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Aún estoy corriendo.
Rompiste los lazos.
Soltaste las cadenas.
Aún no he encontrado lo que estoy buscando.
U2, I Still Haven’t Found What I’m Looking For
15 de mayo de 2009
Darío, vestido con un impecable traje gris, observó emocionado cómo Ruth daba el «sí, quiero» a Marcos, el hombre que le había arrebatado a su hermana y a su sobrina. Se limpió discretamente una lágrima traidora que osó escapar de la prisión de sus párpados e irguió la espalda, dispuesto a no dejar ver la desolación que sentía en su interior.
La mano de su hermano pequeño se posó firme sobre su espalda, recordándole que, por mucho que lo intentara, no podía fingir ante él. Héctor era increíblemente perceptivo. Darío giró la cabeza y le sonrió, dándole a entender que no pasaba nada, que estaba bien. Pero no lo estaba.
Todo su mundo se había hecho añicos en menos de un mes. Ruth se había ido a vivir con su marido, y se había llevado a Iris, dejándole solo. Héctor les había informado, hacía solo un par de días, de que había conseguido un trabajo de becario y se iría a vivir a Alicante en menos de dos semanas. Con un poco de suerte, conseguiría trabajo allí, a cuatrocientos kilómetros de Madrid.
Miró de reojo a su padre. Ricardo permanecía erguido, observando confuso la ceremonia, sin entender qué pasaba allí. Al menos él se quedaba. Darío se había negado en rotundo a que su hermana se lo llevara a vivir con ella. «Papá necesita la estabilidad que le da vivir en una casa que conoce. Si le llevas a la de Marcos, estará perdido, olvidará por qué está allí, se perderá en las habitaciones, no encontrará sus cosas», había argumentado una y otra vez hasta convencerla.
Giró la cabeza a la izquierda, observando el sitio vacío que había a su lado. Ariel no estaba con él. Por supuesto que no. Había intuido desde el principio que la sirenita se negaría a acudir al evento. Aun así, había fantaseado con convencerla, pero no había vuelto a verla desde aquella aciaga noche. Había desaparecido de su vida de la misma manera que entró. De repente. Sin avisar.
Había llamado una y mil veces al teléfono de su pensión, pero la bruja que le contestaba no se molestaba siquiera en escucharle. Simplemente le colgaba advirtiéndole que dejara en paz a «su niña».
Había intentado encontrar el lugar al que pertenecía ese número de teléfono, pero no hubo forma. No estaba en las guías ni en Internet. Y la policía se había negado a ayudarle cuando acudió a ellos desesperado.
Sabía por Elías y Sandra que Ariel se había puesto en contacto con ellos para entregarles el último pedido que le habían hecho. Pero cuando fue a entregarlo, lo hizo a primera hora de la mañana de un lunes, sin avisar de su llegada. Con premeditación y alevosía. Intentó llamar al número de teléfono que se había quedado grabado en el de sus amigos, pero, cuando lo hizo, descubrió que correspondía a una cabina telefónica.
Su sirenita había desaparecido del mundo como solo ella podía hacer, con sigilo y contundencia. No conseguiría hallarla si ella no quería ser encontrada. Y él debía aceptarlo.
Varias horas más tarde, a solas, en casa, Darío recorrió paso a paso la habitación vacía que pertenecía, no, que había pertenecido a su hermana y su sobrina. Se subió a la litera, se tumbó sobre ella con los brazos detrás de la cabeza y una lágrima se le escapó por entre las pestañas fuertemente cerradas.
Estaba vacía; ya no se oirían gritos infantiles, ni risas acompasadas; ni temblarían las paredes con las travesuras de Iris. Su hermana ya no le recriminaría continuamente que dijera tacos ni controlaría con precisión la nevera. No habría nadie en el salón por las noches cuando regresara del gimnasio. Nadie le preguntaría cómo había ido el día, ni le daría un beso en la mejilla cuando se fuera a la cama. Y no es que pensara que lo iba a echar de menos. Seguro que estaría en la gloria solo en casa. Otra lágrima rodó por la mejilla con ese pensamiento.
¡Miércoles! No estaba triste, no estaba llorando; era simplemente un efecto secundario de todas las cervezas que había tomado durante la celebración. Ni más ni menos.
