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Cuéntame al oído si es sincero eso que ha dicho

o son frases disfrazadas esperando solo un guiño.

LA OREJA DE VAN GOGH, Cuéntame al oído

23 de mayo de 2009

Cuando Ariel despertó a la mañana siguiente, estaba total y absolutamente convencida de lo que quería hacer con su vida. Se giró en la cama buscando el cuerpo de su amigo, pero estaba sola en la habitación. Se vistió rápidamente con una camiseta de su chico y salió en su búsqueda.

—Se ha ido a la zapatería —le dijo Héctor, que estaba en la cocina, preparando un copioso desayuno.

—Hoy es sábado —rechazó Ariel.

—Y los sábados se abren los comercios.

—Ah. ¿Por qué no me ha despertado? —preguntó aturdida. ¿Por qué la había dejado allí sola? ¿Por qué no la había llevado con él, como los días anteriores?

—Eso mismo le he preguntado yo… ¿Y sabes lo que me ha contestado?

—No, pero me lo vas a decir. Ahora mismo —amenazó Ariel yendo hacia su casi cuñado y apoyándose en la encimera.

—Ya sabes que mi hermano a veces es algo gilipollas —comenzó a decir Héctor.

—Como te escuche Ruth se te va a caer el pelo.

—Ah, pero tú no se lo vas a chivar, ¿verdad?

—No, pero si vuelves a decir eso de Darío te voy a dar tal guantazo que vas a tener que usar los dientes de collar —comentó ella con una enorme sonrisa en los labios.

—Eh, vale, lo siento… —Reculó Héctor. Por mucho que Ariel se hubiera dulcificado, seguía siendo muy peligrosa—. Pues, como te decía, Darío a veces es un poco… —Miró a la joven y abrió mucho los ojos— ¿tontito? —La muchacha asintió aceptando esa palabra—. Vale, y el muy tontito ha pensado que tú estarías más cómoda si te dejaba pensar tranquila y sin presiones sobre lo que quiera que haya pasado esta noche tras la puerta cerrada de vuestro cuarto y que él no me ha querido contar por mucho que le he insistido —se apresuró a decir Héctor con una enorme y ladina sonrisa en la boca.

—Eres afortunado por tener a Darío como hermano —susurró Ariel cariñosa—. Si te lo hubiera contado, yo habría tenido que cortarte la lengua… Solo por si acaso, es que a veces eres demasiado cotilla para tu propia seguridad.

—Ah… pero no me lo ha contado —reiteró Héctor, por si no le había quedado claro a Ariel la primera vez.

—Bien. Recapitulando, el idiota de tu hermano se ha largado dejándome sola porque quiere que piense sin presiones. ¿Es eso? —Héctor asintió—. ¿Pero qué se ha pensado? ¿Qué soy imbécil? Es un puto cobarde que ha huido con el rabo entre las piernas, en lugar de quedarse aquí como un valiente —afirmó yendo hacia su cuarto.

—¡Espera! ¿Adónde vas?

—A cortarle los cojones.

—¡Ariel! Mira, tía, no tengo ni idea de lo que ha pasado, pero te juro que mi hermano no es como piensas.

—¿Y cómo pienso que es tu hermano?

—Da no te ha seducido y te ha dejado tirada. Lo que pasa es que es un gilipollas inexperto que no sabe cómo tratar con las tías y, en vez de estar aquí acosándote y comiéndote la oreja, el muy imbécil ha pensado que debía dejarte espacio para decidir libremente.

—¿No te he dicho que no hables así de tu hermano?

—Pero si acabas de decir que le vas a cortar los cojones.

—¿Y?

—Coño, ¿no será peor cortarle los cojones que llamarle gilipollas?

—Soy su novia y tengo derecho a cortarle los cojones… y, si tú vuelves a insultarle, te los corto a ti también —dijo entrando en su cuarto y abriendo el armario.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Héctor, repentinamente serio al ver cómo comenzaba a sacar ropa del armario.

—Ya te lo he dicho.

—Si pretendes coger tu ropa y meterla en la mochila, no te lo voy a permitir. Aunque me cueste un ojo morado.

—Te costaría más que eso, como mínimo la nariz rota y los cojones a la altura de la nuez.

—Me da lo mismo. No puedes irte. Le destrozarás. Él te quiere.

—Lo sé.

—No puedes dejarle tirado, ni a papá tampoco —dijo de repente, intentando tocar el punto débil de la sirenita—. Yo me voy dentro de una semana y Ruth se ha largado a vivir con Marcos; Darío no puede quedarse solo con papá y la tienda.

—Sí puede. Tu hermano es capaz de eso y más.

—Ariel, no voy a dejar que te marches —dijo cerrando de un portazo el armario e intentando adoptar la misma mirada seria que usaba Darío cuando se enfadaba. No le salió bien, parecía más un gatito asustado.

—¿Y a ti quién te ha dicho que me voy a ir? —preguntó Ariel apartándole sin hacer mucho esfuerzo, y abriendo de nuevo el armario para coger unos leggings y una camisa.

—¡Estás cogiendo tu ropa!

—No pretenderás que salga medio desnuda a la calle. —Se volvió para mirarle y, al ver la cara pálida y asustada del muchacho, sonrió sin poder evitarlo—. No te preocupes, Héctor; voy a hacer un trato con Darío.

—¿Qué trato?

—Ah, misterio misterioso. Anda, vete a jugar a la Play, o a hacer un crucigrama con Ricardo y deja que me vista tranquila.

