Capítulo 18
La ventana indiscreta

Patrick llevaba años viviendo solo. Independiente y defensor a ultranza de su libertad, se sentía confundido por la facilidad con que se había acostumbrado a la presencia de Yolanda en su día a día. Incluso los pequeños inconvenientes cotidianos que conlleva la convivencia, ya los asumía como algo natural. Aunque no dejaban de ser un engorro que en ocasiones, como la de esa mañana, lo exasperaban.

A medio afeitar, maldijo por lo bajo y ladeo la cabeza para observar mejor en el espejo el tajo que acababa de hacerse. Presionándose la barbilla para detener la sangre, se asomó a la ventana y dirigió toda su furia hacia la que quedaba justo enfrente, la de la cocina, a través de la cual veía a su dulce y desesperante chica con una caja de galletas en la mano.

—¡Yolanda, coño! ¿Cuántas veces tengo que decirte que cambies la cuchilla si la usas para depilarte?

Al oírlo, ella apoyó los antebrazos en el poyete con su mejor sonrisa.

—¡Buenos días, amor!

—¿Has oído lo que acabo de decirte? —inquirió mostrándole la maquinilla.

Una voz entrada en años respondió en su lugar desde los pisos inferiores.

—Sí, querido. Te hemos oído todos los vecinos —dijo Odile—. ¡Ay!, ahora que recuerdo, es culpa mía. No te enfades con Yolanda, debió ser cosa del otro día, que me quedé sin gillettes y se me olvidó tirarla cuando subí a tu casa a rasurarme las ingles.

Patrick dio un paso atrás, del asco se le cayó la maquinilla al suelo.

Odile se metió para adentro con una mirada maligna y un «ji, ji, ji». Y miró a Yolanda que, muerta de risa, negaba con la mano. Patrick apretó los dientes, enfadado por caer como un tonto en la trampa y dejar que le tomara el pelo una abuelita bromista. Recogió la maquinilla y volvió al lavabo para terminar de afeitarse.

Guardando el after-shave estaba cuando apareció Yolanda por allí y se pegó a él como una gatita mimosa, aunque no dejaba de reírse.

—Esta mujer es increíble. Yo, de mayor, quiero tener su sentido del humor.

—Pues yo espero no verme nunca en medio de una pandilla de mujeres —respondió con un gruñido bajo y malhumorado—. Y deja de divertirte a mi costa.

—Me encanta reírme contigo, no de ti —matizó; alzó el rostro y le ofreció los labios.

Aún así, Patrick la castigó dándole un beso breve y superficial.

—Quiero más —exigió ella.

—Gánatelo.

Yolanda deslizó la mano hasta su bragueta y lo acarició como a él le gustaba. Patrick rio por lo bajo y esta vez sí la besó a conciencia. Él mismo decidió frenar el juego antes de que las cosas se pusieran más calientes porque en la productora le esperaba un montón de trabajo y se le hacía tarde.

—¿Tienes mucho trabajo?

—Sabes que sí.

La fase de postproducción del cortometraje, sumada a las tareas programadas en agenda, lo tenía abrumado.

—¿A qué hora volverás? —preguntó Yolanda, al verlo ojear el reloj.

—Para el almuerzo. —Calculó—. ¿Qué tal si me sorprendes con un plato especial de esos que se te dan tan bien?

—Pero si tú cocinas mejor que yo.

Patrick se quedó pensativo, mientras le retiraba el pelo detrás de las orejas.

—Hace mucho tiempo que nadie cocinaba para mí.

De la tristeza que pudo ver en sus ojos, Yolanda intuyó que se refería a su madre. Ella sabía bien que los años suavizan el dolor, pero por muchos que pasen, la ausencia de las personas que quieres nunca deja de pesar. Lo rodeó con los brazos y se apretó a él y apoyó la mejilla en su corazón con infinito cariño.

—Me gusta abrazarte —murmuró.

—A mí me gusta que lo hagas.

