18
El peligro no es cuestión de un par de golpes.
El peligro es no saber adónde ir.
El peligro es no encontrar jamás tu sitio,
y sentir que ya llegaste sin salir.
REVÓLVER, El peligro
Darío estaba situado en una esquina del tatami, vigilando para que nada se saliera de madre, cuando vio que Ariel se marchaba sin despedirse ni hablar con él. ¡Sin esperarle! Abandonó al momento su posición y corrió al vestuario a por su bolsa, dispuesto a esprintar si fuera preciso para alcanzarla, y, cuando lo hiciera, esa sirenita maleducada se iba a enterar de quién era él. ¡Cómo se le ocurría irse sola, sin él! Toda la tarde esperando… ¡para esto! ¡Miércoles!
Elías observó la partida de la pelirroja con un regusto amargo en el paladar. Llevaba toda la tarde esperando para hablar con ella a solas, algo que había resultado prácticamente imposible. Había aguardado impaciente su oportunidad y, cuando por fin parecía que todos estaban pendientes de sus propias cosas y él pensaba que podría hablar a solas con Ariel, esta salía pitando. ¡Qué injusticia! ¡Necesitaba hablar con ella en privado! Y no podía esperar hasta que volviera al gimnasio dentro de quince días. Tenían asuntos urgentes que tratar. Observó frustrado a su alrededor, buscando una manera de escaquearse que no fuera demasiado evidente. Vio que Darío salía corriendo del vestuario con la mochila en la mano y una lucecita se encendió en su cabeza. Echó a correr, pasó por delante de su mujer y le advirtió que Darío había olvidado algo y él, como buen amigo que era, iba a devolvérselo.
La tercera persona no se anduvo con tantos remilgos ni tampoco tuvo que salir corriendo cual alma que lleva el diablo, en absoluto. La tercera persona sabía perfectamente que la hora se acercaba y que, si quería tener su oportunidad, solo necesitaba una cosa, estar en el sitio adecuado en el momento adecuado. Y eso hizo. A las once y cuarto se posicionó al lado de la entrada, con la mochila en la mano, la sonrisa en la boca y los ojos alertas.
Cuando Ariel atravesó volando las puertas, la tercera persona solo tuvo que llamarla.
—¡Ariel! ¿Dónde vas con tantas prisas?
—Me chapan la Renfe en media hora —respondió la interpelada sin interrumpir su loca carrera.
—¿No tienes otro medio de trasporte para regresar a tu casa?
—Puedo ir en el búho de la Blasa[7], pero no sé los horarios.
—Oh. Me apetecía tanto charlar un ratito sin tener que estar rodeadas de tanta gente… A veces me aturden —comentó mirándola inocentemente.
—Bueno, la verdad es que tampoco tengo tanta prisa —claudicó Ariel. Su padre siempre decía que a los amigos para conservarlos había que cuidarlos, y sus consejos siempre eran certeros.
—Perfecto. Es que hoy ha habido tanto jaleo que no hemos podido hablar nada. Uf, les ha costado coger el hilo de las cosas; tantas preguntas, tantas dudas… —Puso los ojos en blanco.
—Si algo no lo entiendes lo tienes que preguntar, es lógico. —Ariel se encogió de hombros y bajó las escaleras hasta la calle tranquilamente. Total, ya no iba a llegar a la Renfe.
—Sí, sí, por supuesto, pero me aturullan… —La tercera persona esperó la confirmación de Ariel a sus palabras, pero no, la muy sosa era incapaz de seguir una conversación decentemente. Por tanto se vio obligada a cambiar de tema muy a su pesar—. ¿Sabes?, te admiro; además de inteligente, eres muy valiente, te enfrentas a todo sin dudar.
—¿Yo? Qué va —contestó Ariel alucinada. ¿Cómo se le ocurría pensar esa tontería? Ella tenía mala leche y poco sentido común, eso no era ser inteligente ni valiente: era ser idiota.
—Claro que sí. Enfrentarte a Darío de esa manera requiere muchísimo valor.
