Treinta y tres
Llegaron antes de lo que esperaba Ari, pero se alegró. Había descansado junto a su madre, rodeada por su calor y su amor, y luego se había despertado, aunque había permanecido paciente y en silencio porque no quería que se percataran aquellos observadores silenciosos que sabía que estaban ahí.
La única concesión que había hecho fue decir a sus padres que estaba bien aunque un poco cansada, pero lo hizo para los observadores. Porque estaba preparada.
Antes de media hora, vinieron a por ella.
Los mismos dos guardias aparecieron por el pasillo, se detuvieron frente a la puerta de la celda, ambos con pistolas, aunque esta vez eran de verdad. O al menos a ella le parecieron reales, con balas reales capaces de matar en cuestión de segundos. Sabía que era un mensaje silencioso para que no se resistiera. Y un mensaje no tan silencioso para su padre cuando uno de los guardias apuntó con la pistola a la cabeza de su madre y espetó fríamente a su padre que, a menos que quisiera la materia gris de su mujer esparcida por las paredes, se quedara quieto y no causara problemas.
Tal como Ari les había pedido, en cuanto se rindió a los guardias y decidió marcharse sin oponer resistencia, su padre atrajo a su madre hacia sí, la abrazó con fuerza y se colocaron delante del camastro.
Cuando la arrastraron de malas maneras por la puerta de la celda, Ari miró hacia atrás para verlos. Memorizó cada marca y cada detalle, haciendo cálculos mentales de cómo debía ser la barrera que necesitaba levantar a su alrededor para mantenerlos a salvo de cualquier mal.
Entonces sonrió y movió los labios diciéndoles «Os quiero» justo antes de que uno de los guardias la agarrara del brazo y la alejara del campo visual de sus padres.
Para Ari era complicado actuar como si estuviera resignada, aterrada y confusa, como si tuviera miedo de esos cabrones. En verdad lo que quería era desatar un infierno sobre ellos con una furia que no habrían conocido en la vida, en la poca vida que les quedaba.
Pero se obligó a sí misma a ser paciente, sabiendo que todo debía transcurrir sin complicaciones. Necesitaba estar lo bastante lejos de sus padres para que la mayor devastación tuviera lugar en el corazón del recinto y no en la periferia donde estaban situadas las celdas y donde sus padres estaban encerrados.
Se centró y se regocijó anticipando la expresión de sorpresa y cómo se quedarían cuando al final se dieran cuenta de que la habían subestimado tanto, que se habían metido con la mujer equivocada. Ya podía saborear la venganza que la llenaba de gozo hasta el alma; una venganza sin sombras, sin reprensiones. Nada de lo que algún día pudiera arrepentirse. Era dulce. O eso era lo que decían.
Porque el mundo sería un lugar mejor sin gente como esa, gente a la que no le importaba recurrir a matar, intimidar y destruir para conseguir sus retorcidos objetivos. Lo malo era que todavía no sabía cuál era su objetivo principal, solo que querían usarla, por sus poderes, de una manera que sabía que sería malvada.
Podría decirse que ella era tan retorcida y malvada como ellos, y suponía que algo de verdad había en ese sentimiento. Pero, a fin de cuentas, sus acciones, su conciencia y las consecuencias de sus actos eran algo entre Dios y ella. Y ella no tenía ningún problema en responder ante el poder supremo que le había concedido su don.
Volvieron a llevarla al aséptico laboratorio de color blanco cegador con los mismos dos gorilas —esta vez iba con Pete y Repete— y el supuesto profesional médico servil que no debía de tener más estudios de medicina que ella.
—Y ahora qué —dijo con aire cansado y fingiendo agotamiento y resignación mediante el tono de voz.
La rata de laboratorio se frotó la barbilla de forma exagerada y la examinó de arriba abajo con una mirada que desbordaba irritación.
—Hasta ahora has resultado ser una decepción total —dijo enfadado—. Y considerando el tiempo y dinero que se han invertido en conseguir acceder a ti, decir que estamos decepcionados es quedarse corto.