Sin los tacones, apenas si le llegaba a la altura del mentón. En sus brazos, se sentía pequeña aunque no lo era. Le costaba creer que Patrick se sintiese tan protegido en sus brazos, como le ocurría a ella.

—¿Qué sientes? —preguntó abrazándolo con más fuerza.

—Que me haces falta y aquí estás. Eso siento —susurró apoyando la barbilla en su cabeza.

Yolanda cerró los ojos. Había muchas maneras de decir «te quiero», las palabras de Patrick eran una de ellas.

Como Patrick había regresado al trabajo en cuanto se tomó el café, Yolanda bajó a casa de Odile en busca de auxilio. La mujer era una joya de las que no quedaban. Si se le caía un botón o se le descosía el bajo de una falda, en un momentito se calaba las gafas de cerca y se armaba de dedal, hilo y aguja para sacarla del apuro. En esa ocasión, le pidió que le echase una mano con la cremallera descosida de un pantalón.

Violette también estaba con ellas, sentada en un sillón, perdida en sus pensamientos trágicos. Mientras Odile le daba a la hebra, Yolanda trataba de averiguar qué problema se guardaba su amiga que últimamente la tenía tan melancólica.

—A nosotras puedes contárnoslo —la invitó—, ¿verdad que sí, Odile?

—Ella ya lo sabe. —Remató la anciana—. No insistas, que va a pensar que somos unas cotillas que queremos sonsacarle algún secreto y no se trata de eso. Aquí estamos para ayudarnos las unas a las otras, pero si Violette no quiere, no podemos obligarla.

—Está bien, está bien, está bien. —Rebufó esta incómoda—. Tengo un problema muy gordo. No sé cómo voy a salir a la calle sin morirme de vergüenza.

—Pero cuéntanoslo de una vez y sácatelo de encima —rogó Yolanda.

—Pues resulta que… —comenzó repeinándose los rizos con las manos—. Por favor, no me juzguéis.

—Nenita, eres única para crear expectación —comentó Odile, mirándola por encima de las gafas.

—Me he foll… He tenido una aventura con el frutero. —Disparó como un cañonazo.

Odile dejó la costura en el regazo, con los ojos como dos huevos duros. Yolanda parpadeó un par de veces, tratando de asimilar lo que acababa de oír. Pero la anciana no fue tan comedida y reaccionó poniéndose en pie como un resorte y los brazos alzados al cielo.

—¡Ay Señor, Señor, Señor! —declamó mirando al techo—. Que ya sabía yo que la reunión de los juguetitos picantes iba a tener consecuencias terribles.

—Pero Odile, no hace falta dramatizar —pidió Yolanda, en vista de que Violette cada vez se hundía más en su asiento.

La abuela no le hizo ni caso.

—Cómo has podido, diablesa sin escrúpulos —continuó con voz atormentada—. Insensata, rompematrimonios, con todos los hombres que hay en esta ciudad tenías que poner tus ojos y tus manos en uno casado. ¿No te da vergüenza?

—Odile, por favor —bisbiseó Yolanda entre dientes.

—¡¿Está casado?! —gimió Violette, ahogada en el mar profundo de los remordimientos—. ¡Sinvergüenza! Oh, Dios, yo no lo sabía.

Odile seguía a la suya.

—Dime, ¿con qué cara voy a cruzarme ahora con la señora Laka sabiendo que has tenido una aventura con su marido?

Violette sacudió los rizos y se presionó las cabeza con las manos.

—Basta, basta, ¡basta! ¿Pero qué chifladuras estas diciendo? ¡No es el señor Laka!

Yolanda soltó el aire contenido.

—¡Ya decía yo! —exhaló con alivio.

Violette saltó del sillón y se encaró con su anciana y malpensada amiga.

—¿Cómo se te ocurre, Odile? Yo… ¡¿Y el señor Laka?! —Se estremeció con la sola idea—. Pero si tiene edad para ser mi padre. Qué digo, ¡podría ser mi abuelo! —exageró.

