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Cuando se puede elegir, es obligado acertar.

ESLOGAN PUBLICITARIO

Y si no se puede… ¡Entonces qué!

NOELIA AMARILLO

Diciembre de 2008

Ariel alzó la cabeza y observó el edificio, era antiguo. Más que antiguo, era decrépito. Por fuera tenía el aspecto de que un huracán le hubiera pasado por encima, agujereando las persianas, reventando las esquinas de los ladrillos y arqueando la estructura.

Quizá por dentro mejorara. Se armó de valor y llamó a la puerta. La abrió una mujer en bata de boatiné calzada con unas zapatillas de andar por casa llenas de mugre, y la cabeza coronada por un nido de ratas blanco que debía ser su cabello.

—¿Qué quieres? —preguntó la vieja mostrando su magnífica dentadura, que constaba exactamente de dos incisivos y un solo colmillo.

—He visto en el periódico que alquilan habitaciones, quería información —contestó Ariel mientras cavilaba si taparse la nariz sería considerado un gesto de mal gusto; a la vieja le apestaba el aliento a alcohol rancio tela marinera.

—¿Quieres alquilar por horas? ¿Tú? —Observó a Ariel con ojos suspicaces—. Largo de aquí, no tengo tiempo para pobretonas.

—¡Eh! Tengo pasta gansa para apoquinar, así que tírate el pisto y dime qué tienes.

—¿Pasta gansa? ¿Tú? Esta sí que es buena —dijo la abuela echándose a reír y, de paso, llenando a Ariel de perdigonazos babosos procedentes de su boca de bebé—. Muy bien, veamos.

La anciana entró en el interior, que resultó estar en peor estado que el exterior. Ariel la siguió hasta un mostrador roñoso cubierto de papeles amarillentos y ceniceros abarrotados de cigarrillos a medio consumir. La mujer tosió aclarándose la garganta y sacó una tarifa de precios de un cajón.

—¿Por horas o por noches? La hora son diez euros, la noche entera son treinta. Piénsatelo bien, porque con las pintas que llevas dudo que puedas cazar más de uno por noche y, si es así, te interesa más pillar una sola hora, aunque si te arreglaras un poquito y te pusieras peluca… —La miró muy detenidamente, calculando—. Además hueles muy bien. Quién sabe, hay mucho loco suelto; lo mismo si te haces pasar por más joven. ¿Cuántos años tienes?

—¿Cuánto al mes por una habitación? —cortó Ariel enfadada. ¡Cómo se atrevía esa vieja esperpéntica a decir que ella llevaba «pintas»! ¿No se había mirado al espejo?

—¿Al mes? —La anciana empezó a reír de nuevo, para a los pocos segundos comenzar a toser de manera espasmódica. Cuando por fin pudo parar, cogió una colilla a medio consumir del cenicero y se la puso en la boca—. Calcúlalo tú misma, treinta por treinta, en total novecientos, pero, como me has caído bien, te lo dejo en seiscientos. —Sonrió mostrando sus tres dientes amarillentos mientras acariciaba con la lengua la boquilla del cigarrillo apagado.

—¡Es más caro que el seguro del coche fantástico! —exclamó Ariel desesperada. Había ido al barrio más barato y cochambroso de Madrid, con la esperanza de que allí los precios pudieran ser asequibles a su bolsillo, pero era la cuarta pensión que miraba y todas eran carísimas.

—¿Es más caro que el…? —La vieja no pudo continuar, rompió a reír de nuevo—. Qué graciosa eres —dijo entre toses y esputos—. Me has caído bien, dime cuánto te puedes gastar, lo mismo llegamos a un acuerdo.

—Ciento cincuenta al mes —contestó Ariel al momento.

—¿Ciento cuánto? —La vieja volvió a carcajearse—. Eres la monda, chica. Ahora en serio, ¿cuánto?