Media hora después, Ariel entró decidida en la zapatería.

Darío estaba atendiendo a un cliente, por tanto ella esperó frente a la vitrina que contenía los zapatos artesanales que él y su padre habían creado. Cuando el cliente se marchó, se dirigió sin prisas al mostrador, y sin pensarlo un segundo se sentó sobre la pulida madera.

—No te sientes ahí, causa mala impresión —la regañó Darío.

Ariel sonrió. Le encantaba eso de su chico. Si tenía que mimarla, la mimaba, pero si se merecía una regañina no se cortaba un pelo. No le hizo caso y continuó sentada donde estaba.

—No pienso quedarme a vivir en tu casa por mi cara bonita.

—¿No? —inquirió Darío. Sus manos temblaron mientras colocaba unos zapatos en la estantería, después la asió de la cintura y la bajó del mostrador—. Deberías pensártelo mejor —advirtió. No iba a dejar que se marchara, y si Ariel se enfadaba… en fin, cosas peores podían pasar, como por ejemplo no volver a verla.

—No. No me hace falta que nadie me haga favores —rechazó Ariel lamiéndose los labios. Darío, como el zorro astuto que era, le acariciaba la tripita, logrando que ella se sintiera… bien.

—No voy a hacerte…

—Por eso pagaré por mi habitación —le interrumpió Ariel poniendo sus manos sobre las del hombre—. A Lulú le pagaba doscientos pavos por todo el mes. ¿Cuánto pides tú?

—No quiero que me des dinero —replicó ofendido.

—Entonces me buscaré otro sitio donde dormir, y nos tendremos que ver en la calle, en el gimnasio o en alguna cafetería. Me niego a vivir de prestado —dijo separándose de él y yendo hacia la puerta.

—¡Cincuenta euros! —gritó Darío sin pensar; si quería pagarle por el cuarto, por él perfecto. Ingresaría el dinero en una cuenta y sería para su futuro hijo.

—¡Cincuenta euros! ¿Pero tú eres tonto o te lo haces? ¿Qué quieres, insultarme?

—No…

—Pues lo estás haciendo. Cincuenta euros es una puñetera miseria. El resto de lo que cuesta la habitación, ¿pretendes cobrarlo en carne? —Gruñó enseñando los dientes.

—¡No! Por Dios, Ariel, no malinterpretes mis palabras. —Pero ella no dejó de gruñir—. Está bien, vale. Trescientos euros al mes, y no se hable más.

—¿Trescientos euros? ¡Eso es un atraco a mano armada! Ni de coña voy a pagarte esa cantidad. ¡Es un robo! ¡Saca la pistola y acaba con mi vida de una vez! ¡Abusón!

—¡Jopé! Setenta y cinco euros —pidió aturullado.

—Pero ¿qué haces? A ver, Darío, que no es tan complicado. Tú tienes que quedarte en tu precio, y yo tengo que intentar que me lo bajes. Si regateas al contrario no tiene gracia.

—¿Qué?

—¿Cuál es tu última oferta?

—Cuatrocientos euros —demandó Darío al comprender el juego.

—¿Cuatrocientos? Pero tú qué te has fumado, colega. Ni de coña pago cuatrocientos pavos por ese cuchitril. Como mucho cincuenta. —Darío abrió los ojos como platos al escuchar la primera cifra que él había dicho; fue a quejarse, pero recapacitó. Si Ariel quería jugar, jugarían.

—Con cincuenta no te da ni para alquilar una hamaca bajo un puente. Trescientos —rechazó. Ariel sonrió ilusionada al escucharle.

—Cien pavos, y tienes suerte de que esté desesperada. Tu habitación no solo es pequeña, sino que encima tengo que compartirla contigo, y ¡roncas!

—¡Yo no ronco! Por cien pavos no me merece la pena aguantar tus gruñidos, y, créeme, gruñes muchísimo. Doscientos, y es mi última oferta.

—Ni loca pago doscientos; te apestan los pies, y eso supone, como poco, cincuenta pavos menos.

—¡No me apestan los pies! De acuerdo, acepto ciento veinte euros antes de oírte decir que me tiro pedos.

Ariel estalló en carcajadas al escuchar su comentario.

Cuando regresaron a casa pasadas las dos de la tarde, un nervioso Héctor y un tranquilo Ricardo les estaban esperando con la mesa puesta.

Héctor arqueó varias veces las cejas mirando interrogante a su hermano, pero Darío no le hizo caso. Para una vez que podía chincharle, pensaba aprovecharse. El joven rubio también intentó sonsacar información a Ariel, pero esta le despachó con un gruñido. Por lo que al final tuvo que conformarse con refunfuñar airado, ante la estupefacta mirada de su padre, que no sabía qué narices le pasaba a su hijo menor, normalmente dulce y cariñoso, para estar con ese humor de perros.

—¡Se acabó! ¿Nos vais a contar de una vez lo que habéis decidido? —exclamó impaciente una vez hubieron recogido la mesa y se sentaron a descansar.

—Héctor, no grites, que no estamos sordos —le reconvino su padre.

—Ricardo… —comenzó a decir Ariel, pero hizo una pausa sin saber muy bien cómo continuar.

—Papá, Ariel se va a quedar a vivir con nosotros.

—¿Ariel? —preguntó Ricardo, confundido. No conocía a ninguna Ariel.

