Capítulo 10
El guardaespaldas
Que sonara el interfono del portal a esas horas no auguraba nada bueno. Que tras el timbre se escuchara la voz de Madame Lulú, acabó de alarmar a Patrick. Que esta le anunciase que Yolanda se hallaba sentada en la acera y no en su mejor momento, lo hizo bajar los siete pisos como un rayo.
En efecto, allí estaba. Pero Lulú ya había conseguido levantarla. Al ver los esfuerzos de la mujer, que se tambaleaba con ella a cuestas, Patrick sujetó Yolanda por el talle y la sostuvo de pie. Ella se medio colgó de él, pasándole un brazo por encima de los hombros.
—Desde casa he escuchado voces —informó la médium, moviendo el dedo vagamente hacia la portería—. He abierto el portal y aquí me la he encontrado.
—Ya veo. —Dedujo Patrick; su querida invitada apestaba a alcohol.
—Estaba hablando con una rata —cuchicheó Lulú en confidencia—. Pero tú no se lo digas, ella cree que era una ardilla. No le quites la ilusión.
Patrick sonrió de medio lado al notar los labios de Yolanda recorriéndole la mejilla. Borracha se ponía muy cariñosa.
—Qué barba rasposa de pirata. —Rumió en español, restregándose contra su mandíbula—. ¿Vas a darme eso que tienes entre pata y pata?
Patrick le sujetó la mano para que dejara de sobarle la bragueta. No entendió una palabra, tampoco hizo falta. ¡Perra vida!, para una vez que le pedía sexo, estaba como una cuba.
—Gracias por avisarme, Lulú —dijo para despedirse de la vidente—. Me la llevo arriba. Buenas noches y descansa, no olvides que mañana tenemos grabación.
—No se me olvida, no. Ahora mismo voy a ponerme la cremita antiarrugas de contorno de ojos para dar bien en cámara —aseguró con una caída de pestañas—. Buenas noches, Patrick.
Él la vio atravesar las puertas del patio de regreso a su portería, como quien mira a su gallina de los huevos de oro. Gracias a ella y la mina de dinero que suponía su programa de videncia, todos los que trabajaban en Gilbert Producciones, con él mismo a la cabeza, vivían como Dios.
Más del doble de lo habitual le costó arrastrar a Yolanda hasta el último piso. Un par de veces le dio por retroceder, haciéndolo trastabillar; poco les faltó para caer rodando escaleras abajo. Como había dejado la puerta abierta de par en par, con un empujón muy poco caballeroso pero muy efectivo, la puso a salvo y cerró rápido, no fuera a ser que se le escapara. Esa noche se habían acabado las aventuras.
Solo un segundo tardó en echar el pestillo. Uno nada más y Yolanda casi se la lía. Patrick tuvo que correr al verla agacharse en el salón, con los pantalones y las bragas por las rodillas.
—¿Pero qué haces? ¡Ahí no!
—¿Esto no es el baño…?
La agarró por la cintura con un solo brazo, la alzó en vilo y atravesó el pasillo a zancadas.
—Esto es el baño —puntualizó sentándola en la taza.
Durante los siguientes cinco minutos ella se quedó muy a gusto, él aprovechó para desnudarla. Como a Yolanda se le cerraban los ojos y Patrick no comprendía ni la mitad de las incoherencias, mezcla de español y francés, que salían por su boca, la cogió en brazos y la llevó al dormitorio. Algo sí entendió: que la culpa la tenía el Calvados.
—A quién se le ocurre —dijo para sí mismo, porque ella ni lo escuchaba.
—Agua. Tengo sed —suplicó quejumbrosa.
Patrick desanduvo medio pasillo y fue hacia la cocina. La sentó en una silla, le sirvió un vaso de agua fresca y mientras Yolanda bebía, mojó bajo el grifo un paño de cocina y se lo pasó por la nuca y por la cara. El remedio, combinado con el aire nocturno que entraba por la ventana, hizo su efecto porque a partir de ese momento, aunque seguía somnolienta, dejó de parlotear como una borrachilla. Que ya era mucho, por lo menos hablaba con cierta lógica.
—Estoy para morirme.
—¿Tienes ganas de vomitar?
—No.
—¿Una infusión?
—No.
—¿Más agua?
—No.
—¿Te llevo a la cama?
Patrick maldijo en silencio. No tenía que haber preguntado eso porque Yolanda lo miró de arriba abajo con ojos codiciosos de pantera a punto de atacar.
