De cómo Hoshimaru corta una nariz en el campamento enemigo, dando así muestras de su valor.

Hoshimaru acariciaba ahora el deseo de traer otra cabeza sin nariz, y ponerla delante de aquella joven; pero para la consecución de su deseo tenía que salvar enormes obstáculos. En primer lugar, y como no conducía a nada esperar que alguien trajese una cabeza femenina, tenía él mismo que ir a buscarla. Pero a Hoshimaru le estaba severamente prohibido salir al campo de batalla. Aun suponiendo que por algún medio llegase a tener vía abierta para salir clandestinamente, el segundo obstáculo consistía en que tenía que abatir a un destacado enemigo y cortarle el cuello y la nariz. Luego, tenía que mantener en secreto su protagonismo y, valiéndose del nombre de otra persona, hacer llevar felizmente ese trofeo hasta las manos de la mujer.

El caso era que, tratándose de una hazaña de guerra, se necesitaba un testigo que diera fe de haberla presenciado, aunque Hoshimaru en esta ocasión no se proponía hacer méritos de ninguna clase, sino que se contentaba con poder contemplar la sonrisa de aquella mujer al quedarse ella mirando una cabeza sin nariz. El método más sencillo era, pues, dar con un personaje de aceptable aspecto de entre los cadáveres esparcidos en el campo de batalla, cortarle el cuello y, o bien agenciarse un falso testigo, o bien sobornar a soldados de la tropa. Con eso bastaría, pero la conciencia de guerrero de Hoshimaru no se lo había de permitir.

Nacido en una familia de samuráis, no podía actuar con esa vileza. Tenía que hacer lo imposible para conseguir derribar al enemigo por su propia mano. Después tendría que decapitar al rufián, y cortarle la nariz. Como Hoshimaru no podía contar con el asesoramiento de nadie, tenía que devanarse los sesos con su angustia secreta.

Por lo demás, si él no lograba idear pronto un plan oculto, urgía también la preocupación de que en cualquier momento las mujeres podían ser relevadas por otro turno de trabajo.

En tanto que él alentaba en su mente estas asombrosas esperanzas y proyectos, los defensores del castillo y sus atacantes continuaban día tras día enzarzados en su sangrienta lucha, que se concentraba ahora en el límite entre la segunda ciudadela y el fuerte principal.

Impulsados ya por el orgullo del triunfo, los soldados de Yakushiji, viendo inminente la caída del castillo, remontaban muros de piedra, destrozaban a golpes los portones, se precipitaban de vez en vez como una negra avalancha en el fuerte principal… Y allí eran frenados a sangre y fuego por los desesperados defensores, para ser súbitamente repelidos hacia la segunda ciudadela en precipitada fuga… La matanza, los alaridos, las detonaciones, las voces, la ensordecedora destrucción, el estrépito de los pasos —la tierra resonando, pisoteada por masas de hombres que se desplazaban de acá para allá—… Todo esto, como una inmensa tormenta, no dejaba de atronar los oídos de cualquiera a lo largo del día.

No obstante, el castillo de Ojika, que se decía inexpugnable, se encontraba verdaderamente en una situación desesperada, y poco podría ya resistir. Shuzen Aoki llevaba el muslo vendado a causa de una herida de lanza, y aunque también había recibido dos heridas en el brazo, seguía actuando sin doblegarse ante el dolor. Así, solía decir a Hoshimaru cuando lo veía:

—¿Estáis dispuesto, mi señor? Si se presenta la ocasión, no olvidéis jamás lo que os tengo dicho.

Dejaba caer estas palabras con una expresión trágica, para irse en un vuelo a algún otro lugar. Parecía querer decirle:

«Para dar muestras de valor hasta el momento supremo, tened siempre en vuestra mente el harakiri».

Tampoco las mujeres, ni una siquiera de ellas, conocían un momento de reposo. Hasta aquella vieja que lo había guiado parecía estar ocupada como todas en la atención a los heridos y el transporte de los muertos, de tal modo que, aun de noche, raramente se dejaba ver.

Sin embargo, el tema de que la suerte del castillo y la suya propia se decidirían en un soplo, no preocupaba a Hoshimaru lo más mínimo. Más bien consideraba como una ventaja para él el hecho de que, por el caos reinante en el castillo, él tenía plena libertad de acción. En esta coyuntura no era nada difícil escabullirse del castillo burlando la vigilancia de sus moradores. El problema estaba en cómo internarse en el campamento enemigo.