—Vaya por Dios —profirió con un sarcasmo pronunciado—. No sabe cómo me ofende que una rata de laboratorio y sus gorilas piensen que soy una decepción total. ¿Qué pasa? ¿Esperaban que fuera capaz de conseguir la paz mundial? ¿O querían que arreglara lo de la capa de ozono? Ah, no, espera, también están los niños que se mueren de hambre en África.
Empezó a usar los dedos para enumerar cada razón.
—O tal vez me quieren para que encuentre una cura para la enfermedad del Ébola. Ha habido al menos diez casos comprobados en Estados Unidos durante el último mes más o menos. ¿O acaso prefieren que aniquile para ustedes todos los países africanos en los que hay infectados por el virus del Ébola?
—Para alguien que parecía estar dispuesta a cualquier cosa para salvar a sus padres, no has hecho gran cosa hasta ahora —dijo Pete, alias el «Gorila A», en un tono helado.
Ari le sonrió de forma burlona, lo que le hizo fruncir el ceño en un breve momento de confusión.
—No podéis tocar a mis padres —repuso con voz tranquila y una sonrisa de satisfacción en los labios.
—Está claro que las hemorragias cerebrales te han secado el cerebro —aseveró la rata de laboratorio sacudiendo la cabeza—. Tal vez ha llegado la hora de una demostración.
Se giró hacia Repete, alias «Gorila B», y pronunció una orden que le habría congelado la sangre a Ari si no hubiera estado segura de que era capaz de detenerlos. Ahora, más que nunca, igual que había pedido a sus padres que confiaran en ella, tenía que tener fe en ella misma. No había margen de error ni podía permitirse el lujo de perder la concentración. Era el acto de valor más importante de su vida. Prefería morir antes que fallar a su familia.
Encendieron el monitor y, para su alivio, sus padres seguían plantados en el mismo punto y en la misma postura en la que los había dejado. Dio las gracias en silencio de que hubieran confiado en ella y rezó para que no reaccionaran ante las posibles acciones de ese gilipollas. Porque las cosas estaban a punto de ponerse muy feas.
El Gorila A ordenó a través de su radio que ejecutaran a su madre y, en cuestión de segundos, sin ni siquiera abrir la puerta de la celda, aparecieron dos secuaces en la periferia del monitor y abrieron fuego.
Tres personas se quedaron con la boca abierta cuando las balas rebotaron en un escudo invisible que protegía a sus padres. Su padre había abrazado de forma instintiva a su madre y se había dado la vuelta para recibir las balas en caso de que Ari fallara, pero no se habían movido de los límites que les había marcado. Gracias a Dios por la férrea disciplina de sus padres.
La rata de laboratorio dirigió su furiosa mirada hacia ella y empezó a avanzar con una jeringa en la mano. Sus dos gorilas también empezaron a cercarla. Entonces Ari desató sus poderes.
Todas las cosas que había imaginado mientras estaba tumbada en la celda con sus padres se desarrollaron sin problemas. No se atrevió a cerrar los ojos para concentrarse en lo que estaba intentando conseguir a tanta distancia porque se enfrentaba a la amenaza real de que la drogaran, lo que la dejaría impotente. El escudo que se levantaba alrededor de sus padres desaparecería y ellos morirían.
Decidió enfrentarse a los problemas uno a uno. Sus padres estaban a salvo. Todavía tenía fe en que Beau acudiría a su rescate. Lo único que tenía que hacer era provocar una gran destrucción mientras tanto. Y ya mismo. Después de todo lo que habían sufrido su familia y ella misma por culpa de esos cabrones.
Pensó que iba a ser de lo más divertido.
Surgió de ella una gran determinación que la envolvió con una confianza que nunca se habría imaginado que poseía. Y se preparó para soltar toda su rabia sobre los tres hombres que suponían una amenaza más inmediata para ella.
—No tenéis ni idea de a lo que os enfrentáis —dijo con una voz tranquila y amenazadora que no temblaba ni un ápice por el miedo.
