Diecisiete
A pesar de sus palabras coquetas y sus formas descaradas, Ari estaba aterrada. Solo esperaba poder sacar esto adelante sin delatarse completamente. Beau Devereaux era de los que no dejaban indiferentes a las mujeres y estaba segura de que nunca había tenido que buscar mucho para gozar de compañía sexual. Y eso que no era tan apuesto o no era un adonis de esos de facciones sofisticadas y hermosas, como lo eran ciertos hombres ricos, porque Beau tenía unas facciones más duras. Era como si hubiera estado mirando la otra cara del sol donde acechan la oscuridad y el peligro.
Su confianza era extremadamente atractiva para una mujer como ella que no la poseía y estaba deseosa por tenerla. Admiraba que los demás tuvieran esa confianza, y una cosa de la que se había percatado en todos los empleados, operarios o como demonios se llamaran a sí mismos los de la empresa de seguridad Devereaux Security Services, era que estos la tenían de serie. Era una seguridad palpable, una confianza que no se podía fingir. Ella lo sabía porque se le daba fatal fingir cosas.
Aplicó solo un poco más de presión en la ingle, donde él le había colocado la mano justo sobre su rígida erección. Incluso a través de la tela gruesa de los vaqueros y de la ropa interior que llevaba, notaba el palpitar de su pene que reaccionaba tensándose a su tacto.
Parecía que el cuerpo y la mente de Beau no se ponían de acuerdo. Su actitud era reacia, pero su cuerpo la deseaba. Aunque tenía unos conocimientos sexuales escasos, reconoció los signos de la lujuria y del deseo, lo que le dio la inyección de confianza que tanto necesitaba.
No tenía ni idea de cómo ser una sirena, alguien capaz de tentar y seducir a un hombre con el cuerpo y las palabras. Sin embargo, estaba a punto de recibir un curso acelerado porque no pensaba desperdiciar la oportunidad de ver a Beau Devereaux desnudo, tan guapo. Y suyo aunque fuera por una noche.
Su posesividad la sorprendió. Quería reclamar a este hombre, dejarle marca para que las demás mujeres tuvieran que desistir o atenerse a su ira. ¿Quién le iba a decir que podía ser tan celosa y codiciosa? Le gustaba bastante este lado de sí misma que no había conocido hasta entonces.
Más ahora que su poder estaba desatado y funcionaba a una velocidad sobrehumana. Su sexualidad se abría como los pétalos de una flor en primavera. Le deseaba con todas sus fuerzas y hasta su alma sufría por él. El roce de dos corazones, dos espíritus, que se convertían en uno.
A Beau se le escapó un silbido entrecortado. Ella levantó la vista y reparó en su mandíbula apretada y temblorosa. Tenía los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás mientras levantaba la pelvis y arqueaba la espalda con avidez por su contacto.
—¿Me deseas, Beau? —susurró; las palabras le salían con dificultad por la excitación—. Porque te deseo… deseo esto. Te necesito ahora mismo. —Se detuvo un segundo, contuvo el aliento y luego dijo—: Por favor.
Sonaba demasiado a súplica para su gusto. Sí, sería una consentida y una mimada, no tenía problemas en reconocerlo, pero tenía orgullo. Y la verdad era que nunca había tenido que pedir nada en la vida. Esto le resultaba completamente nuevo y extraño. La incertidumbre la invadía mientras se le aceleraba el pulso en un anticipo delicioso de tener el cuerpo de Beau sobre el suyo, dentro de ella, notando la dureza que le llenaba la mano ahora y casi deliraba al preguntarse qué sentiría al introducirse en sus recovecos más íntimos.
—Dios, te deseo —dijo apretando los dientes—. Ten piedad, cielo. Me estás matando. No hace falta que me pidas que te dé lo que quieres, lo que necesitas. Si estás segura, si estás totalmente segura de que soy lo que quieres, entonces me alegrará darle curso a tu tan dulce petición.
Ella le acarició el cuerpo musculoso y, con la mano en su nuca, tiró hacia abajo, hacia su boca, desesperada por sentir sus labios contra los suyos otra vez. Se estremeció al imaginar su boca en otras partes del cuerpo. Sus pechos… y en los labios menores que latían y se contraían.
