Capítulo 17
Magnolias de acero

No quería sus consejos, no los tendría. Ni su presencia. A Yolanda le había herido escuchar que no hacía falta en la vida de Patrick. Con todo, confió en que el paso de las horas disipase el vendaval. Pero después de esperarlo para el almuerzo, sin una llamada suya, sentada a la mesa, mirando el reloj cada cinco minutos, y viendo cómo su cazuela de arroz marinero se convertía en un engrudo pastoso y frío, decidió llamarlo a la productora. Su gélido y escueto «Estoy ocupado, ahora no» acabó de decidirla. ¿No decía que no la necesitaba para nada? Pues esa noche, cuando se dignara aparecer, iba a encontrar la casa más vacía que una hucha en temporada de rebajas.

Sin pensárselo dos veces, Yolanda dejó el apartamento de Patrick y buscó asilo en casa de Odile. La anciana y Violette le abrieron los brazos encantadas y sin hacer preguntas.

No fue un cambio de vino y rosas, porque a pesar de que constató que los abueletes tienen una faceta maravillosa y entrañable, no tardó en descubrir que para convivir con ellos se precisa una paciencia a prueba de bomba, porque escuchan lo que quieren, no atienden a razones y no paran de dar la tabarra hasta que se salen con la suya.

Como Violette tenía cita con el médico de cabecera de Odile para recoger las recetas e instrucciones sobre cómo y cuándo administrarle la veintena de medicamentos que esta tomaba a diario, a Yolanda no le quedó otra que acompañar a la mujer a su visita semanal a Père-Lachaise para dar de comer a los mininos vagabundos.

Eso sí, una vez probado lo bien que se sentía al verse atractiva, decidió contrarrestar el mal humor a base de quererse a sí misma.

—Recuerda que somos como las magnolias del campo de Marte —la instruyó Violette antes de salir de casa—. Bellas y valientes, las únicas que desafían al invierno y florecen con los árboles pelados.

Yolanda así lo hizo, se puso el vestido más bonito y los tacones más altos, para atraer miradas masculinas a su paso. Le habría gustado taconear por la avenida Menilmontant cortando el aire, pero con Odile no hubo manera. No le quedó otra que lucir cuerpazo a paso de tortuga.

Yolanda llevaba a la anciana del brazo de mala gana y preocupada, ya que era bien consciente de que dar de comer a los gatos callejeros estaba prohibido en el recinto del cementerio y no quería ni imaginar la multa que podía caerles encima como las pillaran con las manos en la masa.

—Por aquí, a la derecha, querida —indicó Odile, haciéndose la loca para no saludar al vigilante de la entrada.

Père-Lachaise era el cementerio más grande de París; también el que albergaba más famosos entre sus muros, desde Molière a la Callas. Por el paseo principal, montones de visitantes subían en dirección norte, todos ellos con el plano en la mano que indicaba la ubicación de las tumbas de los muertos VIP, y que a la entrada les habían facilitado a cambio de dos euros.

A Yolanda le tranquilizó ver que ella y Odile tomaban el camino de los panteones más antiguos, muchos de ellos abandonados. Si acaso se tropezarían con algún turista. Pero por aquella zona era raro que transitaran los habituales del cementerio, de visita a sus difuntos, que pudieran llamarles la atención o chivarse a los vigilantes.

Justo cuando iban a torcer por el primer sendero, escucharon que las llamaban desde lejos. Era Madame Lulú y se detuvieron para saludarla. La vidente iba acompañada de otra mujer, flaca y fea como ella sola, que les presentó por cortesía. Se trataba de una clienta a la que llevaba al cementerio para solucionar un asunto del corazón.

—Traigo a mi amiga Geneviève —explicó; por discreción, en público trataba de «amigos» a sus clientes—, a ver si Victor nos echa una manita —añadió con tono cómplice.

