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He besado labios de miel.

He sentido el alivio en las yemas de sus dedos.

Queman como el fuego.

U2, I Still Haven’t Found What I’m Looking For

Domingo, 7 de junio de 2009

Darío miró por enésima vez el reloj de su muñeca; era casi la una de la madrugada y hacía más de media hora que había acostado a su padre. Ariel y él tendrían que estar ya en la cama, abrazándose y besándose, al menos eso era lo que él deseaba, pero Ariel continuaba sentada en el sillón orejero del comedor, haciendo zapping con el mando del televisor. Esquivándole.

Y se le estaba acabando la paciencia.

No tenía ni la más remota idea de qué mosca le había picado a su sirenita. Héctor había regresado ese fin de semana, tal y como prometió. Por tanto no podía estar preocupada, pero lo estaba.

—Bueno, ya es muy tarde —comentó Darío bostezando sonoramente—. Vamos a la cama.

—Ve tú, quiero terminar de ver esta película —contestó Ariel parando un segundo el deambular de los canales en la tele.

—¡Pero si no estás viendo nada!

—Lo estoy viendo todo a la vez —afirmó ella sin mirarle.

—Pues yo me largo, estoy muerto. Te espero en la cama.

—No me esperes y duérmete, voy a tardar un buen rato.

—¡Estupendo!

Darío se levantó del sofá y sin molestarse en darle un beso, se fue a su cuarto. Si Ariel quería su beso de buenas noches, que fuera a buscarlo.

Ariel esperó un cuarto de hora, y luego salió sigilosa del comedor. Se dirigió al cuarto de baño, y se encerró en él. Se duchó, se afeitó los cuatro pelitos invisibles que encontró en sus piernas y axilas, y recortó con cuidado el escaso vello de su pubis. Se colocó ante el espejo, echó los hombros hacia atrás, arqueó la espalda y metió su inexistente tripita. Se miró con el ceño fruncido y posó las manos sobre sus pechos, subiéndolos. No había modo; por mucho que intentara adoptar la misma postura que Ana Obregón, en vez de parecer sexi, parecía idiota. Dejó caer los hombros, y se mordió los labios.

—¿Qué eres, Ariel, una mujer o una sirena tonta que no se atreve a nadar? —se regañó a sí misma—. Una sirena idiota que pretende caminar sobre dos piernas en vez de quedarse tranquilita en el fondo del mar. Eso es lo que eres. No. —Negó con la cabeza, decidida—. No eres sirena ni mujer. Eres Ariel. Y Ariel no le tiene miedo a nada.

Y con ese pensamiento abandonó el baño envuelta en una enorme toalla.

Darío estaba medio dormido cuando el ruido de la puerta de su habitación al cerrarse le despertó. Entreabrió los ojos, amodorrado, y observó a su sirenita. «Por fin se ha decidido a acostarse —pensó enfadado—. Pues si ahora pretende que le haga algún mimo, ya puede esperar sentada». Volvió a cerrar los ojos, y continuó en la misma posición en que estaba, aparentemente dormido.

Ariel entró a oscuras en el cuarto e, intentando no tropezarse con nada, llegó hasta la mesilla y encendió la lamparita de noche. Su amigo, no, su novio, estaba dormido de espaldas sobre las sábanas, vestido, como todas las noches, con un bóxer, solo que, en esa ocasión, la acostumbrada erección brillaba por su ausencia.

Darío sintió la luz de la lámpara sobre los párpados, pero no se molestó en abrirlos. Estaba dormido, y pretendía seguir estándolo. ¡Él también tenía derecho a enfadarse!

Ariel tocó con las yemas de los dedos los bordes de la toalla que cubría su cuerpo, se mordió los labios, inspiró profundamente y se deshizo de ella. Se subió con cuidado sobre la cama, y gateó hasta casi tocar el cuerpo de su chico. Animada al ver que él permanecía dormido, le dio un ligero beso en los labios.

