Capítulo 16
En el calor de la noche
Yolanda llegó a casa antes que Patrick. No esperaba encontrarse una nota suya al salir de la ducha, por eso no se percató del mensaje que le había dejado en el espejo hasta que no se quitó la toalla de la cabeza. Había utilizado para escribir su lápiz de ojos preferido de Bourjois.
Yolanda lo leyó a la vez que se enrollaba la toalla alrededor del cuerpo.
Te espero en la terraza.
Desnuda.
Seis palabras del mismo azul que sus ojos que le hicieron efecto instantáneo. La noche caliente prometía un final de llamaradas. Subió al piso de arriba descalza, pero cubierta por la toalla, no tuvo valor para el atrevimiento loco que él le pedía. Aunque ocultaba un tubo secreto en la mano con el que pensaba corresponder a su excitante sorpresa.
Al llegar a la azotea y verlo desnudo a contraluz, se quedó sin aliento. Patrick se separó de la barandilla cuando la oyó llegar y fue a recibirla. Yolanda abrió la boca sin darse cuenta viéndolo avanzar hacia ella como un dios de acero bajo la luz cenital de la luna.
—Nos pueden ver —indicó, dudosa.
Él la desafió con una mirada larga.
—¿No querías noche de exhibicionismo? —insinuó recordándole la accidentada Million Eyes.
Yolanda sintió una oleada de calor y dejó caer al suelo la toalla y la timidez.
Patrick la cogió por las caderas y la atrajo de un tirón. Yolanda le echó los brazos al cuello. Mientras se besaban, se exploraron con las manos, alternando caricias suaves con excitantes apretones y roces. Patrick se agachó a recoger la toalla y la dobló varias veces. Sin dejar de besarse, llevó a Yolanda hasta la mesa y allí dejó el improvisado almohadón. Ella adivinó sus intenciones. Antes de que la sentara encima del mullido cojín que había preparado para que estuviese cómoda, destapó con el pulgar el tubo que aún llevaba en la mano.
—Lo compré para ti aquella noche —murmuró mordiéndole el labio inferior.
Patrick ahogó una risa que se apagó en un beso profundo y dejó que su princesa curiosa experimentara con él. No tenía la menor idea de qué era aquel líquido, pero la mano de Yolanda resbalando arriba y abajo lo enloquecía. Los efectos del aceite fueron instantáneos, un latigazo le recorrió la espina dorsal al notar que el glande le ardía. Miró entre ellos dos, su pene brillaba en la penumbra, erecto y tan sensible que hasta el contraste con el aire fresco de la noche le daba escalofríos.
—Joder —gimió—. Nena, esto es como meterla dentro de un gin-tonic.
A Yolanda se le escapó una risa que Patrick atrapó con un beso. Ella lo empujó con malicia, se sentó en el borde de la mesa, sobre la toalla, y abrió las piernas.
Patrick se colocó en medio, le quitó el tubo de la mano y, mirándola a los ojos, dejó caer un chorro de aceite que resbaló desde el estómago hasta su sexo. Se untó la mano y sin previo aviso le introdujo dos dedos aceitosos a la vez que le acariciaba el clítoris con el pulgar.
—Es un producto para hombres —jadeó, sobresaltada.
—¿Seguro? —Yolanda respondió con un suspiro profundo—. ¿Esto se come?
Ella asintió con la cabeza. Tras una mínima duda, Patrick optó por prescindir del sexo oral. Los dos estaban tan excitados que no iban a aguantar. Le acarició los pezones con los dedos pringados de aceite, se inclinó para olisquear el aroma afrutado y los lamió a placer. Le apretó los pechos, era como acariciar gelatina. Bajó la mano y jugó de nuevo entre sus piernas. Yolanda se removía por el efecto travieso que le hacía cosquillas en cada pliegue y cada vez más adentro.
Un estruendo lejano hizo que Patrick levantara la cabeza y mirara sobre el hombro. Los cohetes dibujaban en el cielo una lluvia de colores sobre la dorada silueta de la torre Eiffel. Yolanda le echó las manos a la nuca.
—Ven —suplicó.
Patrick se lamió los labios; qué tendría aquel pringue dulce que se los notaba hipersensibles al tacto. Los besos iban a ser algo serio. Bajó la cabeza y posó sus labios sobre los de ella, dejando que se abriera paso con la lengua. Yolanda entró en su boca al mismo tiempo que él, con un golpe de cadera, se hundió en ella y comenzó a moverse despacio. La hizo enroscar las piernas a su cintura para penetrarla hasta el límite. La sensación resbaladiza del aceite, unida al fuerte efecto del producto, multiplicaba el placer.
