Treinta

Ari entreabrió los ojos y las brillantes luces fluorescentes le penetraron las pupilas como dardos de hielo. Con una mueca de dolor, volvió a cerrarlos y emitió un leve gemido. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido?

Tenía la mente revuelta por completo. Tal vez le había pasado lo peor y había sufrido la enorme hemorragia psíquica que Beau temía. Aunque tal vez hubiera sido una simple apoplejía, pero, al fin y al cabo, ¿no era esencialmente lo mismo? Una apoplejía era un derrame cerebral, ¿no? Aunque el suyo no era uno de esos derrames normales que sufren los que padecen una apoplejía. Tenía la mente tan nublada que le costaba recordar nada.

El dolor de cabeza aumentó cuando intentó centrarse, al tratar de concentrarse lo bastante como para tomar consciencia de su entorno. Algo no iba bien. No podía moverse. Tenía atados los brazos y las piernas, y un metal frío le rodeaba el cuello. ¿El cuello?

Abrió los ojos de golpe, alarmada, y esta vez ignoró el punzante dolor que le causó la acción. Forzó la vista para observar el entorno, con el pánico que lo nublaba todo como en medio de una tormenta. Ay, Dios, ¿dónde estaba? ¿Se había resguardado en su peor pesadilla? Y si así era, ¿por qué no podía despertarse y buscar el consuelo de los brazos de Beau? Su escudo contra todo dolor o temor.

Y entonces le sobrevinieron los acontecimientos de la noche, que la hacían tambalear y la dejaron sin aliento. Le escocían los párpados por las lágrimas. ¿Estaban vivos los demás? ¿Beau estaba vivo? Ay, Dios, no podía estar muerto. ¡No! Los hombres que se la habían llevado no tenían ningún honor, pero al ver que habían reventado el búnker, había comprendido lo inevitable de su propio destino. Su única opción había sido fiarse de que realmente dejaran en paz a Ramie y a los demás. Que se contentaran con haber conseguido por fin su primer objetivo: ella.

Ahora, por fin sabría qué querían aquellos… fanáticos, y, francamente, la aterraba conocer la respuesta. Pero si esa gente tenía a sus padres, ¿podría verlos, por fin? ¿Saber por lo menos que estaban a salvo? ¿Vivos?

Se le aceleró el pulso hasta que la respiración empezó a convertirse en jadeo.

—Ah, estás despierta.

El sonido le penetró el cráneo como si le hubieran atravesado la cabeza con una piqueta. Las náuseas hervían en su estómago y no paraba de tragar convulsamente, como si no supiera que tragar la saliva acumulada no iba a hacer más que incrementarlas.

—¿Qué queréis? —carraspeó, sorprendida por el esfuerzo que le requería hablar.

—Queremos hacerte unas cuantas pruebas —respondió el hombre, con la calma de quien habla de un tema tan trivial como el tiempo—. Tú tienes un propósito mayor, Arial. Es hora de aceptar tu destino.

¿Destino? Ella no quería aceptar esa extraña idea sobre su destino. Su destino era estar junto a Beau. Y encontrar a sus padres para poder recuperar a su familia y poder así formar la suya propia. Compartir su nueva familia con su madre y su padre. ¡Solo quería una vida normal!

La voz incorpórea le estaba haciendo perder los nervios, así que empezó a retorcerse a izquierda y derecha, estirando el cuello hasta que por fin dio con la fuente de esta. El corazón le dio un vuelco. No ante la visión de la persona demacrada y con aspecto de médico que llevaba una bata de laboratorio, sino más bien por los dos hombres que lo flanqueaban.

Altos y extremadamente musculosos. Como dos torres al lado del científico de figura mucho más pequeña. Ambos tenían cara de póquer, pero sus ojos hablaban de crueldad. Duros y fríos, la observaban fríamente. Ari achinó los ojos al reconocer a uno de ellos: era el gilipollas que había trabajado para su padre, el que la había atacado y había intentado drogarla.

