Ocho

Ari se apretó contra el costado el bolso enorme que llevaba y se dirigió con ritmo rápido a la entrada del edificio que albergaba la empresa de seguridad Devereaux. La forma en que iba vestida denotaba elegancia y riqueza: llevaba ropa de diseño, pendientes de diamantes y gafas de sol de diseñador, así como un pañuelo de Hermès con el que se cubría la cabeza. Parecía que se protegiera el pelo del viento, pero en realidad con las gafas y el pañuelo intentaba ocultar su pelo y sus ojos tan característicos, por no hablar de los cardenales que le marcaban el rostro.

Había aparcado el coche junto al bordillo de tal forma que otros coches no pudieran obstaculizarle la salida. Era un BMW M6 descapotable muy elegante que encajaba sin problemas con la imagen que intentaba proyectar. Además, tenía la ventaja de ser rápido: quinientos ochenta caballos bajo el capó. Recordaba hasta el último detalle de lo que le había contado su padre sobre los distintos coches que tenía. El M6 era más rápido y más potente que un Mustang, que un Camaro —más incluso que el ZL1— y que un Corvette, aunque con este último la cosa estaría muy reñida.

Si bien antes hubiera preferido una fortaleza impenetrable con ruedas, ahora prefería algo sencillo de manejar con el que pudiera dejar atrás a los demás. Por suerte su padre le había inculcado la importancia de pensar y hacer planes por adelantado.

Había contemplado minuciosamente sus opciones cuando fue a recuperar el contenido de la caja de seguridad que su padre guardaba en uno de los bancos locales. Lo había dispuesto así para que en caso de necesidad o de problemas, tuviera acceso a dinero en efectivo y a una falsa identidad, incluyendo pasaportes y permisos de conducción: tres en total.

Nunca se le había ocurrido preguntar a su padre por qué creía que necesitaría algo así. Sabía muy bien lo protector que era con ella, de modo que no le dio mucha importancia; pensó que era fruto de la sobreprotección y de cierta paranoia. Pero tal vez su padre había acertado al prepararse para lo peor, ya que era eso a lo que ella se enfrentaba en ese momento. Ahora daba las gracias a la previsión de su padre. Había vivido toda su vida en una burbuja, y, por vez primera, su padre no estaba ahí para solucionarle los problemas. Dependía de ella salir del enredo en el que estaba metida.

Lo más seguro era que la gente que la perseguía esperase lo contrario de lo que estaba haciendo. Supondrían que se vestiría de una forma más modesta, que intentaría no parecer la hija de un hombre rico y evidentemente no esperarían verla en público con una ropa y un coche que llamaran la atención. Ari se estaba ocultando a plena vista, confiaba en que seguirían a alguien que tratara de esconder la suntuosidad del dinero y del prestigio. Y si la estaban vigilando, como creía que hacían, o al menos deberían haber hecho, entonces sabrían que normalmente vestía de manera informal y que prefería vaqueros y camiseta a la ropa de diseño. Iba más cómoda con sandalias que con los elegantes tacones que llevaba ahora. Y, desde luego, no tendría ningún reparo a la hora de quitarse los tacones y huir descalza si fuera necesario.

Caminaba con paso rápido, enérgico y seguro, y llevaba la barbilla ligeramente levantada para tener una línea de visión despejada de los alrededores en todo momento. Lo observaba todo en busca de una señal de peligro. Cualquier cosa que pareciese… peligrosa, aunque no sabía cómo alguien podría percatarse de un peligro inminente. Si todo el mundo llevara una señal de advertencia con la palabra «peligro», no pillarían a nadie desprevenido, así que era absurdo pensar que detectaría una amenaza en ese ir y venir constante de la gente.

Dejó escapar un suspiro de alivio cuando entró en el edificio, la tranquilizaba un poco dejar atrás el ajetreo de la calle y estar fuera de la vista de cualquiera que pudiera observarla. Firmó en el mostrador de seguridad usando uno de los alias que había recogido de la caja de seguridad. Intentaba aparentar calma y aplomo, aunque tanto los nervios como la agitación se aferraban a su pecho. Tras obtener la tarjeta de identificación para acceder a través del torno de seguridad, se apresuró hacia los ascensores con una ansiedad cada vez mayor.

