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Las cosas no son como parecen,

son como somos nosotros.

El Talmud

16 de enero de 2009

Si las miradas matasen y los relojes fueran humanos en vez de simples máquinas, el reloj de la zapatería estaría temblando.

Darío revisó por última vez los estantes llenos de botas y zapatos recién arreglados, colocó por enésima vez cualquier cosa que se hubiera escapado de su mirada penetrante y volvió a observar el reloj. En ese momento el minutero cambiaba (algo angustiado, aun siendo una máquina sin cerebro) de ocho menos diez a menos nueve.

De pie frente al mostrador el hombre empezó a tamborilear con los dedos sobre él. El reloj marcó tímidamente otro minuto más, esperando que el musical tic calmara a la fiera. Darío caminó hasta él y le dio un par de suaves golpes a la esfera.

—No puede ser que solo hayan pasado dos minutos —dijo impaciente—, me apuesto el cuello a que vas mal —acusó al reloj. Este casi se encogió sobre sí mismo, casi.

Se asomó a la puerta de su tienda y observó la calle. Estaba desierta. Era de noche, hacía mucho frío y la gente estaba calentita en sus casas. Por tanto, saltándose su regla principal —esa que colgaba de un cartel en la puerta: «Tardes de 17.30 a 20.00»— decidió que era hora de cerrar. Cogió su mochila, apagó las luces, cerró la tienda y se dirigió al gimnasio. El reloj marcó las ocho menos cinco, aliviado.

Normalmente no tenía tanta prisa, pero ese día era diferente.

Tras arduas investigaciones, es decir, hacerse el encontradizo con Bri a la salida del gimnasio, descubrió que la bruja con cara de hada se llamaba Ariel, que vendía juguetes eróticos y que iba a volver, supuestamente, el 16 de enero, o sea, ese mismo viernes. De hecho, había obtenido mucha más información. Durante las dos últimas semanas en el gimnasio no se había hablado de otra cosa.

Las chicas estaban eufóricas y sus maridos, un poco moscas.

«Para qué narices querrá Sandra (o Nines, dependiendo de qué marido se estuviera quejando en ese momento) juguetes de esos», fue la frase más repetida de Elías y compañía durante la semana y, como eran sus compañeros de tatami, podía decir, sin temor a equivocarse, que las compras de las mujeres no habían caído muy bien a sus respectivas parejas.

Caminó a paso ligero en dirección al gimnasio, no porque tuviera prisa, que la tenía, sino porque era una costumbre adquirida durante toda su vida. Cuando se tiene un negocio al que atender, una sobrina a la que cuidar y un padre con problemas de memoria, o aprendes a darte prisa o no te da la vida para hacer todo lo que tienes que hacer.

Aunque eso iba a cambiar. Su hermana había decidido dejar entrar (¡voluntariamente!) en su vida a Marcos, el padre de su hija, y ahora se dedicaban, como la happy family que no habían sido en la vida, a pasar las tardes juntos en el parque. ¡Manda hue… sos! Seis años ayudándola a cuidar de Iris y ahora le dejaban de lado. Pues mira qué bien, ¡mejor solo que mal acompañado! A partir de ahora tendría tiempo libre… Y no sabría qué hacer con él.

Aceleró el paso intentando dejar atrás la rabia que acompañaba a sus pensamientos, pero no había modo. No entendía a su hermana y nunca la entendería. El capullito de alelí la iba a dejar tirada, como ya hizo siete años atrás, y ella no se daba cuenta.

Cuando entró al gimnasio tenía la cabeza en otro sitio, exactamente en el mismo lugar que el cabreo: saliendo en forma de humo de sus orejas, por lo que cuando le dio su carné al portero, no dudó en preguntarle a bocajarro.

—¿Ha llegado ya la sirenita?

—Hum, ¿quién? —preguntó Toni sin entender.

—Ariel, la vendedora de consoladores a domicilio —especificó Darío.

—Ah, hum, sí. Ha llegado hace cosa de media hora, está en la sala de baile con las chicas. Hum, una cosa, no andes por ahí diciendo que vende consoladores; creo que no les sienta bien.

—¿Qué digo entonces? —preguntó perplejo Darío—. ¿Qué vende nabos?

—Hum, yo que tú no diría nada, las chicas están un poco sensibles. Ya sabes, llevan dos semanas escuchando bromitas y, hum, están a la defensiva.

—¡Pero es que vende consoladores! —exclamó Darío—. No puedo hacer nada para cambiarlo.

—Hum, Sandra ha dicho que prefiere el término «dildo» —comentó Toni encogiéndose de hombros.

—¡Qué chorrada!

