Treinta y ocho
Beau caminaba arriba y abajo por la sala de espera como un león enjaulado, alterado, salvaje, con los nervios tan a flor de piel que cualquier sonido lo sacaba de quicio. Cada vez que algún médico abría la puerta de la sala de espera, se ponía alerta, esperando que fuera alguien que trajera noticias de Ari.
No había querido separarse de ella, ni un minuto. Sin embargo, las enfermeras no habían cedido a sus duras peticiones, ruegos ni a su enfado. Ni siquiera habían permitido a los padres entrar en la sala mientras el médico y el resto de enfermeras trabajaban con rapidez para estabilizarla. No lo consolaba porque, aunque quería estar con ella con toda su alma, no quería que recuperara la conciencia sola y asustada.
Además, a juzgar por las expresiones de intranquilidad y preocupación de sus padres, no lo estaban pasando mucho mejor que él.
Cerró los ojos recordando la advertencia de tanto tiempo atrás. El sueño de Tori. En realidad, no había pasado tanto tiempo, pero habían sucedido tantas cosas que parecía haber pasado hacía un siglo. Él, cubierto de sangre, en el suelo. Beau había acertado en una cosa. No era su sangre la que se vertía en el sueño de su hermana. Era la de Ari. Pero Tori no había visto algo que ya había sucedido. Había visto el futuro. El destino de Ari.
Dane, Eliza, Capshaw e Isaac habían llegado una hora y media después de que el helicóptero hubiera aterrizado en el tejado del hospital. El personal médico parecía no haberse sorprendido porque ese helicóptero hubiera aterrizado en la terraza. Se habían concentrado enérgica y eficazmente en hacer su trabajo: salvar la vida de Ari.
Pero Beau estaba preocupado por la cantidad de sangre que había perdido Ari. Parecía que había perdido más de la mitad de su volumen. Ya solo lo que había perdido con las diversas y continuas hemorragias psíquicas bastaría para matar a alguien y ahora, por si fuera poco, había que sumarle una herida por disparo de bala.
Había perdido y recuperado el pulso muchas veces en el vuelo en helicóptero hasta el hospital. Cuando llegaron, la intubaron y comenzaron de nuevo con la reanimación.
Eso había pasado hacía horas. ¿Por qué demonios estaban tardando tanto? ¿No sabían que había gente a los que la espera para saber si Ari estaba viva o muerta les estaba provocando una muerte lenta y agónica? ¿Tan difícil era informarlos de la situación?
Sin embargo, si se hubiera muerto ya los habrían informado de ello, así que se consoló pensando en que nadie había salido para hablarle de ella.
Beau había hablado por teléfono con Caleb y Ramie cada hora desde la llegada de Ari al hospital. Ramie había querido coger el avión de Caleb de inmediato para ir al hospital, pero Beau la había convencido para que no lo hiciera. No podía hacer gran cosa y prefería que no dejaran a Tori sola con Quinn para protegerla. Su hermana pequeña seguía estando en un estado importante de fragilidad y vulnerabilidad, y sufría ataques de ansiedad si la dejaban sola durante más de unas pocas horas.
Quinn también había llamado, aunque su hermano pequeño no conocía a Ari. Por lo visto, Caleb y Ramie le habían puesto al día porque se mostró nervioso sobre el estado de su futura cuñada.
Beau resopló. Si tenía suerte, Ari saldría de esta pese a haberle fallado tantas veces.
—Tío, siéntate un rato —dijo Zack en voz baja.
Beau alzó la mirada y vio a Zack de pie a su lado. Ni siquiera se había percatado de que se había acercado a él. Zack ofreció a Beau un café que este aceptó agradecido. Estaba hecho polvo y necesitaba cualquier energía que la cafeína pudiera proporcionarle porque se negaba ni siquiera a pensar en dormir hasta haber comprobado por sí mismo que Ari estaba fuera de peligro.
—Estás destrozado —dijo Zack con franqueza—. No le estás haciendo a nadie ningún bien, particularmente a Ari, acechando por aquí y haciendo que los demás que están en la sala de espera se pongan de los nervios, y está claro que no estás ayudando a la madre de Ari a sentirse menos preocupada. Tú viste a Ari. Tú estuviste con ella. Sus padres, no. Así que verte consumido de esta manera solo les hace pensar en lo peor.
Beau sintió una gran culpa y miró un instante hacia donde estaban sentados los padres de Ari. Ginger tenía la cabeza apoyada en el hombro de su marido y el brazo de Gavin la rodeaba con firmeza. Ginger tenía los ojos rojos e hinchados por las lágrimas que había derramado y podía verse la preocupación reflejada tanto en su mirada como en la de su marido.
Aceptando que no ayudaba nada a mejorar la situación, Beau se sentó y se echó atrás. Sintió cómo la fatiga le corría por las venas, casi arrollándolo en el proceso. Tomó un trago del fuerte café e hizo una mueca por el mal sabor.
—No te he dicho que estuviera bueno —comentó Zack divertido—. Pero está claro que te dará un chute de cafeína. Creo que podríamos llamarlo brebaje más que café.