Era demasiado para procesarlo todo de golpe. Tenía la mente activa, llena de imágenes eróticas en las que ellos eran los protagonistas, enmarañados, moviéndose como uno solo. Él corriéndose dentro de ella y encima, marcándola como si fuera su dueño.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo y el vello se le erizaba en una danza seductora. Se le endurecieron los pezones y se notó el pecho pesado y dolorido, falto de sus caricias. Estaba impaciente, quería estar pegada a él, piel con piel, sin barreras entre ambos.
—Enséñame —dijo Ari—. Enséñame qué tengo que hacer, cómo lo tengo que hacer y cómo complacerte. Quiero verte, Beau. Quítate la ropa, por favor.
Esta vez el «por favor» no era una súplica, sino una petición de amante a amante. Ella volvió a estremecerse con delicadeza. La palabra «amante» nunca había tenido tal impacto en ella porque nunca había experimentado la esencia de tener pareja, de ser la amante de otra persona.
Beau se levantó de la cama y estuvo a punto de rasgarse la ropa para quedarse en calzoncillos. Entonces, como si sintiera la excitación de Ari, se tomó todo el tiempo del mundo con los calzoncillos, que se fue bajando despacio para dejar paso, centímetro a centímetro, a su gruesa e hinchada polla.
Un macho alfa puro que la deleitaba; tantas ganas de tocarlo y explorarlo que no sabía siquiera por dónde empezar.
—Ahora tú —incitó con voz ronca—. Siéntate en el borde de la cama de forma que te pueda ayudar, no sea que te dejes llevar tanto que al final te hagas daño. Debo de estar loco por acceder a esto. ¡Eres un regalo divino!
Ari iba a rebatírselo, pero él se inclinó sobre ella en la cama, con los brazos a cada lado y la boca a escasos centímetros de la suya, hasta que lentamente empezó a desvestirla. Sin darse cuenta, incluso sin saber cómo había sido capaz de hacerlo tan rápido sin percatarse, ya se vio desnuda. Él todavía se cernía sobre ella y la examinaba con la mirada, con una expresión muy intensa.
—Puede que me hayas provocado y puede que me hayas convencido, pero esto está fuera de tu control. Este es mi terreno y me tomaré el tiempo que quiera en mostrarte lo mucho que te deseo. Lo que quiere decir que vamos a hacer las cosas a mi manera. Te tumbarás ahí y no harás nada que pueda hacerte daño en los puntos mientras yo me encargo de todo.
Joder. Tragó saliva; tenía el corazón a punto de salírsele del pecho. Él acarició con la boca su mandíbula y fue mordisqueando su delicada piel hasta llegar debajo de la oreja.
Él le mordió el lóbulo y le pasó la lengua para posteriormente succionarlo y chuparlo suavemente hasta conseguir que se derritiera de placer por dentro. Tuvo que sujetarla, pues perdía el equilibrio y no tenía nada que ver con el medicamento para el dolor que se había tomado antes. Beau era mil veces más potente que cualquier medicina.
Ari apoyó la frente en su pecho —la parte superior de la cabeza le rozaba por debajo de la barbilla— e inhaló profundamente, absorbiendo su esencia, disfrutando de la sensación de la piel sobre su corazón. Además, tenía vistas privilegiadas de la tensa erección de Beau. Jadeó con suavidad.
Incapaz de contenerse, se apartó un poco y dejó que sus dedos vagaran sin rumbo por su vientre y se perdieran entre el vello rizado de su ingle. Él se quedó completamente inmóvil cuando le acarició la polla cuan larga era. Estaba fascinada por notarla tan rígida, que aun con la piel tan tensa, fuese como terciopelo sobre acero.
Presionó con el pulgar hasta encontrar la vena gruesa que recorría la parte inferior de la erección y luego siguió acariciando hasta el extremo. La sorprendió una gota de líquido preseminal que brotó de pronto por el glande y se deslizó por sus dedos como la seda.
Le soltó el pene y se llevó el dedo índice a la boca; quería comprobar a qué sabía. Beau gimió de tal manera que parecía que estuviera padeciendo un dolor extremo, y, sin embargo, cuando lo miró a los ojos, estos ardían fervientemente de placer y de deseo.