—¿Y mi ropa? —preguntó cubriéndose los pechos con las manos con una lentitud que lo puso duro a su pesar; no era momento de juegos eróticos.
—Ya la buscaremos mañana —farfulló.
La levantó por debajo de los brazos y la llevó, esa vez sí, hasta el dormitorio agarrándola por donde pudo. Se sintió un canalla, porque las manos se le fueron directas al magnífico culo que tantas ganas tenía de tocar. Encendió la luz con el codo, la sentó a los pies de la cama para poder abrir la sábana. Después, la levantó en vilo y la acostó. Antes de taparla, sucumbió a la tentación de mirar. Aquel cuerpo pedía cientos de miradas. Sus pechos firmes y llenos, millones de caricias. Clavó los dedos en el colchón para no sucumbir a las ganas de acariciarle la curva de la cintura. En otras circunstancias, se inclinaría para besarle el ombligo y dibujar círculos con la lengua. Se clavó los dientes en el labio de abajo cuando sus ojos viajaron hasta la oscura tentación de su pubis depilado a la brasileña. Yolanda ocultaba bajo la ropa discreta la palabra «deseo» hecha mujer.
Con un suspiro hondo, dio un tirón a la sábana y la cubrió con mimo hasta debajo de los brazos. Ella abrió solo un poco los ojos y sonrió. Patrick notó cómo le pesaban los párpados. Yolanda necesitaba dormir… y él una ducha fría. Pero antes de dejarla descansar a oscuras y en silencio, apoyó la mano junto a su cabeza y se inclinó sobre su rostro.
—Duerme —murmuró. Y la besó en el nacimiento del pelo.
—La primera vez que me besas ¡y en la frente! —Rebufó con una mueca cómica—. Qué primer beso más patético.
Patrick rio por lo bajo.
—Nena, tú no sabes cuántos te daría ahora mismo. Aquí —le acarició los labios— y en otros sitios. Pero borracha, no. Quiero que disfrutemos a muerte y que a la mañana siguiente te acuerdes.
—No estoy… —Se incorporó y de nuevo cayó a plomo sobre la almohada—. La cabeza me da vueltas.
—Por eso te quiero consciente —dijo apartándole el pelo de la cara—. El día que eso pase, la cabeza te dará vueltas, pero será por otra cosa.
Yolanda sonrió con los ojos cerrados.
—Te tomo la palabra.
Patrick no se movió de donde estaba e hizo algo que nunca había querido hacer con otra mujer. Le acarició la mejilla por última vez y permaneció contemplándola hasta que se quedó dormida.
Yolanda abrió un ojo, sin fuerzas para abrir el otro. Estaba sola en la cama. Y sin pijama.
—Puto aguardiente —carraspeó.
No había falta pensar mucho para comprender gracias a qué manos se encontraba desnuda bajo la sábana. La cabeza le dolía horrores y sentía la lengua rasposa como si hubiese bebido aguarrás. Aguzó el oído; vaya suerte, Patrick aún trasteaba en su despacho. Lo último que le apetecía era tropezarse con él ahora que ya la había visto borracha y desnuda.
Saltó de la cama y, enrollada en la sábana, recorrió medio pasillo de puntillas hasta el cuarto de baño. Se lavó la cara con agua bien fría, se cepilló los dientes cincuenta veces y más y miró primero al armarito y luego hacia su derecha. ¿Aspirina o ducha? Esa era la cuestión.
Un cuarto de hora después, algo más espabilada, fue hasta el despacho de Patrick dándole vueltas a cómo podía extraviarse un tanga. El del smiley no estaba entre su ropa. Recordaba haberlo enjabonado en el lavabo, que lo aclaró y luego…, a saber. El caso es que le había perdido la pista. Dejó de lado el asunto y repicó con los nudillos en la puerta.
—Un momento —pidió desde dentro.
Él mismo fue a abrir. Yolanda habría jurado que hacía esfuerzos por no exhibir una sonrisa igualita a la del gato de Cheshire.
—¿Cómo te encuentras? —tanteó a modo de buenos días, para evitar que ella comenzase con una innecesaria pero previsible disculpa resacosa.
—A punto de morir de vergüenza.
La invitó a entrar y regresó a su escritorio.
—Para tu tranquilidad te diré que no me vomitaste encima ni te pusiste a cantar a gritos. Y aunque estuviste a punto de mear en un sillón, hubo suerte y llegamos a tiempo al váter.
—Menos mal —farfulló apartando la mirada.
—¿Has desayunado? —preguntó Patrick con una sonrisa disimulada.