Odile y Yolanda intercambiaron una mirada sabia que podía traducirse por «otra que viene a frotar las bragas». Ella se topó de bruces con la tradición que achacaba a la estatua yacente de Victor Noir el poder de arreglar asuntos sexuales y sentimentales. Muchas solteronas parisinas y otras que deseaban quedar embarazadas acudían en tropel. En la primera semana de su estancia en París, Yolanda se quedó de piedra un día que regresaba de visitar la lápida de su padre dando un rodeo y divisó a lo lejos a una chica, espatarrada sobre la figura en bronce del difunto periodista, venga a restregar sus partes íntimas contra la abultada entrepierna de la efigie. Cuando esta se fue, Yolanda se acercó al sepulcro del pobre joven, fallecido a la tierna edad de veintidós años en un duelo de honor, y se quedó boquiabierta al ver que toda la estatua lucía una patina verdosa salvo la zona genital, que brillaba como el oro pulido.

Como Odile empezó a murmurar que no quería imaginar por qué relucían también la boca y la nariz de la estatua sepulcral del pobre chico, y los comentarios parecían incomodar muchísimo a la tal Geneviève, Yolanda optó por dar por terminada la charla y continuar con su camino.

—Después iré a ver a mi gurú —dijo Madame Lulú a modo de despedida—. ¿Quieres que le pida consejo para ti?

Yolanda sabía de sobra que se refería a Allan Kardec, el inventor del espiritismo, tumba a la que los aficionados a los contactos con el más allá acudían por legiones; de hecho, era la más concurrida y la que más flores frescas lucía de todo el cementerio. Se estiró el vestidito y miró a Madame Lulú con evidente incomodidad. Funcionaran o no sus poderes adivinatorios, estaba claro que la médium sabía que ella y Patrick se habían peleado.

—Déjalo, Lulú. —La frenó Yolanda, negándose a meter ni a vivos ni a muertos en sus problemas con Patrick—. Si te parece, pídele ayuda para ver si Violette encuentra a una persona que quiere volver a ver.

—Es un hombre —añadió Odile, sin poderse contener—. La pobrecilla no sabe ni cómo se llama el muchacho, y por lo que cuenta está de muy buen ver. Ya sabes cómo son estas cosas de jóvenes, Lulú.

—Haré cuanto pueda —aseguró esta.

Tras una breve despedida, cada cual tomó su camino. Odile y Yolanda continuaron hacia la división siete. Al llegar a un recodo apartado, la anciana señora pidió a Yolanda el bolsón y sacó una regadera, que le entregó indicándole dónde estaba la fuente más cercana. Tal como le pedía, marchó a por agua fresquita para los mininos. Cuando regresó con la regadera rebosante, vio a Odile que ya sacaba unos culos de botella de plástico que guardaba escondidos detrás de la tumba del gran rabino Sintsheim.

La vio sentarse en un sepulcro de mármol y, acto seguido, ponerse a llenarlos de alimento seco para gatos. Yolanda ojeó hacia su izquierda y se espantó al divisar a un vigilante que iba hacia allí, con las manos a la espalda.

Echó a correr sendero arriba, con taconazos y todo, y llegó hasta la anciana en un visto y no visto.

—Ay, Odile, ¡rápido, que viene el vigilante! Escóndete —la apremió con cara de susto—. Agarra todo eso y desaparece de aquí, mientras yo lo entretengo.

Lo que son las cosas; la mujer, que necesitaba cogerse del brazo de alguien para caminar, fue escuchar la palabra «vigilante» y salir disparada como alma que lleva el diablo. Yolanda la vio perderse detrás de una hilera de panteones, a la vez que de reojo vigilaba al guardián uniformado que ya estaba a menos de veinte metros.

Para disimular, se puso a regar a los pies de la verja de hierro de la sepultura que le quedaba más cerca hasta que sintió los pasos justo detrás de ella.

—Señorita, puede explicarme qué demonios hace. —Oyó a su espalda.

Yolanda giró despacio. Miró al hombre con un parpadeo desafiante y se tocó el escote con el dedo. Era flacuchillo, con bigote y cara de pocos amigos.

—¿Es a mí?

—Espero por su bien que no esté llenando cacharros de plástico para dar de beber a los gatos —avisó.

—No sé de qué me habla. He venido desde muy lejos para ver la tumba de mi retatarataratarabuelo… Abelard —improvisó, al leer por el rabillo del ojo que el hombre allí enterrado había fallecido nada menos que en el siglo XII.

—Desde lejos —repitió.