La Arial Rochester sumisa, tímida y débil había desaparecido. Exacto. Rochester, ese era su apellido, su herencia. La sangre no significaba nada. Al fin y al cabo, mira adónde había llevado eso a Caleb, Beau y sus hermanos. Habían tenido unos padres de mierda que no se habían preocupado lo más mínimo por ellos. Pero sus padres adoptivos le habían dado más amor en veinticuatro años que el que recibe la mayoría de la gente en toda su vida.
—Esta es mi especialidad —advirtió el Gorila A fríamente—. Tengo una cuenta pendiente contigo, zorra. Y no creas que no voy a disfrutar de cada segundo. La gente que me paga te quiere viva, y ahora que hemos confirmado tus poderes, tu precio acaba de dispararse, aunque no hay nada que me impida desear tu muerte.
Antes de que Ari pudiera reaccionar, devolverle los insultos o lanzarle un comentario cruel y sarcástico, el tipo sacó una pistola y le metió una bala en la nuca a la rata de laboratorio. Antes de que el Gorila B pudiera reaccionar, también recibió una bala. En la frente. Justo entre los ojos.
¡Coño!
Ay, Dios, ay, Dios. Joder, ese cabrón acababa de pillarla por sorpresa y la había dejado desconcertada, y ahora no tenía ni idea de qué demonios iba a hacer.
«Hazte la dura, Ari. No importa que nunca hayas sido una tía guay. Te asustas a la mínima. Siempre te ha dado miedo hasta tu propia sombra. Supéralo. Ya no eres esa chica».
—Vaya, gracias —dijo ella con un tono alegre mientras la cabeza le iba a mil por hora sopesando las posibilidades. Su memoria fotográfica se activó al momento. Sí, era útil en su profesión de maestra, aunque no creía que fuera posible volver a ejercer ese trabajo, y ahora le salvaría la vida porque su cabeza procesaba todas las posibles situaciones a la velocidad de un ordenador, desechando las que tenían una menor probabilidad de suceder y asimilando las que tenían más papeletas.
El tipo entrecerró los ojos al oír esa extraña respuesta.
—¿Qué? —preguntó Ari—. ¿No estás acostumbrado a que te den las gracias? Mi madre me ha enseñado a ser educada. Te acabas de cargar a dos de los tíos de mi lista. Si fueras ahora tan amable de dispararte a ti mismo, podría tachar otro nombre de la lista y dejarlo por hoy.
Lo estaba haciendo fatal intentando ocultar su miedo y su histerismo, y ese cabrón lo notaba. De hecho le sonrió. Era una sonrisa malvada digna del villano de cualquier película. También podían ser los personajes principales de una película de ciencia ficción. Joder, era una película de verdad porque ¿quién narices iba a creerse toda esa mierda?
Su madre le lavaría la boca con jabón. Por lo que parecía, haber pasado tanto tiempo con Beau y sus compañeros de trabajo la había convertido en una malhablada. Nunca había maldecido tanto en toda la vida a pesar del apego de su padre a la palabra «joder».
—Lo que creo es que estás muerta de miedo, Arial —dijo con tono burlón—. No pareces tan valiente ahora que tienes sangre en las manos. ¿Estabas fingiendo? ¿O de verdad pensabas matarnos a todos a sangre fría?
—Puedes estar seguro de que sí —repuso dejando entrever la rabia en sus palabras—. Y no pienso tener ni el más mínimo remordimiento cuando te envíe directo al infierno, de donde saliste reptando. Esta vez espero que te quedes allí pudriéndote durante toda la eternidad.
El tipo aplaudió con un sonido irritante que la sorprendió; sus ojos reían y se burlaban de ella sin cesar.
—Mira y aprende —espetó Ari—. Nunca cabrees a una mujer que tiene el poder de arrancarte los cojones y obligarte a comértelos luego.