—¿Por qué? —preguntó a la vez que se encaminaba hacia la esquina del bloque, cerca del cruce de las dos carreteras, donde las luces de los coches iluminaban un poco más la calle.
—Oh, ya sabes, es alto, fuerte y un poco brutote. A ningún hombre le gusta que le dejen en ridículo… Nadie te aseguraba que él no se defendiera «por las malas».
—¿En ridículo? Yo no he dejado a nadie en ridículo. —Y dale con el temita. ¡Pero qué perra había cogido su amiga contra Darío!
—Claro que sí, has demostrado que incluso un tío grande y agresivo puede caer ante una buena patada.
—Darío no es agresivo, además ha sido muy amable al prestarse voluntario.
—Claro, claro. —La tercera persona entornó los ojos, pensativa, y si…—. ¿Te gusta Darío?
—¿Qué? —«¿Y esto a qué viene ahora?», pensó Ariel escamada. A ella no le gustaba nadie. Punto.
—Es un hombre muy guapo —comentó como quien no quiere la cosa— aunque un poco huraño. La verdad es que no suele hablar mucho, pero a las chicas del gimnasio las vuelve locas.
—¿Locas? Pues parecen de lo más normales —respondió Ariel alucinada, o ella estaba muy ciega o su amiga se imaginaba cosas raras. No había visto a ninguna de las compañeras hacer nada para llamar la atención de Darío.
—Ya sabes, disimulan. —Bajó la voz, como si hubiera alguien cerca que pudiera oírlas a las doce menos cuarto de la noche en una calle desierta—. Se mueren por sus huesos, por ese aspecto misterioso que siempre tiene, como si nada fuera con él. Cultiva a propósito ese halo de inaccesibilidad que lo rodea, hace que las chicas sueñen con ser la elegida. Pero si te fijas bien, es una táctica de «cazador».
Ariel escuchaba estupefacta. ¿De qué narices hablaba? Darío no era inaccesible ni misterioso ni mucho menos cazador. Era simplemente un zapatero que iba al gimnasio a hacer ejercicio. O ella era muy ingenua o su amiga tenía una imaginación desbordada. Miró de refilón su reloj, suspiró y se dispuso a pasar un rato escuchando historias incomprensibles.
Elías salió a paso ligero del gimnasio, pero se paró en seco al ver a Darío parado en la galería exterior. ¿Había interpretado mal el interés de su amigo por la sirenita? Lo dudaba. De hecho, su postura le indicaba claramente que la muchacha no podía andar muy lejos. Su amigo estaba apoyado en la barandilla, con medio cuerpo fuera, observando atentamente algo que ocurría en la calle. Se acercó y se asomó también. Efectivamente. Ariel no estaba lejos; de hecho estaba justo debajo de ellos, en la esquina de la calle, hablando con Bri. Uf.
—¿Qué tal te va la vida? —le preguntó Elías, por decir algo.
—Igual que hace cinco minutos —respondió Darío mirándolo de reojo. ¿A qué venía esa tontería?
—¿Y el negocio?
—Bien, igual que siempre. —¿Y ahora por qué le daba a este por charlar?
—¿No te afecta la crisis?
—Lo mismo que a todos. —Darío miró su reloj irritado, a punto de perder la paciencia—. ¿No cierras hoy el gimnasio? —inquirió para ver si pillaba la indirecta y lo dejaba tranquilo con sus asuntos.
—Aún faltan unos minutos. Además la gente está muy entretenida, no hay prisa —dijo mirando el reloj nervioso. Esperaba que Ariel y Bri se dieran prisa. A las doce cerraban y a Sandra le sentaría fatal que él no estuviera para ayudarla—. Es raro que haya tanta gente a estas horas, parece que tu chica ha creado expectación con sus juguetes —comentó Elías mirando a Darío, esperando que este pillara el dardo.
Darío lo pilló. Alzó una ceja e ignoró a su amigo. Que pensara lo que le diera la gana.
Ambos hombres volvieron su mirada hacia la calle. Bri tocaba el pelo de Ariel a la vez que hablaba gesticulando. Ambos suspiraron, la espera iba a ser eterna.
