocárselo ella misma. Él siseó de placer al notar sus deditos deslizando el látex a lo largo de su miembro al rojo vivo. Apartó el tanga a un lado y la acarició con maestría, estaba húmeda y deseosa de recibirlo. Reclamó su boca. Violette lamió, probó, mordisqueó sus labios.
—Ven aquí, pastelito de nata —murmuró rompiendo el beso.
Empuñó su miembro hacia la entrada de su sexo y se obligó a ir despacio, al sentirla tan estrecha. Movió las caderas con delicadeza para que ella disfrutase al penetrarla.
—Mmm… —gimió Violette con los ojos cerrados.
Él se retiró casi al límite y retornó con una rápida embestida.
—Tómame así, así… Nena, qué bueno, joder…
—Eso… eso… eso… sí… sí… sí…
Yolanda y Sylvie aún andaban muertas de risa recordando el catálogo en vivo de picholitas y picharrones que habían visto asomar por un agujero escondidas en el baño, cuando por fin vieron llegar a Violette.
—¿Dónde te habías metido? Pensaba que vendrías a tomar una copa con nosotras.
Ella miró a Yolanda con expresión derrotada y ojillos perezosos.
—Buena idea, esta es una noche para brindar con champán. —Acordó con un suspiro profundo.
Sylvie estudió con curiosidad su sonrisa tonta. E interrogó a su hermana mediante la lengua de signos.
—Pregunta que si no nos vas a decir a qué viene esa cara de felicidad.
—Noooooooo.
No voy a contaros nada de nada de nada, curiosonas, se dijo Violette. Entonces recordó que existía en su pequeño mundo del 11 de rue Sorbiers una mujer aún más cotilla. Al acordarse de Odile, a Violette se le esfumó la ensoñación de golpe. Miró hacia el fondo hacia la tarima de Madame Lulú. Cuando vio la silla de la anciana vacía, el corazón le dio un salto.
—¿Dónde está Odile? —inquirió, alarmada—. Ayayay, os advertí que no teníamos que perderla de vista.
Las tres se acercaron a toda prisa a la mesa de la vidente, que ya atendía a su último seguidor de esa noche.
—Lulú, ¿sabes dónde ha ido Odile? —preguntó Yolanda—. Estamos preocupadas, a su edad es fácil despistarse entre tanta gente y con tan poca luz.
Madame Lulú pidió calma con el elegante revoloteo de manos que utilizaba en su programa televisivo.
—Tranquilas, me ha dicho que iba un momento al baño.
Violette observó a Sylvie y a Yolanda, sin entender por qué se miraban tan preocupadas.
«Oouuaaaahhhaaaahhhh».
Un escalofriante alarido se escuchó en todo el local, tan desgarrador que ponía los pelos de punta. El aullido de angustia venía de los aseos.
Con el barullo de la sirena, todo el mundo abandonó el local. Unos por miedo a ser descubiertos en un sitio como aquel, otros por curiosidad morbosa. El caso es que una multitud se arremolinaba a las puertas alrededor de la ambulancia del SAMU.
A una distancia discreta, la pandilla femenina del número 11 de rue Sorbiers esperaba casi al completo a Madame Lulú, la única que faltaba en el grupo.
Todas observaban cómo los sanitarios sacaban a un hombre en camilla, cubierto hasta la cintura por una sábana verde, que no paraba de proferir gritos de dolor. Con disimulo, Yolanda y Violette escucharon los comentarios de un grupo cercano de hombres.
—Qué sí, que he oído a los del SAMU. Le han roto la polla a golpes.
Hubo un coro de murmullos de dolor.
—Dicen que le han puesto los huevos como dos naranjas.
Cargados de indignación y solidaridad masculina continuaron maldiciendo y deseando toda clase de males al anónimo culpable de aquella agresión.
Pero las chicas dejaron de prestar atención a las conversaciones de los corrillos. Era preciso hacer callar a Odile, que no dejaba de repetir su hazaña como si hablara sola, porque se lo contaba a Sylvie que no entendía nada apenas.