Ari captó la mirada de sorpresa del hombre en el momento en que salió disparado por los aires hacia atrás y chocó contra la pared a varios metros de distancia. La fuerza con la que lo había arrojado volando por la sala hizo que el impacto retumbara. Ari se sentía satisfecha y pensó que había llegado su turno de burlarse de él.
—Es increíble cómo se acojonan los tíos cuando ven que su pajarito está en peligro —ironizó alargando las palabras—. Apuesto a que tampoco tienes gran cosa ahí abajo, así que imagino que no me costará mucho separarte de tu pequeño amiguito.
Con expresión pensativa inclinó la cabeza a un lado justo antes de levantarlo por el aire y estamparlo contra el techo. Lo mantuvo allí arriba, clavado contra el techo como si estuviera atrapado en la tela de una araña.
—Aunque mis poderes tienen sus límites —dijo divertida—. Tengo que imaginar para poder manipular, y si no hay gran cosa con la que trabajar… Bueno, ya sabes cuál es el problema.
Al tío le ardía la mirada por la furia, pero, a continuación y extrañamente, su expresión cambió a una de triunfo. A Ari le recorrió un escalofrío por la espalda justo cuando una sobrecogedora urgencia de esquivar y reaccionar a la defensiva se antepuso a todo lo demás. Cayó de golpe y efectuó un potente barrido con una pierna, rotando a ciegas hacia atrás.
Chocó contra algo duro y sintió un dolor que le subía por la pierna. A juzgar por la palabrota farfullada, a su asaltante le había dolido más que a ella. Dividir su concentración entre dos objetos, o mejor dicho personas, era más difícil de lo que había imaginado.
El Gorila A, todavía suspendido del techo, cayó medio metro antes de que Ari lo volviera a levantar, pero ese momento de desconcentración le costó caro. Un puño la golpeó en la mejilla y la envió unos metros atrás. El muy capullo tenía puños de acero.
Se llevó la mano a la mandíbula y se la masajeó mientras se concentraba en mantener al hombre que más la asustaba donde no pudiera causarle ningún daño mientras planeaba su ofensiva contra su nuevo asaltante.
Encontró con la mirada la pistola con la que el tío que estaba atrapado en el techo había disparado a la rata de laboratorio y al Gorila B. Evidentemente, se le había caído cuando lo había estampado contra la pared. Recordando lo que le había dicho Beau sobre las Glock, rezó para que esa pistola lo fuera también y no tuviera que averiguar cómo quitarle el seguro mentalmente. Aunque puede que el gorila no lo hubiera vuelto a poner después de matar a los dos hombres.
Ahora que estaba dividiendo de verdad su energía mental entre tres cosas, descubrió que era mucho más complicado recuperar la pistola situada al otro lado de la sala. La pistola se acercó de forma errática por el suelo, dando golpes y rebotando. Ari se estremeció esperando con todas sus fuerzas que no se disparara porque, si tenía que bloquear una bala, ya podía despedirse de sus otros objetivos.
Al final la pistola se levantó del suelo y flotó hacia ella, sin que su nuevo asaltante la viera. Sin embargo, el gorila gritó para advertirlo y el hombre se giró justo a tiempo de ver la pistola flotando frente a su cara.
¡Mierda!
El tío intentó agarrarla, pero sus reflejos, o su instinto de supervivencia, entraron en juego. Imaginó la pistola apuntando al hombro del aquel tío porque, joder, era incapaz de convertirse en la asesina a sangre fría que casi se había convencido a sí misma que podía ser.
La pistola se disparó y el hombre cayó, sujetándose el hombro a medida que la sangre brotaba con rapidez, deslizándose entre sus dedos y tiñéndolo todo de rojo.
Volteó al gorila en el aire y salió corriendo de la sala a sabiendas de que todavía le quedaba mucho por hacer antes de poder dar la cosa por finalizada. Dejó al gorila en el techo tras colocarlo en un compartimento mental y le ordenó con firmeza que se quedara donde estaba.