—Ciento cincuenta —respondió Ariel de nuevo. Como mucho podía gastarse doscientos, pero, si decía esa cifra desde el principio, no podría negociar.

—¿Lo estás diciendo en serio? —La vieja alzó una mano impidiéndole contestar—. Ya veo que sí. Pues con esa pasta gansa, aquí no hay nada —dijo irónica.

—Tienes la pensión hecha una mierda. Se está cayendo a trozos —atacó Ariel con su mejor arma—. La puedo reparar. Soy experta en albañilería, electricidad y pintura. Lo haré gratis a cambio de una habitación —exageró, no era experta en albañilería ni pintura, pero todo se andaría.

—Sí, hijita, sí. La pintura, y todo eso, ¿de dónde saldría? ¿De tú bolsillo o del mío? —preguntó la vieja entornando los ojos—. Seré vieja, pero de tonta no tengo un pelo.

Ariel se quedó callada, ahí la había pillado. Podía conseguir algo afanándolo en las obras abandonadas, pero no todo lo que hacía falta para «apañar» el edificio. Hundió los hombros derrotada. Normalmente era inasequible al desaliento, pero desde principio de mes estaba en la calle, durmiendo en su 124, aterrorizada por si la descubría el portero del garaje que tenía alquilado, y los pusieran (a ella y a su 124) de patitas/ruedecitas en la calle. Miró a la vieja una última vez esperando ver en sus ojos legañosos un mínimo de compasión, pero como siempre estaba sola. Bufó y se dio media vuelta murmurando entre dientes.

—Está claro que tengo menos futuro que un vampiro mellado.

—Espera —gritó la vieja a sus espaldas—, menos futuro que un vampiro mellado. ¡Qué ocurrente eres! —apuntó con hilaridad.

—Ya me estás cansando con tanta carcajada, abuela —contestó Ariel más que harta.

—¡Lulú!

Del interior del edificio salió una de las mujeres más hermosas que Ariel había visto en su vida: pelirroja, alta, con unas tetas impresionantes apenas ocultas por un minivestido de licra y unas piernas largas y esbeltas que se sostenían con maestría sobre unas botas de cuero negro de al menos diez centímetros de tacón de aguja.

La mujer miró aburrida a la vieja y esperó.

—Lulú, ¿sigues buscando compañera de habitación? Lo mismo te interesa esta mocosa, es bastante divertida y no creo que te quite ningún cliente —le comentó, señalando con la mirada a Ariel—. Dice que puede pagar ciento cincuenta al mes, pero ya serán doscientos, y además asegura que sabe hacer chapuzas.

Lulú la examinó detenidamente. Se detuvo en los pechos inexistentes bajo el enorme jersey, en los pantalones rotos que no le marcaban ninguna curva, en las antisexis botas de montaña de sus pies y, por último, repasó con una mueca burlona su cabello.

«¡Pero qué mosca le ha picado a esta gente con mi pelo!», pensó Ariel.

—Trabajo por la noche en la habitación, ¡así que en cuanto llegue te esfumas! —dijo Lulú con una voz tan grave y tan ruda que solo podía ser de hombre—. Tendrás el dormitorio libre desde el amanecer hasta la tarde, luego te largas —insistió—, quiero los doscientos el día uno de cada mes, si te retrasas te corro a patadas.

—¿Y qué hago por la noche?

—Te buscas la vida, niña —contestó Lulú.

Ariel se lo pensó rápidamente; por lo menos tendría un sitio donde dormir, aunque fuera de día. Ya ocuparía las noches en hacer algo. Además, no iba a ser para siempre; seguiría buscando hasta encontrar algo mejor, y más barato.

—Trato hecho —dijo tendiéndole la mano a Lulú.

—Espera un poco. Quiero que mi cuarto esté como los chorros del oro cada día —exigió con la mano extendida pero sin llegar a estrechársela a Ariel.

—Vale —gruñó esta.

—Y de paso, píntame la habitación de rosa, estoy harta de ver las paredes blancas.