La anciana frunció el ceño, como si algo no le cuadrara.

—Tú has dicho que has tenido un asuntillo con el frutero.

—¡Con el frutero nuevo! El sexy. El que te comerías de un bocado como un bombón de chocolate.

La anciana emitió una risa curiosona. El drama se le olvidó de repente.

—¡Uy!, perdóname, querida. No sé cómo he llegado a imaginar semejante disparate. Pelillos a la mar.

—Sí, sí, a buenas horas. —Rumió Violette, asaetándola con una mirada nada amistosa.

—Así que tenemos frutero nuevo. Caramba, caramba. A ver, cuéntanos, ¿es tan atractivo como dices? —Elucubró con la sonrisa de una comadreja.

Yolanda le lanzó una mirada para que dejara los cotilleos para otro momento. Lo primordial allí era la preocupación de Violette.

—Creo que es un empleado nuevo —supuso la rubita.

Yolanda se incorporó hacia ella y cogió sus manos entre las suyas.

—Lo pasado, pasado está. ¿A ti te interesa hablar con él? —Violette asintió con una mueca de añoranza culpable—. Pues lo primero es averiguar si trabaja en la frutería. Porque, no es por nada, pero yo no he visto trabajando allí a nadie más que al señor Laka y a su mujer.

—Ni yo —añadió Odile.

A Violette le irritó que dudaran de su palabra. Se cruzó de brazos, más que molesta.

—Pues yo sí lo he visto. Lo tenía allí mismo, delante de mis ojos.

Y las desafió a que dijeran lo contrario. ¿Pues qué pensaban? ¿Qué veía apariciones? No, si al final iba a resultar que el frutero sexy del polvo salvaje en el callejón era uno de los fantasmas de Madame Lulú.

Patrick deambulaba inquieto de un lado a otro, como si estuviese a punto de recibir a Steven Spilberg en lugar de a cuatro niños de primero de Primaria.

Yolanda lo observaba por el rabillo del ojo, a la vez que sacaba la compra de las bolsas del supermercado. Menos mal que le hizo una lista porque, si llega a dejarlo a su libre albedrío, habría subido pan de molde, batidos, quesitos, chocolatinas, yogures, zumos y bollería para un mes.

—¿Y esto? —preguntó Yolanda, alzando en la mano una bolsa repleta de golosinas de todos los colores, marcas y formas posibles.

—A los niños les gustan las chuches.

—Si dejas todo esto a su alcance, se pondrán malos de la tripa.

—Por un día, da igual.

—Dos chuches cada uno. O tres. Ni una más.

Patrick elevó los hombros, sin darle importancia.

—Pues nos las comeremos nosotros.

Cuando iba a protestar por lo mucho que engordaban, sonó el timbre del portal. Solange había quedado de acuerdo con otra mamá que se encargaría de recoger a los chiquillos en la escuela, los llevaría hasta allí y más tarde regresaría a recogerlos. Patrick bajó trotando, para que esta subiera los siete pisos.

Yolanda guardó la bolsa de la tentación en el armario, convencida de que al tenerlas a mano acabaría pecando. Patrick con el rugby era capaz de quemar todas aquellas calorías vacías y diez bolsas más, por eso le daba lo mismo. Se consoló pensando en que su salvación eran aquellos siete pisos que subía a pie incontables veces al día. Nunca hay mal que por bien no venga, se dijo mirándose el trasero en el cristal de la puerta del lavadero. Tanto ejercicio tonificaba las piernas y le había puesto el culo más en forma y respingón que el de Beyoncé.

Como acababa de guardar la compra, fue hasta la puerta del apartamento y, acodada en la barandilla, observó a Patrick y a los niños que ya estaban a la altura del segundo. Entonces se acordó de un detalle que la hizo saltar medio metro del suelo. Entró corriendo en dirección al despacho y arrancó del corcho el tanga verde del smiley. No quería ni pensar lo que podría haber llegado a pasar de haberlo descubierto los chiquillos, que no son capaces de callar nada.