Se dio la vuelta en la cama e intentó concentrarse en pensamientos más agradables. Una imagen apareció en su mente. Una mujer alta, de espaldas estrechas, piernas largas, con músculos bien definidos y el vientre liso. Con los abdominales más marcados que los suyos propios. Sacudió irritado la cabeza. Había dicho «pensamientos más agradables», no pesadillas con brujas. Volvió a girarse en la litera. Un perfil afilado, de pómulos marcados y con un hoyuelo en la barbilla, enfatizado por el corte de pelo más extraño que hubiera visto en su vida, entró en su mente sin pedir permiso. Lo acompañaban unos ojos grises insolentes y unos labios carnosos que escondían unos dientes blancos y perfectos como perlas, tras los cuales se ocultaba la lengua más retorcida y venenosa que pudiera existir. Suspiró irritado. ¡Solo le faltaba acabar la noche pensando en una bruja! Bajó de la cama de su hermana y se fue a su propio cuarto. Héctor dormía a pierna suelta. Se tumbó sigiloso en su cama e intentó conciliar el sueño…
En el interior de sus párpados apareció una vívida imagen: Ariel vestida con unos leggings y una camiseta de tirantes ajustada al cuerpo que se cortaba unos centímetros por encima de su ombligo. Un ombligo tentador que pedía a gritos un poco de atención masculina. Una atención que él le prestaría gustoso, siempre y cuando consiguiera encontrar a la muchacha. Darío frunció el ceño. ¡Maldita fuera! Incluso en sueños le atormentaba.
Apretó los párpados e intentó dormirse. Y volvió a verla.
Estaba tumbada de espaldas sobre el tatami, con los brazos cruzados por debajo de la cabeza, en una postura indolente que alzaba sus pechos perfectos. Los pezones erguidos se marcaban debajo de la camiseta, llamándolo. Tenía las piernas ligeramente abiertas y las rodillas un poco dobladas en la viva imagen de la despreocupación; la planta desnuda de sus pies se apoyaba sobre el suelo verde, realzando la blancura de su piel de alabastro.
Darío abrió los ojos y suspiró. Tenía los testículos a punto de ebullición, el pene le latía dolorido contra el bóxer, las manos le sudaban y su corazón parecía haber corrido una maratón. Aún no estaba dormido y ella ya se estaba metiendo donde no la llamaban. Había escapado de él, ¿por qué no le abandonaba también durante las noches?
Se giró en la cama acurrucándose de costado, intentando olvidarse del dolor casi insoportable que le recorría los genitales. Colocó las manos bajo la almohada, dejó caer los párpados, relajó su respiración y se concentró en el trabajo atrasado de la zapatería… Pero fue imposible. La imagen regresó más vívida.
Tenía entre las manos unos hermosos botines negros de ante, con un tacón afilado de casi diez centímetros al que debía poner tapas. Acarició la suave piel del empeine mientras comprobaba la tapa más adecuada, de caucho, por supuesto; las de hierro hacían mucho ruido al andar. Cogió del cajón las apropiadas y se dispuso a ponerlas, pero algo había cambiado. El botín que tenía entre las manos ya no estaba vacío, subió la vista por el delicado ante hasta vislumbrar un fino tobillo de piel nacarada. Sus dedos acompañaron a su mirada mientras recorría, casi jadeando, el contorno de la nívea pantorrilla, la forma sensual de la corva de la rodilla, los muslos lisos y bien formados que terminaban en… unos pantalones vaqueros mal cortados.
—¡Miércoles! —gimió angustiado por no poder dominar sus pensamientos. Ni siquiera dormido conseguía olvidar a Ariel—. ¡Esto es increíble!
Lo último que le faltaba en esa nefasta noche era desear lo que no podía tener. Lo que había perdido por un arranque de ineptitud. Tenía que olvidarla, deshacerse de su recuerdo, dejar pasar el tiempo y que el dolor se diluyera.
Se giró hasta quedar de espaldas, aguzó el oído hasta escuchar el sonido de la respiración de Héctor, que dormía en la cama de al lado —no le hizo falta aguzarlo mucho, su hermano estaba roncando como un oso—, y sin pensarlo dos veces se cubrió con la manta hasta la barbilla, se quitó el bóxer de un tirón, abrió ligeramente las piernas y volvió a cerrar los ojos…
Tendría a Ariel entre sus brazos una última vez. Aunque fuera en sueños.
Allí estaba ella otra vez, de pie, apoyada en la pared del gimnasio, sonriéndole. En esta ocasión llevaba el vestido camisero con un cinturón ciñéndole las caderas.