—De acuerdo —dijo Ariel entre dientes; si ese hombre, mujer o lo que fuese, seguía poniendo condiciones, le iba a soltar un buen sopapo.

—Trato hecho. —Y le estrechó por fin la mano a Lulú.

En menos de una semana Ariel se acostumbró a su nueva vida.

Lulú resultó ser un tipo simpático, sobre todo cuando dormía, bastante endiosado, con un carácter manejable, siempre y cuando hubiera hecho buena «caja», y con un horario fácil de cumplir. Vivía en su propio piso, y usaba la habitación de la pensión para trabajar. Por tanto, durante el día Ariel era la dueña, pintora, limpiadora y señora de la «casa».

Todas las tardes, en cuanto caía el sol, Lulú aparecía en la pensión y se aseguraba de que la habitación que compartían estuviese limpia. Luego acompañaba a Ariel a la cafetería, donde ambas se tomaban un café, que cada una pagaba de su bolsillo. Lulú tenía estrictas normas con respecto al dinero: el suyo era suyo, y el de los demás, si podía agenciárselo, también. Durante ese rato, Lulú acostumbraba a explicarle lo exquisitos y perfectos que eran sus clientes y los ejercicios que practicaba con ellos, y, entre explicación y explicación, intentaba conseguir de la muchacha un poco de la colonia que ella misma fabricaba, gratis. A lo que Ariel contestaba, muy seria, que se la vendería con gusto, al contado. Lulú gruñía y amenazaba con echarla a la calle, pero luego se lo pensaba y no hacía nada. No solo ganaba doscientos euros con el alquiler, además tenía chacha gratis y, aunque jamás lo reconocería en presencia de nadie, en el fondo de su corazón, pero muy, muy en el fondo, la compañía de la chiquilla le alegraba la vida.

Cuando aparecía el primer cliente de la tarde, la joven salía a «dar una vuelta» de varias horas, hasta que, entre las tres y las cuatro de la mañana, Lulú subía las persianas del cuarto, lo cual significaba que ya no iba a trabajar más y, por tanto, Ariel, podía disponer de él.

La tarde de Nochebuena, Ariel se encontró, como cada tarde, sola. Pero no era la soledad a la que se había acostumbrado durante el último mes. Era una soledad densa, dolorosa, absorbente.

Las calles de Madrid estaban desiertas. Los madrileños estaban, al igual que el resto del mundo, en sus casas a punto de disfrutar de una buena cena familiar. A Ariel eso le daba igual.

No le importaba en absoluto.

Le parecía una tradición absurda. Incluso tenía suerte, pensó, apartándose de un soplido el pelo de la frente. No tendría que soportar reuniones familiares donde todo el mundo bebía un poco más de la cuenta y lanzaba pullas a diestro y siniestro. Ni tampoco tendría que comer hasta reventar. Ni aguantar los villancicos desafinados que se cantaban. Para nada. Se pasó la manga por los ojos, que, inexplicablemente, estaban húmedos. Tenía suerte de librarse de todo ese rollo. Punto.

Miró a su alrededor, eran las nueve de la noche, pronto cerrarían la estación de Sol.

Desde que vivía con Lulú, todas las tardes iba allí. El metro no cerraba hasta las dos de la madrugada, y ahí se estaba bastante calentito. Además, a esas horas era fácil encontrar los periódicos del día tirados en bancos y papeleras. Los recogía y revisaba con interés buscando algún trabajo, aunque sus opciones se reducían día a día. A las dos menos cinco, salía de allí y recorría las calles sin rumbo fijo hasta llegar a su pensión, observando las iluminaciones de edificios, estatuas, palacetes… Nunca se había fijado en lo hermosa que era su ciudad de noche.