—No creo que sea capaz, mi estómago aún pide clemencia.
Él apagó el portátil y rodeó de nuevo el escritorio. La observó con curiosidad. Estaba para comérsela, con el pelo aún húmedo, unos vaqueros gastados de cintura baja y una camiseta de florecitas diminutas en tonos malva que le resaltaba el pecho a las mil maravillas.
—¿Me desnudaste tú? —dejó caer. Vaya pregunta más tonta, le dijo su conciencia.
Patrick dio un paso y se plantó ante ella tan cerca que Yolanda tuvo que alzar el rostro para poder mirarlo a la cara.
—Sabes que sí —confirmó, dándole un cariñoso golpecito en la nariz—. Me comporté como un perfecto caballero.
Yolanda respiró hondo y soltó el aire contenido. Ella no estaba tan segura de haberse comportado como una dama. Mientras tanto, Patrick recogía una carpeta de documentos dispuesto a marcharse a las oficinas de la productora.
—¿Dije algo de lo que tenga que arrepentirme? —preguntó Yolanda, antes de que la dejara sola en el piso.
Él se llevó un dedo a los labios e hizo memoria.
—Algo así como «Pigata con patas» —pronunció en un torpe remedo de español.
—¡Ay, Dios! —murmuró Yolanda cubriéndose el rostro con las manos; bastaron tres palabras para que se acordara de la frasecita y de todo lo demás.
Mira por dónde le tenía que acudir a la memoria la broma picante del pirata que tanto le gustaba a su amiga Rebeca, la de Tenerife. Tenía que llamarla un día de estos. Mejor un e-mail, que el teléfono de un país a otro costaba un dineral.
—Deja de darle vueltas —la tranquilizó, sin suponer que ella tenía la cabeza en Canarias—. Estabas muy graciosa.
—Seguro. —Remugó con una mueca disconforme.
Él se entretuvo en colocarle el pelo detrás de la oreja. No le apetecía nada marcharse pero era una obligación inevitable.
—Me tengo que ir —anunció; sujetó la carpeta bajo el brazo y ojeó su reloj—. Hay una montaña de trabajo esperándome. ¿Por qué no te tumbas con los ojos cerrados? Te irá bien.
—No, mejor no —opinó—. Yo también tengo cosas que hacer.
—¿No puedes dejarlas para otro día?
Ella se encogió de hombros, sin decir ni sí ni no. Patrick le alzó la barbilla con un dedo y la miró a los ojos.
—Cuidarte es un placer. Pero hoy no vendré a almorzar, así que tendrás que ocuparte de ti misma —anunció; más que un ruego era una exigencia—. Si me prometes que dentro de un rato comerás algo y no pasarás el día entero con el estómago vacío, yo prometo no pronunciar nunca en tu presencia la palabra «Calvados».
Yolanda se echó a reír con un rictus de dolor, porque le martilleaban las sienes, y le aseguró que así lo haría con la mano en el pecho.
Patrick le acarició la mejilla con una mirada de preocupación.
—Ya sé que por fuera estás para enterrarte —dijo con un tono que invitaba a las confidencias—. Ahora dime, ¿cómo estás por dentro?
Yolanda entendió a qué se refería y se le borró la sonrisa del rostro.
—En esos programas de la tele donde los hijos encuentran a los padres que nunca conocieron, ya sabes cuáles te digo, siempre se abrazan y se besan con lágrimas de felicidad.
Patrick le tomó la cara entre las manos.
—Esos programas tienen guion, te lo digo yo.
Y le dio un suave beso en los labios que a Yolanda le supo a poco.
—El primero fue en la frente —le recordó con una leve sonrisa—. Vamos mejorando.
Él entrecerró los ojos.
—¿De eso sí te acuerdas? Tienes memoria selectiva.
—Eso parece.
En vista de que Patrick no se decidía y no iba a haber más besos, Yolanda le cogió las manos y las retiró de su cara.
—No sé si es buena idea empezar algo que tiene fecha de caducidad —alegó él ante su evidente frustración.
Por una parte Yolanda lo entendía, entre ellos solo era posible una relación sin futuro que terminaría el día que ella hiciese la maleta para regresar a España. Pero por otra, reconocía que era la situación ideal para los dos. Ni él ni ella soñaban con campanas de boda.
—Cualquiera sin intenciones de involucrarse estaría encantado —comentó, decepcionada. Y trató de darle la espalda—. Déjalo, no quiero que te hagas una idea equivocada.
Patrick la agarró de la muñeca para impedir que huyese.