Los truenos de la pólvora se mezclaban con el sonido entrecortado de su respiración y el entrechocar de sus cuerpos. Yolanda lo reclamaba y Patrick la llenaba, ella lo seducía y él la miraba vencedor, con la certeza de que Yolanda acababa de descubrir junto a él la intensidad arrolladora del placer compartido.
—Me lo darás todo y siempre me quedaré con ganas de más —susurró empujándose dentro de ella.
Yolanda lo quería así, unidos. En sus brazos no temía nada. Él era su ancla, la pasión, la ternura; Patrick era todas esas cosas que no veía en otros hombres.
—Imagina cientos de ojos sobre nosotros en este momento. —La incitó.
—No quiero. —Se opuso—. Solo tú y yo.
Patrick notó que empezaba a contraerse y aumentó el ritmo. Apretó los párpados a punto de culminar. Ella le cogió la cara entre las manos.
—No los cierres —musitó sin voz.
Patrick hizo lo que le pedía y el clímax los sacudió juntos, viendo brillar las estrellas en los ojos del otro.
Violette sabía que Patrick odiaba ser interrumpido cuando estaba en su estudio, aun así repicó con los nudillos antes de asomar la cabeza por la puerta.
—Buenos días, Patrick. Solo te molesto un minuto —anunció—. El apartamento está preparado.
—Estupendo.
—¿Cuándo dijiste que llegarían los inquilinos?
Patrick miró su reloj.
—Esta tarde alrededor de las seis, si su vuelo no se retrasa. Pero no te preocupes, ya me encargaré yo de entregarles las llaves a las chicas y de lo demás.
Se refería a las instrucciones básicas sobre el funcionamiento del calentador de agua, y sobre todo a las educadas advertencias en cuanto a la obligación de no estropear el mobiliario y dejarlo todo en perfecto estado antes de abandonar el apartamento, que nunca estaban de más.
—¿Chicas? —Curioseó Violette.
—Veinteañeras alemanas —respondió girando el sillón cara a ella.
Estiró las piernas y se cruzó de brazos. En los últimos días Violette se mostraba más soñadora. ¿Romántica? Podría decirse que sí, aunque en ella era una novedad. Con respecto a los hombres mostraba un recalcitrante pesimismo. Tenía motivos para ello. La curiosidad pudo a Patrick y decidió lanzarle el anzuelo.
—Deben de venir a la ciudad del amor a encontrar a su príncipe azul.
Y Violette lo mordió como una pececilla tontorrona. Patrick se obligó a permanecer serio al verla sacudir los rizos.
—No siempre son azules, a veces encuentras un príncipe negro donde menos te lo esperas.
Y se marchó dejando tras de sí el eco de una risita.
A Patrick se le descolgó la mandíbula. Retornó la vista a la pantalla tratando de recomponer un puzzle mental. Tamborileó con los dedos sobre el escritorio repitiéndose las palabras de Marc la noche de su ridícula actuación como guardaespaldas de Yolanda. Demasiadas coincidencias. Incrédulo, se pasó la mano por la nuca. ¿La fiera rubia peligrosa como una pantera? ¿La dulce Violette de los ricitos de oro? No, no podía ser. ¿O sí? Joder con las mujeres, nunca acababa uno de conocerlas del todo.
La puerta se abrió por sorpresa y Patrick se sobresaltó al ver de nuevo a Violette en el quicio.
—Tienes visita.
Patrick se sintió pillado, como si fuera capaz de leerle el pensamiento. Podía ser Marc el hombre que la tenía tan contenta. Quizá fuera otro. En cualquier caso, se mantendría al margen y con la boca bien cerrada, que quien interfiere en tales casos siempre acaba recibiendo palos por ambas partes.
—¿Quién es?
—Será mejor que salgas.
Violette se despidió con un murmullo y cara de circunstancias. Eso aún escamó más a Patrick. Un segundo después la oía abandonar el apartamento. Se puso en pie y fue hasta el salón. Al ver a Solange de pie de espaldas a él entendió las prisas de Violette por quitarse de en medio.
Yolanda salió de la cocina, secándose las manos con un paño y se apresuró a saludar a la recién llegada, sin dejar de mirar de reojo a Patrick que permanecía callado y con las manos en los bolsillos. Se quedó cortada porque Solange, en lugar de los tres besos de rigor, le tendió la mano. A Patrick, ni eso. En vista de la tensión que se respiraba en el ambiente, optó por escabullirse lo antes posible. Con la suya, ya tenía suficiente dosis de problemática familiar.
—Tengo un montón de cosas que hacer —anunció con una sonrisa de compromiso—. Así que si me disculpáis, os dejo solos.
—No es necesario que te marches —replicó Patrick.
Aunque sonó como una orden, Yolanda intuyó que no quería quedarse solo con la esposa de su padre.