Sin embargo, no le daban miedo. En otro tiempo, sí lo habrían conseguido. Se habría escondido bajo la mesa más cercana como un ratoncillo asustado y se habría tapado la cabeza y los oídos para aislarse de todo lo que la rodeaba. Ahora que sabía exactamente lo que era capaz de hacer y con la seguridad de que tenía el poder de hacer más cosas, esos capullos serían pan comido. ¿Acaso pensaban que limitándose a inmovilizarla podrían evitar que desatara un infierno?

Parte de los pensamientos debieron de reflejarse en sus siempre expresivos ojos y rostro porque, sin mediar palabra, uno de los gorilas se giró y apuntó hacia un monitor empotrado en la pared con un mando a distancia.

La pantalla parpadeó e inmediatamente se enfocó. A Ari se le cortó el aliento en plena garganta. Se le encogió el pecho y empezó a arderle; había dejado de respirar.

Sus padres estaban en lo que parecía ser la celda de una cárcel. Como delincuentes comunes, o peor, rehenes sometidos a unas condiciones deplorables. Su padre estaba sentado sobre un catre muy precario con su madre acurrucada entre sus brazos, como si tratara de consolarla. A juzgar por la cara de angustia —y desolación— de su madre, su padre no podía conseguir siquiera algo en lo que jamás había fracasado antes: transmitirle la calma de que todo iba a salir bien.

Le subió la bilis a la garganta y el odio le abrió un agujero en el estómago. Ella, que jamás había odiado a nadie de verdad. Ella, que se oponía a la mera idea de infligir violencia o dañar a alguien. En aquel momento supo que era perfectamente capaz no solo de hacer daño, sino hasta de matar a esos cabrones por lo que estaban haciendo pasar a sus padres. Y no sentiría ningún remordimiento en absoluto.

Aceptó sus poderes, consciente de una vez por todas de que sí respondía a un fin más elevado, pero tenía clarísimo que no sería ni mucho menos el que esos capullos imaginaban. Si supieran que estaba imaginando sus muertes con todo detalle, saldrían despavoridos como los cobardes que eran.

A su alrededor, los objetos empezaron a vibrar y temblar, como en los últimos estertores de un terremoto. Los marcos caían de las paredes. Los viales de cristal volaban de sus bases para estrellarse contra la pared más lejana. Y fijó la mirada en el gusano con bata de laboratorio que le había anunciado con calma que quería hacerle unas pruebas. Como si ella fuera un animal. A sus padres ya hacía días que los trataban como animales allí enjaulados en unos cubículos indecentes. Se tenían solo el uno al otro para apoyarse mientras la preocupación por su hija los torturaba tanto como la habían atormentado a ella su desaparición y el desconocimiento de su suerte desde el mismo momento en que fueron secuestrados.

Los labios del gorila B se curvaron en una sonrisa socarrona y habló por primera vez, aparentemente ajeno a la demostración de fuerza de Ari. A decir verdad, tampoco había sido una hazaña tan impresionante. Aún se sentía débil a causa del potente sedante que le habían administrado. Ni siquiera sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que se la habían llevado del búnker, donde suplicaba a Dios que Ramie siguiera sana y salva.

—Deja ya la pataleta —ladró el gorila.

—O ¿qué? —le retó ella, entrecerrando los ojos que fijaba en el blanco de su ira.

De repente, el rostro del tipo se enrojeció y se llevó ambas manos al cuello, como si luchara contra un agresor ausente. Tiraba inútilmente de la mano invisible que le envolvía el cuello y lentamente le iba exprimiendo la vida. Quería matarlo. Estaba lo bastante cabreada para liquidar a todos esos cabrones sin importarle las consecuencias.

—¡Basta! —vociferó el primer matón, lo que desvió momentáneamente su atención del compañero.

El segundo tosió y esputó, agarrándose el cuello mientras recuperaba el aliento.

—Me las pagarás por esto, zorra —espetó, con la cara aún sonrojada por la presión a la que ella le había sometido de pura furia. A Ari le daba lo mismo. Nunca había sentido un deseo tan acuciante de venganza, de violencia. Quería hacer daño a esa gente, mientras que tan solo un mes antes, la mera idea de desatar su violencia sobre otro ser humano le parecía abominable y contraria a su propia naturaleza. ¿Y ahora? Estaba anticipando con cada respiración cómo se vengaría exactamente de esa gente por haberle truncado la vida, haber amenazado a sus padres —adoptivos o no— y por haber metido en eso a Beau y a su familia.