—Sí señor, desde España —apuntó, confiando en que el hombre hiciese la vista gorda por eso.

—Eso sí que es amor por la familia —apuntó con evidente retintín.

—Es la llamada de la sangre —lo desafió Yolanda, sin dejar de regar las malas hierbas como si fueran plantas tropicales.

Ya fue mala suerte escoger la tumba de Abelardo y Eloísa, los amantes trágicos más famosos de Francia. Ella ni sabía quienes eran ni conocía el desdichado final de los dos que yacían al otro lado de la verja. En cambio el vigilante, era obvio que sí.

—Un antepasado suyo —comentó el hombre, entornando los ojos.

—Sí, ya ve. Qué menos que regarle un poquito las plantas.

Y continuó rociando con la regadera los cuatro hierbajos que crecían junto al enrejado.

—Pues ya es difícil que Abelardo tuviera descendencia —comentó el vigilante con cara de póquer.

—¿Y eso?

—Porque le cortaron las pelotas.

A Yolanda casi se le cae la regadera de la mano, pero fue rápida en reaccionar.

—Pobrecillo. No estoy al tanto de los secretos de familia.

El vigilante empezó a perder la paciencia.

—Señorita, solo por curiosidad, ¿usted me ve cara de tonto?

—¡Pero bueno! —protestó indignada—, ¿es que es un delito regar las plantas? Y, solo por curiosidad. —Lo imitó—, míreme bien, ¿tengo pinta de ser una vieja maniática de las que dan de comer a los gatos?

Puso los brazos en jarras, sacó pecho y ladeó la cadera estratégicamente sexy. Los ojos del hombrecillo escanearon su cuerpo de arriba abajo y de abajo arriba, con especial insistencia en las zonas curvas hasta que detuvo la vista con todo descaro en la zona pectoral.

—Nunca se sabe —concluyó con los ojos fijos en sus tetas.

Por fin levantó la vista para darle una última mirada de advertencia antes de girar y marcharse por donde había venido.

Una vez lo vio ya lejos, Yolanda fue en busca de Odile. La llamó, preocupada, hasta que la oyó responder. Se le erizó todo el vello del cuerpo al oír que la voz de la anciana provenía del interior de un panteón ruinoso. Empujó la puerta con repelús y se la encontró allí sentada en una especie de banco de piedra, tan tranquila.

—¿Pero cómo has entrado?

—La puerta estaba abierta. Qué paz se respira, dan ganas de quedarse.

—Pero qué cosas dices —la riñó Yolanda, observando las telarañas del techo—. Vámonos de aquí ya mismo —decidió; y la agarró del brazo para ayudarla a levantarse—, que a ti aún te quedan muchísimos años para venir a un sitio como este.

Mientras la anciana se incorporaba a cámara lenta, a ella le dio tiempo de leer un grafiti sobre la puerta de acceso y casi se le salen los ojos de las órbitas. Aquello explicaba por qué estaba la puerta forzada. ¿Gay cruising? ¿En el cementerio? ¡¿En el interior de un panteón?!

Odile miró hacia arriba, intrigada al verla con aquella cara de pasmo.

—¿Qué significa eso de gay cruising?

Yolanda la hizo salir de allí, guardó la regadera en el bolsón negro, se lo colgó al hombro y le ofreció el brazo a Odile. Mientras regresaban por el sendero hacia la puerta principal, le explicó en qué consistía la moda de practicar sexo rápido con desconocidos en lugares públicos, y que esa tumba en particular era un punto de encuentro.

—¿Sexo gay? —preguntó Odile.

—Ajá.

—Hombres.

—Eso parece.

—¿Con otros hombres?

—Pues sí.

—Y en el cementerio. Rodeados de difuntos —reflexionó la anciana por el camino—. Qué cosa más morbosa.

Yolanda la miró de reojo sin decir ni pío.

—¿Y se visten de vampiros y todo eso?

A Yolanda le vino a la mente la imagen de media docena de machotes disfrazados de Drácula, dale que te pego a la lujuria terrorífica hardcore.

—¡Hay que ver, Odile! —la regañó con un cabeceo—. Pero qué mente más calenturienta tienes.