—Eso es una tontería. La única idea que me vale es que tú me tienes las mismas ganas que te tengo yo a ti —explicó para evitar equívocos—. Eso me halaga y mantiene en forma mi ego. Ya sé que cualquier otro en mi lugar se frotaría las manos, yo mismo lo haría si no supiera de ti más que tu nombre. Pero empiezo a conocerte, prefiero que seamos amigos que enemigos a la larga.
—No me conoces.
—Me basta con saber que no te pareces en nada a otras mujeres que han pasado por mi vida.
—¿Demasiado masculina?
Patrick calló su ironía poniéndole un dedo en los labios.
—Demasiado buena para tomarte en broma.
¡Maldito guaperas!, ¿por qué tenía que ser tan tierno con aquellos ojos de peligro? ¡Qué habilidad tenía para dejarla sin palabras y con un nudo en el estómago!
—¿Qué es lo que te gusta de mí? —preguntó, tragando saliva.
—Lo poco que sé. Y me gusta mucho —recalcó—. Eso complica las cosas.
Y a ella también le gustaba todo de él. Sospechó que Patrick nunca podría ser un rollo pasajero. La idea la asustó de repente.
—Amigos entonces —aceptó.
—Me gusta todo de ti, salvo una cosa —rectificó él—. Resulta extraño, no eres nada romántica para ser mujer.
—¿Se supone que todas las mujeres somos románticas por naturaleza?
—Eso creía, pero ya veo que no.
—Sí lo soy —reconoció, antes de matizar—: Mi espíritu romántico es el que me empuja a perseguir metas imposibles, aunque de antemano sepa que estoy condenada a fracasar. Romanticismo quijotesco.
—Muy español.
—Pero, en lo tocante al amor, no lo soy.
—Qué raro, las españolas sois mujeres de sangre caliente.
—Y a mí me arde —apostilló con una mirada que era pura seducción—. Pero mantengo la cabeza fría.
A Patrick le gustaba más cada minuto que pasaba, Yolanda, con su lengua larga y sus ojos de domadora de fieras, era un desafío para cualquier hombre.
—¿Nunca has estado enamorada?
—Muchas veces.
O sea, ninguna, dedujo Patrick en silencio.
—¿Y tú? —indagó Yolanda.
—Solo una vez, a los catorce años. —Sonrió al verla reír—. No te rías que lo pasé muy mal, me dejó por el capitán del equipo de rugby del instituto.
Yolanda intuyó que de aquel primer desengaño venía su pasión por ese deporte.
—A ver si va a resultar que en el fondo eres un romántico.
—Comparado contigo, empiezo a pensar que lo soy.
—Touché —se rindió echándose a reír.
Patrick ensanchó la sonrisa. Se llevó la mano de Yolanda a los labios y le dio un beso en los nudillos.
—¿No recuerdas nada de lo que te dije anoche? —tanteó, refiriéndose a la parte más caliente de la conversación.
Y maldijo su sentido de la caballerosidad, tan amistoso y tan bocazas. Porque los principios eran una cosa, pero su libido tenía opinión propia. La deseaba tanto que tenía que hacer serios esfuerzos para no atraerla de un tirón y probar cómo sabía su boca.
—No, la verdad —respondió Yolanda.
—Mejor. —Se oyó decir a sí mismo, debió de ser su sentido común quien habló por él.
Patrick ya estaba a punto de darle la espalda y salir por la puerta cuando ella lo detuvo.
—Antes de marcharte, ¿te importaría hacerme un favor?
—Si es algo rápido…
Fue entonces cuando algo le llamó la atención al mirar de pasada el tablón de la pared donde pendían un calendario, notas y recordatorios. Yolanda giró la cabeza como un rayo y descubrió su tanga verde sonriente allí clavado en el corcho.
—¿Pero qué clase de fetichista asqueroso eres…? ¿Cómo te atreves?
Se lanzó a cogerlo pero Patrick fue más rápido y la agarró por la cintura con un solo brazo.
—Eso no se toca, que ahora es mío.
—¿Desde cuándo? Ya me lo estás devolviendo.
Patrick rio por lo bajo; Yolanda lo fusiló con la mirada porque de su cara dedujo que no pensaba obedecer.
—Ese tanga es el precio por lo de anoche —alegó; y suavizó la voz y la expresión de un modo que Yolanda fue incapaz de resistirse—. Me gusta ver esa sonrisa mientras trabajo, me alegra la vida —añadió con ojos de niño bueno.