—Debes hacerme caso, tienes un pelo precioso, deberías dejártelo crecer y darte algunas mechas en negro azulado. Quedarían divinas con tu tono pelirrojo —aseveró Bri tocando la coletilla de Ariel.
—Ajá. —Ariel ya no sabía dónde meterse, miró su reloj por enésima vez en diez minutos.
Estaba segura de que esa noche tendría pesadillas con maquillajes, mascarillas, gloss (fuera eso lo que fuera), joyas, moda… Y eso por no hablar de estrategias para seducir a los hombres. ¡Joder! ¿Realmente existían esas cosas?
—No me estás prestando atención —se quejó Bri.
—Sí, claro que sí. —Ariel se armó de paciencia, dispuesta a aguantar como una jabata el tiempo que fuera necesario, que esperaba, por el bien de la incipiente amistad que estaba a punto de mandar a freír espárragos, no sobrepasara los cinco minutos.
—A ver, te lo resumo todo para que no te líes. Maquillaje tres o cuatro tonos más oscuro que tu piel, para no parecer tan paliducha y cubrir esas pecas tan horrorosas. Mechas oscuras para disimular el color zanahoria de tu pelo. Sujetador con relleno, con mucho relleno —especificó—. Camisetas largas para que te tapen el trasero y no se te vea tan delgaducha y, por supuesto, unos buenos tacones. Con esas deportivas pareces un marimacho.
Ariel arqueó una ceja; si no fuera porque era su amiga, pensaría que se estaba metiendo sutilmente con ella. Estaba segura de que Bri le daba la barrila con la mejor intención. Imaginaba que su único propósito era meter en su cerebro algunas nociones de feminidad, tema este que, por el aspecto magnífico que siempre lucía la rubia, Ariel estaba segura de que dominaba a la perfección. Pero es que estaba a punto de darle un jamacuco con tanta chorrada. De hecho le daría con gusto matarile si no fuera porque a las amigas hay que mimarlas, frase que su padre le repetía una y otra vez de pequeña, sobre todo cuando las niñas aparecían en la puerta de su casa, de la mano de sus enfurecidos padres, porque Ariel las había convencido de subirse a un árbol, pelear con los chicos, perseguir lagartijas, etc.
Bri suspiró; Ariel no le estaba haciendo ni caso, se veía a las claras que tenía la cabeza en otro lado. Por tanto decidió no perder más el tiempo, al fin y al cabo era tardísimo y ella tenía muchísimas cosas que hacer.
—En fin… es muy tarde. ¿Cuándo vuelves?
—En un par de semanas, el viernes.
—Perfecto. Si quieres podemos quedar un poco antes, y nos pasamos por una tienda que conozco donde venden ropa barata, un chollo. No es que esté muy bien hecha, pero para cambiar tu imagen bastará. ¿Te parece bien?
—Sí… claro —respondió Ariel conteniendo un bufido. A su ropa no le pasaba nada malo. Ya le estaba cargando un poquito con tanta alusión a su apariencia física. Estaba que gruñía.
—Vamos, no te lo tomes a mal; solo lo hago por tu bien. Jamás lograrás atrapar a Darío, ni a ningún chico, si no te arreglas un poco. Pareces una desarrapada.
—A ver si dejamos las cosas claritas. —Ariel acababa de llegar al límite de su paciencia—. No pretendo atrapar a nadie ni soy ninguna araña tejiendo una trampa a un moscón. Me gusta mi ropa, me gusta mi pelo, me gusta mi cara y sí, aunque parezca mentira, me gustan mis tetas.
—Claro, claro, no pretendía ofenderte.
—Mi madre siempre dice que lo principal para gustar a la gente es gustarse uno mismo —afirmó Ariel entre dientes, intentando contener su genio, pero sin apenas conseguirlo—. ¡Y a mí me gusta mucho como soy! —exclamó herida, no tanto por lo que Bri le había dicho, sino por todos los momentos que había perdido en esas dos semanas estudiando qué ponerse para estar más guapa. ¡A ella jamás le había dado por pensar en esas chorradas! O al menos no se le había ocurrido pensarlas hasta hacía poco más de un mes.