Y ante la visión del hueco vacío que acababa de dejar en el tablón, recordó otra cosa de vital importancia. Salió del despacho como una centella, dobló la esquina del pasillo con un derrape y abrió de un empujón la puerta del cuarto de plancha. Abrió el cajón donde guardaba las camisetas y exhaló un suspiro de alivio al encontrar el dibujo de Didier. Aguzó el oído, las voces de los niños ya se oían cerca. Corriendo como una loca, regresó al despacho antes de que ellos entraran por la puerta y clavó a la desesperada el folio en el tablón de corcho.

Rodeó el escritorio y, mientras hacía un esfuerzo por serenar la respiración, contempló el dibujo de Didier y Patrick; se veía un poco torcido, pero lo había conseguido.

Entonces los oyó a su espalda. Se dio la vuelta y Patrick procedió a las presentaciones. Con la curiosidad propia de la edad, uno de los niños no tardó ni un segundo en descubrir la hoja con los dos monigotes.

—¿Lo has hecho tú?

—Somos nosotros —respondió Didier mirando Patrick—. Está un poco mal dibujado porque lo hice cuado era pequeño.

Yolanda se felicitó. Ver al chiquillo disimular lo orgulloso que estaba hacía que mereciese la pena la carrera loca por el pasillo. Los cuatro invitados se dedicaron a curiosear a su alrededor. Ella notó que Patrick la cogía por la muñeca y tiraba de ella.

—Gracias.

Le dio un beso en la palma de la mano y señaló con la cabeza el dibujo de Didier clavado en el corcho. Yolanda sonrió y le acarició la barbilla con disimulo. Evitó con ello caer en la tentación de un beso, sabedora de que los críos se percatan de todo. Después dio palmas para que la escucharan.

—Chicos, lo primero es lo primero —anunció—. ¿Quién quiere merendar?

Hubo un griterío entusiasta y todos la siguieron hacia la cocina como al flautista de Hamelín.

Antes de que se alejara con el grupo, Patrick enganchó el dedo en el cuello del jersey de Didier.

—No tan rápido, campeón. Enseguida vamos con tus amigos —le dijo—. Pero antes, tú y yo tenemos que hablar de hombre a hombre.

Se habían sentado en la cama de Patrick, uno al lado del otro. Didier columpiaba las piernas haciendo chirriar la suela de goma de las deportivas en el parqué.

—Me alegro de que me hayas elegido a mí para el trabajo del cole —dijo Patrick, con sumo cuidado para no tratarlo ni como a un bebé ni como a un adulto—. Pero tengo que preguntarte una cosa.

—¿Qué quieres saber? —preguntó sin dejar de mover las piernas.

—¿Por qué no le pediste a papá que te ayudara con el mural?

El niño lo miró como si tuviera delante a un tonto.

—¿A él? ¿Por qué?

Patrick alzó las cejas, estaba visto que era su pregunta favorita.

—Papá es el presentador más famoso de Francia.

Didier rebufó con una risa incrédula.

—¡Eso es superfácil!

—¿Salir en la tele?

—No, presentar las noticias —le explicó con una condescendencia que hizo pensar a Patrick que se estaban invirtiendo los papeles—. Te voy a contar un secreto pero no lo vayas diciendo por ahí, ¿vale?

—Te doy mi palabra de honor.

—Papá usa un truco. Yo lo he visto —añadió con aire sabihondo—. En la tele no se ve, pero los presentadores no hacen nada, solo leen las noticias. Blablabla, blablabla… Lo tienen todo escrito en una pantalla, las letras salen así —dijo moviendo las manos arriba y arriba y arriba.

Patrick disimuló la risa, estudiar Periodismo y labrarse durante años una carrera de éxito para que el telepromter mandara al garete el mérito de un profesional de prestigio.