Parecería que Beau estuviera a punto de comérsela y devorarla entera. Ella lo quería todo y lo quería ya. Se derretía de la impaciencia, quería experimentar todo sobre lo que había leído pero que nunca había experimentado de primera mano. Esto era como… una fantasía, una escena del libro más erótico, salvo que era real. ¡Y le estaba pasando a ella!
Ari le lanzó una mirada que esperaba fuera seductora al tiempo que se tumbaba poco a poco y estiraba los brazos sobre la cabeza en una muestra de sumisión. Quería hacerle perder la cabeza igual que él lo estaba logrando.
A Beau le brillaban los ojos peligrosamente mientras la repasaba de arriba abajo. En su rostro se dibujó una satisfacción inmensa por su consentimiento, por su obediencia ante su exigencia de que se tumbara y le permitiera hacer lo que quisiera.
Gateó lentamente por la cama, se le puso encima y cubrió su cuerpo con el suyo. Cuando se deslizó hasta su cintura, hincó las rodillas en el colchón y se sentó de tal forma que pudiera ver el cuerpo, Ari se quedó absorta contemplando su esbelto y musculoso cuerpo, tallado cual obra de arte.
Beau le pasó una mano por el vendaje del costado y frunció el ceño mientras lo examinaba. Resuelta a que no cambiara de opinión y decidiera que estaba demasiado malherida para follar, arqueó la espalda para llamarle la atención con los pechos.
Funcionó porque, inmediatamente, le ardía la mirada y pasó de acariciarle el costado a rozarle un seno. Con la otra mano le cogió el otro pecho y entonces los juntó los dos y le lamió primero un pezón y luego el otro, hasta que ambos se le pusieron duros, como dos picos tensos que reclamaban su atención. Su boca. Sus labios. Su lengua. Quería que los succionara, quería sentir ese delicioso tirón que sabía que la volvería loca.
Como si le hubiera leído la mente, o quizás porque se estaba soltando más, cogió un pezón entre los dientes con suma delicadeza, mordisqueó con cuidado esa delicia ultrasensible y luego se introdujo la areola entera en la boca.
Ella dio un grito ahogado y arqueó la espalda de nuevo. Llevó las manos a su cabeza para sujetarlo firmemente y que no dejara de succionar. Él gruñó, aunque casi era un ronroneo de placer, lo que le provocó una satisfacción sublime.
Le introdujo los dedos en el pelo, deleitándose con la sensación del contacto. Tenía los sentidos a flor de piel, ardientes, devorados por el fuego. Su fuego.
Beau descubrió rápidamente sus puntos de placer; sabía exactamente cómo volverla loca con la imperiosa necesidad de que parase. Descubrió zonas que ni siquiera ella sabía que eran erógenas gracias al repaso meticuloso que le dio de pies a cabeza con las manos, la boca y la lengua. Dios, ¡qué lengua!
Ari había perdido la razón y no podía hacer más que entregarse al dulce olvido. Cuántas veces había creído que estallaría y saldría flotando, y aun así él parecía saber el momento exacto para traerla de vuelta e impedir su caída libre al espacio.
Estaba a punto de gritar, de pedirle que la aliviara de tanta tensión, de ese fuego que la derretía, la azuzaba y la llevaba al éxtasis. Cuando alcanzó el punto en el que iba a explotar, abrió la boca para tratar de tomar el aire suficiente para rogarle, él levantó la cabeza de su ingle, en la que exploraba con avidez su clítoris palpitante, le hincó los dedos en la cadera, le separó los muslos con la rodilla y la penetró con una fuerte embestida.
Le ardían los pulmones como si hubiera tragado fuego. Beau se detuvo y se puso tenso al verla. Tenía los ojos abiertos como platos mientras procesaba el bombardeo de sensaciones contradictorias que recorrían su cuerpo.
Ari no supo cómo lo hizo, pero Beau se inclinó y con mucho cuidado, con mucha ternura, apoyó su frente empapada de sudor en la suya.
—Ari, cielo, ¿por qué no me lo habías dicho? —susurró.
—No lo sabía —susurró, con la impresión aún estremeciéndole cuerpo y mente.