Entonces se dio cuenta, con gran horror, de que había pensado que debía dividir su atención entre tres cosas cuando, en realidad, tenía cuatro cosas desarrollándose de manera simultánea.
¡Sus padres!
Dios santo. ¿Y si el escudo había fallado? ¿Y si los había matado porque había pasado demasiado tiempo concentrada en no matar a alguien que en realidad sí que se lo merecía? Su conciencia y ella iban a tener una conversación cara a cara cuando todo esto acabara. Porque estaba claro que tener conciencia no le salvaba la vida a nadie. En todo caso, te deja en desventaja clara en la cadena evolutiva.
Su plan tendría que cambiar sobre la marcha. No podía echar abajo el edificio y reducirlo a cenizas con todos dentro si sus padres eran vulnerables. Mierda. ¡No era nada buena improvisando!
Al salir antes con los perros guardianes había grabado los tortuosos corredores en su memoria —gracias otra vez, memoria fotográfica— porque su primer trayecto con ellos no lo había realizado precisamente en las mejores circunstancias.
Tardó los tres minutos más largos de su vida en llegar al largo pasillo que alojaba las viejas celdas carcelarias. ¿Qué demonios era ese lugar en el que estaban? ¿Qué era ese escalofriante edificio que tenía un laboratorio y celdas?
Corría a toda prisa al tiempo que contaba las celdas, hasta que se detuvo delante de la que encerraba a sus padres. La puerta estaba abierta de par en par y no solo no había ninguna burbuja protectora, sino que no había rastro alguno de sus padres.
Lo que vio hizo que se le helara el corazón y que el miedo le recorriera las venas como un reguero de pólvora.
Había varios charcos de sangre; una cantidad mortal de líquido color escarlata cubría el suelo exactamente en el punto en que había indicado a sus padres que se quedaran. Sangre fresca. Peor aún, había un reguero de sangre que iba desde el punto situado delante del camastro hasta la puerta y, cuando miró hacia abajo, se dio cuenta de que seguía por el pasillo. ¿Qué demonios habían hecho a sus padres? ¿Les habían disparado y luego los habían arrastrado hasta algún lugar desconocido?
Mientras ella estaba siendo sarcástica y mordaz, regodeándose con las mofas hacia sus enemigos, sus padres habían quedado desprotegidos porque no era capaz de encargarse de varias cosas al mismo tiempo con sus poderes recién descubiertos.
Una gran desesperación, un dolor punzante y… una rabia enorme le inundaron la cabeza y la arrastraban en una especie de ola de agonía. Había fallado. Les había prometido que podía hacerlo. Les había hecho jurar que confiarían en ella.
Y les había fallado.
Con una gran desolación y un vacío que le embargaba el alma, se dio media vuelta lentamente al tiempo que sus ojos se humedecían y notaba el calor que emanaba de ellos. De forma automática, volvió a recorrer pasillos, curvas y giros que la llevarían de vuelta al centro.
Que Dios cogiera confesado a cualquiera que se cruzara en su camino. Atrás habían quedado su conciencia y su aprensión a matar de forma rápida y eficaz. La consumían la venganza y las ansias de represalias. Podía sentir la venganza, saborearla. La envolvía con su frío y desalmado abrazo.
Un sonido la alertó de la presencia de hombres en el pasillo. Se plantaron frente a ella. Era una emboscada. Levantó la mirada helada, completamente imperturbable ante el rastro de balas por todo el pasillo. Pero las balas rebotaban en ella, en el escudo que había levantado sin ni siquiera tener que concentrarse en crearlo. Ari vio miedo en sus ojos cuando percibieron que era intocable. Ese sería el último pensamiento que tendrían.
Se limitó a partirles el cuello. Solo hizo falta un fogonazo mental de sus poderes para que cayeran al suelo. Apartó a uno con el pie para abrirse camino entre ellos sin darles ni un minuto más de atención de la que se merecían.
Iban a pagar por lo que habían hecho. Lo pagarían todos. Empezando por el cabrón que seguía colgado del techo donde lo había dejado unos minutos antes.