—Ricardo, yo soy Ariel —dijo esta sentándose en el suelo, y apoyando la cabeza en el reposabrazos del sillón en que estaba sentado el anciano. Ricardo acarició los rizos pelirrojos. Se sentía bien junto a la joven—. Te prometo que voy a cuidar de Darío con todo mi corazón. No soy perfecta, ni siquiera soy una princesita, pero le quiero muchísimo. Me gustaría llegar a convertirme en la mujer que él se merece y, aunque sé que no lo voy a conseguir, te juro que lo voy a intentar con toda mi alma. Te prometo que no te decepcionaré, verás a Darío siempre feliz. Te lo juro por lo más sagrado —aseguró al anciano.

—Claro que sí, cariño; mi hijo también te quiere muchísimo, solo hay que ver cómo te está mirando ahora —le correspondió el anciano besándola en la coronilla, algo confuso por esa extraña confesión, pero entusiasmado de ser testigo del amor que la pelirroja profesaba a su hijo.

—Gracias, Ricardo. —Ariel le dio un beso en la frente y se levantó para sentarse sobre el regazo de Darío. Este la abrazó con fuerza, con los ojos brillantes de emoción.

—¡Guau! Eso ha sido impresionante, Ariel. Uf, se me han puesto los pelos de punta. ¡Cielo santo! Yo quiero tener una novia como tú —comentó Héctor dando palmas como un niño pequeño—. ¿A que ha sido increíble, papá?

—Eh, sí… Claro, hijo. La película está muy bien… Increíble, sin lugar a dudas —respondió Ricardo mirando la tele, sin entender el alborozo de su hijo menor.

Ariel se acurrucó más contra Darío y le secó una lágrima disimuladamente.

—Lo importante en esta vida no son los momentos que recuerdas, sino los que vives. La intensidad con la que sientes y el amor que te rodea —le dijo en voz baja—. Tu padre está rodeado de tanto amor que es imposible que no se sienta el hombre más afortunado del mundo cada segundo de su vida.

—Tu amiga tiene razón, Darío. Lo importante es lo que se vive, no lo que se recuerda —afirmó Ricardo—. La memoria es traicionera y olvidadiza. No nos podemos fiar de ella. El presente es lo único real, y hay que vivirlo intensamente, porque, un segundo después, se convierte en pasado. No lo olvides nunca, hijo.

—No lo olvidaré, papá.

—Bien, así me gusta. Y ahora basta de caras serias; Héctor, trae el periódico y vamos a hacer un crucigrama.

—Sí, bwana.

Ariel se sentó entusiasmada al lado de Ricardo para ayudarle con los crucigramas, y Darío y Héctor aprovecharon que ella estaba entretenida y no iba a darles una paliza para jugar un rato a la Play.

—A ver si te sabes esta —comentó Ariel a Ricardo un rato después, señalando unas casillas vacías con el bolígrafo—. Dice: «Varón o macho que ha engendrado» —leyó en voz alta—. Tiene una «D» en medio.

—Padre —dijo Darío, que tenía su atención puesta en su padre y su novia y, justo por eso, iba perdiendo contra Héctor.

—Es verdad. Padre. —Apuntó Ariel cada letra en su casilla.

—Princesita —dijo en ese momento Ricardo, sorprendiendo a Ariel al llamarla por ese apelativo. Darío y Héctor giraron las cabezas y le miraron extrañados, su padre nunca usaba ese término—. Si quieres puedes llamarme papá Ricardo, estoy seguro de que a tu padre no le importará. ¿Sabes?, haces muy bien en cuidar de Darío, siempre he dicho que a los amigos para conservarlos hay que cuidarlos, no lo olvides.

—No, papá Ricardo —musitó Ariel paralizada. Darío se levantó, sin dejar de mirar a su padre, estupefacto. Él nunca había dicho eso… De hecho esa aseveración era una de las frases que más repetía Ariel de su padre.

—Bien, princesita, así me gusta. Ah, no. No se te ocurra ponerte a llorar ahora. No quiero ver más lágrimas en tus ojos. Recuerda lo que siempre dice mamá: la vida aprieta, pero no ahoga. Tu madre no te educó para que te ahogaras, y menos ahora que te va todo tan bien. ¿Verdad que no?

—No, papá Ricardo.

—Excelente… —comentó Ricardo. Bajó la mirada a la mesa y observó confundido el periódico—. ¿Qué estábamos haciendo?

—Un crucigrama, papá —comentó Héctor con los ojos abiertos como platos mientras su hermano abrazaba a Ariel.

—Ah, perfecto… —comentó Ricardo observando a su hijo mayor y a la joven pelirroja—. ¿Por qué llora tu amiga, Darío? ¿No le habrás dicho nada feo, verdad, hijo?

—No, papá, al contrario. Creo que acaba de escuchar a un ángel.

—Ah, vaya. Bueno, eso es maravilloso —dijo; luego bajó la mirada y miró el periódico e, intuyendo que estaba haciendo un crucigrama, preguntó—: ¿Por qué palabra íbamos?

—Padre —susurró Ariel. Ricardo buscó las letras en las casillas y asintió satisfecho al encontrarlas.

—Perfecto, ya la tengo; mira, jovencita, a ver si sabes esta. Acaba en «R» y tiene cuatro letras: «Sentimiento intenso del ser humano».

—Amor —contestó Ariel hundiendo la cara en el hombro de Darío.

—Ah, sí. Amor. El sentimiento más hermoso —afirmó Ricardo mirando cariñoso a su familia.