En éstas, una noche —era, a propósito, la segunda noche después de su insólita experiencia— Hoshimaru bajó clandestinamente hacia el valle abierto al pie del monte que respaldaba al castillo; y a partir de allí recorrió un atajo secreto que conducía a las afueras del baluarte. Por lo que él se imaginaba, la gran mayoría de los enemigos estaría ahora concentrada entre la segunda y la tercera ciudadela del castillo; y en la zona de campamento que quedaba exterior al foso se habría descuidado seguramente la vigilancia, y los soldados serían escasos. Por lo tanto, si siguiendo este camino venía a salir a la espalda del campamento enemigo, se le iba a presentar desde luego una magnífica ocasión. Con tales pensamientos, sentía él latir en su pecho el sobresalto del militar ante su primer combate, el estremecimiento del guerrero. Delante de sus ojos revolaban la sonrisa de la hermosa joven y un enjambre de cabezas cortadas sin nariz.

Cuando el muchacho se echó a caminar por aquel sendero de montaña eran aproximadamente —según nuestro cómputo actual del tiempo— las dos de la madrugada. La misma luna que, noche tras noche, había esparcido su pálida luz cuando él se dirigía al desván, también esta noche dominaba sobre la cima del monte Ojika, y marcaba claramente sobre la tierra su propia silueta.

Hoshimaru, pretendiendo dar la impresión de ser una mujer que abandonaba el castillo, se había echado un velo por la cabeza, y mientras caminaba, la sombra de aquel tenue objeto, flotando como una medusa sobre el suelo blanquecino, atraía su mirada.

El campamento enemigo, que por dos meses se había mantenido en pie de guerra frente al castillo, y había alojado a un ejército de más de veinte mil jinetes, debía de ser un lugar amplio y bien equipado. El castillo del monte Ojika se emplazaba al borde de una escarpada zona montañosa, y sólo una parte de él se proyectaba hacia la llanura como una península. Los atacantes, pues, rodeaban en forma de herradura las estribaciones de esa península, y allí plantaron sus tiendas siguiendo una línea zigzagueante. La zona exterior al campamento la circundaron mediante una empalizada de bambú; y allí cerca encendían fogatas de vigilancia, distanciadas entre sí unos diez o veinte metros. En el interior del recinto construyeron por varios sitios torreones y torretas de observación y demás aditamentos, y también bastantes albergues provisionales de madera —barracas improvisadas, como diríamos hoy— donde los hombres, desde el general hasta los soldados rasos, se encontraban durmiendo.

Hoshimaru avanzó a lo largo del atajo por el promontorio donde la herradura quedaba abierta; bordeó furtivamente la zona cercada, y rodeando por detrás las edificaciones enemigas, salió a la parte trasera del campamento, justamente a la zona más baja de la herradura, frente por frente a la entrada principal del castillo. Y en un momento logró felizmente abrir una brecha en la empalizada de bambú y adentrarse sin ser visto en la zona vigilada. Naturalmente, en circunstancias normales no había de resultarle tan fácil la incursión, pero —tal y como él se había imaginado— la mayoría de los atacantes se hallaban concentrados en el espacio intermedio entre la tercera y la segunda ciudadela, y en el campamento propiamente dicho no quedaban más que pocos hombres, y además los centinelas se descuidaban en su guardia.

El joven, aunque acostumbrado a la vida del castillo, contemplaba esta noche por primera vez en su vida la distribución de un campamento; y por ello sentía su curiosidad bastante satisfecha sólo por haberse internado en el recinto vallado. Entretanto, al caer en la cuenta de que, una vez dentro del campamento, su atavío femenino podía más bien despertar sospechas, se quitó el velo, lo dobló hasta empequeñecerlo, y se lo guardó en los pliegues de su kimono. Entonces fue deslizándose entre las negras sombras de las edificaciones marcadas por la brillante luz de la luna, haciendo danzar su cuerpo de sombra en sombra como un pájaro fugitivo; y buscando protección bajo los aleros de los albergues, fue inspeccionando de un vistazo el interior de cada uno de ellos.

Por fortuna para el joven, el resplandor de los fuegos de vigilancia veía amortiguada su eficacia ante la luz de la luna, y se difuminaba en una extraña humareda blancuzca. Además, la luna, que uniformemente difundía su luz, llenaba la tierra de reflejos plateados, y todos los objetos que se encontraban al aire de esta clara noche otoñal, aun hasta los más menudos, emitían una fosforescencia deslumbrante que se interponía en el campo visual de los centinelas por su extremado fulgor.