Pues sí se dio prisa el espíritu de Allan Kardec en responder a la petición de la médium, porque los deseos de Violette se vieron cumplidos esa misma mañana.

Regresaba de la farmacia y al llegar a unos escasos veinte metros de casa, se quedó clavada en la acera, patidifusa, con la bolsa de las medicinas en la mano, y sin poder andar ni para adelante ni para atrás. Acababa de reconocerlo. Era él. El chico de chocolate, el que se le aparecía en sueños, el que besaba mejor que ninguno, llevaba un mandil azul y estaba vendiendo fruta en el establecimiento del matrimonio Laka. ¿Sería el nuevo empleado? Familia no, porque era mucho más claro de piel y los Laka no tenía hijos. Trabajaba… ¡¿allí?! ¿Pero cómo era posible que no lo hubiese visto en los tres meses que llevaba viviendo con Odile?

Y tenía un montón de clientela. De clientas, reconoció Violette entornando los ojillos. Observó a una negrita guapísima, que no perdía ocasión de tontear con el frutero sexy: le pidió naranjas, como él se giró para llenar una bolsa del cajón, Violette corrió a ocultarse. El escondrijo más cercano que encontró fue el umbral de la barbería y desde allí asomó la nariz para espiar. Poco le importó la mirada entre curiosa y siniestra del barbero tuerto, que desde dentro del local, la observaba sin entender nada.

Con lo grande que era París. En una ciudad con diez millones de habitantes, ya era casualidad que su dios del color de la noche trabajara en el mismo edificio donde ella vivía.

La tienda de los Laka no había estado tan llena en la vida. Violette sintió cómo crecía la furia en su interior. Allí lo tenía, delante de sus narices, tan contento mientras todas las Venus de ébano de Belleville se lo comían con los ojos. Qué gracioso, haciendo malabares con las naranjas para lucir sus habilidades delante de su harén particular. ¡Lobas, más que lobas! ¿Aquello qué era? ¿Una verdulería o el concurso de Miss Belleza Negra?

Violette se pegó a la pared y recorrió la distancia hasta el portal con cuidado de que no la viera. Mientras él seguía venga risitas, toma miradita, rodeado de chicas con cuerpos de envidia, ella tecleó a toda prisa el código de apertura y desapareció hacia el interior del patio. Menuda tonta, tendría que haberlo imaginado. Para un tiarrón así de apetecible ella solo había sido el capricho de una noche. Y al recordar los pechos turgentes de las morenazas que rodeaban al frutero seductor, se sintió insignificante. Arrastró sus pasos hasta la escalera y subió los escalones con pasos tristes. ¿Cómo iba a acordarse de ella? Solo era una ilusa ridícula, con las tetitas como dos mandarinas.

Esa noche, Patrick llegó muy cansado. Su agotamiento era más mental que físico. No había salido de la productora ni para almorzar. Llevaba el día entero dándole vueltas y al fin, entre todos, habían logrado encarrilar la trama del cortometraje. Sentía ese gusto íntimo tan especial, la satisfacción de ver que por fin la película iba a salir como él quería. Llegó al apartamento con ganas de contárselo a Yolanda, pero al abrir la puerta y ver las luces apagadas, supo que la discusión de la mañana tenía las trazas de coronar un día extenuante con una noche de pesadilla.

Recorrió una habitación tras otra, encendiendo las luces, pero nada; allí no había ni rastro de ella. Podía haber salido a cenar fuera; se dirigió a la cocina y descartó la idea. No, de haberlo hecho habría dejado una nota enganchada a la puerta de la nevera. Después se dirigió al dormitorio y abrió el armario: su ropa estaba allí, no podía haberse marchado muy lejos. La deducción fue rápida. Patrick agarró las llaves del mueble de la entrada, cerró de golpe y bajó los escalones de dos en dos.

Cuatro segundos después, era Violette quien lo recibía con expresión gélida.

—¿Sí?

—Quita de en medio, bonita —ordenó sin ganas de discutir.

—No sé qué se te ofrece a estas horas.

Patrick, que empezaba a hartarse, la fusiló con una mirada. Yolanda apareció detrás de Violette. Iba descalza; en bragas y con una camiseta publicitaria del Monoprix. Todo indicaba que estaba apunto de meterse en la cama y no se había bajado ni el pijama.