Que Dios los ayudara a todos como Beau estuviera muerto. Dios tal vez tuviera piedad, pero ella, ninguna.

—Tal vez debas echar otro vistazo a tus queridos papá y mamá —sugirió el gorila A en un tono burlón que le crispó los nervios lo suficiente para querer estrujarle una parte de su anatomía diferente a la del gorila B. Andar por ahí sin pelotas y cantando como una soprano le bastaría para hacerle bajar el ego unos cuantos peldaños.

Pero cuando volvió la vista a la pantalla, incapaz de resistir las ganas de ver a sus padres tras la velada amenaza en la voz del primer matón, se quedó helada.

Cuatro hombres irrumpieron en la celda e iniciaron un tumulto: uno de ellos agarró a su madre y le pasó un musculoso brazo por encima del pecho, rodeándole la espalda y tirándole del pelo para hacerle subir la barbilla y dejar al descubierto su cuello vulnerable.

Reducir a su padre después de que el cuarto le hubiera puesto las manos encima a su madre requirió el esfuerzo combinado de los tres hombres restantes, y eso que eran grandes. Su rabia se convirtió en algo terrible y asombrosamente difícil de contener y Ari no pudo evitar sentir una punzada de orgullo al ver que tenían que intervenir tres hombres de dimensiones exageradas, con la ayuda de sus armas, para someter a su padre. Y aun así, tuvieron que unir su esfuerzo para mantenerlo inmóvil en el suelo, mientras se aseguraban de que su cara apuntara al lugar donde estaba su esposa para que viera exactamente lo que le estaban haciendo.

La rabia y la agonía compungían el rostro de su padre. Y, de repente, un sonido estalló en la habitación donde Ari se encontraba indefensa, sin poder hacer nada más que mirar. La voz de su padre era ronca, desesperada, suplicante.

—Dejadla, joder. Cogedme a mí. Hacedme lo que queráis, pero dejadla en paz. Ella no ha hecho nada malo. Cogedme a mí, ¡cabrones!

Las lágrimas abrasaban los párpados de Ari, pero ella las sacudía furiosamente parpadeando, decidida a que esos capullos que la observaban tan de cerca no notaran lo afectada que estaba de ver así a sus padres. Lo aliviada que se sentía de que estuvieran vivos, aun cuando la embargaba el terror al ver cómo el hombre que sostenía la cabeza de su madre en aquel ángulo tan incómodo sacaba lentamente un cuchillo y lo colocaba ante el cuello de la mujer.

Pudo ver el miedo en los ojos de su madre que ella trataba visiblemente de esconder para que su marido no supiera lo aterrada que estaba. De nuevo, Ari sintió una punzada de orgullo, esta vez por su madre, porque no quería que su marido supiera lo asustada que estaba. Tenía una expresión desafiante, un claro «vete a tomar por culo» en sus delicadas facciones. Y, tras el primer destello de miedo, incluso sus ojos, unos ojos que nunca habían demostrado nada que no fuera candor, amor y ternura, ahora estaban cargados de odio y desafío. Miraba a los hombres que retenían a su marido como quien dice «No podéis ganar. Os matará. Encontrará el modo de mataros».

No si Ari podía hacer algo al respecto. Ella misma acabaría con esos cabrones o moriría en el intento.

Algunas causas son nobles y justas, incluso cuando hay violencia, sangre y… asesinato. Algunas batallas, aun estando en desventaja, valía la pena lucharlas porque si uno no planta cara, entonces no hay esperanza. Y Ari tenía que creer que, de algún modo, podía ganar y salvar a sus padres. Incluso aunque eso significara caer en el camino.

Por algunas cosas valía la pena luchar. Hasta el más amargo final, hasta el último aliento. Y a Ari, no se le ocurría mejor razón que… el amor. El amor por sus padres. El amor por Beau.