Pero ese día no estaba de humor, y no porque fuera Nochebuena, ¡qué va! Es que… estaba todo tan solitario. Las luces de coloridos diseños ancladas en fachadas, árboles y farolas le recordaban que era Navidad. Los escaparates decorados saltaban a sus ojos, mostrando la familia de Jesús: el padre, la madre y el niño. Juntos. «Bah, me estoy poniendo sentimental», pensó dándose un capón en la cabeza con el periódico que tenía en la mano. A su espalda, un guardia de seguridad tosió. Ariel miró su reloj, eran las nueve y cuarto, tenía que irse. En Nochebuena, el metro cerraba sus puertas a las nueve y media. Al salir de la estación comprobó que todos los locales estaban cerrados, y así continuarían hasta más allá de las doce y media, hora en que la gente habría terminado su copiosa cena y los más jóvenes saldrían a celebrar la Navidad.

Se sentó en un banco de la Puerta del Sol y dio gracias por haber cogido los guantes, esa noche iba a hacer bastante frío. En fin, con un poco de suerte, Lulú tendría pocos clientes y lo mismo a la una y media o las dos de la madrugada terminaría y ella podría entrar en calor… tras haber ventilado bien la habitación, claro. Cualquiera aguantaba el pestazo a sudor, sexo y porquería. Pero aun en el mejor de los casos, para eso todavía faltaban unas cuantas horas.

Abrió el periódico y procedió a buscar trabajo. Señaló unos pocos anuncios de la primera página con el bolígrafo y, al pasar la hoja, uno le llamó la atención. Era de una empresa de venta a domicilio de juguetes «para adultos», pero no fue eso lo que hizo que Ariel lo rodeara de rojo, sino el texto del anuncio: buscaban gente joven con ganas de trabajar, iniciativa y creatividad. Exigían seriedad, compromiso y responsabilidad. Debían abstenerse bromistas e irresponsables y, en letras mayúsculas, una última advertencia:

ESTA EMPRESA NO OFRECE SEXO

NI BUSCA SEÑORITAS

NI SEÑORES DE COMPAÑÍA.

BUSCA GENTE SERIA.

Los interesados debían personarse en una cafetería cerca de Atocha, el día 26 de diciembre a las siete de la mañana, y preguntar por Venus…

El 26 de diciembre, a las siete menos cuarto de la mañana, Ariel entró en la cafetería. Ahogó un bostezo con la mano enguantada y miró a su alrededor. No había nadie. En fin, tampoco le extrañaba mucho, era el día después de Navidad, y solo un loco o un desesperado —ella se tenía en esos momentos por ambas cosas— estaría buscando trabajo a esas horas. Pidió un café y, cuando el camarero puso ante ella una taza con un café negro como la brea, humeante y caliente como el mismísimo infierno, Ariel ni siquiera se planteó tomárselo; le corría más prisa otra cosa.

Se quitó con rapidez los guantes y pegó las palmas de las manos a la ardiente taza, sintió como los dedos empezaban a hormiguearle a la vez que se restablecía el calor que el frío le había arrancado de la sangre. Cerró los ojos y se dejó llevar por el deleite de tener, por lo menos, una parte de su aterido cuerpo caliente. ¡Cuánto echaba de menos el verano!

Estaba a punto de suspirar de placer cuando alguien carraspeó a su espalda. Se giró para ver quién era y encontró ante sí a una mujer de lo más anodino, de esas que miras una vez y no te das cuenta de que está. Si existieran las mujeres invisibles, esta sería una de ellas.

Castaña, con el pelo ni corto ni largo, ni alta ni baja, ni guapa ni fea, ni gorda ni delgada, rondando los cuarenta, tal vez menos, tal vez más… con vaqueros, abrigo negro hasta las rodillas y una enorme bufanda marrón tapándole media cara.

—¿Vienes por el anuncio? —preguntó con voz gangosa y enronquecida por lo que parecía ser un catarro de padre y muy señor mío.

—Imagino que sí —contestó Ariel alejándose de ella, no le faltaba más que acatarrarse.