—Haz el favor de bajar la voz, que Odile duerme desde hace rato —le espetó muy seria.

Fue la gota que colmó el vaso. Patrick abrió la puerta de un empujón, entró en el recibidor, la agarró por la cintura y se la cargó al hombro como un saco.

—Buenas noches, Violette —dijo cuando salía por la puerta.

La chica contempló como subía las escaleras con Yolanda pataleando como una loca. Cuando los perdió de vista, cerró con pestillo.

—¿Qué coño te has creído? —gritó en español, al llegar al séptimo piso.

Un día entero sin una llamada y sin responder a las suyas, una larga jornada de preocupación, además de un delicioso arroz que había acabado en la basura, eran suficientes razones para estar de muy mal humor.

Patrick la dejó en el suelo y le rodeó la cintura con una fuerza férrea, para evitar que escapara escaleras abajo.

—No me hables en español, que no te entiendo —ordenó sin importarle su cara de furia.

—Estoy muy enfadada —replicó desafiante.

—Mejor. Te prefiero enfadada que triste. No quiero volver a verte nunca con la cara que tenías esta mañana cuando me marchaba a la productora.

Eso enterneció un poco a Yolanda. Solo un poco.

—Suéltame —exigió—. No tienes derecho a obligarme a estar contigo si no me apetece.

Por la cara que puso, era obvio que él no pensaba lo mismo.

—Tu sitio está aquí arriba. Es aquí donde vives. Conmigo —recalcó—. No en casa de Odile ni en ninguna otra parte.

Yolanda lo miró con rabia contenida.

—Odio que decidan por mí.

Muy despacio, Patrick la soltó y se entretuvo en sacar del bolsillo las llaves de casa.

—Las discusiones forman parte de eso que llaman convivir, ya tienes edad para saberlo.

—Ahórrate la ironía, Patrick —pidió sin asomo de humor—. Yo ya he tenido mi buena ración de convivencia con malas caras durante toda mi vida.

Patrick la miró igual de serio.

—Creía que estabas conmigo para lo bueno y para lo malo. —Enunció con una mirada taxativa—. Juntos cuando todo va como la seda y juntos también cuando las cosas se tuercen. Una de las cosas que más me gustan de ti es que no te rindes cuando te atizan en plena cara —dijo en alusión al primer y desagradable encuentro con su hermana Sylvie—. No me hagas pensar que me he equivocado contigo.

Yolanda lo miró de soslayo, le arrebató el llavero de un tirón y abrió la puerta.

—Yo no huyo jamás —sentenció alto y claro. Le dio la espalda y tiró adelante con paso firme—. Hay quien presume de sus dramas, como tú; y otras personas que los sufrimos en privado —Patrick cerró la puerta y fue tras ella, sin interrumpir su discurso—. Unos prefieren ir por la vida con cara de perro y otras le plantamos cara con una sonrisa.

Él le puso las manos sobre los hombros con tal firmeza que la obligó a detenerse y, despacio, la hizo girar para que se viese a sí misma reflejada en el cristal de la puerta del salón.

—¿A esto le llamas tú sonrisa?

Tenía razón: menuda cara de bruja; pero no estaba dispuesta a dársela. Con un grácil movimiento de hombros se zafó de sus manos y salió de allí.

Como vio que Yolanda se metía en el cuarto de baño, Patrick tomó el camino de la cocina. Abrió la nevera y bebió cuatro tragos de leche directamente de la botella. Abrió el tarro y cogió una magdalena que se comió a bocados. La cena asquerosa perfecta para rematar un día triturador.

Se desnudó en el cuarto de la lavadora y atravesó el pasillo hasta el baño con intención de darse una ducha que le aliviara la tensión de los hombros. Allí se encontró con Yolanda; se cepillaba los dientes de cara al lavabo. A Patrick le habría gustado situarse muy pegado a su espalda, meter las manos por debajo de la camiseta, jugar un ratito con sus pechos y restregarse contra el encaje de sus braguitas hasta ponerse duro como una piedra. ¡Qué culo tenía!