Ver la cara compungida de su amiga hizo que se esfumase su enfado. La pobre Bri no tenía la culpa de que estuviera hecha un lío. Solo había pretendido ayudarla y ella se estaba comportando como una verdadera bruja desagradecida.
—Lo siento —se disculpó sinceramente arrepentida—. Llevo una semana bastante ajetreada y apenas he dormido. Lo he pagado contigo, que solo intentabas darme buenos consejos.
—No pasa nada. Todas pasamos por malos momentos. Mañana será otro día —aseveró Bri comprensiva—. Para eso estamos las amigas.
—Mañana es San Valentín… —comentó Elías como si tal cosa, estaba hasta las narices de esperar en silencio a que las mujeres terminaran. Si Darío no tenía ganas de hablar, él sí.
—Qué ilusión —respondió Darío irónico.
—Sí. Estoy deseando llegar a casa, lo mismo Sandra no espera hasta mañana y lo adelanta a esta noche —comentó perdido en sus pensamientos—. ¿Tendrá alguna sorpresa preparada? —susurró para sí mismo.
Darío miró a su amigo. Llevaba un par de semanas rarísimo, demasiado sonriente, demasiado ansioso por cerrar el gimnasio a las doce en punto de la noche. Incluso esperaba ilusionado el día de San Valentín, cuando llevaba años despotricando contra el santo y toda su familia. Y no era el único. Había una extraña epidemia de sonrisas en el gimnasio, altamente contagiosa entre un sector determinado de los usuarios: los chicos que tenían novias incondicionales a las charlas de Ariel.
¡Miércoles! Se moría de ganas por saber qué cojines pasaba en esas charlas… o, más exactamente, por ver los juguetes que vendía. Tenían que ser mucho mejor que el Scalextric para tenerlos tan felices. Observó a Elías, este tenía los codos apoyados en la barandilla y miraba a las estrellas embelesado a la vez que sonreía como un tonto.
Darío puso los ojos en blanco y resopló. Su amigo estaba ligeramente disperso, pensó dirigiendo la mirada a la esquina de la calle.
Elías no se percató del gesto de su compañero; estaba totalmente centrado en imaginar la sorpresa que le tendría preparada Sandra para esa noche. Al fin y al cabo dentro de dos minutos serían las doce y, por tanto, oficialmente sería San Valentín. Una fecha señalada, un día para celebrar y exaltar el amor mutuo, y ellos estaban muy, pero que muy enamorados.
—Adiós.
Volvió a la realidad al oír la voz de Darío despidiéndose. Parpadeó un par de veces y siguió con la mirada al joven, este bajaba como un rayo las escaleras a la calle… donde en ese momento Bri estaba dando un par de sonoros y pintados besos a Ariel en cada mejilla.
—¡Joder! —exclamó. Toda la tarde esperando para despistarse en el último momento.
Ariel esperó pacientemente a que Bri acabara de darle besos para despedirse de ella. Cuando la vio desaparecer tras girar la esquina del edificio, se miró a sí misma, pensativa. Tratando de entender por qué era incapaz de sentirse cómoda con las chicas, sobre todo con Bri. Imaginó que el haberse criado con chicos, trabajar con hombres y vivir actualmente en un lupanar, bueno, pensión, influía negativamente en su relación con las féminas; eso y que jamás había comprendido del todo la manera de interrelacionarse de estas. ¿Todas las chicas se abrazaban cuando se despedían con dos besos? Joder, ella sería rara, porque le daba una grima tremenda tanto contacto físico.
Miró el reloj, la Renfe ya estaría cerrada, pero creía recordar que había una parada de autobús cerca de la estación. Se encaminó hacia allí sin apresurarse. Esa noche tendría que esperar bastante para poder acceder a su habitación en la pensión. Debido al día de San Valentín los clientes de Lulú se habrían multiplicado por tres.