El muchacho pasó de largo junto a unos soldados que estaban agachados alrededor del fuego, y yendo más allá, fue derechamente al pie de una torre de vigilancia y aprovechó su sombra —que se esparcía por el suelo como una faja— arrimándose a ella para avanzar. Y aun así, nadie le dio el alto.

Como las fuerzas defensoras ya habían sido rechazadas hasta el fuerte principal, seguramente los centinelas dormían descuidados. Aun cuando dos o tres personas lo hubieran avistado, pensarían que se trataba de un paje de la comitiva, o algo así, que rondaba aquel lugar, encantado por la luna.

Rodeando cada uno de los albergues de campaña había una cortina con el escudo estampado del personal militar que allí se alojaba. En la entrada habían colocado un letrero, y bajo la protección de las cortinas estaban depositadas las banderas, enseñas, lanzas y demás. Mientras Hoshimaru inspeccionaba detalladamente todo esto, le llamó casualmente la atención un escudo de armas con unos contrapesos estampados sobre un redondel, en una magnífica cortina; sin advertirlo, detuvo el paso ante ella. Y todo porque aquél era el blasón familiar de Yakushiji Danjo[10]. Sin duda, aquel cortinaje delataba la sede del general de los sitiadores. El joven levantó la cortina y se arrimó enseguida al panel de la edificación para aguzar el oído unos momentos ante cualquier posible indicio de ocupantes, pero no llegó a captar ruido alguno. Rodeó el edificio para echar un vistazo por detrás, y vio que aquella parte estaba convertida en establo: allí se encontraban atados cinco o seis caballos que parecían ser los que montaba el general, pero a esta hora, incluso los caballos dormían plácidamente. Hoshimaru sintió que, de improviso, se le venía a las manos una ocasión única para realizar una hazaña jamás imaginada. Su propósito era tomar una «cabeza femenina», y no tenía que ser necesariamente la de un general. Pero dejar pasar una ocasión tan providencial le parecía indigno de su destino guerrero. Viendo allí dispuestos los estandartes y demás insignias de Masataka Danjo, resultaba probable que este general no estuviera con la tropa sitiadora, sino que se encontrara tal vez durmiendo en una dependencia interior de este albergue de campaña.

Si la suerte lo acompañaba podía decapitar al general, y culminar así una gesta inenarrable. Este pensamiento espoleaba al joven en su plan aventurero. Con el temple y la osadía de un hombre, deslizó silenciosamente panel por panel la puerta corrediza trasera. Y en el momento siguiente ya caminaba por el suelo de madera del pasillo, avanzando a tientas hacia lo que le parecía ser la cámara interior. Todo a su alrededor estaba sumido en tinieblas, pero ayudándose de la luz de la luna que se filtraba entre las junturas y huecos nudosos de la madera, alcanzó una puerta al final del pasillo. Por sus resquicios se tamizaba el titilar de una luz, procedente de aquella habitación del fondo. El joven descorrió también esta puerta, como el espacio de un palmo largo.

El interior estaba dividido en dos estancias, y la que Hoshimaru veía parecía ser una antecámara donde dos pajes, precisamente de su misma edad aproximada, estaban durmiendo. En la divisoria entre la antecámara y la cámara habían erigido una mampara, y la luz de la lámpara brillaba desde el lado de allá de la mampara. Hoshimaru atravesó de puntillas la antecámara para no turbar el sueño de los pajes y, agazapándose a la sombra de la mampara, observó el rostro del general que dormía en el interior. La estancia era espaciosa, como de diez esterillas o tatami[11] y, aunque de tosca construcción de madera, en el lugar de honor junto a la almohada se había improvisado como un tokonoma o santuario de alcoba, donde lucía un rollo colgante con la imagen del Bodhisattva Hachiman, dios de la guerra. También junto al lecho quedaba expuesto a la veneración un templete en miniatura de Fudo Myoo, dios del fuego.

Los objetos que decoraban la pieza —una espada larga por ejemplo, otras armas, con el suntuoso soporte de las espadas, utensilios lacados con incrustaciones de oro y plata— comportaban tal lujo que era fácil inferir de él, sin dejar terreno a la duda, que no era aquél el alojamiento de un samurái cualquiera. A mayor abundamiento, aquella cabeza aparecía peinada con el moño característico de un general, y reposaba sobre una reluciente almohada de laca negra; la bata de dormir era de una seda tipo satén o damasco.

