9

Si algo puede salir mal, saldrá mal.

EDWARD A. MURPHY JUNIOR, Ley de Murphy

Eran las cinco de la tarde de un crudo viernes de enero.

Desde las entrañas de Madrid los accesos subterráneos del metro y de Renfe escupían una riada de gente con mucha prisa y poca paciencia. En la superficie, los autobuses arrojaban enjambres de ciudadanos aburridos a la fría tarde. En las calles y avenidas los tenderos se apresuraban a subir los cierres, buscando posibles clientes entre las pocas personas que observaban, con miradas de refilón y pasos apresurados, sus escaparates. Los mismos individuos que ignoraban, dando algún que otro codazo, a los vendedores ilegales que desplegaban sus mantas en las sucias aceras. Sobre el asfalto, conductores con complejo de Fernando Alonso esquivaban entre bocinazos arrogantes a los ingenuos peatones que osaban pensar que el semáforo en ámbar significaba que aún les daba tiempo a cruzar la calle… Y entre toda esta marea de humanidad anónima, ensimismada y apresurada, una joven pelirroja luchaba contra el tiempo.

Vestida con su sempiterno anorak negro tamaño XXL, sus vaqueros gastados y sus botas de montaña, Ariel caminaba deprisa con una meta fija en la mente: llegar a la pensión lo antes posible.

Dobló la esquina y enfiló casi corriendo la calle, abrazando con fuerza el paquete que llevaba entre las manos. Este no solo contenía su salvación de la ruina, su garantía de seriedad hacia sus clientes y su más preciado tesoro; era también un muerto de cuidado que pesaba más que un elefante con problemas de sobrepeso. ¿Quién iba a pensar que unas pocas vergas de juguete iban a pesar más que un saco de yeso?

Él estaba apoyado en la esquina, buscando a alguien, quien fuera; daba lo mismo. Alguien que no se pudiera defender, que fuera manejable. Necesitaba dinero y lo necesitaba ya. No podía esperar más. Entones la vio.

La víctima perfecta. Delgada, vestida de manera descuidada, y con un paquete en las manos que le impediría reaccionar. Con la vista fija en el suelo sin prestar atención a su alrededor y tarareando una canción entre dientes. Distraída.

No se lo pensó dos veces. Echó a andar tras ella, satisfecho al ver que no notaba su presencia. Al pasar frente a un portal vacío, la agarró del codo con fuerza y tiró de ella.

—Ven —gruñó amenazante, normalmente no hacían falta más palabras para aterrorizar a sus presas.

—Tengo prisa —respondió su presunta víctima intentando soltarse.

Él se quedó perplejo por un segundo, pero no la soltó.

—He dicho que vengas —insistió alzando la voz y apretando la mano que la sujetaba.

—Y yo te he dicho que tengo prisa —contestó ella dando media vuelta con rapidez felina y clavándole con fuerza una rodilla en la entrepierna.

—¡Arg! —exclamó él, soltándola y doblándose por la mitad, con tan mala suerte que al caer golpeó con la cabeza la pesada caja que ella transportaba.

Ariel lo miró fijamente, observó su preciado paquete buscando signos de abolladura y volvió a mirar al inoportuno tipejo.

—¿Tú eres tonto o te lo haces? —exclamó con ojos de loca, esos ojos abiertos como platos que destilan odio, salvajismo y venganza sin par. Esos que lanzan tal mensaje a quien los contempla que logran que a este le entren ganas de salir corriendo sin tener en cuenta su aflojada vejiga y el líquido amarillo que está a punto de derramar—. ¿Sabes lo que acabas de hacer? —siseó la exasperada joven mientras acariciaba con mimo su preciado paquete—. ¿Sabes lo que me ha costado esto? —continuó, agitando el paquete con cuidado—. Serás gilipollas.

El tipo seguía doblado sobre sí mismo intentando recuperar la respiración, sin dejar de mirarse asustado la entrepierna, a la vez que, con ambas manos, se palpaba la zona en un intento de ver si sus queridos testículos estaban todavía en su sitio.

De repente sintió una corriente de aire cerca de su oreja y un segundo después una bota de montaña impactó en su hombro haciéndole perder el poco equilibrio que le quedaba y dejándolo tirado panza arriba en plena calle.

Miró hacia arriba, a la dueña de la bota, e instintivamente se tapó lo que quedaba de sus maltrechos órganos genitales. Había dado con una loca.

—¿No sabes que es de mala educación no responder cuando te hablan? —preguntó Ariel con el paquete apoyado en la cadera.