—También trabajan en otras cosas que no vemos, tienen que informarse e investigar cada noticia antes de contársela a la gente. ¿Por qué crees que pasa papá tantas horas en la cadena?

—Eso no es un trabajo importante. Mi mamá también trabaja con papeles y carpetas y nadie la conoce cuando vamos por la calle.

Patrick no veía el modo de explicarle que mérito no era lo mismo que popularidad, y en ese sentido salía perdiendo la perito de una compañía aseguradora, como Solange, frente al periodista estrella de los telediarios de mediodía.

—Dime una cosa. —Fue directamente al tema que le interesaba—, ¿por qué te parece importante mi trabajo?

Didier lo miró sorprendido.

—Venga ya… —exclamó con suficiencia infantil—. ¡Porque tú haces pelis!

A Patrick se le hizo un nudo en la garganta. Él había visto antes esa mirada. Su hermanito lo observaba a él con los ojos inocentes de Totó en Cinema Paradiso, llenos de admiración hacia Alfredo, el humilde proyeccionista que cada domingo traía la ilusión a un pueblecito de Sicilia. Dio gracias en silencio a los hermanos Lumiere por inventar algo tan grande, a Méliès por añadirle sorpresas, a Morricone por ponerle música, y a John Ford, a Hitchcock, a Clint Eastwood… Dio gracias, de corazón, a Louis de Funès por tantas tardes felices, los sábados de su infancia, que le hicieron escoger una profesión creadora de sonrisas, emoción y aventura. Y se sintió orgulloso de ser quien era, porque aquella mirada plena de sueños de un niño era la verdadera magia del cine.

Violette no las tenía todas consigo, aún se acordaba de cómo vio triunfar al machote de la noche loca en la frutería, entre el montón de morenitas guapas llegadas como moscas de todo Belleville. Para ella, su pasado sentimental funesto suponía un lastre. No se veía con fuerzas para enfrentarse a un nuevo desengaño. Pero tenía dos cosas muy claras: que no veía visiones y que se moría de ganas por saber qué hacía el guaperas de ébano vendiendo fruta justo debajo de su casa. Así que se armó de valor y una mañana que regresaba de pasear a Odile, antes de subir al apartamento, entró en la tienda de los Laka con intención de indagar.

—Un nuevo empleado, ¿dices? —preguntó la señora Laka—. No, bonita, no.

La mujer respondía a su pregunta sin prestar demasiada atención, porque el negocio era el negocio y en ese momento estaba atendiendo a la señora Fillon, una octogenaria quisquillosa, para colmo sorda como una tapia, que vivía dos calles más allá.

—¿Pero estás segura? —intervino Madame Lulú, que parecía estar en todas partes.

—Bueno,… No.

La señora Laka cortó dos bananas del racimo que colgaba del techo, con una oreja en la conversación y la otra en lo que le decía la pesada de la señora Fillon.

—¿Entraste en la tienda y hablaste con él? —prosiguió la médium.

Violette se desesperó, no pretendía convertir aquello en una terapia de grupo.

—No, la verdad. Pero es un chico muy guapo, alto,…

—Si dices que justo en ese momento había aquí bastante gente —adujo la señora Laka—, no es un disparate pensar que te equivocaras. Seguro que ese chico que dices acompañaba a alguna clienta.

Y se puso a teclear la cuenta de la señora Fillon en la caja registradora.

Sin creer la explicación de la frutera, Violette dio el interrogatorio por fracasado. Su negro sexy llevaba aquel día un mandil azul, ella lo vio con sus propios ojos. Si la señora Laka no quería decirle la verdad, sus motivos tendría. Quizá el chico no estaba declarado en la Seguridad Social, a saber. Odile ya llevaba un buen rato de plantón y no debía castigar su cadera. Además, le incordiaba tener a la médium famosa metiendo baza en algo que ni le iba ni le venía. Ya pillaría al señor Laka por banda y a solas, los hombres suelen resultar bastante blandurrios a la hora de sonsacarles información.

