Capítulo 7
Adivina quién viene esta noche

Pero cenó sola. Y sola también mató el rato ante el televisor porque, cuando ella llegó, Patrick no estaba en casa. Tan tarde se hizo, que aprovechó para desplegar el sofá y prepararse la cama. Al escuchar el ruido de la llave en la cerradura, se levantó del sillón de un salto, ansiosa por explicarle todo lo acontecido en aquel restaurante español del Marais unas horas antes.

La puerta se abrió y se cerró. Yolanda se escondió tras la pared al oír que Patrick llegaba acompañado. Una risa femenina se entremezclaba con su voz grave y susurrante. A Yolanda se le desinfló toda la ilusión. Tantas horas esperando para nada. Apagó las luces del salón y cerró la puerta deprisa para que no la vieran ni se sintieran en la obligación de saludarla. Se recordó que no era más que una invitada de Patrick sin derecho a interferir en su vida social, sexual ni sentimental. Él no le debía explicaciones ni tenía que pedirle permiso para traer a su casa a una mujer.

Agarró el pijama y el neceser. Asomó la cabeza por la puerta y, al ver el pasillo desierto, se escabulló corriendo hacia el cuarto de baño. Se dio prisa en desmaquillarse y lavarse los dientes. Regresó igual de rápido con el pijama puesto y la ropa debajo del brazo. Pero la mala suerte hizo que tropezara con Patrick que salía de la cocina con dos copas en la mano y una botella de champán en una cubitera de hielo.

—¿Aún estás despierta?

Su tono era amable y su sonrisa también. Pero a Yolanda le molestó aquel saludo tan amistoso, como si en vez de una mujer viera en ella a uno de sus amigotes.

—Por poco. Buenas noches.

Y huyó como un conejo. En la puerta del salón, paró un segundo para ver cómo Pátrick entraba en su habitación y una rubia de melena leonada con siete kilos de laca se le colgaba del cuello.

Ni se le ocurrió atravesar el pasillo de nuevo para guardar su ropa en el armario que había tomado prestado en el cuarto de la plancha. Se limitó a dejarla sobre una silla y, a oscuras, se tumbó en el sofá. Se miró a sí misma, allí acostada y con el edredón hasta la cintura. No podía dejar de pensar en la fiesta privada de la habitación del fondo. Con un suspiro de resignación, se acomodó de lado y dejó que el sueño la venciera sin poder quitarse a la rubia de la cabeza. Llevaba un minivestido con un estampado de tigresa; y ella un pijamita de los Simpson. Bueno, ¿y qué?

No escuchó el ruido ni los pasos. Aún estaba medio dormida cuando notó como si un oso la empujara hacia el borde de un precipicio. Abrió los ojos de golpe, le costó solo un segundo entender que el abismo no era otra cosa que el borde del sofá. Miró por encima del hombro y se indignó al descubrir a Patrick haciéndose un hueco a su lado.

—¿Qué se supone que estás haciendo?

—Menos preguntas y hazme sitio.

—¡Fuera! —ordenó.

—Vete tú, el sofá es mío —puntualizó, tironeando del edredón para que le cediera la mitad.

—No vas a dormir aquí, quítatelo de la cabeza. Si te has peleado con la rubia, no es mi problema.

Yolanda le arrebató el edredón. Patrick tiró de él otra vez y la destapó por completo. Ella lo empujó haciendo fuerza pero en vista de que no conseguía moverlo ni un milímetro, le dio la espalda enfurruñada.

—Sé razonable —pidió él, a la vez que extendía el edredón sobre los dos—. En este sofá cabemos de sobra, mañana tengo que madrugar y es tarde. Solo quiero dormir.

—Mira por dónde, en eso estamos de acuerdo.

—Puedes estar tranquila que esta noche se me han quitado las ganas de sexo.

—Pues no lo parecía cuando habéis llegado.

No había olvidado cómo se metían mano el uno al otro ni sus risitas.

—¿Estabas espiando?

—No. —Rebufó; no le hizo ni pizca de gracia el tono divertido de su voz—. ¿Se te ha atragantado el champán? —dejó caer con maldad.