Ante semejante argumento, Yolanda claudicó, sintiéndose idiota de remate pero ¡caray!, ningún hombre le había dicho en la vida algo tan deliciosamente absurdo. Además, tenía que reconocer que era feo el tanguita de marras. Aún no entendía cómo, teniendo como tuvo uno frambuesa con topitos en la mano, acabó comprando el más basto; su mal ojo a la hora de escoger ropa era un problema serio.
Tampoco era cuestión de derretirse delante de Patrick por lo que acababa de decir, así que renegó con la boca cerrada y lo miró con ojos exigentes.
—¿Eso de ahí es un escáner? —preguntó Yolanda, señalando la impresora multifunción que había en un carro metálico junto al escritorio.
—Sí, claro.
Yolanda echó mano al bolsillo trasero de sus vaqueros y le mostró tres fotografías desvaídas por el paso de los años y el desgaste de llevarlas en la cartera.
—¿Te importa escanearme esto? —pidió, entregándole la tres fotos de su padre que siempre llevaba con ella—. En casa tengo algunas más, pero de estas no hay copia; ya sabes, entonces solo había máquinas de carrete. Me da miedo quedarme sin ellas si pierdo la cartera o me la roban.
Era cierto que quería digitalizarlas por seguridad. Pero antes de que el Calvados la dejara para el arrastre, tuvo tiempo de maquinar una idea. Yolanda no le explicó más a Patrick, prefirió guardarse para sí el verdadero motivo.
Tenía quince años. Mi madre y yo habíamos ido a despedirlo a la Estación del Norte. Antes de subir al Talgo que se lo llevaba otra vez de mi lado, yo le pregunté si volvería, como tantas veces.
—¿Tú quieres que vuelva?
—Sí —supliqué.
—Entonces, escúchame bien, cariño: te prometo que volveré.
Me abrazó muy fuerte y me dio muchos besos. Subió al tren y ya no volví a verlo nunca más. El destino no le permitió que cumpliera su promesa.
¿Tenía algún sentido seguir emborronando aquella libreta? Yolanda no tenía un sí para esa pregunta, pero algo la empujaba a seguir anotando todos aquellos recuerdos. Confiaba en poder compartirlos con su hermana, cuando ella estuviese en disposición de escucharla. Aunque, visto el hosco recibimiento que le deparó, podían pasar meses. O años.
Se levantó del banco, guardó el cuaderno en el bolso y se lo colgó al hombro. Caminó avenida abajo pensando que tenía el día por delante. Y sola. Necesitaba aclarar las ideas y, sobre todo, respuestas. No se le ocurrió nada mejor que visitar a la única persona que ya no podía dárselas.
Al llegar al columbario, apoyó la frente en la lápida y cerró los ojos.
—Ay, papá. Qué lío has montado —murmuró.
Yolanda no supo si pasó un minuto o dos. Sintió una presencia a su lado que la sobresaltó. Dio un paso atrás y se separó de la lápida, como pillada en falta. Entonces reparó en la recién llegada, una mujer con reflejos caoba en el pelo y algo más baja que ella. Tendría unos cincuenta años, o cincuenta y cinco muy bien llevados.
—Tú debes ser Yolanda —aventuró, extendiendo la mano—. No sabes cuántas veces he deseado conocerte.
Ella correspondió al saludo, imaginando quién era. Solo una mujer podía coincidir con ella en ese preciso lugar.
—¿Nunca te han hablado de mí? —continuó.
—Nunca, hasta hace unos días.
La mujer sonrió con un afecto que sorprendió a Yolanda.
—Soy Marise Girgaud, la madre de Sylvie.
Conversaron mucho las dos, muchísimo. Intercambiaron pasajes desconocidos por parte de una y de otra extraídos de la vida del hombre que las unía. Para Yolanda, compartir aquel largo café con la esposa —no oficial pero sí de corazón— de su padre, fue como tender las manos al bando contrario acabada la batalla. Un enfrentamiento en el que ella no tuvo arte ni parte. Fue una víctima inocente, como las hay en todas las contiendas.
Yolanda se sintió incómoda al saber que su madre se negó como una fiera a conceder el divorcio a su padre, a pesar de que él lo intentó dos veces.
—A mí nunca me importó ser la otra —la tranquilizó—. Además, Carlos lo dejó todo bien atado.
