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Decidieron compartir melancolías,

soledades y fantasmas a la par,

miedos locos, tristezas y alegrías.

REVÓLVER, Es mejor caminar

10 de abril de 2009

—¡Vamos, dale! ¡No te cortes, pégale fuerte! —ironizó Elías.

Darío ignoró la pulla y continuó con lo que estaba haciendo: machacar el saco de boxeo que colgaba inocentemente del techo sin hacerle daño a nadie.

—¿Estás comprobando si el refrán tiene razón? —preguntó burlón el profesor.

—¿Qué refrán? —Darío paró un momento el desquiciado ritmo de sus puños y observó extrañado a Elías, no entendía su pregunta.

—Ese que dice: a falta de pan, buenas son tortas. Como no hay ninguna sirenita con la que pelear, te dedicas a cargarte el equipamiento del gimnasio —aclaró Elías sujetando el saco de boxeo con la intención de hacer desistir a su amigo de seguir golpeándolo.

Darío apretó los dientes, frunció el ceño e ignoró a su mentor retomando el ejercicio a un ritmo endiablado. Un gruñido escapó de sus labios sin que pudiera evitarlo, llevaba más de media hora apaleando el saco y comenzaba a sentir pinchazos en los nudillos.

—Relájate, muchacho. Tiene que estar a punto de llegar —comentó Elías con seguridad.

—Seguro… —Negó el joven con la cabeza a la vez que propinaba una fuerte patada al inocente saco. Nunca sabía exactamente cuándo iba a regresar Ariel, algo que resultaba muy frustrante—. Qué sabrás tú… —siseó enfadado.

—Me lo ha dicho ella —informó Elías.

—¿Cuándo? —Darío se quedó petrificado en mitad del golpe.

—Esta mañana. Por teléfono —amplió la información el profesor al ver la mirada sorprendida de su alumno.

—¿La has llamado por teléfono? —Darío dio un paso atrás, y miró a su ahora ex mejor amigo con furia asesina—. ¿Te ha dado a ti su teléfono?

—No. —Elías levantó las palmas de las manos en un gesto instintivo de rendición—. Me ha llamado ella, imagino que desde una cabina o algo por el estilo. Ariel, que yo sepa, no tiene teléfono —aclaró rápidamente al ver el gesto indignado de su alumno.

—A mí jamás me llama… —siseó entre dientes Darío.

—Quizás es porque tú no insistes tanto como yo —apuntó el profesor. Darío arqueó las cejas interrogante—. Le hice un encargo especial la última vez que vino, y le pedí que me avisara para estar preparado y que Sandra no viera la sorpresa.

Darío observó a su, de nuevo, mejor amigo. No sabía qué se traía entre manos, pero cada vez que Ariel aparecía en el gimnasio ambos desaparecían durante algunos minutos. Elías se había convertido en un comprador compulsivo.

—Me voy a dar una ducha, a ver si me despejo —declaró a la vez que se masajeaba la nuca con los dedos.

Una vez bajo el chorro de agua, Darío dejó fluir su mal humor.

Ariel había cumplido su promesa de regresar antes, de hecho en los dos últimos meses la había visto más veces de las esperadas, pero… le estaba matando.

Iba todos los viernes, sí, y a veces, cuando menos lo esperaba, aparecía en el gimnasio. Lo mismo era un miércoles que un lunes, y él sentía crecer su frustración día a día. No saber cuándo iba a dignarse a aparecer le llenaba de incertidumbre, lo que le llevaba a dar vueltas por la zapatería en cuanto daban las siete de la tarde y su cabeza comenzaba a pensar que ella podría, o no, estar en el gimnasio. Y no podía hacer nada por evitarlo. Ella no tenía teléfono, o al menos eso le decía siempre que él se lo pedía. ¡Gaitas, violines y otras hierbas! Estaba a punto de volverse loco. Y por si esa continua incertidumbre no fuera suficiente, encima tenía que bregar con los instintos lascivos que cada vez le atormentaban con más fuerza.

Sacudió la cabeza y miles de gotitas de agua volaron desde su pelo hasta los azulejos blancos. Se enrolló una toalla en la cintura e intentó ignorar las punzadas de deseo que asolaban sus testículos. Asomó la cabeza por la puerta, miró a un lado y a otro para comprobar que no hubiera nadie en los vestuarios que pudiera verle en ese estado, y salió de la ducha.