—Darío, ¿te molesta que llame a tu padre papá Ricardo? —preguntó Ariel al entrar en la habitación que compartían. Se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama y abrazó a Chocolate—. Quizá no debería llamarle así. Al fin y al cabo es tu padre, no el mío, y yo no quiero que pienses que te lo estoy robando…

—No digas tonterías, cariño —rechazó Darío acercándose a ella y dándole un beso en la frente—. Papá te adora, además él mismo te ha dicho que le llames así. Y a mí me encanta escucharte decirle papá. —Ariel negó con la cabeza, dudosa—. No le des más vueltas, Ariel. No tengo ni idea de lo que ha pasado en el comedor esta tarde, papá a veces hace y dice cosas raras debido a su enfermedad, pero en esta ocasión sabía perfectamente lo que decía. Él quiere que le llames papá, y tu obligación como su hija adoptiva es hacerlo.

—Pero a tus hermanos quizá no les siente bien.

—Héctor ha estado hablando con Ruth por teléfono y se lo ha contado; ya sabes cómo es mi hermano, no se calla ni debajo del agua. Ambos están entusiasmados, así que deja de pensar tanto, que se te está arrugando la nariz y pareces un duende enfurruñado.

—¡Yo no parezco un duende!

—Sí. Sí lo pareces, y estás preciosa —afirmó— aunque arrugues la nariz.

—¡Da!

Darío sonrió divertido al ver que su sirenita se cruzaba de brazos ofendida. Jamás había conocido a ninguna mujer a la que le gustara tan poco que le dijeran piropos. Sin dudarlo un momento le quitó a Chocolate de los brazos y llevó al peluche hasta la mesilla. Una vez allí, lo sentó mirando hacia la pared.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Ariel enfadada. Solo ella podía poner a Chocolate de cara a la pared.

—Te parecerá una estupidez, pero te juro que, cada vez que entro en el cuarto, siento su único ojo clavado en mí, observándome. Y sinceramente, me da vergüenza hacer lo que pienso hacerte esta noche si él me está mirando. —Darío se arrodilló sobre la cama y se acercó a ella.

—¿Qué vas a hacer…? —preguntó Ariel reculando hasta quedar apoyada en el cabecero.

—Devorarte.

—¿Nada más? —preguntó ella, viendo con meridiana claridad en su mente las imágenes de sangre y dolor por la pérdida de la virginidad que las chicas del gimnasio tan bien le habían narrado.

—¿Quieres que hagamos algo más? —preguntó él lamiéndole los labios.

—No. —Si por ella fuera, seguiría virgen toda la vida.

—Entonces no haremos nada más. Solo besarnos y acariciarnos.

Y eso fue lo que hicieron.

Besos y caricias. Mimos y arrumacos.

Experimentaron con caricias cada rincón de sus cuerpos y saborearon con besos la esencia que emanaba de sus pieles.

Ariel aprendió que un solo beso puede vencer al más fuerte de los golpes, que una sola palabra puede borrar el recuerdo más triste, y que una única caricia puede ahuyentar el sufrimiento más doloroso.

Darío comprendió que la paciencia es el arma más poderosa contra la incertidumbre, que la oscuridad puede iluminarse con una sola sonrisa y que no hay pasado ni futuro para los amantes, solo presente.

Se adoraron entre las sábanas, hasta que el amanecer los encontró dormidos.

Cuando Ariel despertó, Darío estaba a su lado, en la cama, abrazado a ella. Erecto de nuevo. Retiró la mirada rápidamente de ahí y observó su querido rostro. Una pizca de remordimiento se reflejó en los ojos de la muchacha. No quería hacer el amor con él, le daba miedo, pero había otras muchas cosas que podía hacer, y que tampoco hacía.

Él le había dado todo, la había tocado, besado y acariciado sin pedir nada a cambio, y a ella le costaba muchísimo corresponderle. No podía evitarlo. Quería devorarle como él hacía con ella, quería lamerle y saborearle. Quería simplemente acariciarle por ella misma, sin que él tuviera que cogerle la mano y colocarla sobre su pene, pero no podía. No se atrevía. Le daba tanta vergüenza que, aunque lo intentaba, siempre acababa reculando.

¿Cómo era posible? Era una mujer segura, fuerte y decidida. Pero se asustaba como una niña al pensar en sangre, y se ponía colorada como un tomate con solo pensar en tocarle sin que él la instara a ello. ¡Era de locos!

«¿Qué eres, una mujer o un avestruz?», pensó indignada consigo misma.

Estiró la mano lentamente, hasta dejarla a escasos centímetros del pene erecto de su amigo. Era tan… grande. Tan terso y suave. Tan hermoso. Estaba tan imponente, ahí, sobre su nido de rizos oscuros. Le atraía tanto. Se lamió los labios y miró el rostro del hombre; tenía los ojos cerrados, aún dormía. Quizá… Bajó la mano con cuidado, hasta tocar el glande sedoso. El pene saltó, acercándose a las yemas de sus dedos. Ariel sonrió envalentonada. Acarició con el índice el tallo del falo y abrió los ojos, asombrada al ver que se hinchaba todavía más bajo su contacto. Se mordió los labios. Era la primera vez que veía la polla de Darío. La había tocado antes, pero nunca había bajado la vista hasta ella. Le daba vergüenza.