Su padre le había dicho en más de una ocasión que en caso de que algo le sucediera a él, o si alguna vez ella necesitaba ayuda, debía acudir a Caleb o Beau Devereaux, a ser posible Caleb, por ser el mayor. No le había explicado qué relación tenía con los Devereaux, pero había insistido en que solo confiara en ellos y en nadie más. Y al igual que no había cuestionado la necesidad del dinero en efectivo y los alias que guardaba en una caja de seguridad, tampoco le preguntó sobre ese vínculo, aunque le resultaba extraño no haber conocido nunca a los hombres a los que su padre le había dicho que recurriera si fuera necesario.

Solo esperaba que su padre estuviera en lo cierto. Ya le habían traicionado hombres en los que él confiaba. ¿Quién podía decir que los Devereaux eran diferentes? Pero ¿qué otra opción tenía? No tenía ninguna.

Apretó los labios mientras salía del ascensor en la planta que ocupaba la empresa de seguridad Devereaux. No tenía otra opción salvo confiar en los hombres de los que evidentemente se fiaba su padre y rezar para que no hubiera cometido un gran error al recurrir a ellos para pedir ayuda.

Beau levantó la vista del escritorio cuando la alarma silenciosa disparó el haz de luz en su despacho que anunciaba que alguien había accedido al vestíbulo de la empresa. Su oficina estaba situada de forma estratégica y tenía un espejo polarizado que le permitía observar y formarse cierta impresión de un cliente potencial nada más verlo. A menudo, la gente muestra cómo es en realidad cuando cree que no la vigilan.

Una mujer joven y menuda se dirigía con vacilación hacia la recepcionista, Anita, y desde su punto de vista estratégico podía ver cómo le temblaban las manos, aunque la muchacha trataba de ocultarlo con aplomo. Frunció el ceño al ver que no se había quitado ni las gafas de sol ni el pañuelo y que seguía ocultando su rostro. Iba de incógnito, sin duda.

Pulsó el botón del interfono que le permitía escuchar la conversación entre la joven y Anita. Había despertado su interés. Se vio a sí mismo inclinándose hacia delante como si pudiera acercarse más a pesar de que el cristal les separara.

En un momento dado, la joven, aún en silencio, desvió la mirada y la fijó en la pared de cristal. Ya que no podía verle los ojos, no sabía lo que estaba pensando ni si sabía que la observaban, pero tenía la incómoda sensación de que sabía exactamente qué era ese cristal.

—¿Señorita? —instó Anita a la joven, otra vez—. ¿Puedo ayudarla en algo? ¿Tiene usted cita?

—No —dijo la joven con una voz temblorosa y suave—. Quiero decir, sí.

Respiró profundamente y encorvó los hombros de forma visible, como si estuviera haciendo acopio de valor para decirle por qué había venido. Beau se la imaginaba fácilmente cerrando los ojos en aquel momento de desesperación.

—Lo que quería decir es que no tengo cita —aclaró en voz baja—, pero sí, puede ayudarme. Dios, espero que pueda. Necesito hablar con Caleb o Beau Devereaux, a ser posible Caleb si está disponible. Es… importante —añadió. La desesperación se hacía patente en su voz.

Beau alzó las cejas de inmediato. Estaba seguro de que no conocía a esa joven y por el modo en que les había nombrado se notaba que al menos había oído hablar de ellos, porque no se había divulgado que Beau o Caleb participaran activamente en la gestión de la empresa de seguridad Devereaux.

Dane era el testaferro, la imagen de la compañía. Cuando había ruedas de prensa o estaba involucrada la policía, etc., era Dane quien estaba al mando, mientras Beau y Caleb se mantenían en la sombra. Desde que se había casado con Ramie, su hermano había delegado el funcionamiento de la compañía en Beau y Quinn, su hermano pequeño.

Quinn se encargaba de todo el tostón financiero así como de la revisión de antecedentes penales, no solo de los empleados potenciales, sino también de aquellas personas que quisieran contratar los servicios de su empresa: asuntos para los que Beau no tenía paciencia. Beau deliberaba con Dane sobre qué clientes aceptaban y cuáles remitían a otra parte. Muchos de los supuestos clientes eran en realidad personas que querían llegar hasta Ramie y sus poderes. Y eso no iba a dejar que pasara, ni por encima del cadáver de Caleb.