Darío tragó saliva y permaneció impasible. Si Ariel volvía a besarle, quizá se despertara y la abrazara, pero solo un poquito. Al fin y al cabo ella no podía ignorarle durante toda la tarde y luego reclamar sus besos. No era justo.

Ariel sonrió al ver que su chico reaccionaba ligeramente y, totalmente convencida de que estaba haciéndose el dormido, se decidió.

Se agachó hasta que sus labios tocaron las tetillas cubiertas de vello del hombre y las lamió. Este dio un respingo, pero Ariel no le prestó atención. Continuó chupándole el torso, hasta que se le ocurrió succionar los pequeños pezones, y estos respondieron al instante, endureciéndose e induciéndola a mordisquearlos… y así lo hizo.

Darío abrió los ojos como platos, repentinamente erecto y con la respiración acelerada. La miró. Ariel estaba desnuda, acariciándole y lamiéndole. Hizo intención de incorporarse, pero recordó el fracaso de la última vez que ella había tomado la iniciativa, y se detuvo en seco. Cerró los ojos de nuevo. Seguiría dormido. Sí. Eso haría.

Ariel se sobresaltó al ver que su amigo se movía. Se apartó rápidamente y le observó el rostro, seguía haciéndose el dormido. Sopló sobre sus labios. Darío dio un respingo, pero mantuvo los ojos cerrados. Ariel sonrió satisfecha y bajó la cabeza. Le lamió las comisuras de los labios, jugueteó sobre su rasposa mandíbula, dejó un sendero de besos en la clavícula y volvió a dedicarse al torso que tanto le gustaba acariciar. Colocó la mano sobre el estómago del hombre, y arañó con las uñas cada hendidura de sus abdominales. Se detuvo cuando Darío tensó los músculos y alzó la mirada hasta su rostro, pero él seguía supuestamente dormido. ¡Bien!

Bajó de nuevo la cabeza, e intrigada por el ombligo del hombre, introdujo su lengua en él y presionó. Darío arqueó la espalda. Ariel lo ignoró, algo había llamado poderosamente su atención: una delgada vena que comenzaba un poco por debajo de su cintura y continuaba hasta perderse bajo los bóxers. La recorrió con la yema del índice hasta la cinturilla de la prenda. Se mordió los labios, dubitativa, mientras acariciaba distraída la enorme erección que se marcaba bajo el negro algodón.

Darío aferró con sus manos las sábanas, mientras todo su cuerpo se estremecía incontrolable ante el sutil roce de los dedos femeninos. Abrió los ojos lentamente y observó a su preciosa sirenita entre sus párpados entrecerrados. Su pelo rojo destellaba bajo la luz de la lámpara; sus mejillas sonrosadas y sus labios húmedos clamaban por un beso. Sus manos de alabastro destacaban sobre su erección, torturándole de manera inconsciente.

—Me estás matando, Ariel —musitó incorporándose. Le envolvió el rostro con sus temblorosos dedos e intentó besarla.

Ariel le apartó las manos, le empujó de nuevo sobre la cama y se sentó a horcajadas sobre él.

—¡No! ¡Estás dormido! Sigue fingiendo y déjame hacer lo que me dé la gana —ordenó.

—Pero, Ariel…

—¡No! —exclamó ella sujetándole las manos y llevándolas hasta el cabecero. Darío se aferró a este con fuerza—. Estoy harta de tener miedo, Darío. Harta de sentir vergüenza por querer hacer… lo que quiero hacer. Esto se va a acabar hoy. Aquí y ahora.

—Ariel, no tienes por qué tener…

—¡Ya lo sé! —gritó ella, acomodando su sexo desnudo sobre la erección del hombre—, pero no puedo evitarlo. Así que cierra los ojos de una puñetera vez y duérmete —ordenó—. No quiero que me mires. —Darío asintió y cerró los ojos—. Y si se te ocurre moverte un solo centímetro, te juro que te arranco los huevos de un mordisco —advirtió.