—Bueno, bonita, ¿ponemos alguna cosa? —preguntó la frutera.

—Un calabacín. —Soltó a bote pronto.

—En qué estarás tú pensando… —comentó Odile, cargada de ironía.

Las tres mujeres se quedaron mirando a Violette, como si tuviera la cabeza transparente.

—El subconsciente es muy traicionero. —Remató Madame Lulú con aire alelado.

Violette alzó la barbilla muy ufana y sacudió sus ricitos con energía. Si aquellas tres cotorras se creían que podían con ella, iban listas.

—Ra-ta-touille. —Silabeó con aire guerrero—. Estaba pensando en la ratatouille que voy a preparar para el almuerzo. Señora Laka, además del calabacín, me pone también una cebollita, una berenjena alargada, dos tomates maduros y un pimiento amarillo, ese de ahí —concluyó señalando con el dedo—. Y si no le importa, rapidito, que se me está haciendo tarde y Odile está ya desfallecida de apetito, pobrecita mía, ¿a que sí? —afirmó, advirtiendo a esta con una mirada afilada.

La anciana se encogió de hombros y puso cara de darle toda la razón. Cualquiera le llevaba la contraria.

Yolanda tenía la costumbre de anotar las cosas para no olvidarlas. En cambio, Patrick gozaba de una memoria excelente. Ese día se lo dedicó solo a ella. Quería mostrarle sus rincones preferidos de París. La llevó sobre la moto a lo largo de la avenida Ópera. Yolanda ya no se acordaba que prometió hacerlo aquella noche en la azotea, durante su primera cena compartida. Ya habían aparcado en la isla de San Luis cuando él le explicó que la razón por la que aquella era la única sin un solo árbol obedecía al miedo de Napoleón III a que pudieran dispararle desde los balcones, emboscados tras el follaje.

—Pura precaución —sonrió con orgullo parisino.

A Yolanda le resultó divertido ese pequeño arrebato de chovinismo tan a la francesa. Acabó confesándole que esa versión formaba parte del mito y que sonaba más creíble que el arquitecto lo quiso así para que los árboles no ocultasen la soberbia perspectiva de la Ópera Garnier, la del romántico fantasma.

A ella le fascinó la pequeña isla a espaldas de Nôtre Dame y lamentó no haberla visitado antes.

—Es preciosa mires donde mires.

—Es la mejor isla que existe.

—Bueno, bueno…

—No lo dudes. Y lo es porque aquí se encuentra el mejor helado del mundo.

Yolanda lo miró de reojo. Cuando le daba por exagerar, se quedaba solo.

Sentados a la orilla del río, gozaron del placer indescriptible de saborear un cucurucho de Berthillon; ella de chocolate, él de nougat. Yolanda tuvo que darle la razón, jamás había probado nada más delicioso, y la irritó que racaneasen tanto con el placer, porque la bolita sobre el barquillo era poco más grande que una canica.

Recorrieron cada calle de la isla, y allí descubrió Yolanda, de la mano de Patrick, que sí existen esas estampas de ventanas con macetas repletas de flores, tiendecitas con los escaparates de cuarterones y bicicletas apoyadas en la pared con cestillos de colores pastel, reproducidas hasta la saciedad, y que millones de personas reconocen al instante y conservan en la retina como imagen de París.

De allí la llevó a almorzar a L’Epicerie, un bistró en la zona de Les Halles que parecía sacado de un cuadro. Como Patrick sabía que a ella le gustaba, se sentaron en la terraza. Yolanda dudó si fue buena idea tomar el helado, temiéndose que con menos apetito no disfrutaría de los irresistibles platos que anunciaba la carta. El helado quedó en el olvido en cuanto probó el exquisito magret de pato con pera y mango. Compartieron una larguísima sobremesa con dos cafés, intercambiando confidencias de enamorados y haciendo manitas, como es tradición.