—El champán y el numerito de sexo-ficción —explicó Patrick—. Una tía con bragas de cuero no me pone. Cuando ha sacado las esposas de peluche he dicho: «se acabó».

Hablaban espalda con espalda, cubiertos por el mismo edredón y fingiendo que querían dormir. Pero ninguno de los dos cerraba la boca.

—Pues dile que se marche a su casa —sugirió Yolanda—. Y así te vuelves a tu cama y me dejas a mí el sofá.

—Eso mismo le he dicho y no quiere largase. Como ella no se va, me voy yo.

Los dos se callaron al mismo tiempo y afinaron el oído. Desde allí se escuchaba a la rubia platino hablando sola. Debía estar vistiéndose y por su tono de voz, bastante furiosa. La oyeron acercarse, triturando a taconazos el parqué del pasillo.

—Hazte la dormida que no tengo ganas de bronca —cuchicheó Patrick.

La puerta entreabierta del salón, terminó de abrirse de una patada y al grito de ¡connard!, les cayó encima un cubazo de agua y hielo. Patrick masticó una palabrota con los dientes apretados y Yolanda dio un chillido al tiempo que retumbaba en todo el piso el golpe de la cubitera contra el suelo y el portazo.

—¡Será puta! —saltó Yolanda en español.

Patrick se incorporó de golpe y sacudió la cabeza como un perro bajo un aguacero. Ella se sentó y apartó el edredón, los cubitos de hielo rebotaron a su alrededor. Por la sonrisa de Patrick supo que la había entendido; en francés sonaba casi igual. Se miraron el uno al otro con los pelos chorreando y explotaron a reír a carcajadas.

Se secaron juntos en el cuarto de baño. Patrick extrajo un secador de pelo del mueble de debajo del lavabo y Yolanda permitió que la ayudara sin dejar de observar a través del espejo su torso desnudo. Suspiró sin querer, porque los dedos de Patrick moviéndole la melena eran una delicia. Un detalle encantador que le sorprendió en un hombre como él, de ademanes duros y a ratos tan poco dado a la galantería.

Yolanda se miró la camiseta de tirantes del pijama en el espejo con cara de fastidio. Patrick salió del baño y un minuto después lo tenía de vuelta con una suya en la mano.

—Póntela.

Fue lo único que dijo, y la dejó sola. Ella se quitó la mojada y se puso la de él, gratamente sorprendida por el detalle de que Patrick hubiese intuido que solo había traído un pijama en su equipaje. Le quedaba anchísima y tan larga que le tapaba el pantaloncito corto. Cuando salió del cuarto de baño, se lo encontró esperándola en el pasillo. Él iba en calzoncillos pero se había puesto una camiseta también.

—Vamos a la cama —dijo cogiéndola de la mano—. A dormir, que es tarde —puntualizó.

—¿Tú y yo? ¿Juntos?

—Juntos no es lo mismo que uno al lado del otro. ¿Nunca has ido de acampada?

Yolanda dudó solo un segundo. El sofá estaba empapado, era una estupidez negarse. Dejó que la llevara al dormitorio, y una vez allí no pudo callarse al recordar que el hueco donde ella iba a dormir lo ocupaba un rato antes otra mujer.

—No me hace ninguna gracia dormir con sábanas que huelen a otra —comentó metiéndose en la cama.

Patrick rio por lo bajo.

—Yo no he hecho nada, te lo aseguro. Estate tranquila, que no ha habido intercambio de fluidos.

—No digas guarrerías —lo riñó, dándole un golpe con el almohadón.

Él aún rio con más ganas. Yolanda recuperó el almohadón y se acomodó de espaldas a él. En el fondo estaba encantada de dormir entre sábanas livianas y no bajo el agobio del edredón. Patrick apagó la luz y murmuró un «buenas noches» que ella respondió con un susurro. Pero estaba visto que esa noche el mundo entero se confabulaba para no dejarlos dormir, porque al otro lado de la pared empezaron a escucharse gemidos y gritos propios de un festival porno.

—Joder con los inquilinos. Otra vez, no —murmuró Patrick.