—¿No sabías que eras virgen? —preguntó esbozando una media sonrisa.
No dejaba las manos quietas; se deslizaban arriba y abajo por sus brazos y por la curvatura de su cuello, disfrutando de cada músculo, de cada rasgo.
—No me refiero a eso. —Negó con la cabeza.
Él gruñó.
—Quiero que te quedes quieta, cielo. Me cuesta mucho controlarme, pero si sigues así me será imposible aguantarme.
—Pensaba que no me dolería mucho —dijo ella mientras dejaba las manos y el cuerpo quietos para ir a la par con él—. A ver, en los libros nunca duele, siempre es algo fantástico. La verdad es que creía que todo esto del dolor era un mito para desalentar a las chicas de tener relaciones sexuales demasiado pronto.
Él la besó en la frente y suspiró.
—Te he embestido con la misma delicadeza que un toro en celo, pues claro que te ha dolido.
Ella movió un poco las caderas para comprobar si seguía doliéndole o escociéndole. La quemazón persistía, pero no era de las molestas. Se frotó contra él como una gata, le rodeó el cuello con los brazos y levantó las piernas para abrazarle la espalda y unirse a él, para que sus cuerpos siguieran conectados y no hubiera dudas de que no tenía que retirarse.
Él estaba justo donde ella quería que estuviera. Ari quería sentir esa sensación otra vez: la sensación de flotar, de llegar al borde de una espiral tras la cual llegaría la caída libre, el deseo, la lujuria y el deseo, todo inexorablemente ligado en una cadena sin fin.
—¿Bien? —preguntó. Ese deje de voz le decía que sus movimientos le provocaban a él lo mismo que a ella. La espera era angustiosa para ambos.
—Sí —susurró ella contra su cuello. Volvió la cabeza para acariciarlo e inhalar su olor. Empezó a mordisquearle la garganta y luego le pasó la lengua por la barba escasa a medida que ascendía hacia la mandíbula. Acto seguido le lamió y le clavó los dientes de camino a la oreja, y cuando llegó a su lóbulo y lo succionó, él dejó escapar un gran bufido y empezó a moverse por fin.
Ella gimió con ganas cuando Beau se retiró con una lentitud agonizante, pero la ternura con que la trataba era muy reconfortante.
—Agárrate a mí —le pidió con voz ronca.
Le recorrió las curvas con las manos, palpando y moldeando sus pechos, deleitándose en sus senos antes de seguir la exploración. Entonces le pasó las manos por los costados, por debajo de las caderas y la levantó por detrás. La ajustó de forma que, al penetrarla, llegó más adentro y alcanzó partes que hicieron que se le agrandaran los ojos y abriera la boca en una O. Una O de las grandes.
—Creo que acabo de descubrir lo que es el punto G —reconoció asombrada.
El pecho le retumbó por la carcajada y le brillaron los dientes al sonreír.
—Me siento como si fuese virgen también —dijo Beau en un tono arrepentido.
Ari se recostó y reposó la cabeza en la almohada para verlo mejor.
—¿A qué viene eso?
Él sonrió de nuevo y, juguetón, le tiró de algunos mechones de pelo, que luego se envolvió entre los dedos mientras le apretaba el culo con la otra mano; ambos gestos cariñosos, sin duda.
—Porque esta es la primera vez que el sexo ha sido divertido.
Parecía tan confundido como ella sobre el sexo, lo que era bastante gracioso, dado que ella no tenía experiencia y muy seguramente él había estado en esa tesitura muchas veces. No podía ser tan bueno follando si no tuviera mucha práctica.
A ella le gustó ser su primer algo. No obstante, reparó en que parecía perplejo por eso de que fuera divertido.
—¿No se supone que el sexo es divertido? —preguntó, desconcertada.
—Sí, lo es —contestó con un deje de satisfacción—, pero contigo lo es todavía más. Es solo que suelen decirme que resulto inquietante e intenso, algo que supuestamente gusta a las chicas. No me he reído nunca al tener relaciones sexuales, pero, joder, eres tan mona.