Lo observó ahí tirado, con la cara pálida, sujetándose los huevos, que, seguramente, habían pasado de duros a revueltos, y casi sintió lastima por el pobre ladrón. Casi.

—No vuelvas a tocarme las narices, ¿vale? —El tipo no respondió—. ¿Vale? —preguntó más alto a la vez que le daba una ligera patadita en la cadera.

—Vale —susurró el ladrón de poca monta.

—Bien —dijo girándose para irse… pero se volvió para mirarle al cabo de un segundo, haciendo que el tipo adoptara, por mor de su seguridad, la posición fetal—. Y la próxima vez que quieras chorar el parné a alguien, mejor te metes el dedo en el culo y te lo piensas un poquito, no vaya a ser que la acabes diñando por hacer el gilipollas —finalizó indignada. Con la prisa que tenía, le había ido a tocar a ella el imbécil de turno. ¡Había que joderse!

El chorizo observó aliviado cómo se perdía de vista su agresora. Suspiró e intentó ponerse en pie sin separar sus manos de los huevecillos asustados que se habían ocultado en el interior de su ingle. Al tercer intento consiguió mantenerse erguido y convencer a sus «niños bonitos» de que asomaran a la superficie para un examen preliminar. Fue en ese momento cuando se percató de que había un corrillo de gente a su alrededor, murmurando algunos, riéndose abiertamente otros.

Intentando aparentar dignidad, fue cojeando hasta su esquina favorita mientras pensaba en qué narices había fallado en su plan. Ella parecía la víctima perfecta. Hizo memoria y encontró su error… Había pensado que iba cantando distraída, y no creyó que la cancioncilla que tarareaba tuviera la menor importancia, pero visto en retrospectiva sí qué era importante, decisiva de hecho. Porque lo que la loca tarareaba no era una canción, era un aviso subliminal: «Mierda. Llegaré tarde. Mierda, mierda, mierda. Como llegue tarde mato a alguien».

Cuando Ariel por fin llegó a «casa» estaba de un humor de perros, así que no se molestó en aflojar el paso cuando Minia se dirigió a ella con algo en las manos. La miró con cara de malas pulgas y siguió su camino.

Había salido de allí a las dos de la tarde con la intención de estar de vuelta antes de las tres… Pero todo se le había dado mal. De hecho, si tuviera que elegir la segunda semana más horrible de su vida, sin duda sería esta.

Cuando abandonó el gimnasio quince días atrás, llena de confianza en sí misma, decidió seguir buscando nuevos clientes durante el resto de la semana con la intención de conseguir más volumen de pedidos… y lo había logrado. Una vez roto el hielo de la vergüenza, la timidez y la inseguridad habían desaparecido. Un día dio paso a otro y rápidamente tuvo un buen pedido entre las manos. Lo gestionó con la certeza de que llegaría en menos de tres días, eso le dejaba una semana para ordenar los juguetes por clientes y zonas. Pero correos había «casi» perdido el paquete postal. No estaba perdido, no; únicamente no lo encontraban. ¡Que alguien le explicara la diferencia!

Harta de esperar un paquete que no llegaba, el martes había decidido tomar medidas drásticas. Sin pensarlo un segundo, se personó en la oficina de Correos y usó la «palabra mágica», que, en contra de todo lo enseñado por sus padres, no era «por favor». La palabra mágica era «hoja de reclamación» seguida de «denuncia en la oficina del consumidor». En ese momento la persona que la atendía la miró por primera vez y se dio cuenta de que, bajo su apariencia descuidada y su pelo extraño, había alguien, muy, pero que muy cabreado. Tras dos lentas y angustiosas horas habían localizado el paquete, en otra oficina, en otra provincia, eso sí, dentro de la península Ibérica —menos da una piedra y hace más daño—; ahora solo tenía que esperar un par de días a que fuera remitido a Madrid.

Ariel de pequeña veía Barrio Sésamo, y allí Supercoco y Epi y Blas le habían enseñado que un par de cosas era igual a dos cosas… pues no. Como comprobó, indignada y exasperada, para ciertas entidades (que seguramente no habían visto Barrio Sésamo), un par de días eran como mínimo tres.

Por tanto el mismo día que, supuestamente, debía entregar el pedido, este llegaría a Correos y lo haría, más o menos, a mediodía… según los parámetros temporales del empleado que no había visto a Epi y Blas explicar cuándo era por la mañana, mediodía, por la tarde y por la noche.