Y encendió la luz con una mezcla de cabreo y desesperación. Yolanda se dio la vuelta y ambos permanecieron boca arriba mientras los de al lado seguían con su orgía escandalosa. Sin previo aviso, Patrick empezó a dar alaridos y a gritar una sarta de expresiones calentorras y manidas que parecían sacadas de un guion triple X de los peores.

—¿Pero qué haces? —Se sobresaltó Yolanda.

Él la miró con una sonrisa traviesa.

—Darles envidia. Venga, ayúdame a ver si se callan de una vez.

Siguió profiriendo jadeos a todo volumen. Yolanda se animó a seguirle el juego y se puso a bramar barbaridades, con unos gemidos artificiales a más no poder.

La tontería funcionó porque el escándalo del otro lado del tabique cesó de repente. Yolanda se percató entonces de que Patrick había estado observándola durante la actuación. Aún la miraba sonriente.

—¿Es así como te portas en la cama? La otra noche no te oí gemir de esa manera.

—Porque dormí sola, listo. Alejo ya se había marchado.

Patrick se incorporó sobre un codo y entornó los ojos.

—Sospecho que ese Alejo es de los que en pleno orgasmo gritan como una nena.

Yolanda se echó a reír pero no dijo ni sí ni no.

—La verdad, yo no estaba pendiente de esas cosas.

Patrick sacó su propia conclusión.

—Sexo-egoísta. —Teorizó—. Ese es tu estilo, cuando estás con un hombre te centras en tu propio placer. No compartes.

—Con ese hombre en concreto, te doy la razón. No me importaba lo más mínimo. Ni yo a él.

—Ese imbécil no te merecía.

—Gracias por decirlo, pero no lo conoces. Y apenas me conoces a mí.

—Eso es lo que tú crees. Tengo la suerte de calar a las personas al primer vistazo.

—El que me haya dejado no me supone un trauma —aclaró Yolanda a la vista de que daba demasiadas cosas por hecho—. Me tocó un poco el orgullo, pero el disgusto me duró cinco minutos. Yo iba a acabar con él en cuanto regresáramos a España. Se me adelantó, eso es todo.

—Mejor que mejor.

—Pues ya que lo mencionas, es cierto: ha sido lo mejor que podía pasarme. Si Alejo no me hubiera invitado a venir a París, ahora mismo no sabría las cosas que sé. Madre mía, es todo tan increíble…

Patrick intuyó que Yolanda esa noche necesitaba hablar mucho más que dormir. Y además había conseguido intrigarlo.

—¿Por qué no me lo cuentas? —propuso. Se levantó de la cama y la miró con las manos en las caderas—. ¿Te apetece un chocolate?

—Y esta es la historia —concluyó Yolanda—. El matrimonio no funcionó.

—Mis padres también se separaron. Mucho más tarde que los tuyos, pero sé a qué te refieres —apuntó Patrick; y dio el último sorbo de cacao.

—Yo me crie con mi madre y mi abuela. Porque mi padre, antes que vivir amargado el resto de su vida, apostó por su felicidad y optó por poner tierra de por medio.

—¿Por qué nunca te trajo aquí con él a pasar las vacaciones? Es lo que suelen hacer los hijos de padres separados.

—Mientras fui menor de edad, mi madre nunca lo permitió. Y por desgracia, él murió cuando yo tenía solo quince años.

Yolanda dejó sobre la mesa su taza vacía, que hasta ese momento sostenía entre las manos. Patrick se dedicó a recorrer con el dedo el asa de la suya.

—Y ahora, de pronto, acabas de saber que tienes una hermana salida de la nada.

—De la nada, no —matizó—. Es hija de la otra mujer de mi padre. Por lo poco que sé, imagino que ella sí creció en una familia feliz. Cosa que me alegra; por mi padre, más que nada.