Darío, en vez de asustarse, se excitó todavía más al escucharla. Si veía que no podía soportarlo, siempre podría moverse, y así ella le tocaría la polla, aunque fuera con los dientes.

Ariel esperó unos segundos antes de continuar con su investigación. Quería asegurarse de que él había comprendido sus instrucciones. Luego comenzó de nuevo a recorrer la intrigante vena y, cuando lo sintió temblar, bajó la cabeza y la siguió con la lengua hasta llegar a los bóxers. Una vez allí, los músculos tensos de las caderas masculinas llamaron su atención. Se recreó en ellos, siguiéndolos y saboreándolos, y, cuando volvió a toparse con la prenda íntima, bufó enfadada por la molestia. Coló los dedos bajo ella e intentó quitársela, pero no hubo manera.

—Levanta el culo —ordenó.

—Antes quiero el mordisco que me has prometido —exigió él.

Ariel gruñó entre dientes, bajó la cabeza y obedeció… con delicadeza.

Darío jadeó con fuerza a la vez que alzaba las caderas, momento que aprovechó su sirenita para librarse del estorbo.

Ariel observó el enorme pene que se alzaba insolente ante ella. Lo empujó con cuidado, y este saltó. Posó una mano sobre él, y en esta ocasión fue el hombre el que saltó, pero ella no se movió un ápice. Lo sentía bajo la palma, tan caliente y duro, tan suave y terso. Lo frotó hasta que vio el brillo de la humedad asomando en la abertura de la uretra; recogió con el índice la lechosa gota de rocío masculino y se la llevó a los labios, saboreándola. Después posó el dorso de la mano de nuevo sobre la sedosa polla y la acarició con los nudillos, mientras que, con la que tenía libre, acariciaba el interior de los muslos.

Darío era tan distinto a ella. Sus piernas eran velludas; su estómago y su torso, pétreos, y sus manos, callosas. Y la hacía sentir tan femenina como si ella fuera una verdadera mujer. De cada poro de su morena piel emanaba su esencia fuerte y varonil, casi picante, en contraposición con su propio aroma a miel, canela y almendras.

—¿A qué sabes? —le preguntó Ariel un segundo antes de inclinarse sobre él y besarle el glande.

Darío no pudo responder. Todo su cuerpo se colapsó ante el primer roce… Después, simplemente fue incapaz hasta de respirar.

Ariel lamió con cuidado cada centímetro de piel, degustó el sabor de las lágrimas de semen, y recorrió cada vena marcada en el tallo del delicioso falo. Sintió cómo ella misma se humedecía más y más, cómo sus pezones se erguían con cada chupetón que le daba, cómo su vagina se contraía de deseo, anhelando sentir en su interior su imponente presencia. Pero aún era pronto, quería bañarlo en saliva hasta tornarlo tan resbaladizo que entrara en ella de una sola embestida.

Jugueteó con los testículos sobre la palma de su mano, los acarició y mimó sin dejar de besar el tronco de la verga hasta que Darío comenzó a moverse contra ella, a alzar las caderas intentando que el contacto fuera más enérgico, más potente. En ese momento Ariel envolvió con sus labios la corona del pene, y succionó.

Una de las manos de Darío voló desde el cabecero hasta su propio rostro. Se mordió los nudillos para no gritar. Por nada del mundo quería despertar a su padre en ese momento. Sentir cómo Ariel lo iba hundiendo poco a poco en su boca estaba haciéndole morir lentamente. Notar su lengua presionándole el pene mientras el rugoso paladar le acogía estaba convirtiendo sus intentos de contener el inminente orgasmo en un infierno. Padecer sus labios rozando la base de la polla y su garganta contra su glande era el mayor de los suplicios. Mantenerse silencioso mientras ella le proporcionaba el placer más intenso de su vida era simplemente inconcebible.

Sus manos volaron hasta la cabeza de la muchacha, enredó los dedos en los mechones ígneos y se dejó llevar.