Miró hacia abajo, su pene empezaba a mostrar una alegre semierección. Le ordenó tajantemente que retornase a la posición de descanso y se metió en la ducha.

Cinco minutos después caminó hasta el dormitorio secándose el pelo con una toalla. La lanzó sobre una silla con descuido, levantó la sábana y se metió en la cama.

—Qué bien que me des la espalda —comentó con ironía—. Tenerte así es mi postura preferida para dormir.

La abrazó por detrás y tiró de ella para tenerla bien pegada.

Yolanda no se resistió, malditas ganas que tenía de perder en un combate de fuerza.

—No creas que no vamos a hablar —dijo ella—. Pero ahora no.

—Yo también venía con muchas cosas que contarte, pero se me han ido las ganas.

A ella le picó la curiosidad.

—Pues ahora me lo cuentas.

—Pues ahora soy yo el que no quiere hablar.

—Eres un borde.

—Y tú una antipática.

Durante unos minutos permanecieron en silencio, él abrazándola y ella dejándose abrazar.

—De acuerdo. No ha sido el mejor día de nuestra vida —dijo Yolanda por fin con aire conciliador—. Ya hablaremos mañana. Ahora mismo estoy tan cansada que solo quiero dormir.

—Sí, más vale que descanses y no desperdicies tu energía en odiarme. Mañana te espera un día duro —murmuró Patrick, y sonrió al notarla tensarse en sus brazos de pura curiosidad—. ¿Estás preparada para el reto de sobrevivir a unos cuantos niños correteando por el apartamento, recién salidos del colegio?

Yolanda giró en sus brazos tan rápido que le dio un cabezazo en la barbilla.

—¡Ay!

—¿Has llamado a tu hermano? —indagó, acariciándole la zona del golpe.

—Esta tarde. Vendrá mañana con sus coleguitas y haremos entre todos el mural para la clase.

No podía estar más contenta. Con un abrazo impetuoso lo tumbó boca arriba y se subió a horcajadas sobre él. Patrick le abarcó las mejillas con ambas manos para contemplar en la penumbra el brillo de sus iris azul claro. Saberse el artífice de ese destello alegre lo llenaba más que ninguna cosa.

—Así te quiero siempre —murmuró—. No quiero verte más los ojos tristes. Nunca.

—Esta alegría es cosa tuya, por ser como eres. Estoy hablando de Didier —matizó con idéntico tono íntimo—. ¿Por qué no me lo has dicho nada más llegar a casa de Odile?

Patrick rio como un canalla.

—Mi castigo por abandonar el nido.

—El nido del águila —recordó con sorna. Así lo llamaba a veces Violette cuando bromeaba sobre la mirada penetrante de Patrick, que además habitaba en lo más alto de un edificio sin ascensor.

Él le deslizó las manos por los hombros, acariciándole los brazos y las detuvo en sus pechos.

—Ahora es el nido del águila y de cierta paloma despistada que se coló por la ventana —la corrigió mirándola muy fijo.

Ella sonrió. Con los ojos la desafiaba a que dijese lo contrario. Algo que Yolanda no pensaba hacer. Llamarlo nidito para dos sonaba cursilón, pero a aquellas alturas era absurdo fingir que no lo era. Bajó el rostro hacia él para borrar todas sus dudas. Patrick sonrió despacio y se dejó besar.

—Esta noche más que nunca te mereces un premio —susurró seductora.

Sin dejar de mordisquearle los labios, la barbilla y la mandíbula rasposa, se quitó la camiseta.

—No quiero sexo como premio —atajó Patrick.

A pesar de ello, fue él mismo quien terminó de desnudarla. Yolanda inclinó el rostro sobre el suyo hasta que sus narices se rozaron.

—El premio no es el sexo. Esta noche tu premio soy yo. Toda —dijo muy bajito.