Él la estudió con ojo observador. La mujer que lo había escogido como confidente era atractiva y sensata; una luchadora que no hacía un drama ni se amilanaba al reconocer su infancia cómoda pero nada fácil. Esa valentía, esa sinceridad ante sí misma y ante él, era una de sus mejores cualidades. Yolanda le gustaba más y más a medida que iba conociéndola. Y no quería tirar del hilo, debía ser ella quien deshiciera la madeja. Extraer conclusiones era cosa suya. Aunque Patrick intuía que Yolanda aún no había caído en un detalle: su dominio admirable del francés no era fruto de la casualidad. Alguien debió influir para que estudiara el idioma. Y ese alguien, Patrick sospechaba que fue su padre. Ahora bien, ¿con qué motivo? Llegados a ese punto, a él se le escapaba la respuesta.

—Y ahora, ¿qué piensas hacer? —preguntó; a la vez que se levantaba de la silla y cogía las dos tazas.

—Cuanto esté en mi mano por conocer a mi hermana —declaró con firme convencimiento—. Solo sé su nombre y, como antes te comentaba, cuento con la dirección que me dio el señor del restaurante. Al menos, es una pista por donde empezar. No puedo marcharme de París sin verla.

Patrick dejó las tazas en el fregadero y la miró con admiración. Pero Yolanda debió malinterpretar su expresión, porque notó en sus ojos que ya acababa de clasificarlo entre ese tipo de hombres que a la combinación de confesiones y cama compartida no le ven otra consecuencia que no sea el sexo. No la imaginaba tan corta de miras ni le gustó que lo juzgara. Abrió el grifo y se puso a aclarar la loza antes de meterla en el lavaplatos.

—Yo me ocupo de esto. Es tarde, más vale que te marches a dormir —la instó sin mirarla siquiera.

Sí, para qué negarlo: estaba muy decepcionada. Esa era la cavilación de Yolanda a la mañana siguiente, mientras se depilaba las piernas. ¿Tan poco sexy la veía Patrick como para no intentar nada durante la noche? Cualquiera sabía a qué atenerse con él. La desconcertaba, igual era capaz de tirarla del sofá de una culada, como de secarle el pelo con una delicadeza que la dejaba temblando.

Y ya que compartían colchón, no habría estado nada mal que él se hubiera arrancado con una intentona. Que, por supuesto, ella habría rechazado con un poco de teatro. Y luego podía haberlo intentado de nuevo, con alguna broma para caldear el ambiente… Pero nada de nada. Ella se hizo la dormida, él se acostó dándole la espalda y eso fue todo.

Tan concentrada estaba maldiciendo su falta de éxito que no lo oyó llegar.

—No estaría de más que cerraras la puerta del baño. Recuerda que no vives sola.

Ella lo miró de reojo y continuó extendiéndose la crema corporal, con un pie apoyado en la tapa del inodoro.

—Creía que te habías marchado —dijo en su defensa—. ¿De dónde sales? No te he oído levantarte.

—Estaba arriba.

—¿En el tejado con los pájaros? —ironizó, con evidente hosquedad.

Patrick contó hasta diez, para no ponerse a su nivel, y achacó aquel comentario de víbora al mal humor matinal. Él tampoco era la alegría de la casa de buena mañana.

—Hay una pequeña terraza común. Pero solo la uso yo, a nadie se le ocurre subir ocho pisos para contemplar las vistas. Cuando hace buen tiempo me gusta leer allí el periódico, sin ruidos ni nadie que me moleste.

—Genial —murmuró sin interés.

A Patrick se le acabó la paciencia.

—Será mejor que cierres la puerta —recalcó con tono de orden—. No estoy acostumbrado a que se pasee por mi casa una mujer medio desnuda.

Ella bajó la pierna del váter, tapó el tarro de loción corporal perfumada y se encaró con él.

—No creo que te asuste ni que te afecte. Si alguna duda albergaba, anoche ya me quedó clarísimo que no atraigo a los tíos como tú —sentenció, mientras se frotaba las manos con los restos de crema.

—A lo mejor los asustas porque te ven como a un igual.

Patrick contraatacó solo para que supiera que no era de los que se arrugaban ante una mujer, por muy venenosa que tuviera la lengua. Pero lamentó haberlo hecho, porque aquel comentario afectó a Yolanda. No sabía por qué motivo, puesto que no había intención hiriente en sus palabras.

