Episodio en el que Norishige de Tsukuma se encuentra irremediablemente con un labio leporino. Y de los retretes usados por las damas nobles.

Era la primavera de 1555, año 24 de Tenmon, y mediaba ya el tercer mes lunar, un semestre después de la batalla del castillo de Tsukigata. Norishige Oribe-no-shoo daba una fiesta para celebrar la floración de los cerezos en el jardín interior anexo a su castillo residencial del monte Ojika. Para esta sazón de los cerezos en flor mandó desplegar a la sombra de los árboles cortinajes y alfombras, y allí, mientras bebía sake con su esposa y con damas de palacio, se dio al placer de la música y la recitación.

La fiesta había comenzado por la mañana y continuaba hasta el crepúsculo, cuando una velada luna colgaba del cielo. Entonces se trajeron lámparas para situarlas acá y allá sobre el alfombrado. Norishige se encontraba muy bebido, y bailaba al son de su propio recitado y de redobles del tambor manual que hizo tocar a un músico ciego. La canción decía hacia su parte final:

Al desatarse el cíngulo

bordado de las flores

¡qué belleza!

¿podrá mi corazón

olvidar el cabello

revuelto de los sauces?

Guedejas de ese rostro

que alborotara el sueño.

Cuando la canción se aproximaba a este final, inesperadamente brotó de no se sabe dónde una flecha que se cruzó lateralmente con la cara de Norishige; y parecía amenazar con echar abajo su preciada nariz a una con las flores de cerezo[22], pero en realidad vino a dar un poco baja con relación a la nariz. Le hirió el saliente del labio superior, y prosiguió su trayectoria.

—¡Villano! —gritó Norishige al punto sujetándose su boca sangrante, o más bien trató de gritar, todo desconcertado al sentir que le faltaba la pronunciación y las palabras no le obedecían.

Tenía la impresión de haber visto escapar a una silueta negra, descolgándose del ramaje de un cerezo a unos diez o doce metros de distancia. Y una vez más trató de gritar:

—¡Allí! ¡Ha escapado por allí!

Pero sólo le salían ruidos confusos, inarticulados, extraños como los balbuceos de un bebé. Era que se le habían desgarrado el labio y la encía de la mandíbula superior: y con ese dolor no se le movía debidamente el labio, y además el aliento se le escapaba por la herida como por un tubo. En esos momentos sangraba a goterones y él mismo no sabía distinguir si lo habían alcanzado en la nariz o en la boca. Y encima, al ver que él mismo no entendía lo que estaba diciendo, se sintió del todo consternado.

En aquella zona reservada rara vez se permitía el acceso a los hombres, y fueron por ello las mujeres asistentes las que enseguida siguieron el rastro del malhechor. Entretanto llegaron corriendo también los samuráis y se pusieron a rebuscar por todos los rincones del espacioso jardín sin dejar hueco alguno por ver. Pero el malhechor se dio un arte especial para esconderse, y escapó sin ser descubierto.

Fue un enigma enteramente incomprensible para todos, ya que este palacio ocupaba el centro de la ciudadela, y para infiltrarse hasta él había necesariamente que pasar bastantes puestos fortificados. Obviamente, aquél era un recinto vedado a los hombres, una «isla de mujeres», pero por eso mismo a su alrededor formaban guardia centinelas estratégicamente distribuidos, y tanto de noche como de día vigilaban igualmente con mirada alerta. Incluso en el supuesto de que alguien por ejemplo conociera el atajo secreto que iba escalando la montaña por detrás, y llegara por él sin ser visto a la ciudadela, no le sería nada fácil penetrar en el jardín interior. Aunque se tratara de un samurái del castillo, no podía entrar allí sin pasar un doble o triple control.

Y por todo esto, siendo ya un misterio cómo había podido entrar, no lo era menor el hecho de que no apareciese tras darse una batida al jardín. Como no podía haberse escapado al exterior, tenía que estar escondido dentro; y con esta confianza se prosiguió la búsqueda durante la noche entera. Empezando lógicamente por el jardín, se revisó el palacio habitación por habitación, e igualmente sus áticos, galerías y hasta posibles huecos bajo el suelo; pero todo esfuerzo fue en vano. Esto naturalmente acreció la inquietud de la gente del castillo, e hizo aumentar el número de centinelas y la frecuencia en los relevos de guardia nocturna.