Se rio al decir esto último y le dio un golpecito cariñoso en la barbilla. Luego empujó la cadera para llegar más adentro y la dejó sin habla un momento, como si la hubiera embargado la euforia. Ella estaba al borde, en esa delgada línea que separaba dolor y placer a medida que su miembro la penetraba y la llenaba.
Las paredes interiores de su sexo se estremecían y se agarraban ávidamente a él, tratando de evitar que la sacara cada vez que se relajaba. A Ari ya no le preocupaba el malestar porque esa neblina sensual que la envolvía y que le fluía por las venas era tan potente como cualquier otro medicamento jamás fabricado.
—Me vuelves loco —susurró Beau mientras le rozaba las orejas con los labios. Lo dijo tan bajito que no estaba segura de si lo había escuchado o si simplemente se lo había imaginado.
Se aferró a su nuca y tiró de él para acercarlo a su boca, para succionarle la lengua de la misma forma en que su cuerpo le succionaba la polla cada vez más y más adentro con cada embestida.
—Quiero que te corras —le dijo con la voz ronca—. Quiero que llegues cuando me corra yo. Quiero ver cómo lo experimentas todo por primera vez.
Por fin cedía a su desesperado anhelo. Finalmente le daría el alivio que necesitaba. Contrajo el sexo de las ganas y él gimió; era un sonido bruto y atormentado, el de un hombre que no puede más.
—Dime qué necesitas —dijo Beau—. Déjame llevarte allí, cielo.
—¡No lo sé! —gritó ella—. Pero no pares. Por favor, no pares.
Hasta el último músculo, terminación nerviosa y célula de su cuerpo estaba en tensión, como en una espiral que estaba a punto de… casi… ¡ah, joder! Estaba pasando.
Ari cayó al vacío con una velocidad tan excitante como un descenso de esquí alpino, suave como la nieve y sin control. Más deprisa y sintiéndose cada vez más arriba.
Todo se volvió borroso a su alrededor. La cama se sacudía. Oyó como un golpeteo que se hacía más fuerte y la cama empezó a vibrar mientras Beau la penetraba colocado encima, empujándola más hacia el cabecero, cubriéndola con su cuerpo como si fuera una manta. Piel con piel. Sin barreras ni separación alguna. El tiempo se detenía un breve instante mientras todo lo demás desaparecía y nadie ni nada podía entrometerse ni romper esa conexión tangible entre el corazón, la mente y el alma.
Él la había llenado y no solo su cuerpo, sino de una forma completa: el corazón, el alma. La había colmado de esperanza y de confianza. Sabía que no le fallaría. Que la protegería del mundo exterior y lo haría para defenderla ante las dificultades de la vida.
Con sus pequeñas manos le presionaba los hombros; empezaban a ponérsele blancos los nudillos de lo fuerte que se sujetaba. De repente reparó en un cuadro que colgaba de la pared y se lo quedó mirando porque o estaba colocado mucho más abajo de lo normal o ella estaba más arriba.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que toda la cama levitaba y se le escapó la risa.
—Se supone que no puedes reír después de que un hombre te haya hecho sentir el mejor orgasmo de tu vida —le dijo él secamente.
A Beau le brillaban los ojos con picardía como diciéndole que había sido arrogante a propósito. Pero tenía más razón que un santo y ella le sonrió.
—Me siento como si estuviéramos en El exorcista. Ya sabes, por todo el rollo ese de la cama que levita.
Él la besó y ese suave sonido le reverberó en los oídos con ternura.
—Quizá nos hemos movido con tanto ímpetu que la energía sexual ha levantado el techo. Literalmente.
Movió los hombros y lo abrazó cuando la cama volvió a posarse suavemente en el suelo, pero el meneo los sacudió de todos modos. Ari tenía una sonrisa permanente en los labios. Nunca se había imaginado que su primera vez sería tan sorprendente y eso que sus expectativas eran muy altas. Y equivocadas, para tal caso.
Así que, al parecer, la buena ficción era solo eso: ficción. Al principio se había sentido muy defraudada, además de boba e ingenua, claro, pero Beau no se había reído de ella. Se había reído con ella. Ella había hecho divertido el sexo para él. En la escala del sexo no estaba segura de en qué posición estaría la diversión, pero le gustaba haber sido especial para él. No quería ser una mujer más dentro de la indudable larga lista de sus amantes. Los hombres como Beau no tienen que preocuparse por ligar. Es más, seguro que se las tenía que quitar de encima. Y a pesar de todo, él la había escogido a ella.