Beau pulsó un botón situado cerca del interfono para enviar una señal que Anita, o quien estuviera detrás del escritorio, pudiera ver. La luz solamente emitía dos colores: rojo o verde. El rojo significaba que Anita debía informar al posible cliente de que no había nadie disponible y acompañarlo con delicadeza a la salida. El verde significaba que debía acompañar al cliente a una de las oficinas. En este caso, a la de Beau.

A Anita nunca se le escapaba nada y su mirada nunca delataba la luz que le indicaba lo que tenía que hacer.

—Lo siento, pero Caleb no está disponible.

Antes de que pudiera terminar, la joven se llevó una mano a la boca y luego apretó el puño contra sus labios. Beau casi podía sentir el pánico emanando de su cuerpo en oleadas y ráfagas.

—Sin embargo, Beau está disponible, y la recibirá enseguida —continuó Anita rápidamente. Ella también se había percatado de la reacción de la joven y se apresuró a tranquilizarla.

A la joven le flaqueaba el cuerpo entero y temía que le fallaran hasta las piernas. Frunció el ceño cuando pensó que no podría caminar hasta la oficina. Temblaba como un flan.

Se puso de pie y en marcha en una fracción de segundo y rápidamente abrió la puerta del despacho. Salió al vestíbulo a zancadas, esperando que su presencia la tranquilizara en lugar de asustarla. Ella se dio la vuelta, visiblemente sobresaltada al verlo tan cerca. Fue entonces cuando vio lo que tanto había intentado ocultar, y lo habría conseguido de no ser por la luz que ahora le iluminaba el rostro. Tenía un cardenal a un lado de la barbilla y había indicios de una grieta en la comisura de la boca. Al parecer, alguien la había golpeado.

Existían un millón de razones que explicaran el porqué del cardenal, pero en primer lugar, había visto lo peor que la vida podía ofrecer y lo que las personas eran capaces de hacer, así que su primer instinto era siempre ponerse en lo peor. Y en segundo lugar, si se trataba de un cardenal sin importancia —debido a algún accidente tal vez—, ¿por qué se tomaba tantas molestias para ocultarlo?

Dio un paso vacilante hacia atrás y él no se movió. Simplemente se quedó ahí para que lo examinara sin interrumpirla. Era evidente que lo estaba estudiando; quizá se preguntara si podría confiar en él.

—¿Quería verme? —preguntó Beau en un tono neutro.

Apretó los puños a la altura de la barriga. Se mordisqueó el labio inferior e hizo una mueca de dolor al recordar la herida que tenía. Se llevó una mano al labio, pero entonces, al darse cuenta de que atraería una atención que no deseaba sobre el cardenal, la dejó caer a un lado.

—Sí —dijo ella, inclinando la cabeza—. Necesito que me ayude.

Beau desvió la mirada en dirección a Anita y esta le respondió con una rápida inclinación de cabeza, sabiendo lo que quería. Tenía que poner todas las llamadas en espera y ocuparse de todo lo que surgiera mientras él estaba con la joven para que nada los interrumpiera.

Hizo un gesto a la joven para que lo siguiera a su despacho, pero ella vaciló. Despacio, le puso la mano en el antebrazo, pero no de un modo atemorizador o repentino, sino con suavidad.

—Por aquí, por favor —le indicó, alentándola a acompañarle.

Tenía los hombros rectos y miró al frente con decisión como si quisiera deshacerse de la inquietud. En la puerta del despacho, tomó la iniciativa y entró primero, dejando que la siguiera. Él cerró la puerta tras de sí y se volvió hacia la misteriosa joven que lo había llamado por su nombre.

Su mirada se posó en el espejo polarizado e hizo un mohín.

—Sabía que me estaba observando —dijo en un tono bajo y acusador.

—No me ha ayudado mucho —repuso él amablemente.