Hoshimaru no tenía siquiera conocimientos previos sobre la edad y el aspecto de Masataka Danjo, pero si se daba fe a los ojos, aquel hombre rondaría los cincuenta años. Su frente era amplia, su rostro fino y ovalado; y su cutis, suave e inexpresivo, daba contorno a unas facciones elegantes. A juzgar por su semblante dormido, más daba la impresión de ser un noble cortesano que un guerrero.

De ser un guerrero con esa edad, normalmente había de tener una piel dura, curtida por el sol, y mostrar en alguna zona de su cuerpo huellas de sus andanzas por campos de batalla. La tez de aquel rostro dormido era desde luego oscura, pero tenía el resplandor de la madera pulida, y al ser observada de cerca traslucía una textura delicada, como de vitela[12]. Esta piel no era la de un hombre de armas, que vive siempre expuesto a la lluvia y combatido por el viento en sus cabalgaduras, sino la de un aristócrata criado al abrigo de la intemperie, que no conoce otros placeres que la música y la poesía.

Así pues, aquel hombre llamado Yakushiji Danjo, aun siendo súbdito de la familia Hatakeyama, del gobierno central, pertenecía a un clan que, ya desde los tiempos de su padre, había mostrado la vitalidad necesaria para sobrepasar al clan de su señor Hatakeyama; y en ocasiones, desde su puesto de vasallaje había llegado a dominar con su poderío la voluntad del Shogun Muromachi. El hecho de que él hubiese logrado escalar tal posición de privilegio se debía sobre todo al poder efectivo de su padre; pero él mismo no contaba precisamente en su historial militar con ningún glorioso hecho de armas. Y sirviéndose más bien de la situación ventajosa —trabajada por su padre— como peldaño para trepar, y poniendo en juego su facundia, su ingenio y su experiencia mundana… mientras se ganaba hábilmente el favor de sus superiores, supo aprovecharse del espíritu de una época que solía dar el triunfo a los de abajo sobre los de arriba. Y por esto, aunque recibiera el tratamiento de Daimyo, en realidad lo era a medias, pues no pasaba de ser un imitador de los nobles de largos ropajes, que se había imbuido del aire de los cortesanos.

Ciertamente, por aquella época, los samuráis de Kioto, empezando por la familia del Shogun, todos habían recibido en su grado el influjo de la nobleza cortesana, e imitaban el estilo de vida de los afeminados nobles. Y así este Danjo, por ejemplo, era sin duda bastante hábil en la poesía tradicional japonesa[13], mientras que no destacaba especialmente en los asuntos bélicos. Por ello, incluso en el presente asedio al castillo, se había contentado con mostrarse a caballo como general en jefe; pero, confiando totalmente en la superioridad de los suyos, se habría entregado en su alojamiento de campaña a un sueño reconfortante. En suma, lo que Hoshimaru había visto era el semblante dormido de este hombre.

El joven sintió que aquel personaje, identificable sin duda por su aspecto como Masataka Danjo, adolecía de una cierta carencia. Dotado, desde luego, de la dignidad y el porte de un prestigioso daimyo, daba una indefinible impresión de escasa virilidad; le faltaba la majestad de un caudillo militar que ha de dirigir con sus gritos de guerra una tropa de veinte mil soldados. El general en jefe que él se imaginaba debía poder reconocerse por compartir ciertos rasgos con su padre, Terukuni, señor de Musashi, por ejemplo, o con Ikkansai, el del monte Ojika: había de tener una musculatura de hierro forjado, y una expresión bravía como ardiendo en sed de prósperas conquistas. Por el contrario, «con este tipo tan flojo de hombre, que al parecer puede abatirse al primer intento, no merece mucho la pena la aventura», pensó el joven.

No obstante, Hoshimaru no perdió el ánimo ni la esperanza ante tal imprevisto. Si tratara de demostrar su valor guerrero, o pusiera el énfasis en darse a conocer mediante un hecho de armas, se sentiría abrumado por esa insatisfacción; pero al mismo tiempo sus ojos estaban contemplando desde otro punto de vista aquel rostro dormido.

Aquel rostro llevaba aneja en su centro una nariz cabalmente bien formada, delicada, fina, aristocrática. Desde la posición de Hoshimaru era fácil ver las ventanillas de la nariz un poco erectas, y la delgadez de la carne podía advertirse mirando el tabique divisorio de ambos huecos, que seguía la línea fina y vertical de los mismos. Además, como característica propia de la nariz de un noble, el caballete nasal se arqueaba ligeramente, y la posición del hueso se dejaba ver un poco a través de la piel. Quizá si se mutilase esta cara de su nariz, el grado de emoción suscitado por tal acto destructor no desmerecería gran cosa del provocado por la cabeza femenina del desván. Y la causa estaba en que aquella cabeza de entonces había pertenecido a un joven guerrero de buen ver, y esta de ahora, no sólo iba unida al tronco del general enemigo —por muy mediocre que éste fuese—, sino que además se veía elegante, fina, llena de delicadeza, compensando así con creces el defecto de acusar un poco el paso de los años.