—Hum, no seré yo quien le lleve la contraria —afirmó Toni, que, lejos de ser el típico gorila hipermusculado e hipervitaminado, era un hombrecillo flemático, con poco pelo en la cabeza, una mente muy lúcida, y una tranquilidad a veces exasperante.

Encogiéndose de hombros, Darío se dirigió al vestuario, donde se encontró con Elías apoyado en una taquilla y muy enfurruñado.

—¿A ti qué te pasa? —le preguntó.

—Nada. Ponte el quimono —ordenó Elías cruzándose de brazos.

—Cuánta prisa —sonrió Darío; sí que le pasaba algo, y se imaginaba qué.

—¡No sé qué mosca le ha picado a Sandra!

—Debería buscarme curro de vidente —dijo entre dientes Darío.

—¿Qué?

—Nada.

Se vistió mientras oía una letanía interminable de quejas por parte de su compañero.

—A mí me parece genial que las chicas jóvenes y solteras compren esas cosas, pero Sandra y yo tenemos ya una edad… Y no es para andar haciendo el tonto, ¡ni que fuéramos críos! Además, ¡no sé para qué cojones quiere un consolador! Cómo si no tuviera suficiente conmigo. ¡Si no me hace ni caso! Yo la busco todas las noches, pero o tiene sueño o es muy tarde…

—O le duele la cabeza —le interrumpió Darío haciéndose eco de lo que había visto por la tele en series cómicas, porque experiencia en eso, lo cierto es que tenía bien poca.

—¿Eh? No, a Sandra nunca le duele la cabeza. ¡Ves! —exclamó irritado—. No se molesta siquiera en buscar excusas. Y ahora va a comprar un consolador rosa, tamaño extragrande, para comparar con lo que tiene en casa.

—¿Lo que tiene en casa? —¿Ya era usuaria de esas cosas? ¡Miércoles! De lo que se enteraba uno.

—Sí, yo.

—Ah, tú… Vale, lo he cogido.

Caminaron en silencio hasta colocarse en mitad del tatami, se saludaron y comenzaron.

En contra de lo que mucha gente piensa, las artes marciales, y el jiu-jitsu en particular, no son un continuo ir y venir de patadas alucinantes que hacen silbar el aire con ruidos del tipo sswiittsss zzwwuuttss. Ni saltos interdimensionales con grititos yhaaee incluidos. Ni mucho menos golpes con la mano abierta y rígida cuyo sonido onomatopéyico es algo parecido a plfauafst, que dejan al oponente rendido con un contundente pataplof al caer al suelo, del que por cierto se levanta al momento, fresco como una rosa.

No.

Para nada.

Eso queda muy bien en la tele, pero, en la vida real, practicar artes marciales significa ejecutar una y otra vez los mismos movimientos, hasta que salen perfectos y luego, si acaso, una peleíta corta y coreografiada para poner en práctica lo aprendido.

Darío y Elías hablaron hasta que decidieron qué katas realizar y se pusieron a ello.

Se miraron, pendientes uno del otro, atentos al más mínimo movimiento. Para realizar correctamente un kata, es necesario enfatizar la fuerza y la corrección del equilibrio, algo en lo que había fallado estrepitosamente Darío hacía dos semanas, y de lo que prefería no acordarse. También debía controlar la respiración y coordinar el tiempo y la distancia. Esa tarde, además, pensaban desahogarse un poco… Por tanto no fue extraño que menos de una hora después ambos estuvieran sudorosos, agotados, algo golpeados y, por qué no decirlo, bastante más calmados y dispuestos a afrontar lo que les deparara el destino: una noche en compañía de un falo rosa XXL a uno, y la aparición en persona de la bruja con que había soñado varias veces al otro.

Se saludaron educadamente con un apretón de manos y se fueron a duchar; la higiene manda.

En la sala de baile, una docena de mujeres estaba sentada en el suelo formando una circunferencia perfecta, es decir, una curva cerrada sin principio ni fin. Pero si, por algún motivo incomprensible y alejado de las reglas matemáticas, esta circunferencia tuviese un principio y un final, sería exactamente el lugar donde Ariel estaba sentada.

Tras más de una hora de darle a la lengua, por fin se sentía cómoda hablando de lo que estaba hablando y esto era: formas de dejar a alguien del género masculino tirado por los suelos. Era increíble cómo podía degenerar una conversación con el paso del tiempo, porque, aunque en estos momentos no lo pareciera, habían empezado hablando de…

—Siento muchísimo llegar tarde —se disculpó Ariel en el mismo instante en que sus pies pisaron el suelo del gimnasio—. Pero, aunque suene a excusa, hoy me las he tenido que ver con una cola en Correos más larga que la bufanda de una jirafa, con un ladrón más inútil que el timbre de un cementerio y con un bizcocho más duro que una paella de tornillos, y eso por no hablar de la Renfe, que ha hecho el trayecto con la misma rapidez que una tortuga asmática —finalizó, tan nerviosa por llegar tarde a su primera cita de trabajo que no se dio cuenta de que estaba usando con sus futuras clientas un argot cuanto menos pintoresco.