Se dirigió hacia el escritorio para sentarse en la silla y parecer menos intimidador. Estaba familiarizado con el aspecto de una persona que había sido víctima de abusos. Dios sabe que había visto a unas cuantas. De manera que sabía que su tamaño y su comportamiento podían ser intimidantes y una mujer podía interpretarlos como amenazantes si ya era recelosa con los hombres.

Sin embargo, también era terco, y en más de una ocasión, la gente le había rehuido por su actitud franca. Era quien era y sabía que nunca cambiaría, por eso no podía comportarse de otro modo, aunque la situación así lo requiriera.

—Antes de que me cuente lo que la asusta tanto, quítese las gafas y el pañuelo.

Se puso tensa mientras lo observaba fijamente a través de las lentes oscuras de las gafas. Sentía su mirada y cómo la escudriñaba; lo notaba por el picor en la nuca.

—¿Son los cardenales lo que intenta esconder? ¿O a usted misma?

Automáticamente, ella se llevó una mano a la cara, pero no se tocó el cardenal de la barbilla. Lo hizo para taparse una de las lentes de las gafas. Su reacción fue fruncir el ceño ante la idea de que la joven tenía más de un cardenal. Cuando se dio cuenta de la cara que ponía, se puso nerviosa y se giró para mirar la puerta.

—Está a salvo aquí —dijo Beau amablemente—, pero necesito saberlo todo para poder ayudarla. Por eso necesito que se quite las gafas y el pañuelo y que me diga qué la ha traído hasta mi hermano y hasta mí. Sin rodeos —añadió.

Debía de estar conteniendo el aliento porque estaba tan quieta que no apreciaba siquiera cómo se elevaba y bajaba el pecho. En ese instante dejó que el aire saliera de sus pulmones en una larga exhalación. Se balanceó, cansada, y bajó la mano hasta encontrar el brazo de una de las sillas que había frente al escritorio de Beau.

Lentamente, levantó el brazo y tiró del pañuelo. Lo llevaba sujeto al pelo con prendedores y, cuando se lo quitó, una melena sedosa le cayó sobre los hombros y brazos. Tenía un color único. Podía imaginarse por qué se había molestado tanto en ocultarlo. Su melena tenía varios tonos de rubio, pero también tenía mechas plateadas entrelazadas con mechas de un cálido color castaño. Se reflejaban, al menos, seis tonos diferentes a la luz del despacho.

Le temblaban las manos cuando se quitó las gafas; bajó la mirada, con lo que no pudo vérsela al momento. Pero cuando alzó la barbilla para que pudieran mirarse a los ojos, los de Beau se abrieron. Sus ojos, al igual que su pelo, eran inconfundibles. Le fascinaba cómo parecían cambiar de color a medida que se movía y la luz incidía en ellos, resaltando unas motas relucientes de aguamarina y oro. Si le hubieran preguntado de qué color eran, no habría sabido responder. ¿Cómo se podía describir la mezcla turbulenta del océano, el sol y las joyas más brillantes?

Y tal como sospechaba, había más cardenales. Tenía un ojo hinchado y se le había puesto morado. Solo a través de una pequeña hendidura podía ver el ojo de ese lado.

Incluso a pesar de la hinchazón del ojo, había algo claramente electrizante en su mirada. Se preguntó si era médium. En ese momento le entraron ganas de hacerle varias preguntas, pero se contuvo porque la joven tenía cardenales, aunque ninguno de los gamberros que habían ido tras ella había sido violento con ella y, sin duda, no le habían tocado la cara. Alguien le había hecho daño y eso lo cabreó. Por no hablar del hecho de que estuviera allí, en su oficina, de que supiera su nombre y de que estuviera muerta de miedo. No podía estar fingiendo a no ser que fuera una actriz buena de cojones y no creía que lo fuera.

Sus preguntas tendrían que esperar. Ahora tenía que concentrarse en lo que había hecho que acudiera a él y a Caleb. Tenía que hacer que se sintiera segura para que pudiera sincerarse con él y le hablara del problema en el que estaba metida, lo que requería paciencia por su parte. Y no era uno de sus puntos fuertes, sin duda. No obstante, decidió reprimir su impaciencia y el deseo de saberlo todo al instante para permitirle que se calmara y que se sintiera más cómoda. Si es que eso era posible.