Casi dos meses comportándose como un caballero cada vez que la veía le estaban causando un serio trastorno de personalidad. De ser un hombre agradable y circunspecto, había pasado a convertirse en un tipo irritable, con muy malas pulgas y un exceso de testosterona que solo podía eliminar con sus manos, ya fuera dando golpes a los sacos del gimnasio durante el día o matándose a pajas cada noche.

Se peinó el cabello con los dedos y comenzó a vestirse sin dejar de pensar en lo poco que sabía de ella y lo mucho que deseaba saber más.

Ariel vendía juguetes eróticos y vivía en una pensión en Madrid centro. Olía a miel, canela y almendras; le gustaban los coches, en especial su 124, y tenía muy malas pulgas. Punto y final.

Tras interrogar largo y tendido a Héctor, todo lo que había averiguado era: nada. La sirenita había tenido a su hermano andando por la ribera del Manzanares durante más de dos horas, sin responder a ninguna de sus preguntas ni darle ningún atisbo de dónde vivía o a qué se dedicaba cuando no vendía juguetes eróticos. ¡Bien por ella!, pensó Darío, orgulloso de que su chica no hubiera caído en las redes de seducción de Héctor. ¡Mal por mí! Recapacitó con un gruñido, porque eso significaba que seguía en la inopia con respecto al hada pelirroja.

Entornó los ojos, pensativo. Intuía que Ariel había tenido algún tipo de problema con sus padres, porque nunca hablaba de ellos cuando él le preguntaba, pero, a la vez, los mencionaba en los momentos más inesperados, y siempre con un deje de tristeza en la mirada. Se preguntó, no por primera vez, qué habría llevado a una chica tan joven como ella a vivir en una pensión… y, sobre todo, qué clase de vida habría llevado.

La impetuosidad de su amiga, su forma de hablar y de actuar, todos los trucos que sabía de defensa personal, y su facilidad para salir airosa de cualquier enfrentamiento físico o verbal le hablaban de una mujer acostumbrada a manejárselas en circunstancias nada agradables. La renuencia a que la tocaran, la desconfianza que asomaba a sus ojos con quienes no conocía, la ingenuidad que mostraba ante sus besos y el cariño con el que hablaba de su viejo coche, le hacían intuir que no era la mujer independiente que en un principio había supuesto, sino una joven que se había visto abocada a una soledad no deseada… Y él no podía evitar pensar que esa soledad era fruto de la desidia de unos padres a los que la joven adoraba, y de los que se inventaba historias para paliar la indiferencia que mostraban hacia ella, porque qué padres en su sano juicio permitirían que su hija viviera en una pensión y la ignorarían hasta el punto de no importarles si se alimentaba o no.

Darío bufó al notar que se le hacía un nudo en el estómago. Sacudió la cabeza con ímpetu y salió del vestuario. Se detuvo dubitativo en mitad de la sala, buscó con la mirada algo en lo que ocupar el tiempo y que a la vez le permitiera desfogar la rabia que comenzaba a sentir. El saco de boxeo estaba descartado, le dolían demasiado los nudillos. Su mirada se centró en el banco de abdominales que estaba frente a la entrada del gimnasio. Allí podría descargar su ira, y de paso observar las puertas a la espera de que ella llegara.

Se sentó sobre la superficie acolchada, enganchó los pies en los estribos, colocó las manos en la nuca y comenzó a hacer tandas de treinta abdominales oblicuos. Mientras subía y bajaba se dejó llevar por el trabajo muscular mientras su cerebro se centraba en lo que había averiguado de Ariel desde que escapara con su hermano en el búho.

Héctor le había contado que estuvieron paseando sin cesar, y que ella le había mostrado cada recodo de la ribera en el que algún gato callejero había montado su refugio, cada árbol en el que había un nido de pájaro y cada portal con la cerradura rota en el que poder ocultarse para esquivar a las pandas de borrachos que regresaban a sus casas tras una noche de parranda. Y ese comentario, hecho con toda la intención por su hermano, le había dado mucho que pensar. ¿Cuántas horas había estado Ariel paseando por la ribera del Manzanares? ¿Cuánto tiempo hacía falta observar un lugar para aprender cada uno de sus recodos? ¿Por qué sabía en qué lugares podía resguardarse durante la noche, si a esas horas, supuestamente, estaba durmiendo en su pensión? Tanto pensó sobre ello que, cuando volvió a ver a su sirenita, no dudó en intentar interrogarla, pero Ariel le restó importancia a sus preguntas con un simple: «Tengo mucho tiempo libre y me gusta pasear por Madrid». Y no hubo manera de sacarle nada más.