La derrota no era más que la ausencia de esperanza. Y hasta que no hubiera agotado hasta la última gota de esperanza, no pensaba darse por vencida jamás. Una promesa le resonaba en la mente, que silenciaba todo lo demás.

Hasta que el chillido de dolor de su madre rompió las oscuras sombras de sus pensamientos. Sus planes de muerte y venganza. Y entonces, cuando un fino chorrito de sangre empezaba a resbalar por el cuello de su madre mientras el gilipollas que la sostenía infligía un corte superficial a su delicada piel, Ari se quedó helada.

Su padre enloqueció. Exabruptos de rabia, promesas de venganza; eco de los propios pensamientos de Ari. Logró liberarse de sus captores y cruzó de un salto la celda, dispuesto a cargarse con sus propias manos al hombre que estaba haciendo daño a su esposa. Y, entonces, el cuerpo de su padre se arqueó hacia atrás, se le compungió el rostro de dolor y sus extremidades se agitaron y retorcieron violentamente.

Aquellos cabrones cobardes le habían disparado con una pistola eléctrica por la espalda. Por un instante, Ari pensó que su padre seguiría luchando a pesar del efecto agobiante de la descarga en su determinación por proteger a su esposa por encima de todo, pero otra descarga administrada por otro de los guardias lo hizo caer como un saco. Ginger chilló y el movimiento hizo que le brotara más sangre del corte que ahora era más profundo, porque instintivamente se había abalanzado hacia delante en un intento desesperado de proteger a su marido.

—¡Basta! —gritó Ari—. ¡No la matéis! Por el amor de Dios, ¡ya habéis hecho bastante! Habéis dejado a mi padre inconsciente y si el cabrón que sujeta el cuchillo en la garganta de mi madre hace un movimiento en falso, ¡la matará!

—Entonces, tal vez quieras reconsiderar tu rechazo a nuestros planes —dijo el gorila A, fríamente—. Porque no me produce ningún reparo rebanarle la garganta y dejar que veas cómo se desangra, cómo exhala su último aliento mientras su marido se despierta en un charco de sangre junto al cuerpo inerte de su mujer.

Ari se estremeció ante la amenaza gélida. Pero no, no era una amenaza. Sabía que estaba completamente decidido a hacerlo. Sabía que ejecutaría su promesa si ella ofrecía alguna resistencia. ¿Podría asumirlo? ¿Aguantar todo lo que le quisieran infligir sin quedar incapacitada por completo para poder después destruir aquel horrible lugar y a todos y cada uno de sus ocupantes, excepto a sus padres?

Sin saber si Beau estaba vivo o no, tenía que actuar con la premisa de que sí lo estaba para poder tomar las decisiones correctas. No había tiempo para dejar que las emociones interfirieran en la fría lógica y en lo que ella sabía con certeza.

Ese hombre podía ordenar la muerte de su madre sin padecer ni una gota de remordimiento. Y solo Dios sabía lo que podrían hacerle a su padre cuando ya no tuvieran a su madre para obligarla a cooperar.

—Haré lo que queráis —dijo con una calma que no tenía ni idea que fuera posible en una situación que normalmente la habría paralizado de miedo e impotencia, incapaz de hacer nada que no fuera comportarse como una puta florecilla apocada.

A la mierda las flores. De todos modos, tampoco le gustaban. Y usar la palabra «puta» le confirió la resolución necesaria para adquirir el espíritu guerrero de Beau. Para ser la guerrera que sus padres necesitaban. La guerrera en la que debía convertirse.

Hacerse fuerte para soportar el sufrimiento que le esperaba sin quedar anulada después sería la prueba más dura a la que jamás se había enfrentado. Beau no estaba ahí para recoger sus pedacitos, para mimarla y reconfortarla.

Pero por sus padres, por Beau y por ella misma podría resistir y lo resistiría. Y que Dios los pillara a todos confesados cuando finalmente desatara toda la furia de sus poderes, su don, un don que, por primera vez en la vida, agradecía y aceptaba sin reservas.