Ariel sintió los temblores que se apoderaron del cuerpo del hombre y, un segundo después, su paladar se llenó con el gusto salado del semen, a la vez que un rugido apenas silenciado reverberó en la habitación. Tragó y se deleitó con su sabor, continuó lamiéndole hasta que él dejó de temblar y su cuerpo se tornó lánguido sobre la cama. Luego permitió que el laxo pene escapara de sus labios y escaló el cuerpo amado, hasta quedar tumbada sobre él.

—Soy un desastre —musitó, más para ella misma que para que lo escuchara él.

—No, no lo eres. Eres… increíble. Jamás he sentido lo que hoy. Nunca.

—Pero no era lo que yo había imaginado —susurró ella—. No tenías que correrte.

—¿No? Pues, no es por nada, pero has hecho lo imposible por que me corriera como nunca antes —comentó Darío divertido por su respuesta.

—Por eso soy un desastre, ni siquiera eso sé hacerlo bien —comentó incorporándose enfurruñada y sentándose a horcajadas sobre los muslos de Darío—. Tendría que haberte llevado al límite y haber parado antes de que te corrieras, pero me entusiasmé y mira el resultado —le dio un golpecito al flácido pene—. Ahora ya no sirve para nada.

—¡Cómo que no sirve para nada! —exclamó ofendido y sin entenderla en absoluto.

—Pues eso, que no sirve —afirmó ella cogiendo el pene entre dos dedos y moviéndolo a un lado y a otro—. ¿Cómo puedo ser tan torpe? —murmuró enfadada consigo misma.

—Ariel, te juro que no entiendo lo que estás diciendo. Explícamelo, por favor.

—Ah… eh, no, da igual; es solo una chorrada —contestó colorada como un tomate al darse cuenta de que había hablado más de la cuenta. Darío frunció el ceño, irritado por su evasiva—. En serio, no pasa nada, son… Cosas mías. Otro día lo intento —comentó levantándose.

—¡No! No te vas a ir de rositas, dejándome intrigado. ¿Qué vas a intentar otro día? ¿Qué habías planeado? —Ariel negó con la cabeza—. Si no me lo dices, te juro que…

—¡Qué! —replicó ella desafiante.

—¡Que te lo saco a besos! —exclamó haciendo realidad su amenaza.

La besó hasta que sus labios se hincharon, volviéndose tan sensibles que jadeaba ante cada roce. Deslizó las manos por su cuerpo, tocando los lugares que había aprendido de memoria, aquellos que la hacían gemir casi sin respiración. Pellizcó sus pezones con la intensidad que sabía la haría gritar de placer. Jugó con el interior de sus muslos. Rozó con las yemas de los dedos sus húmedos pliegues. Presionó en la entrada de la vagina con el índice y anular y, por último, acarició su clítoris en círculos con el pulgar, despacio al principio, más fuerte y rápido después, hasta que la sintió temblar debajo de él… Y cuando Ariel levantó las caderas y arqueó la espalda, paró.

—¡No! —jadeó ella aferrándole del pelo, intentando llevarle hasta su sexo. Necesitaba sus besos ahí.

—¿Qué habías pensado?

—¿Qué? Darío, no pares ahora. Por favor… O te juro que te arranco el pelo.

Darío sonrió, su sirenita no se mostraba dócil ni siquiera a punto de alcanzar el orgasmo. Le asió los dedos con los suyos, y la obligó a soltarle; Ariel era muy capaz de cumplir su amenaza.

—¿Qué tenías planeado? —volvió a preguntar, imperturbable ante el peligro.

—¡Qué más da! Acaba lo que has empezado o…

Darío la penetró con un dedo. Ariel se contorsionó ante su tacto.

—Dímelo. Dime qué querías hacer antes de que yo me corriera —susurró él en su oído sin dejar de mover el índice en el interior de la muchacha. Acariciando con la yema la fina membrana, subyugado por que Ariel fuera algún día suya. Solo suya.

—Es una tontería —jadeó ella bajo sus caricias.