Ahora él no la miraba, y por tanto era libre de investigar, pensó sonriendo. Acarició con suavidad cada vena que recorría el precioso miembro, y acabó centrando su mirada en los testículos. Eran tan… incitantes. La palma de su mano los acogía con facilidad, como si hubieran sido creados para que ella disfrutara de su frágil dureza, y ahora podía observarlos a capricho. Colgaban insolentes de la base del pene, y apenas si tenían vello. No eran bonitos, pero sí sexis, o al menos a ella le atraían muchísimo. No pudo evitarlo; bajó la cabeza y sopló sobre ellos. Darío tembló y ella se apresuró a apartarse, pero, tras un momento sin moverse, intuyó que seguía dormido y siguió con su investigación. Volvió a acercarse a él, esta vez mucho más sigilosa, y aspiró su aroma. Era… excitante. ¿A qué sabría? Levantó la mirada hacia su amigo; comprobó que seguía con los ojos cerrados, aunque su respiración se había acelerado. Bajó la cabeza; una pequeña gotita lechosa asomaba por la abertura del glande. Sacó la punta de la lengua y la lamió con mucho cuidado.

—Me estás matando, Ariel —susurró Darío en ese momento, incapaz de seguir aguantando impasible la exploración de su sirenita.

—¡Voy a ducharme! —gritó Ariel. Saltó de la cama como un resorte, se envolvió en la sábana y salió corriendo del cuarto. Roja como un tomate.

Darío cerró los ojos y comenzó a darse cabezazos contra el colchón.

—Seré tonto, imbécil, idiota, gilipollas, estúpido…

—Negrero, capullo, pazguato, dictador… —continuó Héctor entrando en el cuarto.

—¡Jolín! ¡Héctor! ¡Qué cominos haces aquí! —exclamó Darío tapándose los genitales con la almohada, ya que Ariel le había dejado sin sábana con la que cubrirse.

—He visto salir a tu sirenita, y he pensado que ya estarías despierto y que por tanto podría coger sin problemas mi chaqueta de cuero… Y como te he visto tan entusiasmado insultándote, he pensado en ayudarte —comentó Héctor todo dulzura e ingenuidad.

—No necesito que me ayudes, gracias, y ahora ¡lárgate! —gritó Darío.

—Vale, tranquilo, que yo solo quería echarte una mano. La verdad es que pareces muy necesitado… —comentó Héctor abriendo el armario y sacando su chaqueta.

—¡Fuera! —La almohada alcanzó al hermano menor en mitad de la espalda, pero, como estaba rellena de plumón, no le hizo ni pizca de daño. Qué lástima.

Un buen rato después, con el deseo latente que no aplacado, Darío abandonó su dormitorio, y se encontró con que su novia estaba todavía en el cuarto de baño, ¿duchándose?

—Ariel —llamó con los nudillos a la puerta—. ¿Estás bien? Llevas ahí dentro un buen rato.

—No lo sabes bien… Me voy a hacer pipí en los calzoncillos —susurró Héctor a su espalda.

—¿Pero tú no te habías largado? —preguntó Darío intrigado.

—No.

—¿Y para qué has entrado a por la chaqueta?

—Hum, buena pregunta.

—¡Héctor! —siseó enfadado el hermano mayor.

—Darío —susurró en ese momento Ariel desde el otro lado de la puerta.

—Dime, cielo.

—No puedo salir…

—¿Por qué? —Se sorprendió Darío.

—No tengo ropa.

—¿Estás desnuda? Interesante —apuntó Héctor, ganándose una colleja por parte de su hermano.

—Se me olvidó cogerla cuando salí del cuarto… —susurró Ariel, avergonzada.

—¡Voy a por ella! —comentó Héctor.

Se detuvo antes de dar el primer paso.

Darío le había agarrado de la cintura de los pantalones; Ariel por su parte había abierto la puerta y se asomaba a ella, envuelta en una enorme toalla.

—Si tocas con un solo dedo mis bragas, te convierto en eunuco de una patada.

—Eh, que yo solo quería ayudar.

—¡Héctor! —gritaron a la vez Darío y Ariel.

El resto del día transcurrió sin incidentes destacables, quizá porque era el último domingo de Héctor antes de irse a Alicante y este aprovechó que Ariel y Darío se iban a quedar en casa para pasar el día fuera y despedirse de su legión de amigos y amigas. Sobre todo amigas. Ariel por su parte demostró ser un hacha en los crucigramas, sopas de letras y autodefinidos. Y Darío… Darío disfrutó observando a su novia y a su padre. No podía pedirle más a la vida… o tal vez sí. Pidió su deseo, y este le fue concedido cuando cayó la tarde.

Ruth, Iris, Luisa y Marcos regresaron de su multitudinaria luna de miel, y pasaron por la casa familiar a saludar a su padre y hermanos. Y Héctor, intuitivo como siempre, apareció en el pequeño piso poco después, y así fue como, sin esperarlo, Darío se encontró rodeado por toda su familia.

Cenaron latas de sardinas, mejillones, y calamares acompañados por pan de molde y el poco fiambre que había en la nevera… y en ese momento, rodeada por personas a las que había conocido hacía poco tiempo, Ariel se sintió por fin en su lugar. Con su familia.

Al llegar la noche, estaba tan excitada por las visitas, tan ilusionada con sus mejores amigas: Iris y Ruth, y tan feliz por… todo, que se sentó en la cama, y habló sin parar hasta quedar dormida. Darío la escuchó divertido. Parecía una niña pequeña al salir de clase el primer día de colegio tras un largo verano, entusiasmada por haberse reencontrado con sus compañeras, extenuada de tanto reír y enloquecida por todos los planes que había trazado.