Ella reaccionó rápido, aunque su mirada era triste y opaca.

—No siempre visto como un hombre —comentó, con una sonrisa obligada; y tiró de la camiseta prestada que aún llevaba puesta—. Si lo dices por esto, en cuanto la lave te la devolveré.

Abandonó el baño y Patrick apoyó la espalda en la puerta, preguntándose qué necesidad había de empezar el día de un modo tan aguafiestas.

La encontró en la cocina.

—¿Has tomado café? Está recién hecho —anunció ella, muy seria.

Patrick se acercó y le puso la mano en el hombro, en un gesto de muda invitación a que girara la cabeza y lo mirara a los ojos.

—No sé qué acaba de pasar, ni que he dicho que te ha hecho tanto daño —se disculpó sin saber en realidad el porqué—. Perdóname si ha sido así. Quiero que sepas que no disfruto lastimando a los demás. La crueldad no es mi estilo.

—Acabas de decir que a los hombres les parezco un marimacho —indicó, apartando la mirada—. No querrás que esté contenta.

Se pasó las manos por el pelo, perplejo. No podía creer lo que Yolanda acababa de decir. La cogió por los hombros y la hizo girar para tenerla cara a cara.

—Mírame —pidió; ella alzó el rostro con gesto valiente—. Nunca se me ocurriría decir eso de ti. Observa tu cuerpo y luego mírame a mí. Si no eres capaz de ver las diferencias, yo sí. Empecemos por abajo, verás que a esta altura —le colocó las manos en las caderas— empiezan las curvas que luego se estrechan y ya si miramos más arriba… —Llegó a la cintura y allí mantuvo las manos quietas—. Preciosa, tienes cuerpo de guitarra y, es más, creo que eres consciente del efecto que provocas en los hombres.

Yolanda no solía ser vulnerable a los piropos, pero en esa ocasión notó con sorpresa un calor en las mejillas porque empezaba a sonrojarse. Azorada, salió de la cocina y regresó al cuarto de baño. Patrick la siguió.

—Creía que te referías a la ropa que llevo —dijo por el camino.

—¿Qué le pasa a tu ropa?

—Dímelo tú, ¿es demasiado masculina?

Patrick dejó caer las manos, en esa ocasión fue él el ofendido.

—¿Tan superficial me consideras? —cuestionó.

Yolanda se entretuvo en sacar un bálsamo labial del neceser y ponérselo en los labios, mientras dudaba si responderle o no. Al final, lo hizo.

—No sé qué pensar.

Él alzó las manos en un gesto de impotencia. No entendía los reparos de Yolanda. ¿Tanto le importaba lo que llevaba cada cual encima del cuerpo? Él tampoco era un tipo encorbatado. Entre otras cosas, porque se movía por la ciudad encima de una moto y porque practicaba deporte con asiduidad.

—A mí me da igual la ropa que lleves —aclaró—. Ya he notado que te gusta vestir con vaqueros y colores discretos. No sé si es una estrategia para que los tíos te dejen en paz y no revoloteen como moscas a tu alrededor, por una postura rebelde contra el negocio de la moda o porque en realidad es así como te sientes más cómoda. Sinceramente, no sé a qué viene todo esto.

Yolanda no tenía intención en ese momento de confesarle la inseguridad que arrastraba desde la adolescencia por culpa de la dichosa ropa. Aún así, se vio en la obligación de darle una mínima explicación.

—Tú no tienes la culpa. Olvida lo que ha pasado, por favor, y no le demos más vueltas. El asunto de escoger lo que me pongo me provoca inseguridad desde que era una cría. Perdona si he hecho una montaña de un comentario sin mala intención.

—¿Qué más dará lo de fuera, Yolanda? Vestida de una manera u otra, no dejas de ser tú —señaló; y le cogió las dos manos—. Y es ahí adónde voy. Cuando he dicho que los hombres te ven como a un igual quería decir que descubren a una mujer con la que se puede conversar, en la cama y fuera de ella. Eso te convierte en una amenaza para muchos. Añádele esa mirada tuya de diosa inalcanzable, puede que tengan miedo de no estar a tu altura.