Sandra la miró patidifusa durante un par de segundos para acto seguido comenzar a reírse.

Ariel sonrió ante la risa de Sandra, pero luego frunció el ceño al comprobar que estas sonaban en estéreo, más bien en dolby surround.

Miró a su espalda. Un montón de mujeres la observaban atentamente mientras reían disimuladamente. Detrás de ellas, la «división» masculina del gimnasio la miraba como seguramente mirarían a una «Mamá Noel» traidora, cargada de artefactos altamente peligrosos y estéticamente perfectos, que pudieran dejar en evidencia sus aptitudes ancestrales masculinas.

Las comparaciones son odiosas, y comparar penes de verdad con dildos de juguete es más o menos como comparar unos pechos naturales talla 95 contra unos siliconados talla 110; los segundos son artificiales, sí, pero también son más grandes.

Ariel miró confusa a uno y otro bando, esperando que alguien dijera algo, pero solo la observaban y sonreían (ellas) o fruncían el ceño (ellos). Recorrió con mirada nerviosa a su improvisado público y se encogió de hombros. «De cobardes está lleno el mundo —pensó—, y yo tengo un trabajo que hacer».

Sin mirar a ningún sitio en especial —había buscado entre las caras y el moreno de la vez anterior no estaba; por tanto, no había nada que le llamara la atención—, dejó el maletín en el suelo, se descolgó la mochila que llevaba en la espalda y la apoyó sobre su muslo, la abrió con dedos nerviosos, metió una mano dentro y sacó…

Todos, absolutamente todos los ocupantes del gimnasio, contuvieron la respiración y se alzaron sobre las puntas de sus pies para ver mejor, pero algo se lo impidió.

Sandra posó una mano sobre el brazo de Ariel y negó con la cabeza.

—Vamos a la sala de baile, será mejor —dijo guiñando un ojo. Si los hombres querían ver algo, se iban a quedar con las ganas.

Sandra entró la primera en la sala privada, después lo hizo Ariel y, a continuación, el resto de las mujeres. Ariel se quedó sorprendida, no esperaba encontrarse ante tantas personas; al fin y al cabo, la vez anterior solo había hablado con cinco chicas; ahora había por lo menos el doble. Algo aturullada, se arrodilló con la intención de dejar ahí su mochila y sacar los chismes.

Al segundo siguiente todas las mujeres estaban sentadas en el suelo formando corro y mirándola fijamente. Las observó un tanto impresionada, no tenía por costumbre ser el centro de atención. Decidió seguir su ejemplo, se dejó caer en la tarima brillante cruzada de piernas cual indio en son de paz y se mordió el labio inferior pensando en cómo debía continuar. No le quitaban el ojo de encima y ella, que no estaba acostumbrada a relacionarse con el género femenino, se estaba poniendo ligeramente nerviosa.

—Bueno —comenzó algo cortada—, he traído las cosas. ¿Las queréis ver?

No esperó respuesta; sacó el vibrador rosa, los tangas comestibles, las cremas lubricantes, las esposas forradas de terciopelo y las cajas de condones con sabores frutales, y los fue colocando en una fila en el suelo.

Nadie dijo nada, todos los ojos estaban abiertos como platos, fijos en el primo de Zumosol de los vibradores.

—¡Qué nadie se mueva! —gritó en ese momento Sandra, sobresaltando a todas las mujeres.

—¿Qué pasa? —preguntó una de las nuevas, mientras el resto se quedaban petrificadas.

—¿No te has dado cuenta, Sofía? —contestó Sandra—. Se te ha caído un ojo, búscalo antes de que alguien lo pise —explicó muy seria, y la interpelada, sin plantearse lo que había oído, se puso a mirar el suelo con atención para no pisar… ¿un ojo?

Una sonrisa afloró en un rostro. Una mano tapó unos labios para no delatarse. Una cara miró al suelo inocentemente. Al final Ariel no lo pudo evitar, comenzó a reírse y, una tras otra, el resto de las mujeres hicieron lo mismo. El hielo se había roto y la curiosidad se abrió paso sin demora.

Tiempo después, con su cuaderno lleno de pedidos y las muestras de nuevo dentro del maletín, advirtió que una mano se posaba sobre su hombro; era Bri.