—… y cuando he visto esa cosa asomar por el agujero, sacudiéndose a derecha y a izquierda, invitándome a saber qué clase de cochinadas, me he quitado el zapato y ¡toma, toma y toma zapatazo! —exclamó emulando el momento.
Los golpes al aire eran tan rabiosos que Sylvie no necesitó traducción para entenderla.
—Por Dios, déjalo ya, Odile —rogó Violette—. Que pueden oírte.
—Qué a gusto me he quedado.
Madame Lulú se unió al grupo y Yolanda propuso al resto ir caminando hasta República y pedir un par de taxis; uno para ella y Sylvie, pues tenía intención de acompañarla a casa, y otro para las demás.
—Iremos paseando poco a poco.
—Eso, vámonos de aquí de una vez o al final acabaremos la noche en comisaría —rezongó Violette, mirando a Odile con cara de reproche.
La anciana no le hizo ni caso. Cuando le convenía, perdía el oído de repente.
Yolanda se adelantó unos pasos y caminó junto a Madame Lulú.
—¿Qué tal ha ido la noche, Lulú?
—Bastante bien.
—Cuánto me alegro. ¿Se ha recaudado mucho?
—Tres. No me puedo quejar.
Miró al cielo en agradecimiento, puede que a Buda o a sus socios del más allá. O a todos los habitantes del cosmos en general. Con Madame Lulú, nunca se sabía.
Yolanda no acababa de entender.
—¿Tres?
—Tres mil —aclaró la médium con una sonrisa cándida—. Nada mal, ¿a que no?
La cifra resonó en la cabeza de Yolanda. ¡¿Tres mil euros en apenas tres horas?! Y entonces la revelación cósmica la tuvo ella: se había equivocado de profesión. Tenía que haber estudiado para pitonisa y no para maestra.
La ambulancia giró por rue Saint-Maur con las luces y la sirena a toda pastilla. En la puerta del Hot Game, Patrick aún esperaba cruzado de brazos a ver si entre el gentío que empezaba a dispersarse, daba de una vez con Marc. No tenía ni idea de dónde podía haberse metido. Lo vio salir del local. Patrick agitó el brazo en alto para llamar su atención y contempló cómo se acercaba a paso lento, con la cazadora de cuero colgada al hombro.
—Estoy muerto, tío —dijo como excusa por su desaparición. Patrick alzó una ceja—. Una chica, una rubia preciosa. Un dulce pastelito de nata. Apasionada —recordó respirando hondo—. Excitante. Con unas ganas…
—Te la has cepillado.
—Y ella a mí. Ha sido cosa de dos.
Sonrió como un gato contento al recordar el cuarto de hora más corto de su vida en el callejón.
—Enhorabuena. —Le palmeó el hombro—. Eso se llama llegar y triunfar.
—Es que no te la imaginas. Quién iba a pensar que una cosita tan adorable escondía dentro una fiera caliente.
Patrick lo observaba cruzado de brazos mientras su amigo se ponía la cazadora con esfuerzo, como si los brazos le pesaran una tonelada.
—Entonces, nos olvidamos de los fuegos artificiales —supuso Patrick.
Era catorce de julio y la ciudad entera esperaba para ver el espectáculo que iluminaba con cientos de explosiones el cielo de París. Pero Marc no parecía tener muchas ganas de acercarse a la orilla del Sena para disfrutar de la noche más bonita del año, por mucha pólvora que hubiesen preparado en Trocadero.
—Yo ya he tenido mi noche de fuegos artificiales.
—Muy bien. Pues a descansar, tigre. Es hora de volver a casa.
Hizo memoria para recordar dónde habían dejado aparcado el coche. Esa noche Patrick había dejado la moto en casa, los dos habían ido hasta allí en el Peugeot RCZ de Marc. Este sacó las llaves y se las tendió, haciéndolas tintinear en el aire.
—¿Conduces tú? Yo no tengo fuerzas, me tiemblan las rodillas.
—Sexo duro, ¿eh? —Adivinó, cogiendo las llaves. Su amigo se lo dijo todo con una mirada—. Así que la rubia era más peligrosa que una pantera.
Marc sonrió despacio.
—Más.