Durante la siguiente semana Darío y su sirenita apenas se separaron; se levantaban juntos, bajaban a abrir la zapatería y, mientras él atendía y hacía arreglos, ella aprendía el oficio. Por las tardes, Ariel salía a las reuniones con sus clientas de Sexy y Juguetona o a buscar trabajo por las obras, pero indefectiblemente regresaba antes de las seis y media, para estar en la tienda en el momento en que Ruth regresaba con Ricardo de la residencia.

Ariel compartió juegos en la Play con los hermanos, les enseñó algunos trucos de cocina, y esquivó una y otra vez los interrogatorios de Héctor, que, como le había advertido Darío, no solo no se callaba ni debajo del agua, sino que además era el hombre más cotilla que había conocido nunca. Y también uno de los más inteligentes.

Héctor, al comprobar que no había modo de conseguir respuestas de la sirenita, optó por la guerra fría. Se buscó un aliado: Ricardo. Dejaba caer preguntas delante de su padre, y este se apresuraba a mirar a Ariel, en espera de respuesta; así fue como desentrañó los ingredientes secretos del jabón que volvía loco a su hermano, como averiguó en qué sitios había vivido Ariel, en qué había trabajado antes de ser vendedora de juguetes eróticos, cuáles eran sus colores favoritos, sus canciones, sus películas, sus actores, hasta su comida preferida. Y Darío, que al principio regañaba a Héctor por ser tan cotilla, enseguida comenzó a aprovecharse de las aptitudes de su hermano para el «acoso y derribo».

Y de repente, sin saber cómo ni por qué, Ariel empezó a cenar acelgas rehogadas, guisantes con jamón, o judías verdes con tomate. Y una tarde, como por arte de magia, aparecieron en uno de los estantes del comedor los DVD de la primera trilogía de La guerra de las galaxias y, en otra ocasión, los duendes dejaron, junto al reproductor de CD de la cocina, la discografía completa de U2. Y los duendecillos traviesos no pararon ahí. De hecho tenían que estar haciendo horas extras, porque cada noche, antes de acostarse, Ariel encontraba sobre su cama una camiseta, unos pantalones o unos simples calcetines… y todas las prendas eran de color azul cielo.

El día antes de que Héctor partiera a su nueva casa en Alicante, el último viernes de mayo, al regresar de una dura mañana en la zapatería, Ariel entró en la cocina y se encontró con un sonriente Héctor apoyado en la encimera con una enorme bolsa entre los pies…

—¿No hay nada hecho? —preguntó Ariel mordiéndose los labios. Le crujía el estómago de hambre.

—Lo siento, sirenita, acabo de llegar y no me ha dado tiempo.

—No pasa nada, ayer vi un bote de alcachofas. ¿Las hacemos con jamón? —preguntó ilusionada, poniéndose un delantal—. Ah, y no soy una sirenita —se acordó de regañar al joven rubio. Este sonrió divertido, antes o después conseguiría llamárselo sin que le reprendiese.

—No, que Darío prepare unos bocatas —rechazó Héctor quitándole el bote de las manos; estaba hasta las narices de comer cosas verdes, le estaba entrando complejo de vaca.

—¿Y por qué no los preparas tú, caradura? —replicó el interpelado entrando en la cocina—. Me apetece más una lasaña —comentó abriendo el congelador. A su sirenita le gustaba mucho la verdura, pero él prefería algo más consistente, al menos para comer. Las cenas eran a capricho de ella.

—No puedes comer lasaña —negó Héctor.

—¿Por qué? —inquirió Darío con la miel en los labios.

—Porque Ariel y yo necesitamos la cocina para hacer una cosa —explicó Héctor arqueando las cejas y sonriendo ladino.

—¿Qué cosa? —preguntaron a la vez los otros dos.

—Hoy me he levantado pronto y me he marchado a Madrid a la busca y captura de ciertos productos. Conseguir la sosa cáustica ha sido fácil —comentó Héctor dirigiéndose a Ariel—, pero el aceite de almendras y la cera de abeja ya me ha costado un poco más. Uf, he recorrido varios sitios hasta que una buena mujer me ha dicho que probara en el herbolario. Ya podrías haberme avisado, guapa —finalizó dando unos golpecitos a la bolsa que tenía entre los pies.

—¿De qué narices estás hablando, Héctor? —preguntó Darío aturullado. Que él supiera, en su casa solo se usaba un aceite, el de oliva. Miró a su novia, a ver si esta sabía de qué iba el tema, y lo que vio le dejó alucinado.

Ariel estaba de rodillas en el suelo y, mientras que con una de sus manos abría la bolsa, con la otra se tapaba la boca. Ambas manos temblaban.

—Ariel, ¿qué te pasa, cielo? —le preguntó Darío preocupado, arrodillándose junto a ella. Aún había momentos en la noche en que la escuchaba sollozar contra la almohada. Cada vez menos, gracias a Dios, pero no por eso se permitía bajar la guardia.

—¡Eres tonto, Héctor! —gritó ella—. ¿Tienes la más remota idea de lo que cuesta esto? —dijo señalando la bolsa. Héctor asintió divertido, lo había comprado él—. ¿Cómo se te ocurre?

—Bueno, lo cierto es que me voy mañana, y en estas dos semanas me he acostumbrado tanto a tu aroma que lo voy a echar de menos. —Se agachó y comenzó a sacar las materias primas de la bolsa—. Había pensado en cogerte prestado un trocito de tu jabón y llevármelo a Alicante, pero te queda tan poco que te ibas a dar cuenta del… préstamo. Por tanto, no me ha quedado otra opción que comprar los aceites, esos que me dijiste, y suplicarte que me hagas un poco —comentó arrodillándose y juntando las manos como un angelito bueno, y diabólico—. ¿Lo harás? Dime que sí, porfaplease.