«Como si Ariel fuera capaz de ponerse algo que no fueran pantalones», pensó enfadado con su imaginación por ser tan… imaginativa.
Su sirenita tenía las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y las manos enganchadas al cinturón. Le guiñó un ojo y abrió los dedos en abanico hasta enmarcar su pubis.
El pene de Darío se alzó impetuoso sin la restricción del bóxer y sus manos se cerraron en garras sobre sus muslos cubiertos de vello negro. Un jadeó escapó de su garganta. Ariel era tan hermosa que le dolía mirarla, aunque fuera en sueños.
Su fantasía quiso que la muchacha deslizara uno de sus tobillos hacia arriba, recorriendo lentamente su propia pantorrilla con la punta de los dedos del pie, en un gesto tan coqueto que era imposible que la mujer real lo realizara en su vida. La pierna ligeramente alzada levantó el ya de por sí muy corto vestido, dejando ver la parte interior del muslo. Darío cerró con fuerza los puños y esperó.
Ariel apoyó el pie en la pared justo por debajo de su delicioso trasero e inició con la pierna un suave movimiento de izquierda a derecha, mostrando y ocultando rítmicamente el desnudo vértice entre sus muslos. Darío se inclinó en su imaginación hasta que quedó de rodillas ante ella. Quería verla bien.
¡Nada! ¡No llevaba nada! Cada dos segundos podía ver su pubis de rizos rojizos, cada dos segundos enloquecía cuando dejaba de verlo.
Ariel seguía balanceando su muslo ignorando la lujuria que asomaba a los ojos del hombre arrodillado ante ella. Sus manos abandonaron el cinturón y se deslizaron lentamente hasta el inicio de sus pechos, apretándose contra sus costillas, enmarcándolos, para a continuación resbalar hacia los pezones y apretarlos entre los dedos. El Darío imaginario se abalanzó sobre ella, la sujetó con sus potentes manos y hundió la cara en su pubis.
El Darío real se olvidó hasta de su nombre, agarró su pujante polla con una mano mientras sujetaba los testículos con la otra y comenzó a bombear con fuerza, deslizando sus dedos arriba y abajo por el tallo venoso y endurecido, apretándolo al llegar a la base para emprender la subida hasta el capullo, aflojando al llegar al prepucio para a continuación volver a bajar. Sus piernas se abrieron más, su trasero se endureció, se le levantaron las caderas para permitir a su otra mano un mejor acceso a la bolsa escrotal; la pesó, la acarició, la sintió endurecerse dispuesta a expulsar el semen de un momento a otro.
Abrió con sus dedos imaginarios la suave piel de los pliegues del sexo de Ariel, su lengua se adentró en el paraíso único y dulce de su vagina. Imaginó a la mujer gimiendo por él. Hundió más la lengua hasta que la sintió tensarse. Entonces se apartó un poco y comenzó a lamerle lentamente la vulva, tan suave, tan tersa. Se recreó en su aroma, en su humedad; absorbió entre sus labios el clítoris, lo arañó levemente con los dientes hasta que la imaginó jadeando desacompasada, tan loca por él como él lo estaba por ella.
El movimiento de sus dedos subiendo y bajando por su pene se descontroló. Sus caderas se alzaron una y otra vez contra su mano en un compás rápido, vertiginoso. Apretó su pene al sentir el calor y los ramalazos de placer atravesándole el cuerpo. Se estaba volviendo loco. Un gruñido asomó a sus labios cuando el chorro de semen emergió exigente y se derramó sobre su vientre. Su cuerpo siguió temblando algunos segundos después, mientras su mente se abría camino entre las brumas del imponente orgasmo.
Poco a poco volvió a la realidad; la humedad sobre su estómago le recordó que tenía que limpiarse, pero no se veía con fuerzas. Se tapó los ojos con el dorso de la mano y dejó que las lágrimas de impotencia fluyeran libres. ¿A quién quería engañar? Esa no iba a ser la última vez que soñaría con ella. La tenía metida bajo la piel, alojada firmemente en lo más profundo de su corazón. Y no podía hacer nada por evitarlo.
El cansancio se fue apoderando de él. Los párpados, pesados, se cerraron por fin, dándole el necesitado descanso. Y allí estaba ella de nuevo, como todas las noches desde el día en que la conoció. Burlona, altiva y pícara, sonriéndole desafiante.