—Usted es la mujer de las noticias —murmuró—. La mujer de la que todo el mundo habla.

Ella asintió y, de repente, cerró los ojos cuando el dolor y la pena se reflejaron en su rostro.

—Fui imbécil —dijo con la voz ronca—. Y ahora mis padres están pagando por ello. Necesito su ayuda, señor Devereaux. Me asusta mucho que les haya pasado algo. Mi padre me dijo que si alguna vez me metía en problemas, si necesitaba ayuda y él no estuviera ahí, que viniera aquí. Con usted o con su hermano.

Las cejas de Beau se elevaron cuando preguntó:

—¿Y quién es su padre?

—Gavin Rochester. Soy Arial, Ari, su hija. ¿Lo conoce?

Beau frunció el ceño. El nombre le sonaba de algo. Habían pasado muchos años, cuando sus padres aún vivían, pero estaba casi seguro de que Gavin Rochester había sido un amigo o un socio de su padre. Y dadas las extrañas circunstancias en las que habían muerto sus padres, le parecía raro que alguien que estuviera relacionado con ellos enviara a su hija a él y Caleb.

Caleb había cortado con todas y cada una de las relaciones de sus padres, socios, amigos… con todos. No sabían en quiénes podían confiar, si es que podían confiar en alguien, así que, simplemente, se hicieron a un lado, desaparecieron del mapa y empezaron de nuevo. Desde cero. Mientras sus padres estaban vivos, se deleitaron en su estilo de vida y disfrutaron de todas las ventajas de haber sido ricos y poderosos. Sin embargo, Caleb había hecho exactamente lo contrario. No quería que sus hermanos llevaran la misma vida que sus padres; una vida que los condujo a su muerte.

—No, no lo conozco —dijo Beau con sinceridad—, pero es posible que mi padre lo conociera. Sin embargo, mis padres murieron hace muchos años, así que debe de ser por eso que su padre le dijo que acudiera a nosotros si alguna vez se veía en problemas.

—Ojalá pudiera volver atrás y enmendarlo todo —dijo ella, mientras la pena la ahogaba y le salían las palabras a borbotones—. Cometí un error. Se suponía que no debía exponerme como hice ese día, pero fue instintivo. Supe que iba a matarme, se lo veía en los ojos. Y aunque soy experta en defensa personal, mi padre insistió en ello, era imposible que una mujer de mi tamaño pudiera con tres hombres.

—¿Qué hizo exactamente? —preguntó Beau con tranquilidad.

Se quedó en silencio, mordiéndose la parte superior del labio, consternada. Podía ver que estaba librando una batalla infernal internamente. Decidía cuánto podía contarle, si es que podía contarle algo.

—Ari. ¿Prefieres que te llame Ari o Arial?

—Ari —respondió con voz ronca—. Todos me llaman Ari.

—Muy bien, Ari. Has venido aquí porque en cierta forma sabías que si tu padre confiaba en nosotros, tú también podías. Y si voy a ayudarte, necesito saberlo todo. No puedes dejarte nada en el tintero porque tengo que saber a qué me enfrento. Si te preocupa tu privacidad, tenemos una política muy estricta sobre la confidencialidad de nuestros clientes. Ni siquiera guardamos copias de seguridad y nuestro sistema informático es impenetrable. Solamente contratamos a los mejores y nos tomamos nuestro negocio, y a nuestros clientes, muy en serio.

—¿Significa eso que me ayudará? —preguntó con inquietud—. Si el dinero es un problema, le aseguro que tengo suficiente.

Mientras hablaba, empezó a sacar un fajo de diez mil dólares y lo puso sobre el escritorio con nerviosismo.

—Dígame cuánto es y lo pagaré. Si el efectivo no es suficiente, conseguiré más.

Beau se inclinó sobre la mesa y le cogió una de sus pequeñas manos, sujetándola con firmeza para impedir que volviera a hurgar en el bolso. Le frotó el pulgar sobre su piel suave y satinada en un intento de tranquilizarla.