Le sujetó las muñecas y se entretuvo en saborear beso a beso el recorrido de la clavícula hacia la base del cuello. Restregó la nariz en la línea de vello sobre el esternón, deseosa de darle placer. Sonrió al oírlo gemir cuando lameteó hasta endurecer el diminuto pezón. Excitada de excitarlo a él, deslizó la lengua juguetona sobre el otro. La caricia se tornó en mordisco al sentir los dedos de él abriéndose paso en su sexo. Alzó las caderas con malicia, a cada avance de la mano de Patrick ella reaccionaba con una rápida retirada. Una, dos veces. Ella se entregaba y él se sometía. Lo besó exigiendo su lengua. Se balanceó adelante y atrás, rozando apenas el glande, torturándolo con la caricia resbaladiza y cálida, piel con piel.

—No seas mala —murmuró Patrick. Le mordió el labio inferior con ansia y le dio una sonora palmada en la nalga.

El chillido de Yolanda se perdió en la boca de él; estaba segura de que le había marcado los cinco dedos en el culo. Nunca se había mostrado rudo con ella, pero la dureza de su mano le provocó un violento placer.

Las manos buscaban exigentes, las bocas se tornaron ávidas. Ella guiaba y él cedía. Patrick le atrajo el rostro muy cerca para no perderse ni un solo matiz de su expresión. Yolanda era diferente a todas, furia y ternura a la par. Le acarició las mejillas con una emoción que lo estremecía. Nunca se cansaría de mirarla, tan única. Tan suya.

Con una destreza que era pura tortura, Yolanda buscó la cima de su miembro firme y palpitante; sin dejar de mecerse, entrecerró los párpados y se empaló de un solo golpe. Patrick rugió de placer. Se incorporó sobre los codos y le besó los pechos, los abarcó con la boca, uno, otro. Cuando su respiración se tornó jadeante, echó la cabeza atrás, con los ojos cerrados. Todo desapareció, nada existía salvo la opresión acariciadora y deslizante que abrazaba su miembro. El éxtasis tenía nombre de mujer, el de la única que le robaba la voluntad. Y a Patrick se le escapó de la boca, como una súplica, cuando lo alcanzaron juntos. Con ella… En ella.

Yolanda permaneció largo rato envuelta en sus brazos, con la mejilla en su pecho. Patrick sonrió con los ojos cerrados al notar la caricia ascendente de su mano que se detuvo en el cuello y mimó con los dedos la zona dolorida donde ella misma le había clavado los dientes. Él tanteó a lo largo de su brazo y con el índice redibujó el sello ovalado que había dejado un mordisco suyo en el hombro de su chica. Pasión caníbal, se dijo con una sonrisa perversa, buen título para un telefilm de bajo presupuesto.

Y mientras acariciaba la marca de su boca en la piel de Yolanda, meditó sobre ellos dos. Habían llegado a ese punto sin retorno en el que la entrega y la necesidad de posesión caminan a la par. La besó en la sien y con la barbilla la forzó a girar la cabeza para verle la cara.

—Es la primera vez, ¿verdad? —Yolanda se incorporó con el codo apoyado en la almohada y lo escuchó con interés—. Yo soy el único hombre al que te has entregado sin reservas.

Ella se dedicó a recorrer con el dedo la línea de su mandíbula. No dijo nada porque no hacía falta. Los dos lo sabían. Era la primera vez que conocía la magia de sentir dos cuerpos unidos como si latieran con un solo corazón. La primera que no esquivaba unos brazos masculinos exigentes y se daba entera, en cuerpo y alma.

—Ninguna mujer me ha amado tanto como tú —dijo en voz baja—. No de esta manera.

Ella sonrió. Se acomodó, aferrada a su costado y él la reclamó aún más cerca, rodeándola con el brazo.

—Arrogante —le susurró al oído.

Le acarició el vello del pecho y sintió vibrar su risa suave. Él se entretuvo en recorrer con la mano la curva de su costado una y otra vez.

—No se trata de arrogancia. Cuando digo que eres mía, tú sabes que significa que formas parte de mí y que te quiero tanto que ya no puedo dejar que salgas de mi vida. —Detuvo la caricia en su cadera y le dio un apretón—. ¿O no lo sabes?

Ella sonrió absolutamente feliz.

—Sí, lo sé —murmuró.

—¿Y?

—Soy tuya. —Notó cómo se le hinchaba el pecho bajo su mejilla—. Pero no olvides que me perteneces.

Lo oyó ronronear con una risa perezosa junto a su oído.

—Eso también me gusta.