Beau echó un vistazo dentro de la taza y frunció el ceño en señal de asentimiento. Luego suspiró y se obligó a tomar otro trago.
Los minutos pasaban con una lentitud desesperante. Cada minuto parecía una hora. Beau miraba cómo se movía la aguja del reloj de la pared, contando cada segundo. El silencio se había adueñado de la pequeña sala y nadie parecía querer cambiar eso.
Había otra media decena de personas que ocupaba la sala de espera, pero se habían pasado al fondo cuando Beau y los demás entraron. No podía culparlos. Beau estaba cubierto con la sangre de Ari, Gavin tenía sangre seca en más de un sitio por su altercado con los dos hombres que había matado y los demás simplemente tenían cara de cabreados.
Beau se echó atrás, levantando la cabeza hacia el techo y obligándose a desviar la mirada del reloj y a olvidarse de su frustración por lo lento que pasaba el tiempo. Había empezado a cerrar los ojos cuando oyó que se abría la puerta de la sala de espera.
Se preparaba de nuevo para otra decepción, se puso en pie, aunque esta vez la mujer que llevaba ropa quirúrgica pronunció el nombre de Ari. Corrió al otro lado de la sala, pero Gavin y Ginger estaban más cerca y se acercaron con impaciencia hasta la enfermera.
La enfermera frunció el ceño cuando vio a tanta gente levantarse al oír el nombre de Ari.
—Lo siento, pero solo puede entrar la familia directa.
Beau se quedó de piedra. ¿No iban a dejarlo entrar? ¿Qué narices?
Cerró los dedos hasta convertirlos en puños; deseaba golpear algo, lo que fuera. Sentía una violenta necesidad que lo hervía por dentro. Era una caldera a punto de estallar y su impaciencia estaba llegando a un punto crítico.
Antes de poder abrir la boca para insultar a la enfermera y decirle que cómo se atrevía a mantenerlo alejado de Ari, Gavin alargó una mano hacia Beau y le sorprendió con sus palabras.
—Vamos, hijo.
Ginger sonrió a la enfermera.
—Es su marido, nuestro yerno.
Beau quería echarse al suelo y besar los pies a su suegra, y lo habría hecho si pensara que podría volver a ponerse de pie. Unas lágrimas vergonzantes le llenaron los ojos por la aceptación incondicional que habían mostrado hacia él. ¿Era esto lo que se sentía cuando tenías unos padres que te querían? ¿Que se comportaban como padres de verdad o como deberían?
Ni siquiera pudo pronunciar un agradecimiento mientras cruzaba el umbral de la puerta detrás de ellos porque habría sido incapaz de conseguir que las palabras atravesaran el nudo que tenía en la garganta. Como si la sorpresa anterior hubiera sido poco, Ginger le cogió de un brazo, caminando a su lado mientras la enfermera les conducía por el pasillo hasta una de las habitaciones.
Ginger le apretó un poco, casi como si conociera el peso de sus emociones y el impacto que sus palabras habían tenido en él. Dios, lo que más deseaba en el mundo era abrazarla.
La enfermera se detuvo un instante en la puerta y a Beau se le hizo un nudo en el estómago.
—Está atontada por los calmantes —dijo la enfermera—. Pero ahora está estable. El médico pasará en unos minutos para ponerles al día sobre su estado, pero sabía que querrían verla lo antes posible.
—Ya te digo —dijo Beau bruscamente.
La enfermera sonrió.
—Entren pues. Si se cansa o se pone nerviosa, pulsen el botón de llamada. Hasta que no la vea un cirujano y no se tome una decisión sobre si hay que operar, debe permanecer lo más quieta posible porque todavía no le hemos encajado la pierna.
—¿Encajado? —gruñó Beau—. ¿Como si estuviera rota?
Ginger tragó saliva y el rostro de Gavin se puso blanco por la preocupación.
—Ha sufrido una fractura de fémur, pero la fractura en sí no es demasiado grave. La fuerza de la bala al entrar le ha dislocado la cadera y el cirujano ortopédico debe determinar si el desgarro del cartílago debe repararse quirúrgicamente o si podemos volver a colocar en su sitio la cadera dislocada y se curará por sí sola.
Beau parpadeó. Eso sonaba muy doloroso. Pero asintió, ya que lo único que quería era que se apartara para poder ver a Ari. El corazón le iba a mil y oía su pulso en los oídos cuando por fin se hizo a un lado, dejándoles libre la entrada. Se abrió paso a toda prisa y pasó al lado de los padres de Ari en su apuro, que sabía que tenían las mismas ganas que él de verla.
Pero ellos no habían estado allí cuando dispararon a Ari. Cuando había recibido una bala dirigida a él. No la habían tenido entre los brazos mientras se desangraba sobre él y sobre el suelo formando un enorme charco escarlata. No habían experimentado la angustiosa idea de que estaba… muerta.