De nuevo, un bochorno incómodo asaeteó a Yolanda. Marise fue muy discreta y pasó por encima al hablar de la herencia, suficiente para llegar a la conclusión de que su padre hizo cuanto estuvo en su mano para evitar que su esposa legítima se apropiase de unos bienes que ninguna falta le hacían, dada su holgada posición. Y admiró a la mujer que tenía delante porque tuvo la honestidad de avisar a su rival cuando el hombre que compartían falleció de un modo tan repentino.
—¿Vino al entierro?
Marise jugó con la cucharilla de café de manera distraída antes de responder.
—No. Su abogado se puso en contacto con el mío días después, a pesar de que no había nada que reclamar porque todo cuanto teníamos estaba a nombre mío y de nuestra hija —informó, mirándola de frente—. Los dos pisos y el restaurante.
Sin extenderse demasiado le explicó que fue ella quien aportó el dinero para abrir el negocio y que por ese motivo su padre decidió inscribir la propiedad a nombre de Marise desde el primer día.
—Nadie sabe de qué es capaz una mujer despechada —adujo, para justificar las decisiones tomadas por el hombre que amó.
Y entonces le reveló que, tanto el piso familiar en el Marais como el que compraron en Saint Germain durante los años más prósperos, ese mismo que Yolanda había visitado porque pasó a ser el hogar de Sylvie, fueron registrados por su padre a nombre de su hija pequeña nada más recibir el primer revés al pedir el divorcio, con idea de evitar posibles reclamaciones futuras.
Una forma de actuar injusta que Yolanda no lamentó a pesar de ser la única perjudicada. Todo lo contrario, se alegró que su padre tuviese en cuenta que ella, en el futuro, se convertiría en la heredera universal del patrimonio de su familia materna.
—A nosotras no nos hacía ninguna falta —se excusó por la actitud de esta—. Mi madre no debió enviar a su abogado con exigencias.
—No la culpes. Yo no me atrevo a asegurar que, de estar en su piel, no habría obrado exactamente igual —vaciló antes de seguir—. Y te ruego también que perdones a mi hija por haber sido tan desagradable contigo.
—No vengo a quitarle nada. Solo quería conocerla, nada más.
Marise alargó las manos por encima de la mesa y cogió la de Yolanda entre las suyas.
—Te entiendo mejor de lo que crees. Por eso tenía tantas ganas de conocerte. Te veo y descubro en ti tantas cosas de tu padre —la miró sonriente—, la forma de hablar, la manera de mover las manos.
Yolanda sonrió algo cohibida.
—No puedo evitarlo. A veces me dicen que parezco siciliana.
La mujer enderezó la espalda y le soltó la mano. El camarero se acercó por si deseaban algo más y las dos rehusaron. Marise pidió la cuenta.
—Por eso cuando mi hija me contó lo sucedido, traté de hacerle comprender que tú no tienes ninguna culpa, al contrario. Pero ya no había remedio.
Yolanda le dio la razón con una mirada resignada. Para qué negarlo, el daño ya estaba hecho.
—Qué le vamos a hacer, son cosas que pasan —dijo a modo de disculpa, a pesar de que aquel rechazo sin sentido la humilló e hirió en lo más hondo—. El afecto no es algo que se pueda exigir ni obligar.
—Sylvie es desconfiada —argumentó, sabiendo que Yolanda lo entendería.
Hacía un momento le había contado que escogió su profesión en el campo de la docencia de las personas con discapacidad auditiva y sabía que ella mejor que nadie alcanzaba a entender esas pequeñas particularidades del carácter, marcadas por la sordera. No a todos, pero a muchos sordos les cuesta confiar en los desconocidos oyentes.
—No le guardes rencor a mi hija, te lo suplico. Hazlo por tu padre, por vuestro padre —recalcó—. Soñó toda su vida con veros juntas.
A Yolanda le vinieron a la cabeza unas palabras lejanas que esa misma mañana había recordado después de años sin darles importancia y apuntó en su libreta para no olvidarlas: Conozco a una niña que se parece mucho a ti.
—Desde que supe que existía Sylvie, empiezo a entender muchas de las cosas que él me decía.
Consciente del cariño que desprendía su voz, Marise aprovechó esa pequeña fisura en su enojo para abogar de nuevo por su hija.
—Además es muy obstinada —añadió con un suspiro—. En eso ha salido a Carlos.
Aquello tocó la fibra sensible de Yolanda. Recordó las miles de veces que su propia madre le había espetado con cara de disgusto lo mucho que se parecía a su padre como si fuese un pecado.
—¿Sylvie se parece a papá?
—Mucho.
Yolanda le devolvió una sonrisa sincera.
—Entonces, no puede ser mala.