Durante la hora anterior, esta se había convertido sin pretenderlo en la base de su éxito. La rubia era una conversadora amable y hacía preguntas que nadie se atrevía a hacer sobre los productos que vendía y sus usos. Podría decirse que, gracias a ella, muchas de las chicas se habían atrevido a contar cosas que no habían contado antes a nadie, y que de paso habían dado bastante que pensar a Ariel. Sus productos no eran solo para divertirse, también cumplían algunas necesidades básicas. Nunca se hubiera imaginado que el lubricante podía ser necesario para mujeres que no producían suficiente flujo como para hacer cómoda la penetración. De hecho, no se le había ocurrido pensar hasta ese momento que eso fuera necesario. Siempre había pensado que la humedad que se acumulaba en su vulva en momentos específicos algunas noches, últimamente demasiadas para su estabilidad mental, era una asquerosidad y una guarrería. Estaba claro que le quedaba mucho por descubrir y que su nuevo trabajo se iba a ocupar de ello a pasos acelerados.

—Ha sido todo un éxito —afirmó Bri—. Jamás imaginé que hubiera tantas cosas con las que poder jugar.

—Uf, ni yo —contestó Ariel sinceramente.

—¡No sabías que existían estas cosas! —exclamó Bri en voz quizás un poco demasiado alta. Las demás mujeres acallaron sus murmullos y prestaron atención—. Pensaba que eras una experta en estos temas.

—¿Yo? ¡Qué va! —Ariel sonrió divertida—. No supe nada de esto hasta que hablé con la jefa y me entregó el catálogo. Pero desde el momento en que tuve al primo de Zumosol en mis manos comprendí que iba a ser divertidísimo investigar sus usos —comentó arqueando las cejas a la vez que sonreía—. A ver, la experiencia está muy bien para ciertas cosas. Pero para divertirse y pasar un buen rato, vale más la sorpresa ante lo desconocido, la excitación de la investigación y el placer del descubrimiento… o al menos así es como yo lo veo.

—Pero, no sé, pensé que era necesario tener alguna experiencia en la materia —argumentó Bri, dudosa.

—En absoluto, solo hay que tener ganas de aprender y divertirse haciéndolo, y para eso nada mejor que una buena compañía —contestó Ariel, pensando en las amigas que había hecho ese día.

—Estoy totalmente de acuerdo —aseveró Sofía—, no me hubiese atrevido a preguntarte nada si tú hubieras sido más… más… sexi. Si tu actitud hubiera sido la de alguien que lo sabe todo, me hubiera cortado más todavía —dijo colorada como un tomate.

—Y no hubiera sido tan divertido —zanjó el tema Sandra sonriendo.

Ariel era una caja de sorpresas; no tenía mucha idea sobre ciertos asuntos, pero sí mucha intuición, y eso, sumado a su carácter abierto y franco, había llevado a que todas participaran en la charla exponiendo sus conocimientos en la materia. Cuando un tema era complicado, no había nada que facilitara más las cosas que tomárselo a risa, y eso hacía la sirenita. ¡Si hasta les había puesto motes a los vibradores!

—Ariel —llamó Bri al ver que esta se disponía a marcharse—. ¿Cómo te las apañaste para tumbar a Darío?

—Sí, ¿cómo? —preguntó Sofía alucinada—. Darío es el tío más grande del gimnasio, ya tienes que ser fuerte para tumbarlo. ¡Madre mía!

—¿Te refieres al moreno? —inquirió a su vez Ariel, a lo que las demás asintieron—. No es cuestión de fuerza, sino de equilibrio y sorpresa —explicó abriendo la puerta de la sala, pero con la cabeza girada hacia dentro—. Ni de coña podéis pensar que yo podría tirarle así como así. —Chasqueó los dedos—. ¡Me saca una cabeza! Pero puedo crear una distracción, hacerle perder el equilibrio y, con una simple patada con barrido bien dada, dejarle en el suelo. No es tan difícil.

—Me encantaría aprender a hacer eso, así la próxima vez que me intentaran atacar no me echaría a llorar como una tonta —confesó Sofía mordiéndose los labios.

—No te equivoques, si alguna vez alguien te ataca, lo mejor que puedes hacer es darle todo lo que te pida y salir corriendo —aseveró saliendo de la sala de espaldas.

—Y quedar como una cobarde —refunfuñó la chica—. ¿Tú qué has hecho hoy con el ladrón que ha intentado robarte?

—Bueno… —¿Y ahora qué?, pensó Ariel—, mi padre siempre dice que lo mejor que se puede hacer es tirar lo que te pidan al suelo, lejos de ti, y salir corriendo.

—¿Y tú has hecho eso? —Aguijoneó Bri sonriendo.

—Bueno, no exactamente.

—¿Qué coj… ines has hecho entonces? —tronó una voz a su espalda, una voz conocida que hizo que Ariel se volviera con el maletín en posición de ataque.

—¡Y no se te ocurra golpearme otra vez con eso! —estalló la misma voz.