—Dímelo —insistió uniendo otro dedo al que la penetraba.

—Quería… Quería hacerte el amor, montarme sobre ti y empalarme en tu polla. Pensaba que, si tu verga estaba muy mojada con mi saliva, resbalaría y no me dolería tanto. Pero lo he hecho fatal, y ahora ya es tarde. Ya no está dura y tengo que esperar hasta mañana. Soy un desastre, no valgo para seducir.

Darío parpadeó, incapaz de comprender lo que ella decía. Luego entendió.

Él siempre se dedicaba a ella primero y, cuando Ariel volvía en sí, ella se dedicaba a él, llevándole al borde del abismo, haciéndole saltar al vacío. Y después, como el caballero estúpido e imbécil que era, la abrazaba y la dejaba dormir hasta que amanecía. Sin molestarla ni acercarse a ella, temiendo asustarla con su sexualidad exigente e impaciente. Y ahora Ariel pensaba que él no podía volver a tener una erección hasta pasadas varias horas. ¡Dios!

—Ariel. Tócame —le ordenó sin dejar de penetrarla con los dedos.

Ella obedeció y abrió los ojos como platos.

—Estás duro —musitó sorprendida.

—Siempre estoy duro, Ariel. Siempre. Por ti.

Apenas acabó la frase, cuando Ariel ya le había tumbado boca arriba sobre la cama y se sentaba sobre él.

—No te muevas —ordenó.

—Ariel, espera, déjame terminar…

—¡No! No pienso correrme y acabar desmayada y sin fuerzas como me pasa siempre. Quiero hacerlo ahora. Es mi cuerpo, es mi coño, y yo mando —siseó decidida—. No se te ocurra correrte —le advirtió.

Cogió el pene con ambas manos y lo devoró, con intención de dejarlo tan resbaladizo y duro como ella quería. Darío, mientras tanto, aferró sus cabellos de fuego entre los dedos, dispuesto a apartarla de él si fuera necesario. Pero no hizo falta. En el mismo momento en que empezó a temblar, Ariel alejó sus labios del rígido falo y se colocó a horcajadas sobre él. Lo sujetó con una mano, y apoyó la otra sobre el torso del hombre, sosteniéndose. Estaba tan excitada por sus caricias, tan nerviosa por su propia impaciencia, le ansiaba tanto que vibraba al son de un deseo arrollador.

Descendió con lentitud hasta sentirlo contra la entrada de su sexo. Respiró profundamente y continuó bajando, introduciéndoselo muy despacio. Sintiendo, asustada y anhelante, cada milímetro que la penetraba. Volvió a detenerse un segundo después, cuando la intrusión que presionaba contra las paredes de su vagina comenzó a ser molesta, casi dolorosa. Bufó enfadada por ser tan quejica y continuó decidida.

—Tranquila, no tengas prisa, poco a poco —susurró Darío pasando una mano por su cintura mientras colocaba la otra sobre su pubis.

Ariel sintió las yemas callosas del hombre acariciar con suavidad su monte de Venus, avanzar hasta tocar su sexo, y detenerse en el punto en que ambos se unían. Notó cómo sus dedos separaban los pliegues de su vagina, abriéndola para él. Casi se quemó en el fuego de la pasión cuando el pulgar se posó sobre su clítoris. Creyó desvanecerse cuando él comenzó a acariciarla.

Incapaz de contenerse, se meció sobre él, perdida en las sensaciones placenteras, temiendo el dolor que vendría tras ellas. Casi sin fuerzas para mantenerse en esa postura, se dejó caer hacia atrás, apoyó las manos en los muslos de Darío y cerró los ojos, poniéndose a su merced.

Él continuó mimando su clítoris, pujando con delicada paciencia cada vez que la sentía relajarse bajo su contacto, entrando en ella tan despacio, con tanto cuidado y cariño, que Ariel no pudo más que rendirse a él, a las caricias apenas susurradas sobre su piel, a los suaves embates con que cortejaba su vagina.