—A mí esa teoría no se me habría ocurrido ni en mil años —declaró, poco convencida.

Patrick la estudió con la mirada intuitiva con la que solía atisbar el interior de las personas.

—Sinceridad por sinceridad. Cuando hablas de los hombres como tú, ¿en qué subcategoría me clasificas? Siento curiosidad por saber cómo me ves.

Yolanda fue absolutamente franca, no se anduvo por las ramas ni dulcificó lo que pensaba.

—Te veo como un hombre fuerte, atractivo y muy masculino. En cierto modo dominante y con el cuerpo perfecto.

—Eres demasiado lista para albergar tantos prejuicios, ¿no crees? —opinó—. No comprendo por qué, en tu escala de valores, una musculatura habituada al deporte te baste para juzgar la clase de persona que soy.

—Si no entiendes mi visión femenina, mírate en el espejo y piensa en todas las mujeres que giran la cabeza a tu paso a lo largo del día.

Con cara de decepción, Patrick le soltó las manos.

—Eres tú la que no entiende nada. Los hombres como yo jamás se acercarán a ti mientras los veas solamente como un cuerpo y los ignores como personas.

—Si te ha dado la impresión…

Patrick no la dejó terminar, giró en redondo para dejarle claro que la conversación había concluido. Pero antes de salir del baño, hizo una última advertencia.

—Se me olvidaba. Cuando uses mi maquinilla de afeitar para depilarte las piernas, haz el favor de tirar la cuchilla. Si no, me destrozo la cara.

Mierda de principios, se dijo Patrick ya en la cocina. Con lo sencillo que sería asumir esa realidad previsible y tópica de chico y chica comparten piso, chico y chica se desean, chico y chica queman cajas de condones como cartuchos hasta que chica hace la maleta y se larga a su país para siempre jamás.

Pues no. Con esta en concreto, no. Tomó la decisión en el momento en que Yolanda habló de su cuerpo como si fuera un androide. Con cualquier otra no le habría importado que lo utilizara como objeto de su venganza contra el idiota que la abandonó, ¿Alejo, se llamaba? Poco importaba ya. Pero de ella esperaba algo más inteligente y menos superficial. No es que descartase lo de acabar con las existencias de preservativos del distrito, ni mucho menos. Había que ser muy tonto para no notar que Yolanda tenía ganas de sexo.

Y él más. Hasta entonces escogía mujeres cómodas. Yolanda de cómoda no tenía nada. Intuía que era de las que saben follar y les gusta. Esa sospecha lo tenía en tensión mañana, tarde y noche. Si fuera de la cama se mantenían en guardia como un par de gladiadores a la espera de un ataque o de atacar, le ardía la sangre con solo imaginar lo que podía suceder cuando esa lucha tuviese lugar entre las sábanas. El sexo entre ellos dos sería algo apoteósico.

Pero su amor propio le prohibía dejar que Yolanda lo utilizara como sustituto de otro porque le quedaba más a mano. Estaba acostumbrada a que los hombres se acercaran a ella, como la abeja reina que escoge al más bobo entre su corte de zánganos. Pues él iba a enseñarle un par de pasos nuevos de la danza del apareamiento. En primer lugar, iba a dejar que su deseo se cociese a fuego lento hasta que se consumiera de ganas. ¿Qué no se le acercaban los tipos como él? En eso tenía razón, él no pensaba hacerlo. Iba a ser al revés. Y aguantaría el tiempo que hiciera falta hasta que Yolanda viese a Patrick Gilbert y no un muñeco hinchable de sex-shop.

Malhumorado, salió al lavadero y se entretuvo en llenar la mochila con el uniforme limpio del equipo de rugby, las zapatillas y la toalla habitual, que la asistenta había doblado y dejado sobre la secadora.

Aguantaría, se repitió en silencio. Pero el tormento de esperar a que Yolanda diera el primer paso en estado de erección permanente merecía una recompensa. La casualidad puso ante sus ojos el premio perfecto.

—Mío —decidió afilando la mirada.

De un tirón arrancó el tanga verde de la sonrisa, que colgaba del tendedero, y se lo guardó en el bolsillo.