—Soy Venus, de «Sexy y Juguetona, se lo enseñamos a domicilio» —se presentó a la vez que extendía la mano para estrechársela.

—Ariel, electricista en paro, seria, responsable, creativa y dispuesta a todo —respondió Ariel sin soltar su taza, que, por desgracia para sus dedos, se iba enfriando por momentos—. Perdona que no te dé la mano, pero tengo más frío que un camello en el polo norte y la taza aún está caliente —se excusó.

—No pasa nada —dijo Venus mirando la hora en el reloj de muñeca y echando luego un vistazo a su alrededor—. No parece que haya nadie más interesado —comentó para sí misma.

—Estamos a 26 de diciembre y son las siete de la mañana. ¿Qué esperabas? ¿Un equipo de fútbol dispuesto a vender consoladores? Porque es de eso de lo que habla el anuncio, ¿no? —dijo Ariel sin medir sus palabras; estaba a punto de palmarla… no sabía si de frío, de sueño o de hambre y eso la ponía de mal genio.

Venus miró sorprendida a la jovenzuela que tenía enfrente. A pesar de su aspecto rudo y extraño, no parecía la típica «viva la virgen» que normalmente acudía en respuesta a sus anuncios. Dejando de lado su insólito vestuario y su pelo indescriptible, parecía una chica lista, de las que cazan las ideas al vuelo y no tienen pelos en la lengua —eso para vender juguetes eróticos era importantísimo—. Asimismo, por las pocas frases que había dicho, se la veía creativa y segura de sí misma. Además, si era tan directa y ocurrente como parecía, no le sería difícil despertar la curiosidad de futuros clientes, y eso estaba a medio camino de lograr una venta. Por otro lado, pensó quitándose la bufanda, la chica olía de maravilla y quedaba una zona por cubrir. No se había presentado nadie más —al menos nadie «normal»— y Venus no podía posponer más su regreso a Barcelona.

—No vendemos consoladores —dijo Venus respondiendo a la pregunta de Ariel.

—¿No? ¿Entonces qué? ¿Coches? ¿Barbies? ¿Llaveros?

—Me refiero —contestó parpadeando asombrada por la rápida e irónica respuesta— a que no usamos el término «consolador». Lo consideramos peyorativo.

—¿Por qué? A mí no me ofende.

—Quizás a ti no, pero el término en sí implica la necesidad de consolarse, de aliviarse… y no es esa la impresión que queremos dar, sino todo lo contrario. Nuestros juguetes son para darle gusto al cuerpo y pasar un rato divertido y ameno. Es preferible decir vibradores, estimuladores o incluso dildos.

—¿Dildos? ¿Qué es eso?

—Consoladores, pero en inglés. No me mires con esa cara de asombro. William Shakespeare usó ese término, dotándolo de connotaciones sexuales, en su obra El cuento de invierno. No creo que ni siquiera tú vayas a poner en duda a Shakespeare.

—No, señorita Venus —contestó Ariel al momento como si estuviera de nuevo en el colegio.

—No sé si me va a gustar tu carácter insolente —murmuró entre dientes la mujer—. ¿Te interesa el trabajo, sí o no?

—Qué tengo que hacer exactamente y cuál será mi margen de beneficios.

Venus sonrió, por fin hablaban de lo que tenían que hablar.

—Tu trabajo consistirá en vender juguetes para adultos.

—¿Así, por las buenas? ¿Me presento a un tipo cualquiera y le pregunto si quiere un vibrador para darle gusto al cuerpo? No es por nada, pero lo veo un poco chungo.

Venus suspiró, la chica iba a ser dura de roer, pero ella necesitaba alguien en la zona sur y estaba segura de que, si conseguía que dejara la ironía a un lado, con su desparpajo y atrevimiento lograría las suficientes ventas como para que la directora comercial no se quejara.

—Veamos —dijo frotándose las sienes pensativa—. ¿Conoces Avon?

—Sí.

—Gracias, Dios mío —comentó alzando la cabeza.