Esa idea la devolvió a la realidad y le borró la sonrisa. Lo miró a los ojos, llenos de pasión, con cierta inseguridad, algo que no le resultaba nuevo y que amortiguaba las réplicas de algo realmente hermoso.
Beau descendió sobre su cuerpo y la observó con preocupación.
—¿Ari? ¿Te he vuelto a hacer daño? ¿He sido muy brusco?
—No —se apresuró a afirmar—. Es una tontería, nada de lo que te tengas que preocupar. Ha sido maravilloso.
Era totalmente sincera en ese sentido. Sin embargo, Beau continuó estudiándola con una mirada penetrante como si quisiera ver más allá de esa negación.
Beau se apoyaba con un brazo sobre el colchón para no descargar todo su peso demasiado encima de ella y por el lado que no tenía herido, para no ejercer presión en la herida. Con la mano libre, le apartó varios mechones rebeldes que le caían caprichosamente sobre su mejilla mojada y sonrojada.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó Beau con ternura.
Ella suspiró y le hizo una mueca.
—No soy la persona más segura y creerás que soy absurda, pero estaba pensando que he sido algo especial y tal vez único para ti, porque has dicho que era la primera con la que te divertías en la cama. Luego este pensamiento ha derivado hacia la idea de que los hombres como tú no tienen que preocuparse por ligar, que seguro que tienes que espantarlas como moscas.
Ari se mordió el labio; detestaba reconocer esto último. Una cosa era albergar pensamientos secretos —eran suyos y no tenía que preocuparse de que se conocieran sus debilidades— y otra muy distinta que Beau quisiera acceder a dichos pensamientos, y esa idea le provocaba urticaria.
Beau seguía desconcertado, pero la miraba fijamente. Esperaba su respuesta y, como era obvio, sabía que había más.
—Se me ha pasado por la cabeza que soy como una quinceañera a la que el chico más guapo del instituto acaba de pedirle que vaya al baile de graduación con él. Estaba pensando que él podía escoger a cualquier mujer y me había escogido a mí. Sin embargo, al pensarlo detenidamente, me he dado cuenta de que tú no me has escogido: yo me he lanzado encima de ti. Casi te he rogado que te acostaras conmigo y, después, te he hecho sentir culpable por rechazarme. En pocas palabras, he convertido esto en un polvo por pena…
Hizo una mueca al percatarse de cómo sonaban esas palabras, duras y crudas, y se sorprendió hasta ella, sobre todo por la última parte. Esa expresión le rondaba por la cabeza cuando le mencionó lo del rechazo y al final lo soltó sin pensárselo dos veces. Ahora se avergonzaba porque independientemente de los motivos que hubiera tenido él para hacerle el amor, había sido algo hermoso, emotivo, y ella lo había reducido a un crudo eufemismo.
—¿Un polvo… por pena? —preguntó entrecortadamente. Montó en cólera en cuestión de segundos y ella se arrepintió de expresar sus pensamientos en semejante momento de irreflexión, un error del que ya no podía retractarse y que podría destruir por completo aquella exquisita unión de corazones y almas.
—¿Es que no te ves a ti misma? —le preguntó con incredulidad. Quiso quitarle esas paranoias de la cabeza cogiéndola en brazos y llevándola al cuarto de baño. Desnuda.
Con cuidado, la dejó frente al espejo y se puso detrás de ella, obligándola a que mirara su reflejo. El rubor le encendió las mejillas cuando vio el aspecto desaliñado que tenía. Claramente, el aspecto de una mujer a la que acababan de hacer el amor: con los labios hinchados y los ojos aún vidriosos por el vestigio de ese increíble orgasmo; unos ojos que todavía resplandecían y parecían especialmente brillantes a pesar de la escasa iluminación del cuarto de baño.
Él la agarró con ambas manos, una en cada costado: la recorrió con las palmas, arriba y abajo, por las curvas, por sus pechos, que juntó y levantó para que viera los pezones tiesos e hinchados por su roce.