—Hablaremos del dinero más adelante —dijo con amabilidad—. Ahora mismo necesito saber a qué nos enfrentamos para saber dónde empezar a buscar. ¿Dijiste que tus padres habían desaparecido? ¿O que estaban en peligro?

Unas lágrimas se asomaron a sus ojos electrizantes, casi de neón, y los volvieron más brillantes. Prácticamente resplandecían y parecían más grandes en contraposición con la delicada estructura de sus huesos.

Su mirada se posó de nuevo en el ojo hinchado y rechinó los dientes. Le tocaba las narices imaginar que alguien pudiera golpear a una joven con tanta fuerza como para dejarle un cardenal como el que veía. Tenía suerte de que no le hubiera roto nada. Pero ¿cómo estaba tan seguro de eso? No podía llevarla a urgencias para hacerle una radiografía. Tomó nota mental para llamar a un médico para que fuera a examinarla en cuanto estuviera en un lugar seguro.

Se retorció las manos con nerviosismo y después se inclinó, se colocó los dedos en las sienes para aliviar el dolor y la tensión. Lo único que podía hacer era mantenerse al margen y permanecer tras el escritorio como si de una tercera parte imparcial se tratara. Alguien a quien ella quería contratar.

—Si me lo permites, será mejor que sea yo quien formule las preguntas —apuntó él—. Puede que así te sea más fácil concentrarte si solo tienes que responder a mis preguntas en lugar de debatirte entre cómo contarme tu historia y si puedes o no confiar en mí.

La culpa brilló en sus ojos y supo que había dado en el clavo, que la joven se debatía internamente sobre si podía o no confiar en él. Entonces apretó los labios, se enderezó y lo miró directamente como si hubiera tomado una decisión.

—Mi padre confía en usted —dijo con suavidad—, así que yo también. No me habría dicho que acudiera a usted si no supiera con absoluta certeza que es un buen hombre y que me ayudaría. Es lo único que me queda, señor Devereaux. A buen hambre no hay pan duro, sobre todo si se trata de la vida de mis padres.

—Por favor, llámame Beau —pidió—. Lo de señor Devereaux me hace sentir como un viejo pesado y espero que no sea esa la imagen que proyecto.

Su rostro adquirió un color rosado y una diminuta sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios. Se quedó fascinado por el cambio que se produjo en sus ojos durante ese breve instante en que ella bajó la guardia. Se vio cautivado por el caleidoscopio de colores que contenían aquellos pequeños iris.

—Pues claro que no eres ningún viejo pesado, así que Beau entonces —dijo ella suavemente.

Notó que se relajaba un poco, que una parte de la horrible presión empezaba a abandonar su cuerpo.

—¿Quieres café o té? ¿Un refresco, quizá?

Ella sacudió la cabeza y miró el reloj.

—A estas alturas ya he perdido demasiado tiempo. Puede que ya sea demasiado tarde para ellos.

El dolor y la angustia anegaron sus ojos una vez más y la desolación le consumía las facciones como una oscura sombra.

—¿Cuándo desaparecieron? —preguntó Beau, decidido a coger el toro por los cuernos y a interrumpir aquella delicada danza para hacer que se tranquilizara.

—Ayer. Ayer por la tarde —informó ella mientras soltaba el aire profundamente—. Sé que es un poco tonto preocuparse cuando aún no han pasado veinticuatro horas desde que desaparecieron, pero tienes que entenderlo. Después de lo que ha pasado, nunca me dejarían sola durante tanto tiempo. Fueron a comprarme algunas cosas. Nos íbamos a una de las residencias secretas de mi padre para protegerme de los medios de comunicación y de cualquier chiflado que fuera a por mí.

Beau levantó las cejas al oír eso de la residencia secreta, pero a juzgar por la cara vestimenta que Ari llevaba y los fajos de diez mil dólares que había sacado del enorme bolso —sin tener en cuenta las obvias medidas de seguridad que había tomado su padre—, su familia debía de ser rica. De nuevo, tomó nota mental para averiguar todo lo que pudiera sobre Gavin Rochester en cuanto hablara con Quinn. Por ahora, dejó ese tema a un lado y se centró en el resto. Sin embargo, a la más mínima oportunidad, sin que la joven se diera cuenta, pondría a Quinn a comprobarlo de principio a fin y de una forma discreta.