Tomó aire y se quitó esos recuerdos horribles de la cabeza. Fue directo hacia Ari y le sujetó la mano inerte con la suya. La otra mano tenía una vía puesta, además de que estaba conectada a todo tipo de máquinas. A Beau se le heló la sangre porque había un carro de paradas al lado. ¿Había entrado en parada? Seguramente se lo habrían notificado. ¿O simplemente se habían preparado para lo peor teniendo en cuenta las condiciones en las que había llegado?
Repasó todo su cuerpo con la mirada, captando cada detalle, observando cada una de sus respiraciones, la leve elevación y descenso de su pecho. Esta vez las lágrimas no se limitaron a arderle en los ojos. Le cayeron por las mejillas y le empañaron la vista.
Estaba viva. Casi cayó de rodillas por la enorme gratitud que sintió al saber que estaba viva, respirando, que se recuperaría. Y, si Dios quería, se recuperaría con él junto a ella en cada etapa del camino.
Sus padres se situaron al otro lado de la cama y su padre se inclinó para besarla en la frente. Su madre le cogió con cuidado la mano que tenía la vía puesta y, en ese momento, estuvo en contacto físico con las tres personas que más la querían en el mundo.
—¿Beau? —susurró Ari con un tono de voz nublado por la confusión. Pero, gracias a Dios, sin dolor. Al menos parecía que no le dolía.
—Sí, cariño, estoy aquí —respondió Beau, limpiándose las lágrimas con el hombro. Menudo idiota, lloraba como un niño.
Ari se lamió los labios y luego los chasqueó como si intentara librarse de un mal sabor de boca. Pero no, no era eso lo que estaba haciendo para nada.
—Bésame —murmuró.
Mierda. Ari no se había dado cuenta, en su neblina inducida por los calmantes, que sus padres estaban de pie a su lado. Pero Beau no iba a dejar que eso se interpusiera a la hora de cumplir su deseo porque eso era justo lo que él deseaba ahora mismo más que nada en el mundo.
Se inclinó y pegó su boca a la de ella. Ari suspiró al notar sus labios, pero entonces Beau se separó, aunque nada le habría gustado más que pasarse varias horas tocándola y besándola, asegurándose de que estaba viva.
—Cariño, aquí hay dos personas que tienen muchas ganas de verte —dijo Beau, acariciándole la mejilla con el dorso de un dedo.
Ari arrugó el entrecejo con la vista fija en él. Ni siquiera había mirado todavía en dirección a sus padres, aunque ellos no parecían molestos. Ginger sonreía a través de las lágrimas y observaba la interacción entre Beau y su hija. Su padre tenía el ceño un poco fruncido, pero era de esperar. ¿A qué padre que se precie le causa buena impresión desde el principio el hombre con quien sale su hija?
—¿Quién? ¿Dónde? —preguntó desconcertada.
—Aquí, cielo —dijo su madre por fin.
Ari giró la cabeza levemente y dejó escapar unas lágrimas cuando vio que tanto su padre como su madre estaban ahí.
—Estáis bien —dijo antes de tomar aire—. ¡No estáis muertos!
Gavin frunció el ceño.
—¿Por qué diantres ibas a pensar algo así?
Sabiendo que sería difícil para Ari, por no decir agotador, explicarlo todo, Beau les contó lo que había visto Ari… y lo que él se imaginaba.
—Cielo, lo siento mucho —dijo Ginger—. No nos has fallado y no tienes que mencionarlo. Nos has salvado la vida. Porque estos hombres tenían toda la intención de matarnos. Intentaron matarnos. Pero tus poderes los detuvieron. Y, bueno, cuando se dieron cuenta de que el escudo había caído, era demasiado tarde —añadió con remordimiento—. Tu padre estaba bastante cabreado.
A Gavin se le oscureció la expresión.
—Cabreado es quedarse corto.
Ginger rio, Ari sonrió y Beau notó que le fallaban las rodillas. Qué sonrisa más preciosa tenía. Iluminaba toda la habitación. Le hacía entrar en calor todo el cuerpo.
Entonces Ari se puso seria. Su expresión era sombría y extremadamente grave.
—Mamá, papá, hay algo que debéis saber.
Sabiendo exactamente lo que Ari quería decirles, Beau le levantó la mano y la besó en la palma.
—¿Prefieres que me vaya para que puedas hablar a solas con tus padres? —preguntó con dulzura.
Algo destelló en los ojos de Ari y entonces sacudió la cabeza.
—Me gustaría que te quedaras. Si quieres. Si prefieres…
Beau le puso un dedo en los labios para indicarle que dejara de hablar. Entonces la besó.
—Ni un ejército entero podría alejarme de aquí. Siempre he querido estar a tu lado, Ari. Pero si quieres intimidad, no hay problema por mi parte.
En lugar de eso, Ari entrelazó sus dedos con los de él y se giró nerviosa hacia sus padres.
—¿Qué sucede, nena? —preguntó Ginger con el ceño arrugado por la preocupación.
Ari respiró hondo.
—Sé la verdad. Sé que tú y papá me adoptasteis.