—Eres preciosa —dijo con voz ronca— y de una forma que ni te imaginas. Está claro que no te ves del mismo modo que yo. Tu corazón. —Le puso la mano sobre el pecho con la palma bien abierta—. Deja que te cuente lo que yo veo.
Contuvo el aliento, anhelante. Tan llena de esperanza y, al mismo tiempo, temerosa de permitírsela por si su rechazo la hacía venirse abajo.
—Veo a una mujer joven, valiente, leal, hermosa que antepone los demás a sí misma y su propia seguridad. No hay muchas personas tan desinteresadas como tú. Me has dado un regalo, Ari. ¿Eres consciente de lo humilde y angustiado que me has dejado al escogerme para ser tu primera vez? ¿Y aun así piensas que te he escogido yo? ¿Que ha sido un polvo por pena?
Ari hizo una mueca de dolor al escucharlo porque ahora, en vista de su reacción y de todo lo que hacía para tratar de tranquilizarla, parecía que lo hubiera dicho para que le hiciera un cumplido. La clásica manipulación femenina, vaya. Eso la hacía sentir más rebajada, avergonzada e incluso más consciente de sí misma.
—No solo te valoras poco, sino que te haces un flaco favor; incluso me lo haces a mí porque sugieres que uso mi cuerpo en pos de la compasión, como si tuviera que hacer de tripas corazón para hacerte el amor como mereces. Entiendo que tengas poca confianza en ti misma, pero que no te oiga yo desmerecerte de esta forma, joder, porque me cabrea muchísimo.
Ari tragó saliva y asintió lentamente mientras él se inclinaba para acariciarle el cuello. Incluso a pesar de estar tan hipersensible como estaba después del orgasmo, su cuerpo reaccionó violentamente al tacto y al calor sofocante que surgía entre ellos cuando entraban en contacto físico.
Él se deshizo en una lluvia de besos por toda la curvatura del cuello hasta que llegó a la parte superior del hombro, momento en que la empujó hacia atrás. La atrajo hacia su pecho y la abrazó con fuerza.
Su reflejo mostraba en el espejo una imagen tan íntima y erótica que quiso memorizarla porque no quería que el recuerdo se desvaneciera jamás. Quería ser capaz de recordarlo cuando le apeteciese. No lo olvidaría; había sido una noche con muchas primeras veces para ella.
Él apoyó la barbilla en su cabeza y la miró directamente a los ojos a través del espejo. No había rastro de enfado en sus ojos negros; solo una expresión resuelta. La comodidad y la calidez se propagaban por sus extremidades y su torrente sanguíneo, que rápidamente las bombeó al resto del cuerpo. La euforia la envolvió una vez más en un abrazo embriagador y Ari se relajó en su regazo. Dejó que su cuerpo se acostumbrara a esto, a esta unión perfecta.
—Mírate al espejo, Ari —murmuró rozándole el pelo con los labios por detrás del lóbulo de la oreja—. Mira lo hermosa que eres. De verdad, quiero que lo veas.
A regañadientes ella se giró y obedeció: lo que vio le sorprendió pues se miraba a sí misma a través de ojos objetivos, como si no fueran los suyos, sino los de otra mujer. Era como si se viera a sí misma sin un filtro autoimpuesto por primera vez.
Se veía… hermosa. Más importante si cabe, Beau había hecho que se sintiera hermosa y deseada. Como una mujer que él había escogido y no alguien a quien ella había convencido para hacer el amor. Ahora, lejos de ese vulnerable momento en que se había desnudado por dentro y por fuera, totalmente expuesta al poder del sexo, se dio cuenta de lo ridícula que había sido esa idea, y el miedo.
Beau no era un hombre fácilmente manipulable. De hecho no se dejaba manipular por nadie.
Quería disculparse, pero eso solo empeoraría las cosas. Lo mejor que podía hacer era reconocer simplemente lo que él veía y lo que ahora veía ella también: una mujer guapa a la que acababan de hacerle el amor y que acababa de entregarle un pedazo de su corazón a un hombre al que conocía desde hacía muy poco. Pero, al mismo tiempo, tenía la sensación de que llevaba toda la vida esperando este momento.