El nombre no le daba buena espina porque estaba seguro de que estaba relacionado con sus padres, y él y sus hermanos sospechaban de todo aquel que hubiera tenido relación con ellos antes de sus muertes «prematuras».

Puede que Caleb, al ser el mayor, recordara a Gavin o lo hubiera conocido en alguna ocasión. Sus padres se movían en círculos de personas adineradas, alardeaban abiertamente de su riqueza y de sus amigos, también ricos e importantes. Nunca habían sido discretos a la hora de separar lo personal de los negocios y, con frecuencia, como le había contado Caleb, habían recibido a sus socios en casa, lo que les permitía conocer y relacionarse con los niños Devereaux, aunque Caleb siempre ocultaba a su hermana pequeña, Tori, cauteloso con respecto a las personas con las que se relacionaban sus progenitores.

Era triste admitir que, incluso a una edad temprana, Caleb no confiaba en sus padres. Beau tenía apenas vagos recuerdos de ellos, nada específico; y Quinn y Tori no recordaban nada.

—No me llamaron —continuó Ari—. No me dijeron adónde iban y, cuando los llamé, me saltó directamente el buzón de voz, lo que me hace pensar que tenían los teléfonos apagados o sin batería. Desaparecieron literalmente. Nunca harían que me preocupara ni me dejarían sola porque sí. Por eso, sé que les ha pasado algo.

—Cuéntame todo lo que sepas —la animó Beau—. No te dejes nada, no importa lo insignificante que pueda parecer. Necesitamos toda la información que nos puedas proporcionar para que, al menos, tengamos algo por lo que empezar.

Se quedó quieta y contuvo el aliento. Sus fosas nasales temblaron cuando lo volvió a mirar fijamente.

—¿Significa eso que aceptas el trabajo?

—Necesito conocer todos los hechos, pero sí, nuestra empresa te ayudará.

Se le dilataron las fosas nasales por su repentina exhalación y se le encorvaron los hombros visiblemente.

—Gracias a Dios —murmuró—. No sabía qué más hacer, a quién acudir. Los hombres que contrató mi padre no son de fiar. No puedo permitirme confiar en nadie. Pero está claro que mi padre tenía absoluta fe en ti y en tu hermano, así que me guiaré por su juicio.

—¿Por qué dices que los hombres que contrató tu padre no son de fiar? —preguntó él, a pesar de que tenía una ligera idea de cómo había ido todo. No se había hecho esos cardenales por accidente.

—Mi padre solamente se llevó con él y mi madre a dos de sus guardaespaldas. Mi padre es capaz de defenderse a sí mismo y a mi madre, pero de todas formas se los llevó y dejó al resto del personal en la casa conmigo.

»Cuando me di cuenta de que no regresaban, salí de la casa con el fin de llamar su atención. Sabía que estaban ahí, pero no podía verlos. No estaban dentro conmigo.

Beau frunció el ceño. ¿Por qué leches no se aseguró su padre de que la casa estuviera completamente vigilada, tanto por fuera como por dentro?

—Al no recibir respuesta cuando les pedí ayuda, hurgué en el bolso para buscar las llaves del coche de mi padre. Cuando alcé la vista vi a uno de los hombres frente a mí. Me dijo que mis padres estaban bien y antes de que pudiera reaccionar, me pegó.

Se llevó la mano a la cara, aunque dudaba de que fuera consciente de ello. La furia le dejó un repugnante sabor en la boca al pensar que aquella joven, tan delicada, había sido maltratada por un hombre mucho más grande que ella. Un hombre que se suponía que debía protegerla.

—Cuando levanté la vista del suelo, venía hacia mí y vi que llevaba una jeringuilla en la mano. Sabía que intentaba drogarme y que me quería viva, si no, me habría matado en cuanto salí de casa.

Beau asintió con la cabeza ante su valoración, pero permaneció en silencio para que ella continuara, sin distraerla.

—Sabía que no podía luchar contra él cuerpo a cuerpo. Era dos veces más grande que yo y tenía aspecto de militar. Esa mirada, ¿sabes? Era completamente frío y metódico. También sabía que, aunque le hubieran dado órdenes de mantenerme con vida, no significaba que no pudiera hacerme daño.