—Lo haré, pero ni sueñes con que te enseñe el toque secreto, y además pienso quedarme con un trozo. —Ariel se levantó del suelo, se limpió los ojos con el dorso de la mano y le observó intentando hacerse la dura.

—¡No lo dirás en serio! Oh, cruel. Yo que pensaba llevarme dos kilos de jabón con olor a miel, canela y almendras, para seducir a los chicos. ¡Malvada!

Darío no pudo evitar reírse al escuchar a su hermano. El jabón de Ariel era especialmente femenino.

—Oh, cállate y saca la olla. —Ariel cogió la cuchara de madera y comenzó a señalar cosas y dar órdenes—. Esa no, la otra más grande. Y también coge esa de ahí, sí esa. Darío, dame el molde que está guardado en el fondo del armario… Ese que no usáis nunca. ¡Héctor, no toques la sosa! ¡Es muy peligrosa!

—¡Ay! Vale, no toco nada —gimió al sentir el golpe de la madera en el dorso de la mano.

Ariel se hizo dueña de la cocina y continuó dando órdenes a diestro y siniestro durante gran parte de la tarde, mientras dos jóvenes, más altos y corpulentos que ella, obedecían sumisos a la vez que miraban atentamente el cucharón de madera que enarbolaba en una de sus manos.

Casi dos horas después, el jabón estaba en el molde, donde debería esperar 24 horas antes de repartirse en trozos. Y fue justo en ese momento cuando Ariel se dio cuenta de algo importantísimo. Se había encariñado del hermano pequeño de Darío. No había podido hacer nada por evitarlo. Cuando Héctor no se dedicaba a chinchar a su hermano era un muchacho estupendo y cariñoso, y cuando sí se dedicaba a chincharle era divertidísimo. Y se iba a ir al día siguiente por la noche.

¡Mierda! ¡Odiaba ver partir a la gente a la que apreciaba!

Cuando Darío entró esa noche en el cuarto que compartían, encontró a Ariel sentada en la cama, abrazando con fuerza a Chocolate.

—Cuéntame qué te pasa —susurró sentándose junto a ella. Cuando su sirenita se abrazaba al peluche era porque estaba intranquila, nerviosa o triste.

—No me pasa nada.

—Vamos, dímelo, no te hagas la remolona —dijo besándola, o al menos intentándolo, porque Ariel quitó la cara y se tumbó de lado sobre la cama, sin soltar a Chocolate, y dándole la espalda a él.

—No me pasa nada. No sé por qué te empeñas en que me pasa algo. No me pasa. Y déjame dormir que tengo sueño.

—¿Sabes qué es lo que más miedo le da a Héctor de todo el mundo mundial? —preguntó Darío tumbándose tras ella y abrazándola.

—Ni lo sé ni me importa —contestó arisca.

—Me tiene miedo a mí —dijo Darío sin ofenderse por sus maneras bruscas.

—¿A ti? —Ariel se giró y observó a su amigo en la oscuridad del cuarto—. Sí, claro.

—Teme que yo le dé uno de mis sermones, y sabe que lo haré si no vuelve puntualmente cada fin de semana.

—Seguro.

—Ya lo comprobarás.

Darío esperó a que Ariel dijera algo, o a que soltara a su peluche y que, tras colocarle como todas las noches de cara a la pared, se abrazara a él y le dejara besarla apasionadamente. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Su sirenita no estaba de humor esa noche, ni para hablar ni para acercamientos más íntimos. Y la entendía. Bien sabía Dios que la entendía. A él tampoco le hacía gracia la marcha de su hermano. Inspiró profundamente y cerró los ojos, frustrado.

Esa noche ni siquiera tendría el consuelo de poder acariciarla.

Ariel había resultado ser una verdadera caja de sorpresas. Arisca, brusca y desvergonzada de día, y tímida, ingenua e inocente durante la noche. Y también asustadiza. ¡Quién lo hubiera pensado! Su sirenita era capaz de pegarse con una panda de borrachos sin pestañear y, sin embargo, se había echado a temblar cuando había intentado hacerle el amor la noche anterior. Los resultados fueron tan nefastos que no pensaba volver a intentarlo hasta que ella no se lo pidiera.

Darío se había envalentonado al comprobar que, poco a poco, Ariel se iba lanzando. Después de que él metiera la pata hasta el fondo aquella mañana, su sirenita había hecho algunas tentativas. Ya no hacía falta que él le llevara la mano hasta su pene; de hecho, ella comenzaba a investigarle por su cuenta y riesgo y, la noche anterior, había investigado tan a fondo que él se olvidó de toda paciencia y mesura e intentó ir más allá. Craso error.

Apenas llevaban en la cama unos minutos, cuando de repente ella le había tumbado sobre el colchón y había comenzado a besarle el torso. Darío se sorprendió tanto por su avance que se quedó inmóvil, y Ariel se aprovechó de esa circunstancia. Le había acariciado las tetillas, las había arañado con suavidad y, a continuación, había comenzado a lamerlas y mordisquearlas, imitando lo que él hacía con ella. Se había atrevido incluso a posar su femenina mano sobre su estómago y trazar senderos de fuego en él, bajando cada vez más, acercándose poco a poco a su erección, jugando con el vello de su entrepierna, pero sin llegar a tocarle el hinchado pene, volviéndole tan loco que no pudo más y se abalanzó sobre ella. La besó, la adoró, la hizo consumirse en un orgasmo abrasador y, luego, intentó penetrarla.