—Lo que viene ahora quizá no te suene. Uno de los lugares puede que sí —anunció Patrick, de camino hacia la moto—. El otro me atrevo a asegurar que te sorprenderá.

—¿No piensas decirme dónde me llevas? —rogó, picada por la curiosidad.

El beso que le dio Patrick fue su dulce forma de decirle que no. Montaron en la Honda y se lanzaron al asfalto en ascenso hacia Montmartre. Frenó en una de las callejas más empinadas de la colina para que ella viera con sus propios ojos eso tan singular que quería mostrarle. Yolanda se quitó el casco, tan sorprendida se quedó que ni pensó en apearse de la moto.

—¿Bajas o qué?

—¿Eso son cepas y uvas de verdad?

—Poca gente sabe que existe un viñedo en pleno corazón de París. Seguro que no sabes que cada año se celebra en Montmarte la Fiesta de la Vendimia.

—Si no lo veo no lo creo.

Patrick le acarició la mejilla y sonrió contento por lo mucho que estaba logrando sorprenderla con el recorrido que tantos días le había llevado escoger.

—Vamos al museo.

Visitaron las salas que explicaban la tradición vinícola de aquella antigua villa rural y, cuando los dejaron solos, se besaron rodeados de viñas. Patrick compró una botella como recuerdo con la que celebrarían esa noche aquel paseo.

—No es el mejor vino del mundo, pero es el nuestro.

—¿Y ese recibo que te han dado?

—Este vino desgrava en los impuestos.

Ella sacudió la cabeza, los franceses eran insólitos como ellos solos. Patrick le recordó que el viñedo tenía fines benéficos y que las ganancias íntegras de la cosecha se dedicaban a labores de beneficencia, entonces comprendió Yolanda el porqué de la desgravación fiscal. Una vez guardada la botella en el cofre de la Honda, callejearon sobre esta hasta el siguiente sitio especial escogido por Patrick.

Se apearon en la plaza de las Abadesas y aparcaron junto a la archiconocida marquesina de metro Art Nouveau. Patrick le explicó que solo quedaban esa y otra de las originales de la época de su construcción. A Yolanda le fascinó la plaza por varias razones: por el acordeonista que creaba con su música un ambiente especial, porque había un tiovivo de los que tanto le gustaban y por el inmenso mural azul de los «Te quiero» que le mostró Patrick. Cogida a su cintura, leyó esas mismas palabras en infinidad de idiomas.

—Se puede decir con un beso también —murmuró abrazándola.

Y se besaron envueltos en la melodía del acordeón, sin importarles los turistas que pululaban por la plaza. Yolanda le acarició el pelo, él alzó el rostro y la miró a los ojos.

—No te creía capaz de escoger el itinerario por París más romántico que pueda haber.

Patrick, que no destacaba por su delicadeza, se quedó con la alarmante sensación de estar volviéndose un blandengue.

—No haberte liado con un francés —farfulló con el ceño fruncido.

Ella lo sacudió, riéndose, por ponerse tan tonto. Y Patrick la detuvo con un segundo beso.

—Y luego son los italianos los que tienen fama de románticos.

—¡Para que veas! —bromeó guiñándole un ojo.

El móvil de Patrick sonó en su bolsillo. Soltó a Yolanda y se separó un trecho para responder a la llamada. Ella lo observaba desde la distancia y se inquietó al ver su cara de preocupación mientras hablaba por teléfono.

El gesto con que lo vio acercarse, la preocupó de verdad.

—Tenemos que ir rápido al hospital —anunció guardando el móvil—. A mi padre le ha ocurrido algo, Solange no sabe lo grave que puede estar. Solo le han dicho que ha sido un atraco con pistola.

Corrieron los dos hacia la moto, Yolanda suplicando que el padre de Patrick no estuviese malherido. Un día tan maravilloso no podía acabar en tragedia.