Cada vez que intentaba averiguar algo más de ella se chocaba contra una pared de ladrillo. Ariel era una mujer transparente y sincera, que hablaba sobre cualquier tema que no tuviera que ver con ella, pero en el momento en el que Darío intentaba saber algo sobre ella, o simplemente verla fuera del gimnasio, se cerraba en banda, dándole mil excusas y ninguna posibilidad. Tampoco hablaba sobre lo que hacía cuando no estaba allí, ni mucho menos le decía los motivos por los que había acabado viviendo en una pensión. Darío intuía que la pensión no era una de esas residencias de estudiantes, con su cocina y su sala común con televisor, ya que la muchacha seguía cenando cada noche en el parque, bocadillos. Jamás un guiso que transportara en una tartera. Lo que le llevaba a preguntarle una y otra vez por la dirección en que estaba ubicada, con la excusa de pasar algún día a recogerla y darse un paseo por Madrid, pero no había modo. En cuanto lo mencionaba, Ariel cambiaba de tema rauda y veloz, o simplemente recordaba que tenía algo importante que hacer y huía de su lado.

Y él cada día que pasaba recelaba más. No podía evitar pensar que sus padres la habían abandonado cuando más los necesitaba y que vivía en una pensión de mala muerte en la que por no haber, no había ni una mísera cocina. Estaba seguro de que Ariel estaba más sola, y era más vulnerable, de lo que mostraba.

—Pero eso se va a acabar hoy mismo —gruñó Darío elevándose para hacer su enésima abdominal.

Elías se giró al escuchar el gruñido de su amigo, y negó con la cabeza.

—Si tienes aliento para gruñir entre dientes es que no estás haciendo bien tus ejercicios —le regañó—. Mete el estómago y no te dejes caer tan rápido, mantén la tensión en los oblicuos unos segundos antes de tocar con la espalda el banco.

Darío asintió con la cabeza e intentó hacer lo que Elías le había ordenado, pero a los pocos segundos su mente volvió a estar centrada en la sirenita en vez de en los abdominales.

Esa noche iba a matar dos pájaros de un tiro. Llevaba planeando su siguiente paso desde la última vez que la vio y había llegado a una conclusión: estaba harto de comportarse como un caballero. Desde el interludio romántico frustrado por su adorado hermano, Ariel no le había permitido ir más allá de un par de besos robados frente a la estación de Renfe. Sus citas, si es que podían denominarse así, se centraban en un rápido paseo por el parque con bocadillo incluido, y una despedida precipitada y casi asustada por parte de Ariel, que, antes de que dieran las doce de la noche, se subía al último tren, abandonándole. Darío comenzaba a sentirse como el príncipe de la Cenicienta. En cuanto intentaba ir más allá de un ligero beso, daban las doce y su princesa se esfumaba. Estaba empezando a pensar que Ariel tenía el tiempo cronometrado para llegar a la Renfe justo cinco minutos antes de la medianoche.

Un tumulto de voces femeninas interrumpió sus pensamientos, alzó la mirada y la vio.

Ariel sonrió feliz al traspasar las puertas del gimnasio y verse rodeada por sus amigas. Sandra y Sofía se habían convertido en parte indispensable de su mundo. Sandra, con su manera de ser cariñosa y afable, le recordaba tanto a su madre que a veces sentía la imperiosa necesidad de abrazarla, cosa que no hacía, por supuesto. Sofía, tan ingenua y tímida, era como la hermana pequeña que nunca tuvo.