Su voz se fue apagando por momentos y sus labios formaron una línea tensa y blanca. Palideció y empezó a respirar de una forma superficial y rápida. Lo observó fijamente mientras lo estudiaba con la mirada, como si todavía estuviera decidiendo si podía confiar plenamente en él o si debía omitir información para que no lo supiera todo.

Pero él esperó, sin hacer objeciones ni obligarla a que confiara en él. Era una decisión que solamente podía tomar ella; no podía obligarla a ello. Si iba a ayudarla, necesitaba que confiara en él al cien por cien. Eso implicaba que tenía que contárselo todo.

—Seguramente has visto el vídeo —dijo con voz temblorosa—. Habrás oído lo que se especula y seguro que has sacado tus propias conclusiones sobre quién soy, sobre lo que soy.

—Prefiero que me lo cuentes tú directamente —repuso con calma—. No suelo tener opiniones formadas sin conocer todos los detalles.

Ella lo miró con un destello de agradecimiento y, una vez más, cuadró los hombros con resolución.

—Tengo un poder… especial —dijo dubitativa—. Telequinesis. No sé si es mi único poder porque mis padres han intentado mantenerme a mí, y a mis habilidades, fuera de la vista de los demás toda la vida, de modo que no los he usado nunca. No desde que era niña y no sabía lo que ocurría. Por eso, mi primer instinto fue usarlo cuando me atacaron. No fui lo bastante sensata para intentar escapar sin usar ese poder. Ahora todo el mundo lo sabe o lo sospecha, y a saber qué más piensan o sospechan de mí.

Su mirada recelosa lo escrutaba, esperando algún tipo de reacción, pero él no reaccionó, a pesar de que era eso lo que ella esperaba.

—Sé que parece una locura —reconoció en voz baja.

—Te sorprendería saber lo que considero una locura —dijo él con calma.

Ella se relajó un poco más; la duda y el miedo empezaban a evaporarse de sus ojos.

—Llamé a mi padre para contarle lo que había pasado y me dijo que entrara en el coche, que él llegaría enseguida. Estoy casi segura de que de alguna manera manipuló el metraje de la cámara de seguridad para que pareciera que actué en defensa propia, pero al mismo tiempo, no se averiguara cómo me defendí. Nunca llegamos a pensar que alguien pudiese ser testigo de ese acontecimiento, y mucho menos, que lo grabara en vídeo. Y ahora está en todas partes.

Cerró los ojos. De repente, su rostro empezó a mostrar signos del estrés y del cansancio.

—No sé qué más puedo contarte que te sea útil. No estaba implicada en los asuntos de negocios de mi padre. Lo único que sé es que mi padre y mi madre se fueron después de decirme que regresarían en menos de dos horas y ya no volví a saber de ellos.

—Y tu agresor te dijo que estaban bien.

Asintió con la cabeza.

—¿Cómo sé que decía la verdad? —Entonces, suspiró otra vez y se masajeó la frente, distraída—. Debí dejar que me llevara con él. ¿Por qué te molestarías en sedar a alguien si lo quieres matar? Podría haberme disparado al verme y haberse salido con la suya. Debí dejar que me drogara, tal vez así me habría llevado con mis padres o puede que quizás los hubiera soltado, ya que está claro que es a mí a quien quieren.

Beau frunció el entrecejo sin darse cuenta.

—Esa no es la respuesta. Si están tan desesperados por encontrarte, usarán a tus padres como moneda de cambio porque si los matan, nunca cooperarás con ellos. Intentarán ponerse en contacto contigo. Puede que quieran hacer un intercambio: tú en lugar de ellos.

Ella asintió.

—Y eso no va a pasar, Ari —dijo en un tono que no dejaba lugar a discusiones.

Ella puso unos ojos como platos, sorprendida.

—¿Qué otra opción tengo?

—Has optado por venir a mí. Esa ha sido tu elección. En el fondo, donde el miedo no origina esos pensamientos irracionales, sabes que tengo razón y que si te entregas a ellos, firmarás la sentencia de muerte de tus padres.