Pero pasó un mes, pasaron dos meses, y se seguía a fin de cuentas sin tener rastro alguno del malhechor; y aun al cabo de este tiempo, nada hizo cambiar las cosas.

Con esto los samuráis del clan se alegraron de que la vida de su señor estuviera felizmente a salvo, pero a partir de estos incidentes, cualquiera que debiese comparecer ante él no podía reprimir un sentimiento de compasión. Pues al cicatrizar la herida, y reanudarse los permisos de audiencia para sus vasallos, éstos pudieron comprobar que en el rostro de su señor aparecía un labio leporino que no era desde luego de nacimiento.

De todos modos, este tipo de herida no podría considerarse grave. Una ligera desviación de la línea del labio no representa obstáculo alguno para la vida ordinaria, y en el campo de batalla se puede actuar lo mismo que cualquier otro con tal de poder esgrimir un arma. En comparación con un cojo o un tuerto, la limitación física es irrelevante.

Por ello, todos le dirigían saludos como «Nos congratulamos, señor, con vuestra fortuna». Pero ninguno lo miraba directamente a la cara; todos más bien solían inclinarse ante él con una expresión de respeto. Sobre todo, lo que más los desconcertaba era la imposibilidad de captar las palabras del señor. Es cierto que a medida en que se secaba la herida también esta situación iba a mejor; pero aparte de que el labio superior tenía un desgarro hacia su mitad de forma triangular, le habían desaparecido dos o tres de los dientes anteriores, de modo que emitía ciertos ruidos nada claros, semejantes a los de un gangoso. Hablando de impedimento físico, podría decirse que a esto se reducía todo.

Sin embargo, en tales circunstancias, tanto el propio afectado como los que lo rodean llegan, a fuerza de costumbre, a no prestar la menor atención al caso. Hasta el mismo Norishige, que al principio se encontraba obviamente deprimido, al ver que sus súbditos empezaban alguna vez a mirarlo a la cara tan tranquilos, y que se las arreglaban para entenderle sus palabras, dejó por fin de sentirse víctima; y tanto para él como para sus vasallos la situación pasó a considerarse como normal. Alguno de sus servidores le insinuaba hábilmente, citándole el ejemplo de Kansuke Yamamoto, guerrero cojo, bizco y enano, que la incapacidad física más bien acrecentaba la dignidad, y cosas por el estilo. Norishige se iba reconfortando con esa idea, y al parecer llegó a aceptarla como aquel que dice «pues también es verdad».

Pero a juicio de cualquier persona serena o quizá malintencionada, no hay ridículo mayor que una situación ridícula cuando nadie la quiere admitir como tal. Para Terukatsu, cuanto más se iban acostumbrando a Norishige los demás subordinados, tanto más raras se le hacían su cara y su voz. Al mirar la zona de aquel labio con su herida triangular, por mucho que intentara sobreponerse, no podía determinarse a servir con lealtad a aquel hombre. Más bien al contrario, la fealdad de aquel rostro espoleaba el ardor de su pasión por Kikyo. Deseaba dirigir al menos un vistazo furtivo al semblante de ella, y que esto fuera, a ser posible, no cuando se encontrase sola, sino cuando estuviese sentada en su alcoba ante el señor feudal del labio leporino.

Esa escena no podía perdérsela. Cuando el señor de la cara desgraciada dijera palabras melosas con su grotesca voz, aquella su querida esposa, Kikyo, reprimiría el regocijo que le desbordaba el pecho, y disimulando su artera malicia, pondría una sonrisa de coquetería en sus labios. Noche tras noche, en la habitación privada del palacio interior se repetiría esta escena; y Terukatsu, cada vez que comparecía ante Norishige, tenía que figurársela, quisiera o no. A veces lo asaltaba la impresión de que en la penumbra de la alcoba, la cara blanquecina de la noble dama flotaba como un fantasma por detrás de Norishige, que estaría sentado erecto en su estrado.