Lo cierto era que ya no acudía al gimnasio para vender juguetes eróticos, o al menos no solo para eso. Hacía más o menos un mes que la euforia inicial por comprar y experimentar con sus «productos» había quedado relegada a simple curiosidad, no solo en el gimnasio sino con casi todas sus clientas. Seguía vendiendo, por supuesto, pero apenas un par de vibradores y dos o tres lubricantes y cajas de condones por semana. Se lo había comentado a Venus, y esta le había dicho que tenía que abrir más «mercado», y que las reuniones no podían hacerse siempre con las mismas personas, pues estas perdían interés, y así estaba resultando ser. Pero a Ariel le costaba mucho tomar contacto con desconocidos, y plantearse volver a recorrer las calles en busca de nuevas clientas le daba mucha, muchísima pereza. De hecho, estaba segura de que el trabajo de comercial no era para ella. Le iba más la soledad de los cables, el reto de un buen montaje eléctrico o el desafío de conseguir un buen circuito de iluminación en un edificio. Pero no había trabajo. Por tanto, seguía disfrutando de sus charlas sobre juguetes eróticos con las que ya consideraba sus amigas, y continuaba buscando un empleo de lo suyo.

Esperaba encontrarlo pronto; necesitaba dinero, y rápido. Lulú, Dios sabía por qué, estaba obsesionada con que llamaba demasiado la atención entre sus clientes, y no hacía más que insistir en que debía buscarse otro sitio donde dormir. ¡Genial! ¡Era lo último que le faltaba! Eso, y la manía que Minia había cogido de esperarla despierta en la puerta de la pensión con la barra de hierro entre las manos.

Parpadeó alejando de sus pensamientos los problemas que arreciaban, y se dejó llevar por las risas y el alboroto mientras las chicas la conducían hasta la sala de baile.

Ya no acudía al gimnasio cada dos o tres viernes, sino que intentaba pasar todas las semanas. Se había acostumbrado a entregar a Elías sus pedidos con la mayor urgencia posible, el hombre se había convertido en su mejor cliente, y, cuando no tenía que entregarle nada, simplemente se acercaba a saludar a sus compañeras… y a Darío.

Por primera vez en su vida se sentía integrante de un grupo de amigas, confiaba en ellas, les dejaba entrar en su vida, y ellas le correspondían aceptándola tal y como era, a pesar de todos sus defectos. Aunque Bri la estaba cansando con su empeño en cambiar su manera de vestir, hablar, andar y peinarse. A veces se sentía tentada de mandarla a la porra, pero como sabía que lo hacía por su bien, dibujaba una sonrisa en la cara, asentía sin escuchar y la dejaba hablar.

Darío gruñó frustrado cuando Ariel pasó frente a él acompañada de su club de fans y se limitó a saludarle con una inclinación de cabeza antes de entrar en la sala en la que hacía sus reuniones. Estaba más que harto de que ella se comportara frente a todos como si él solo fuese un amigo más. No lo era, y había llegado el momento de demostrarlo.

Decía el refrán que a los hombres se les ganaba por el estómago, pues Darío estaba seguro de que a su sirena se la podía ganar con un par de lecciones de jiu-jitsu. Había llegado la hora de dejar de ser un caballero y comenzar a jugar sucio.

Ariel abandonó la sala de baile apenas una hora después, se encaminó al despacho y allí mantuvo una charla secreta con Elías. Veinte minutos después abandonó el lugar con la firme promesa de volver al cabo de una semana con el nuevo catálogo de juguetes. Venus le había prometido un catálogo jugoso y repleto de novedades; esperaba no decepcionar a su cliente favorito ni a sus amigas, a las que, por supuesto, había comentado la noticia.

Buscó disimuladamente con la mirada a Darío; eran casi las diez y media, y quería pasar el tiempo que le quedaba antes de coger el tren con él. Lo encontró apoyado en la pared del tatami, descalzo, sin camisa y con la mirada fija en ella. Sintió cómo las mariposas comenzaban a revolotear en su estómago a la vez que los pezones se le endurecían y la boca se le secaba. ¡Uf, era un hombre impresionante! Su pelo moreno caía desordenado sobre su cara, sus fuertes y curtidas manos reposaban sobre sus poderosos muslos, y sus penetrantes ojos castaños no la dejaban respirar.

Inspiró hondo y se acercó a él, dispuesta a entablar alguna charla insustancial con la esperanza de que él, como hacía cada vez que se veían, se ofreciera a acompañarla hasta la Renfe; al fin y al cabo le pillaba de paso hasta su casa, argumentaba Ariel para sí.

Pero Darío tenía otras intenciones.

—¿Te apetecen unos katas? —le preguntó a Ariel en cuanto esta estuvo frente a él.

—Bueno…

—Adelante —susurró Sandra a su espalda—, aprovecha que tienes a ese pedazo de hombre a tu disposición y no te lo pienses más —la instó empujándola disimuladamente.