Darío se detuvo al sentir la última barrera contra su glande, la fina membrana que debía romper. El dolor que debía causar.

Ariel abrió los ojos cuando él paró. Su amigo, su amante, su amor, estaba muy quieto. Gotas de sudor adornaban su frente mientras su respiración agitada resonaba en la habitación. La miraba como si ella fuera lo más preciado y frágil que hubiera en el mundo. Y en ese momento, Ariel intuyó lo que él sentía, sus dudas, y su miedo a hacerle daño. Vio la adoración en sus ojos, y, por primera vez en su vida, confió plenamente en alguien. En Darío.

Se incorporó hasta quedar recta sobre él, y fijó su mirada en sus ojos castaños.

—Te quiero —dijo hundiéndole en su interior.

Una exclamación de dolor pugnó por abandonar sus labios, pero ella los mantuvo firmemente apretados. Encadenó su mirada con la del hombre y, perdiéndose en el amor que leía en sus ojos, se obligó a extender los dedos en forma de garra que arañaban inconscientes el torso de su amigo, a la vez que ordenó a los músculos de su sexo que se relajaran.

—No… No ha sido para tanto —musitó ella confusa—. Doler, duele, pero no tanto como había pensado —comentó pensativa. Comenzó a mecerse sobre el pene, acomodando su grosor a su estrechez—, y tampoco es tan grande, bueno, sí. Sí lo es —aseveró al ver el gesto dolido de Darío—. Me refiero a que pensaba que no iba a entrar… y, míranos, está dentro. —Entornó los párpados y se alzó muy lentamente, sintiendo cómo el grueso pene resbalaba en su interior hasta casi salirse, luego volvió a bajar igual de despacio—. Oh, Darío… es…

Incapaz de continuar hablando se recostó sobre el acogedor torso masculino y comenzó a acunarse sobre él, haciendo que la rígida polla penetrara una y otra vez en su resbaladiza vagina, sintiéndole abrirse camino y tocar un punto en su interior que la dejaba sin respiración. Se acopló más a él, hasta que la base del pene se frotó contra su clítoris enardecido, y en ese momento perdió la capacidad de razonar. Comenzó a moverse de forma errática, impaciente por sentir el placer insinuado, nerviosa por no ser capaz de orquestar sus anárquicos movimientos y frustrada por no poder canalizar el deseo y convertirlo en placer.

—Chis, quieta, tranquila —susurró Darío sosteniéndola por la cintura y obligándola a parar—. Déjame hacer a mí.

Había aprendido a conocer el cuerpo y la mente de su sirenita; sabía que la impaciencia y los nervios la dominaban cuando estaba muy excitada, impidiéndole alcanzar el orgasmo. Y también sabía que, si conseguía dominarla, que si lograba pararla el tiempo suficiente para que se relajara, no solo llegaría una vez… sino dos o tres. Solo hacía falta paciencia, y él había aprendido a tenerla en cantidades ingentes con Ariel.

Giró sobre sí mismo hasta que ella quedó tumbada de espaldas sobre el colchón, con él encima, entre sus sedosas piernas de hada, y comenzó a besarla.

Pero Ariel no estaba por la labor. Quería más, y lo quería en ese instante. Le envolvió la cintura con las piernas, ancló sus nacarados pies en el moreno trasero masculino e intentó obligarle a ir más rápido, a ser más potente en sus embestidas.

—Tranquila, sirenita; no tengas prisa.

—Sí tengo prisa. Está ahí, se está escapando —jadeó Ariel.

—No voy a dejar que se escape. Te lo prometo —susurró acariciándole las mejillas, la frente, el cuello—. Déjame tener paciencia por los dos.

Y entonces la besó.

Comenzó a moverse sobre ella, lentamente; frotó su pubis contra ella, apenas saliendo de su vagina, y friccionó una y otra vez contra su clítoris, hasta que Ariel arqueó la espalda y gritó, cubriéndole el pene con su húmedo placer.