¿Quién lo iba a pensar? Los puteros eran personas románticas que buscaban el amor en los días señalados. De la misma manera que las parejas y matrimonios se gastaban el dinero en tonterías el 14 de febrero, los solteros se lo gastaban en conseguir a alguien con quien hacer realidad sus fantasías ¿románticas? En los puteros casados, prefería no pensar. Si fuera por ella, les cortaría los cojones por cabrones.
Fuera como fuese, Lulú llevaba toda la semana «ocupando» la habitación hasta pasadas las cinco de la mañana y, por ende, Ariel no se acostaba antes de las seis. Estaba rota, harta de recorrer las localidades del cinturón sur en busca de clientas durante el día, mientras que por la noche caminaba por el centro de Madrid, esperando a que llegara la hora de acostarse. Aunque, a decir verdad, con tanto caminar se le estaba poniendo el trasero y las piernas duros como una piedra (y no es que no los tuviera así antes).
Se dirigió hacia la parada de la Blasa, planificando en su mente la manera más económica de llegar hasta el centro. Descartó de inmediato coger el metro en Príncipe Pío. Podía caminar tranquilamente hasta Sol, tardaría un poco más pero se ahorraría el billete y al fin y al cabo no tenía ninguna prisa. Iba trazando en su cabeza un plano mental de las calles a seguir cuando oyó que la llamaban.
Se giró confusa.
Darío estaba a un par de pasos de alcanzarla, mientras que Elías acababa de doblar la esquina y corría hacia ambos gesticulando.
—Hola —saludó Darío como si no se hubieran visto hacía media hora escasa.
—¡Ariel! —gritó Elías acercándose rápidamente.
—¿Qué narices…? —preguntó Ariel alucinando.
Darío se giró extrañado, mirando a su compañero con cara de pocos amigos. Elías pasó a su lado, ignorándole sin aminorar la marcha.
—Uf, menos mal que te pillo —dijo, llegando hasta ella y cogiéndola de un codo.
—Cuestión de vida o muerte por lo que veo —comentó Ariel moviendo bruscamente el brazo para soltarse del amarre. ¡Qué manía con agarrarla, coño!
—Verás… —comenzó a decir Elías.
—Hola —casi gritó Darío con la intención de hacerse notar.
—Hola —le respondió, por fin, Ariel.
—Tengo que hablar contigo —exigió Elías a la pelirroja, ignorando al tercero en discordia.
—¿Tú? —inquirió Darío algo mosca.
—Vale —contestó Ariel mirando a ambos hombres.
—En privado —especificó Elías mirando a su amigo fijamente.
—Mira, Elías… —Darío señaló al otro hombre con el índice, con un gesto que quería decir claramente: «¿Quieres problemas? ¡¿Los quieres?! ¡Pues los vas a tener!».
—¿Estás casado? —le cortó Elías antes de que su amigo pudiera decir o hacer algo de lo que después se arrepentiría (o, en todo caso, se arrepentirían sus caras y nudillos).
—¡Ya sabes que no!
—Pues yo sí tengo esposa —afirmó Elías.
—Exactamente. Tú, sí —remarcó Darío—. Y no creo que a Sandra le…
—Y Ariel vende cosas —interrumpió Elías susurrando—, «cosas» que pueden ser muy «interesantes». ¿Lo captas?
—Eh… sí —refunfuñó Darío.
—En privado —exigió Elías—. ¿Por favor?
Darío bufó sonoramente, inclinó la cabeza a modo de despedida y caminó dejando tras de sí a Ariel. Vislumbró un banco adecuadamente alejado como para conceder privacidad a su (ex)amigo y lo suficientemente cercano como para no quitarles el ojo de encima. Se sentó a esperar impaciente.
—Bueno, verás… —Elías pasó un brazo sobre los hombros de Ariel y la empujó en dirección contraria a la seguida por Darío. Con lo difícil que iba a ser sacar el tema de marras, solo le hacía falta que la muchacha estuviera más pendiente del tipo del banco que de él.