Terukatsu pasaba los días entretenido con estas figuraciones, fomentadas por el semblante de Norishige. Con todo, no lograba hacerse la idea de quién podría ser el arquero que se había infiltrado en el jardín interior para el atentado.

Sin duda, el lector se inclinará por Terukatsu como gran sospechoso, pero en realidad no parece que fuera así. Y digo «parece» porque de los acontecimientos pasados y venideros se desprende naturalmente tal sospecha. Sin embargo las Memorias de Doami y Mi sueño de una noche, por ejemplo, hacen recaer sobre otro la culpabilidad, y es razonable darles fe. Pues ya que revelan tan sin tapujos las intimidades del señor de Musashi, con sus facetas turbias, si por ejemplo aquella acción se hubiera debido a dicho señor, en buena lógica no tendrían por qué encubrirlo deformando los hechos.

A mayor abundamiento, en ese tiempo aún no se había iniciado el contacto entre Terukatsu y la dama Kikyo. A pesar de ello, es cierto que existían cuantiosas posibilidades de una travesura furtiva, pero también es cierto que sin el respaldo de la señora ninguna iniciativa podía terminar bien.

De hecho, cuando Terukatsu era arrastrado por la pasión, se transformaba hasta convertirse en un ser contradictorio con respecto al que era siempre; pues solía comportarse como un militar caballeroso y noble. Por entonces habría sentido seguramente el antojo de alguna travesura, pero no cabe imaginar que su tendencia enfermiza se hubiese agravado hasta el punto de lanzarlo a una acción tan baja por su propia mano.

Queda fuera de duda que tal acción no fue de Terukatsu. Precisamente el atentado, coincidente con la floración de los cerezos, irrumpió en escena cuando el subprefecto de Kawachi, Terukatsu, andaba lamentándose de haber dado muerte al samurái Zusho y de haber entorpecido así los planes de la señora. Como él no se encontraba en el lugar del delito, no conocía detalles, pero enseguida entendió al menos esto: que la señora no había abandonado sus planes hasta el presente, y que a su servicio había otro Zusho encargado de coger el relevo del primero. Naturalmente no tenía idea de cómo aquel hombre —¿o tal vez se trataría de una mujer?— se había infiltrado en el jardín y cómo había desaparecido sin dejar rastro de su paradero; pero de todos modos estaba claro que lo había hecho bajo la instigación y el respaldo de la señora.

Además, el hecho de que la saeta partiera el labio de Norishige permitía conjeturar que el blanco era la nariz, y que por un fallo de puntería se desvió el tiro hacia abajo. Esto supuesto, ¿se conformaría la señora con haberle causado a su marido aquel labio leporino? ¿O bien haría repetir los ataques una y otra vez hasta arrancarle de cuajo la nariz? A fin de cuentas, el interés de Terukatsu se centraba inevitablemente en esta cuestión.

Durante el sexto mes del mismo año, bien entrado ya el verano, se hallaba una tarde Norishige confortablemente sentado con su esposa en una de las balconadas tomando el fresco y bebiendo sake, cuando de repente una flecha surcó el aire desde el macizo de matorrales del jardín. Fue disparada exactamente desde el mismo ángulo y con la misma trayectoria que la vez anterior, con relación al rostro de Norishige; pero en medio de la calma del crepúsculo se oyó su silbido al rasgar el aire, y Norishige, dando un grito, ladeó el cuerpo para desviar la cara. De no haber sido así, sin duda se habría quedado chato ya para siempre de la protuberancia nasal que le emergía sobre el labio leporino. Pero aun así, siendo la flecha más rápida que su movimiento para esquivarla, no logró escapar ileso.

Mientras gritaba «¡Ah!» había echado el torso hacia atrás y había vuelto el cuello hacia la izquierda, y en ese instante la flecha le rozó la mitad derecha de la cara para ir a rebanarle el saliente en parte carnoso y en parte cartilaginoso que allí encontró: el pabellón, en suma, de la oreja derecha.