Y después esperó, esperó paciente hasta que ella volvió a respirar casi con normalidad. Y cuando lo hizo, comenzó a moverse de nuevo. Pero esta vez no fue delicado ni lento. Salió de ella por completo y restregó su resbaladiza polla contra los labios vaginales, acariciando con el glande el nudo de placer que sabía volvería a revivir inmediatamente con sus caricias. Y cuando la escuchó jadear, la penetró con fuerza, e imprimió un ritmo lento, de embestidas firmes, calculado para volver a llevarla al límite. Y lo consiguió.

Ariel, suavizada su impaciencia por el potente orgasmo, se acopló al tempo cadencioso de Darío. Salió a su encuentro alzando las caderas cuando él hacia descender las suyas. Bebió de sus besos y ardió contra las yemas de sus dedos cuando estos se posaron sobre su vulva y comenzaron a jugar con su clítoris.

Cuando Darío la sintió temblar de nuevo debajo de él, se olvidó de toda mesura y aumentó la velocidad de sus envites. Sin dejar de acariciarla, invadió con ímpetu su vagina hasta que ni siquiera pudo mover los dedos colocados entre ambos, y aun así siguió empujando, entrando y saliendo con vigor, buscando una liberación que llegó en el mismo momento en que el húmedo interior de su sirenita se apretó contra él, comprimiéndole con tal fuerza que explotó en un arrollador orgasmo que tensó cada uno de los músculos de su cuerpo, haciéndole gritar de placer. Dejándole postrado sobre ella.

Con sus últimas fuerzas, se tumbó de lado sobre la cama, junto a ella. Pasó uno de sus brazos sobre el estómago de la joven, abrazándola, y comprobó complacido que Ariel temblaba tanto como él y respiraba agitada, igual que él.

Ariel se giró hasta quedar de lado, se acurrucó junto a Darío y, con un suspiro confiado, apoyó su cabeza sobre el hombro de su amado y cerró los ojos, dispuesta a soñar con él.

Cuando llegó el amanecer, Darío despertó, sobresaltado al comprobar que Ariel no estaba tumbada sobre él como de costumbre. Abrió los ojos asustado, y la encontró frente a él. Sentada en la cama al estilo indio, mirándole pensativa.

—Casi temo preguntar qué es lo que está pasando ahora mismo por tu cabecita —le dijo tumbándose de lado y apoyando la cabeza en una de sus manos.

—Llevo años buscando un lugar al que llamar paraíso, y acabo de darme cuenta de que estaba equivocada. El paraíso no es un lugar… Eres tú. Y ahora que te he encontrado… tengo miedo de perderte.

—No tengas miedo. Estaré siempre a tu lado. Tú eres mi paraíso, no voy a dejarte escapar.

—Pero, soy tan… arisca, tan borde, tengo tan mal genio, y por mucho que lo intento no sé controlarme. Temo ahuyentarte con mis malos modales, con mis…

—No vas a poder alejarme, Ariel. Ni aunque lo intentaras con todas tus fuerzas serías capaz. Soy más cabezón que tú, y tengo más paciencia… Y eso por no hablar de que soy más fuerte, más grande y más bruto y, además, me desenvuelvo mejor en jiu-jitsu, incluso cuando haces trampas. No, imposible. Estás encadenada a mí, lo quieras o no.

—Mmm, sí que eres más grande y fuerte —comentó posando su mano en la erección de Darío—, pero yo soy más bruta y, por supuesto, soy mejor que tú en jiu-jitsu… Incluso cuando no hago trampas. Por tanto, soy yo quien te mantendrá encadenado a mí. Me quieras o no.

—Ah, pero es que la cuestión es que te quiero, que siempre te he querido, y que siempre te querré —afirmó besándola y tumbándose sobre ella.

Aún faltaba una hora para despertar a Ricardo y prepararle para ir a la residencia, y pensaba aprovechar cada uno de los sesenta minutos disponibles.