Decidió ir por el paquete a mediodía —por si acaso el empleado sí había visto ese episodio— pero le fue imposible. ¡Cómo no! En el momento en que salía de la pensión, saltaron los plomos. Y no hubiera pasado nada si Minia hubiera estado dormida, como era su costumbre a esa hora. Pero no, ese día la vieja había decidido hacer un bizcocho.

Ariel estuvo a punto de pasar de todo y largarse con viento fresco, pero no pudo. Y no fue por su conciencia, qué va. Fue porque Minia, en un arranque de velocidad nunca visto, salió corriendo de la cocina, cerró la puerta de la calle con la llave y se la metió en el escote. Y Ariel, que había estado en los sitios más insospechados y repugnantes, se vio incapaz de meter la mano por el agujero negro que era el escote de la buena mujer. Por tanto tuvo que arreglar el desastre.

Y por fin, después de esperar una cola interminable en Correos y ser casi asaltada por un ladrón incompetente, llegó a «su» habitación con el tiempo justo de colocar los chismes en el maletín y salir pitando a Alcorcón.

—Ya era hora, niña —dijo Lulú en cuanto Ariel entró por la puerta.

Estaba sentada en la cama, rodeada de los catálogos, muestras y juguetes que horas antes estaban perfectamente colocados. Ariel sintió que una vena se le hinchaba en el cuello, que, de hecho, estaba a punto de estallar.

—Lulú, te he dicho mil veces que no toques mis cosas. ¡Joder! —exclamó desde la puerta, un segundo antes de que esta se abriera y el picaporte le golpeara la espalda.

Minia acababa de hacer acto de presencia llevando una bandeja con algo parecido a un bizcocho en el que alguien hubiera aposentado su trasero. Ariel la miró mientras se frotaba la zona golpeada, luego observó a Lulú reírse tumbada sobre lo que tanto le había costado colocar… y la vena estalló. Cogió el bizcocho y se lo tiró a la cabeza.

Quizá si el dulce lo hubiera hecho otra persona no hubiera pasado nada, pero la cocinera había sido Minia.

El proyectil, del tamaño de un plato embarazado, abandonó veloz la mano de Ariel para ir a estamparse contra la testa perfectamente peinada y maquillada de Lulú y a continuación cayó con un seco crac sobre el suelo.

Las mujeres que aún estaban de pie miraron atónitas el bizcocho. Estaba impecable, como si no hubiera impactado contra nada. Lulú por su parte estaba semiinconsciente en la cama, con un chichón en la frente que iba creciendo y poniéndose morado verdoso por momentos.

Minia se acercó hasta su bizcocho, lo cogió con cuidado, lo observó atentamente y golpeó con él la pared. La pintura rosa saltó, y un poco de yeso cayó al suelo. El bizcocho continuó intacto.

—¡Minia! —exclamó Ariel enfadada—, pinté la pared hace menos de un mes. ¡Haz el favor de no andar jodiendo la marrana, que la pintura rosa no se consigue así como así! —Le había costado un triunfo encontrar una obra en la que pedir «prestados» un par de botes.

—¿Te preocupas por la pared? ¡Y mi cabeza qué! —gimió Lulú tocándose el chichón de su frente—. He estado a punto de morir lapidada por una magdalena gigante.

—No entiendo qué ha podido pasar —comentó Minia rascándose la cabeza, haciendo que la caspa que la poblaba saliera despedida en todas direcciones—. He seguido las instrucciones al pie de la letra. Quizás he puesto mucha harina, no sé… —continúo farfullando mientras golpeaba de nuevo el bizcocho contra la pared, dejando pequeños picotazos impresos en esta.

—¡Minia! ¡Lulú! ¡Fue… ra! —gritó Ariel separando mucho las sílabas. Su paciencia había alcanzado el límite.

Las dos mujeres centraron su atención en el cuello de la muchacha, donde el extraño peinado de Ariel no tapaba la vena palpitante e hinchada, y decidieron, en bien de su salud física, abandonar el cuarto. Eso sí, Minia usó el bizcocho como escudo, solo por si acaso.

Una vez a solas, Ariel abrió el paquete; estaba todo, gracias a Dios. Miró el reloj: las seis de la tarde. Tenía una hora escasa para colocarlo todo y arreglarse para ir al gimnasio. Tiempo de sobra.

Noventa minutos después, todavía estaba en la pensión, mirándose al espejo del cuarto de baño comunitario. Se había vestido con sus mejores galas, pero, aun así, no se sentía cómoda.