Ni que decir tiene que inmediatamente se apresuraron las camareras, unas a atender a Norishige, y otras a lanzarse al jardín blandiendo azagayas. Ya habían pasado tres meses desde la floración de los cerezos, y a partir de entonces no había ocurrido nada. A estas alturas se desesperaba de encontrar al culpable, y se había llegado a relajar un tanto la guardia. Pero con la experiencia de la vez anterior se formó enseguida una compacta red de vigilancia. El agresor, sin embargo, debió de remontarse al cielo o sepultarse bajo tierra. El caso es que tampoco ahora se dio con su paradero.

La herida de Norishige, al igual que la anterior, era leve en cuanto a daño físico; e incluso resultaba más ligera aún que la otra. Sólo por lo tocante a su aspecto externo, era un duro golpe verse con la oreja derecha destrozada además del labio leporino, pero aun así podía darse por contento habiendo podido perder su única nariz. También habrá quien opine que esto es peor todavía que el labio leporino o, por ejemplo, la pérdida de la nariz, ya que estropea el parecido de la cara al destruir su simetría; dejemos que haya lugar a las varias opiniones.

Sin entrar en estas especulaciones, la población del castillo de Ojika era presa de la inquietud y la turbación. Había un ochenta o noventa por ciento de probabilidad para admitir que el atacante de ahora fuese el mismo que el anterior, cuando florecieran los cerezos. Pero si desde entonces hasta el presente había vivido clandestinamente en el palacio interior, la acción tenía que deberse por fuerza a alguien de la casa.

Aunque aquel recinto era vedado a los hombres, allí estaban empleados criados, sirvientes, ordenanzas…, y por ellos empezó la investigación personal —identificación, cacheo, y demás búsqueda de datos— hasta ir alcanzando otros niveles, como el de las damas de alto rango. El mayor peso de las sospechas recayó entonces sobre las concubinas de Norishige, llamadas «cortesanas» o «camareras». Por lo general, un daimyo, en el interior de su palacio y demás, solía distinguir con sus favores a las concubinas más aún que a su legítima esposa.

Sin embargo, Norishige se había casado con la mujer que quería, y sus relaciones matrimoniales eran excelentes. El que se hubiera reservado dos o tres concubinas se debía meramente, mitad a la costumbre de los señores feudales de la época, y mitad a su propia inercia en cuestiones amorosas. Pero del hecho de que hubiese llegado a tener dos hijos con su esposa y ninguno con las cortesanas, se desprende obviamente qué poco roce tenía con estas últimas. Es cierto que antes había ido a verlas de vez en cuando por capricho, pero últimamente, desde que aquella lamentable desgracia había hecho acto de presencia en su rostro, solía quedarse junto a su esposa de noche, como horrorizado de que las otras lo mirasen a la cara.

Así las cosas, una de las concubinas quedó marcada por la vehemencia de sus celos, y fue sometida a un severo interrogatorio; pero al descubrirse que tampoco había evidencia alguna, los esfuerzos orientados en esa dirección terminaron igualmente en nada, como espuma ante el viento.

Ante tal estado de cosas, la gente del castillo —aunque no abandonó las investigaciones—, considerando que en cierto modo no había perspectivas, simplemente trataba de prevenir un nuevo atentado. Y así se reforzó la guardia y la vigilancia nocturna, se incrementaron los puestos de control, designándose por turnos mensuales a un adicto samurái para la supervisión de todo ello.

Así pasaron de nuevo unos dos meses, hasta mediado el otoño, cuando un día por fortuna le tocó el turno de guardia a Terukatsu, que desde algún tiempo atrás se desvivía por ello. Precisamente al ser él la única persona que estaba al corriente del secreto, nadie se encontraría más apropiado para tal misión; pero si él había estado esperando hasta la saciedad ese día, naturalmente que no era por ir a la caza de pruebas sobre la conspiración y así alardear de lealtad a Norishige.

Su puesto de guardia quedaba muy alejado de los aposentos donde la dama Kikyo hacía su vida, y no era de esperar que él lograra comunicarse ni aun indirectamente con ella, y mucho menos atisbarla por las rendijas. Con todo, en su papel de enamorado pese a la distancia, deseaba acercarse a ella por poco que fuera, y ver al menos de qué color eran las tejas y las paredes de su palacio.