Su vagina era muy estrecha y, aunque trató de ir despacio y tener mucho cuidado, ella se tensó al sentirle entrar. Darío presionó un poco, intentando abrirse camino, pero la mirada asustada de la muchacha le hizo sentirse como un canalla. Ariel no se quejó, ni siquiera abrió los labios, pero su respiración acelerada y su cuerpo rígido le confirmaron que aún no había llegado el momento. Esbozó como pudo una sonrisa y se retiró, alejándose del cuerpo cálido que tanto adoraba.

Ella se tumbó de lado, mirándole, sin atreverse a acercarse a él.

—Lo siento —comenzó a decir, pero Darío la interrumpió con un beso.

—No, Ariel. Nunca, jamás te disculpes por algo que no quieres hacer. Si alguna vez hago algo que tú no quieres que haga, tienes tres opciones: decir no, mirarme como lo has hecho, o darme un puñetazo —afirmó muy serio—. Y aunque prefiero las dos primeras opciones, también aceptaré gustoso la tercera siempre y cuando no me rompas ningún diente. Los dentistas son muy caros y mi sueldo de zapatero no da para implantes.

Ariel le miró, al principio aturullada, pero luego una hermosa sonrisa iluminó sus rasgos, para convertirse en apenas unos segundos en la risa clara y musical que él tanto amaba. Minutos después sus cuerpos estaban entrelazados mientras sus manos y labios se movían sobre sus pieles.

No hicieron el amor, pero tampoco hizo falta.

Darío parpadeó, volviendo al presente; estaba a punto de quedarse dormido y su sirenita continuaba dándole la espalda, enfurruñada. Suspiró y deseó que el día siguiente no fuera tan duro como preveía.

Lo fue.

Fue espantoso.

Toda la familia se reunió desde primera hora de la mañana para aprovechar el último día del chiquitín en Madrid.

Héctor no paró de reírse de ellos, insinuando que no se iba a la guerra, y, aunque se comportaba tan dicharachero y animado como siempre, sus sonrisas brillaron por su ausencia.

Ariel estuvo todo el día sin hablar con nadie. Ni siquiera Iris logró arrancarle una sonrisa. De hecho, la pequeña acabó tan enfurruñada como su amiga.

Ruth se hizo la fuerte, pero a cada momento acariciaba y besaba a su hermanito pequeño, dándole miles de consejos y órdenes.

Ricardo no se percató de lo que pasaba, pero los nervios del resto de la familia hicieron mella en él, logrando que su carácter normalmente afable se volviera quisquilloso.

Y Darío… Darío simplemente aprovechó cada momento con su hermano y hasta se dejó chinchar sin replicar.

A las siete de la tarde, la familia al completo tomó la Renfe hasta la estación de autobuses de Méndez Álvaro, desde donde el pequeñín de la familia partiría. Hubo besos, abrazos, alguna lagrimita que otra, y más besos y más abrazos. Todos tuvieron ración doble de mimos. Todos menos Ariel, que se mantuvo apartada a unos metros de ellos. Aquello no iba con ella. Odiaba las despedidas. Las odiaba con toda su alma.

Darío no logró convencerla de que se acercara a despedirse de Héctor, ni siquiera Ricardo lo consiguió. Por tanto, Héctor se acercó a ella.

—Bueno, sirenita, me largo; te veo el viernes que viene —afirmó tendiéndole la mano. La novia de su hermano podía bromear con él, jugar a la Play o compartir ollas, pero seguía sin permitirle abrazos ni roces. En eso no había cambiado.

—Eso espero. No quiero que Darío y los demás sufran porque tú te olvides de regresar el viernes —afirmó a la defensiva, con los brazos cruzados—. Y no me llames sirenita.

—Volveré, sirenita —replicó Héctor, burlón—, no lo dudes; el viernes estaré en casa chinchando a Darío. No voy a permitir que mi hermano se acostumbre a la buena vida, tú lo tratas demasiado bien. Si me despisto, seguro que se olvida de mí, y no lo voy a consentir.

—Seguro —rechazó enfadada por la ligereza de sus palabras. Para ella, una despedida, era algo muy serio—. Darío te va a echar de menos, no bromees con eso.

—¿Tú también me echarás de menos? —preguntó Héctor divertido.

—Ni lo sueñes. —Héctor se encogió de hombros y, sin que ella lo esperara, le asió la mano y le besó los nudillos a la vez que le guiñaba un ojo. Luego se dio media vuelta para coger el autobús—. ¡Espera! Sí te echaré de menos, pero solo un poco. —Héctor abrió los ojos como platos, sorprendido. Obtener ese reconocimiento de Ariel era todo un logro—. Y… Puedes llamarme sirenita, pero solo tú. Nadie más. —Héctor asintió sonriendo—. No te olvides de volver el viernes, o te iré a buscar y te romperé las piernas —susurró la joven lanzándose a sus brazos y besándole en la mejilla. Héctor la abrazó casi petrificado, jamás habría imaginado esa reacción de la arisca sirenita. Luego sonrió, iba a chinchar a su hermano de lo lindo llamándola así cuando Darío no tenía permiso para hacerlo. ¡El mundo era maravilloso!