Se puso de perfil para observarse desde otro ángulo y al momento deseó darse un cabezazo contra la pared. ¿Qué mosca le había picado? Ella jamás se preocupaba por su aspecto físico, por su ropa o por su pelo. Excepto cuando este crecía demasiado y debía recortarlo. No tenía sentido de la moda ni un cuerpo femenino digno de ser tratado como tal. Era simplemente un marimacho. ¿¡Qué narices hacía mirándose en el espejo durante quince minutos!?

—Perder el tiempo, eso es lo que hago —se respondió a sí misma.

Se quitó los leggings que había comprado en un arranque de insensatez antes de quedarse en el paro, se quitó por la cabeza el vestido de punto que su madre le regaló al cumplir los dieciséis, ese que jamás se ponía por miedo a estropearlo, y guardó con cuidado la fina cadena de oro con el colgante en forma de dos manos unidas que papá le había obsequiado cuando tuvo su primer período. «Ya eres una mujer, mereces llevar joyas de mujer», dijo el pobre iluso. Como si un poco de sangre en las bragas pudiera convertirla en algo remotamente femenino. Frunció el ceño y se regañó a sí misma por pensar así de papá; él no era un iluso, solo la veía con ojos de padre: ojos ciegos e ilusionados.

Una vez desnuda observó su cuerpo en el espejo: delgado, fibroso, con buenas piernas para subir y bajar de los andamios y brazos fuertes para levantar y tirar de metros y metros de cable. No le hacía falta más. Se tocó el pelo, el flequillo ya le llegaba casi hasta la barbilla, la coletilla alcanzaba más de media espalda y el resto tenía por lo menos tres dedos de largo. Tenía que cortárselo, pero le daba tanta pereza. No, reconoció para sí misma; no era pereza, era esperanza. Lulú no hacía más que decirle que tenía un pelo precioso y que debería dejarlo crecer y Ariel, como la tonta que era, casi le había creído.

—Pelirroja mala suerte —dijo entre dientes tomando la determinación de no dejarse comer el coco con chorradas y empezar a buscar una academia de peluquería donde se lo cortaran gratis.

Se puso unos pantalones de deporte, una camiseta de tirantes y, sobre esta, un jersey de lana con tantos años como ella. Por último se calzó las únicas deportivas que aún estaban enteras. Le hacían rozaduras, por eso estaban enteras, porque no se las ponía nunca, pero… El chándal y las botas de montaña no pegaban ni con cola.

—Mucho mejor —comentó para sí misma.

Tenía tres objetivos a cumplir en su visita al gimnasio.

El primero, que todos los encargos fueran del agrado de sus clientas y estas quedaran conformes y siguieran comprando.

El segundo, casi imposible de cumplir, que Sandra la dejara subirse al tatami para hacer unos cuantos movimientos.

El tercero, el más tonto de todos, volver a ver al tipo moreno al que había tumbado. No porque hubiera sido divertido, que lo había sido, sino porque… Él había cerrado los ojos e inspirado profundamente cuando ella pasó a su lado, como si se deleitara con su aroma y quisiera grabárselo en el cerebro para no olvidarlo. Pero eso era una tontería, ¿verdad? No obstante, hubo un momento en que le dio la impresión de que la miraba con buenos ojos, tal y como siempre decía papá que la miraría el hombre que se enamorase de ella.

—Eso es una chorrada —musitó con la mirada fija en su reflejo—, nadie me mirará jamás con buenos ojos, porque simplemente no hay nada bonito que mirar —afirmó tapando con la mano la cara de hada que le devolvía la mirada.

Negó con la cabeza y bufó al recordar que a su imaginación, esa estúpida testaruda que no seguía órdenes y hacía lo que le daba la real gana, le había dado por poner al maromo dentro de sus sueños, noche tras noche… Por lo que había que añadir al desastre horroroso que era su cara unas ojeras negras como el carbón. Siguió con los dedos su imagen en el espejo; dibujó sus labios demasiados gruesos y rojos, sus ojos rasgados de color humo sucio, y su frente lisa y estrecha.

—Deja de mirarte —se recriminó—. Ya lo dice el refrán, aunque la mona se vista de seda, mona se queda —sentenció.

Fue a su cuarto, colocó con cariño el vestido y los leggings, escondió el colgante y cogió el maletín. Había llegado la hora de la verdad. Todo su dinero estaba invertido en dildos, vibradores, lubricantes, esposas y ropa interior comestible. Esperaba que diera sus frutos.