Terukatsu se incorporó sin novedad a su cargo, y desde entonces cada noche, cuando deambulaba junto a la cerca del palacio interno supervisando la distribución de los guardias, se imaginaba el contraste que representaría allí dentro aquella extraña pareja de casados, y de ahí pasaba a perderse en sus fantasías. Aun durante el día, solía reclinarse contra una pared de piedra bien soleada, al pie del palacio, y alzando la mirada al claro cielo otoñal, perseguía distraídamente en soledad las quimeras de su imaginación.

Hasta el bravo guerrero sin par que él era en el campo de batalla, llegada esta ocasión podía convertirse en una especie de poeta. Pues aquel paraje era el más apartado incluso dentro del castillo, la zona más apacible, el lugar ideal para que un joven herido secretamente de amor platicara sobre sus propias fantasías en los ratos de tedio.

Como se ha descrito previamente, este castillo residencial del clan Tsukuma se edificó sobre la fortaleza natural que es el monte Ojika, aprovechando las condiciones del mismo monte. Aunque lo llamamos castillo, no gozaba de las técnicas de construcción occidentales, como el posterior castillo de Azuchi. Su estructura era enteramente medieval. Su distribución interior seguía los dictados de la topografía, y aunque espacioso en su conjunto, era muy irregular; dentro de la construcción había incluso bosques, valles, y hasta la corriente de algún riachuelo.

Así pues, el palacio interior se alzaba sobre una colina independiente, a la que seguía otra gran colina en forma de calabacín; y sobre esta última estaba edificado el palacio exterior. En el cuello de calabacín que conectaba las dos colinas había un larguísimo pasadizo que iba del palacio exterior al interior, y dentro del pasadizo habían colocado una puerta de cedro como barrera divisoria de los sexos. Por esto, para quien no calzara sandalias de madera[23] éste era el único pasaje que conducía del mundo de los hombres al de las mujeres.

El terreno dominado por la vigilancia de los centinelas se extendía a todos los alrededores de la colina donde se asentaba el palacio interior, y así tenía que ser de una gran vastedad. Alrededor de la cumbre achatada de la colina se extendía un cercado continuo de arcilla, el cual a su vez daba sobre una abrupta pared rocosa; la pendiente que descendía sobre esta pared se había dejado en su configuración montañosa. Allí brotaban frondosos herbazales, se precipitaba la pared de un despeñadero, se erguían increíbles bosquecillos en medio de la penumbra… De tal modo que cualquiera que visitase el paraje tendría la impresión de haberse perdido entre montañas y valles desiertos.

Una tarde, Terukatsu llegó como de costumbre al lugar solitario bajo la pared rocosa, y se sentó distraído sobre las raíces de un árbol. Los ojos se le fueron instintivamente por encima de la cerca de arcilla que dominaba la pared rocosa, hacia el denso ramaje de la arboleda que cubría el jardín interior, para terminar fijándose en los tejados del edificio semiocultos entre las ramas. Entonces pensaba: «Ah, aquél es el palacio interior»; y al no encontrar medio de manifestar a la dama su voluntad de ofrecérsele como fiel vasallo aun para los más ingratos cometidos —a pesar de estar tan cerca de ella— se sentía hondamente amargado, y por esto mismo lo acosaban con más insistencia los embates del amor.

Entonces su mirada, rebosante de dolorida nostalgia, podría quedarse por siempre fluctuando entre la pared rocosa y el tejado; pero en esto, vino a darse cuenta de que por la parte más baja de la pared rocosa, donde ésta tocaba ya el suelo, había una porción desnuda de musgo. Al principio miró aquello despreocupadamente. Pero en aquella pared de rocas toda recubierta de musgo, ese lugar vacío hacía pensar por las trazas en alguien que hubiera metido las uñas por allí, aunque luego para borrar las huellas se hubiera dedicado a arrancar el musgo alrededor.

Terukatsu se incorporó y dio dos o tres golpes sobre la superficie de la piedra más despejada de musgo que encontró. Aquello sonaba a hueco, como si nada hubiera más allá. Golpeó otras piedras para comparar y comprobar su apreciación, hasta que logró disipar toda duda. Dedujo entonces que alguien había movido aquella sospechosa piedra y la había vuelto a poner como estaba antes, pues la tierra por allí aparecía removida, y las hierbas pisoteadas. Como había una hendidura muy apropiada para meter los dedos, trató, por probar, de mover la piedra. Ésta se deslizaba fácilmente siguiendo a la mano, sin tambalearse, hasta salir.