—Haré café —murmuró.
—Te lo agradezco, pero por mí no lo hagas. No estaré más de cinco minutos —declinó Solange, suavizando la orden de Patrick—. He dejado el coche muy mal aparcado.
Yolanda tomó asiento en el sofá, incómoda a más no poder al ver que Patrick no invitaba a Solange a sentarse.
A ella no pareció importarle, porque se encaró con Patrick sin dejar siquiera el bolso que llevaba colgado del brazo.
—He venido a pedirte un favor —anunció—. En realidad no es para mí, es Didier quien necesita que le eches una mano, pero no se atreve a pedírtelo.
—No entiendo por qué —respondió con expresión desafiante—. Yo no me como a nadie.
Solange esbozó una sonrisa amarga.
—La otra noche, durante la cena, no le dirigiste la palabra ni una sola vez. Puede que sea por eso —ironizó.
—Eso no es verdad.
Yolanda le echó una mirada mortífera, para que cambiara de actitud.
—Necesita ayuda para un trabajo escolar —explicó Solange, como si no lo hubiese oído—. Tiene que hacer un mural sobre una profesión y Didier ha escogido para el suyo la de director de cine. Solo tendrías que explicarle por encima en qué consiste. De un modo sencillo, solo tiene seis años.
—¿Papá no puede ayudarle?
—Tu padre no es director de cine. Además, Didier quiere que lo ayudes tú —aclaró—. Mira, sé que me odias…
—Tampoco es cierto.
—Está bien —se rindió—. Me marcho. He hecho lo que tenía que hacer, ahora la pelota está en tu tejado.
Se despidió de Yolanda con una leve sonrisa de cortesía y se dirigió hacia la puerta, pero Patrick no fue capaz de callar.
—Te equivocas haciendo creer al mundo que yo soy el malo de la película.
Solange se detuvo en seco y lo miró de frente.
—Eres tú quien se equivoca, Patrick —replicó—. Didier es solo un niño. Nadie te obliga a quererlo, pero no es justo que pagues con él toda la antipatía que sientes por mí. Algún día tendrás hijos, entonces entenderás cuánto duele.
Una vez estuvieron a solas, Yolanda se cansó de morderse la lengua.
—Ya estás tardando en coger el teléfono —instó poniéndose de pie de un salto—. Hay un niño de seis años que está esperando una llamada tuya. Tu hermano, no sé si recuerdas ese pequeño detalle.
—Guárdate la ironía y las órdenes si no quieres escuchar cosas que no te van a gustar lo más mínimo.
Y giró en redondo, camino de su despacho. Eso aún enfureció más a Yolanda.
—¡No me dejes con la palabra en la boca!
—Da igual que te deje o no. Ya te encargas tú de que te escuche pisándome los talones.
—Patrick. —Lo agarró del brazo, pero él le cogió la mano y la obligó a soltarlo—. Dijiste que no te gustaba hacer daño a los demás —razonó; él se metió en los bolsillos las llaves de la moto, el teléfono y la cartera, preparado para marcharse—. ¿Eran, solo palabras? Porque a esa mujer y a ese niño, por no hablar de tu padre, tu actitud les duele más de lo que eres capaz de imaginar.
Patrick se revolvió con una mirada peligrosa.
—¿Y qué hay del daño que me han hecho a mí? ¿Yo no cuento en esta historia?
—Didier no tiene ninguna culpa.
—¡Ni yo tampoco! Yo no busqué que mi padre se largara con una mujer que podría ser su hija —recordó de malos modos—. Yo no pedí que le diera a mi madre una patada en el culo después de veinticinco años de fidelidad. Yo no pedí que le robara las ganas de vivir.
Yolanda le puso las manos en los hombros, con actitud conciliadora.
—No le eches la culpa a tu padre de que tu madre se rindiera —expuso cargada de lógica—. Son tus padres, pero no sabes nada de ellos dos como pareja.
—¡Basta!
Ella insistió. Iba a escuchar lo que tenía que decirle, le gustase o no.
—Patrick, aunque la rabia sea más fuerte que la razón, no es justo culpar a un hombre por querer ser feliz. Ni tienes derecho a acusarlo de la infelicidad de tu madre.
Patrick le cogió las manos. Esa vez no hizo falta que la obligara, Yolanda se apartó de él, dado que rechazaba su contacto.
—No me des consejos que no te he pedido, ¿entendido? No quiero tu opinión, ni necesito que me analices con tu psicología de andar por casa. —Enumeró a la vez que cogía la cazadora y pasaba por su lado sin despedirse ni con una caricia—. No te metas en mi vida, porque ni me hace falta ni tienes derecho.
Y se largó sin mirarla. Cuando resonó el portazo, Yolanda estaba al borde de las lágrimas.