—No agobies, tío —dijo Ariel zafándose del amistoso abrazo—. Qué perra con trincarme, no me voy a ningún lado. —Al menos ya no. Darío se había ido y ella permanecía ahí. Un lío menos, pensó pragmática.
—Perdona.
—No pasa nada, es que soy un poco maniática con eso de que me sujeten —comentó restándole importancia—. A ver, cuéntame.
—Pues verás… —comenzó Elías sin saber bien cómo empezar. Hablar de esos temas con una mujer que no fuera su esposa se le antojaba complicadísimo—. Ya sabes que Sandra está casada conmigo.
—¡No jodas! ¿En serio? Qué fuerte, tío; jamás lo hubiera imaginado —exclamó irónica.
—Pues sí —contestó Elías orgulloso, al menos hasta que se fijó en la cara de Ariel—. ¿Te estás riendo de mí?
—¿Yo? Qué va —contestó inocentemente.
—Bueno, verás, quería hablar contigo en referencia a… —se interrumpió sin saber bien cómo continuar—. Sandra es una mujer muy especial y… Ella me ha insinuado que… Ya sabes.
—No. No sé. —Ay Dios, pensó Ariel. ¿Otra conversación complicada y retorcida? Por favor, no. No podría resistir ni una más esa noche.
—Sandra te ha comprado algunas cosas. —Ariel asintió. Elías tragó saliva—. Pues… me ha comentado que tienes… Abalorios —ahora no le salía la maldita palabra.
—¿Abalorios? No, hijo; no. Yo vendo vibradores tutti frutti a pilas.
—Eh, sí. —Eso ya lo habían probado y eran estupendos, pero ya tenían uno—. Pero Sandra ha dicho que tú tienes… Bisutería.
—¿Bisutería? ¿No te habrás confundido? —Elías negó con la cabeza. Ariel le vio tan cortado que se apiadó de él—. Bueno, no soy una experta, pero, para pillar bisutería, creo que lo ideal son las tiendas de complementos o algo por el estilo —aconsejó.
—¡No! —exclamó él enfadado. Por el rabillo del ojo veía a sus clientes bajar las escaleras del gimnasio, Sandra tendría que cerrar sola mientras él no conseguía explicarse. ¡Mierda!—. ¡Joyas! —Le salió por fin la palabra—. Quiero joyas eróticas.
—¿Joyas? ¿Y por qué no has empezado por ahí? Menudo susto me has dado; ya pensaba que querías hablar de pendientes, collares y chismes de esos raros y, entre tú y yo, no soy la persona más adecuada para pedir consejo sobre esas cosas. Pero si quieres joyas, no hay problema. Soy toda una experta —afirmó Ariel sonriendo, por fin una conversación normal y corriente en la que ella tenía mucha información que ofrecer—. Tengo varias cositas muy interesantes. ¿Qué tienes en mente?
—Bueno… Yo… Sandra. —Menos mal que era de noche, jamás había pasado más vergüenza en su vida. A su edad hablando con una jovenzuela de esas cosas. Uf.
—Déjame pensar. Hace un par de semanas que recibí el último catálogo y se lo enseñé a las chicas… mmm. Sandra se mostró interesada en… —Ariel entornó los ojos, intentando recordar.
—¿Perlas doradas? —Sandra llevaba dos semanas tirándole indirectas sobre lo bonitas que eran las perlas doradas, lo bien que quedaban pegadas a la piel, lo suave de su tacto, la calidez que trasmitían, el regalo tan increíble que serían, y él no sabía qué cojones eran las puñeteras perlas doradas, pero estaba como loco por descubrirlo.
—Exactamente. Un string de perlas doradas a juego con los decoradores de pezones —asintió a la vez que abría el maletín, para al momento volver a cerrarlo—. ¿Hay alguna cafetería cerca? Lo digo porque con esta luz tan pobre no vas a ver bien las fotografías —explicó.
—Abierta a estas horas, no.
—Bueno, no pasa nada. Imagino que quieres darle una sorpresa a tu chica, ¿no? —comentó dándole un ligero y amistoso codazo.
—Eh, sí. Eso pretendo.