Terukatsu no pudo reprimir un grito interior. Era natural que la piedra pudiera desprenderse, pues en un entorno de rocas de considerable fondo, solamente ésta había sido cortada más fina —a menos de la mitad de grosor— que las otras. Por detrás le habían esculpido una especie de asa, como un asidero de más de una cuarta. Esto obviamente lo habían hecho así para poder agarrar la piedra desde el interior y empotrarla en su lugar de origen. Una vez quitada la piedra, el agujero resultante tenía apenas la amplitud necesaria para que pudieran penetrar arrastrándose la cabeza y los hombros de una persona.

Terukatsu se desprendió de su espada larga para introducir, en principio, solamente su cuerpo como en el rito de «paso por el claustro materno»[24]. Entró deslizándose, y una vez dentro, en cuanto tuvo un margen de espacio, cogió la espada alargando el brazo hacia fuera, agarró el asidero de la piedra, y colocó ésta en su lugar de origen. El interior estaba completamente oscuro, pero el túnel, que sólo permitía avanzar gateando a duras penas, tendía continuamente a subir, convirtiéndose en algunos tramos en una abrupta escalera; y conducía por sí solo al visitante. Mientras él se hallaba metido en esto, reptando bajo tierra, el trayecto se le hacía interminable. ¿Cuántos metros tendría, o más bien cuántos cientos de metros?

Era una distancia que escapaba a su cálculo; pero al cabo, aquel pasadizo subterráneo venía a terminar abocando en ángulo recto al borde de un agujero vertical. Buscó a tientas una lasca de piedra, la agarró, y la dejó caer para probar dentro del agujero: resultó ser muy profundo. Entonces Terukatsu tuvo una idea bastante aproximada del lugar adonde había venido a parar.

En llegando a este punto, permítaseme incidir en un tema poco delicado, como es la construcción de los retretes usados en aquel tiempo por las damas de alcurnia. Se cuenta que antiguamente una famosa cortesana de Yoshiwara hizo especial alarde de elegancia fingiendo confundir una sarta de monedas con una oruga[25]. Y las mujeres nobles nacidas de familias señoriales no se contentaban con ignorar las monedas, sino que toda sustancia evacuada de sus cuerpos era ocultada de por vida a los ojos de los demás; y no sólo esto, sino que ni ellas mismas podían verla. ¿Cómo se las arreglaban para ello?

Bajo el excusado se cavaba un profundo pozo negro, y al morir ella se enterraba para siempre el agujero. Es probable que no exista medio más refinado que este sistema para disponer de los excrementos. Puede sorprendernos el lujo del excusado de Ni-yun-lin, construido de tal forma que cualquier objeto sólido caía allí sobre innumerables alas de mariposa previamente amontonadas, y al caer se sumergía del todo en ellas. Pero no alcanza a parangonarse ni remotamente con la gentileza del método antes mencionado, en el cual ni siquiera la señora de la limpieza llega a ver las heces. ¿Y cómo silenciar aquella otra anécdota de una belleza de la corte de Kioto cuando trató de volver loco a un pretendiente lascivo con una réplica de sus propios excrementos modelada en semillas de clavo?

Una circunspección de tal índole era compartida en mayor o menor medida por toda dama que se pudiera decir principal. En comparación con todo ello, si venimos al invento del inodoro actual, es cierto que cumple los requisitos de la limpieza y de la higiene; pero hay que confesar que al permitirle a uno mismo ver al descubierto su propia defecación, se convierte en una invención vil y soez, pues echa en olvido el respeto que toda persona se debe a sí misma, aun en ausencia de sus semejantes.

Sin embargo, los antedichos pozos negros estaban reservados a las señoras de la nobleza y a las infantas. Como en este palacio la infanta contaba escasamente dos años, la usuaria de tal servicio no podía ser más que una. Dicho de otro modo, el sitio al que Terukatsu había venido a parar, tenía forzosamente que ser el subterráneo que caía justo bajo el excusado de la señora de la casa.