—Vale, no hay problema. Te dejo uno de los catálogos, lo escondes… —Ariel lo miró de arriba abajo— debajo de la camiseta y cuando estés solo en casa lo estudias.
—Vale, y ¿qué tengo que buscar exactamente?
—¿No te lo ha dicho? —inquirió Ariel sorprendida.
—No. Insinúa constantemente algo sobre perlas doradas, pero no sé nada más.
—¡Qué zorrona! —exclamó riéndose—. No te preocupes; yo te lo cuento todo, o casi todo —dijo arqueando varias veces las cejas—. ¿Sabes qué es un string? —Elías negó con la cabeza—. Yo tampoco lo sabía hace dos meses —confesó Ariel—. Es un tanga, pero más sexi.
—¡Más sexi! —¿Cómo podía algo ser más sexi que un tanga?
—Sí. En vez de ser de tela, son de otros materiales. Las tiras con las que se sujeta son elásticas, para que se ajuste bien. ¿Me sigues?
—Más o menos.
—Bien, y, donde los tangas llevan tela, los string que yo vendo están hechos de metal, terciopelo… O en el caso que nos ocupa, perlas. ¿Lo coges?
—Sí. —Elías sintió cómo se secaba su garganta.
—Las tiras elásticas ajustan las perlas a los labios vaginales y el clítoris. Yo sinceramente no los he probado, pero mis clientas me han dicho que son la bomba.
—Imagino. —¿Cuánto tiempo tardaría en tener eso en su poder? No le importaba el precio. Quería ver a su mujer con eso puesto, ya.
—Son antialérgicos, no contienen níquel, se limpian con agua caliente y jabón y no necesitan perforaciones, lo cual es genial, porque eso de hacerse agujeros ahí… no sé yo.
—Ni de coña —se apresuró a decir Elías.
—Efectivamente, da grima —comentó Ariel—. No tienen ninguna contraindicación y este, en particular, es superelegante. Además viene a juego con decoradores de pezones. —Elías abrió mucho los ojos—. Son parecidos a los pendientes, pero sin necesidad de perforar los pezones. Se sujetan a ellos con un fino hilo ajustable del que cuelga una perla dorada.
—Uf.
—Te lo estás imaginando, ¡eh! —No era una pregunta.
—Eh, ah… —Eso tampoco era una respuesta.
—Pues no imagines tanto, no vaya a ser que te alteres y te detengan por escándalo público —se carcajeó Ariel dándole una palmadita en el hombro.
—Y sería mucho escándalo, te lo aseguro —bromeó Elías antes de darse cuenta de que la persona con la que estaba hablando era una chica, no uno de sus amigos.
—¡No digas eso, que me asustas! —Sonrió Ariel fingiendo un escalofrío aterrado.
Elías observó a la sirenita totalmente pasmado. Se había trasformado ante sus propios ojos. En vez de la muchacha retraída que era cuando entraba en el gimnasio, o la borde e irónica que había tirado a Darío al suelo la primera vez, ahora era una mujer segura de sí misma que no se cortaba en absoluto a la hora de hablar de… esos temas. De hecho, ahora que se paraba a pensarlo, hablaba con tanta naturalidad que era como si estuviera hablando con un amigo de su mismo sexo. No le extrañaba que las chicas del gimnasio —y Sandra en especial— estuvieran encantadas con las reuniones de los viernes.
—Toma, llévate el catálogo. Lo que buscas está en la página veintitrés —dijo abriendo el maletín y sacando uno—. De todas maneras échale un ojo a todo, lo mismo ves algo que te guste más.
—Perfecto. ¿Dónde está apuntado tu teléfono? —preguntó.
—No tengo. Cuando vuelva, me las ingeniaré para despistar a Sandra y hablar contigo.
—¿Cuándo vuelvas? ¿Dentro de dos semanas? —preguntó aterrado. No podía esperar tanto. No después de imaginarse a Sandra con eso.
—Sí. ¿Te corre prisa? —preguntó viendo su cara desilusionada.
—Un poco.
—No hay problema, dame el tuyo y te llamo yo.