Más aún, probablemente esta nariz ganaba a aquélla en poder de seducción; y para el joven que había gozado una vez del espectáculo del desván, estaba ciertamente a la altura de su codicia.

Si uno se quedaba mirando, al oscilar la luz de la lamparilla de bambú, alentada por el viento que dejaban filtrar las rendijas, aquella pronunciada nariz arrojaba una negra sombra sobre la mitad de la cara dormida, y oscilaba al mismo ritmo que la luz. Según los avatares de la lámpara, la sombra a veces se ensanchaba ampliamente, y la zona nasal se quedaba del todo en tinieblas. Ese juego reiterativo de los rayos luminosos parecía querer instigar hacia algo. La nariz pasaba alternativamente de aparecer entera a aparecer cortada, como estimulándolo a la acción. Se diría que a cada instante que pasaba estaba suplicando ser cortada cuanto antes. Hoshimaru evocó otra vez la sonrisa enigmática de aquella hermosa mujer. Cuando él convirtiera esta cara, aquí presente, en cabeza sin nariz, y la colocara sobre las rodillas de ella para exponerla ante su mirada fija… el placer que le brindaba imaginar esa circunstancia no lo cambiaría por nada, pensó él.

Hoshimaru tenía una complexión muscular y una fuerza considerables para su edad, y en cuestión de manejar la espada confiaba en su habilidad. De pronto dio un puntapié a la almohada del durmiente, y antes de que éste pudiese echar mano a su espada, de un salto se le montó a caballo en el pecho mientras su rival hacía por levantarse semiincorporándose, y le atravesó la garganta de una sola acometida. El espadín empleado, que él solía llevar al cinto, era regalo de su padre Terukuni, y una obra artesanal de Kanemitsu. Pero más admirable que el arma fue la destreza de su dueño. De una puñalada había alcanzado certeramente un órgano vital; acto seguido sacó la espada y se incorporó en un abrir y cerrar de ojos, casi sin dar tiempo a que la sangre lo rociase.

Había sido una maniobra limpia y ágil, como ni él mismo habría sido capaz de imaginar. Puesto que el contrario no había tenido siquiera tiempo de levantar la voz, lo que vio Hoshimaru consistía en unas pupilas llenas de pánico, una boca entreabierta en el intento de gritar algo… y, tras un instante, un rostro cadavérico donde los espasmos de la agonía quedaban congelados para siempre.

Con todo, en este punto adivinó Hoshimaru a su espalda el ataque de dos espadas desnudas. Los dos jóvenes que estaban durmiendo en la antecámara habían desenvainado a la vez y venían dispuestos a la ofensiva. Pero él, redoblada la confianza en sí mismo por su reciente acción súbita, esquivando el ataque se encaramó de un salto al nicho del tokonoma y allí se aprestó a la lucha, teniendo a su espalda el rollo colgante con la imagen del Bodhisattva Hachiman. Esta posición le daba ventaja, pues la mitad del terreno abierto ante el tokonoma quedaba ocupado tanto por el cadáver como por el templete portátil y los demás accesorios de alcoba; y así, el enemigo que venía haciendo frente veía naturalmente limitada su vía de penetración a un sentido único.

Los dos pajes estaban visiblemente consternados ante el repentino asesinato de su señor, y sobre todo al comprobar que el asesino era un jovencillo de edad bastante próxima a la de ellos mismos. A sus ojos, la figura de Hoshimaru encaramado en el tokonoma, que —bien lejos de aparentar inseguridad— esperaba calmosamente en sigilosa guardia a sus enemigos, debió de parecerles como un trasgo que surgiera de improviso desde la tierra hirviente. Disminuido su ímpetu inicial, avanzaron los dos hacia el tokonoma poniendo atención en cada paso que daban y dando un buen rodeo para no pisar el cuerpo sin vida de su señor.

Los dos jóvenes, que acudían al ataque uniendo las puntas de sus espadas, iban juntos hasta encontrarse delante del tokonoma. Pero cuando trataron de subir por el estrado a partir de ese punto, el más cobarde se quedó retrasado. Hoshimaru, que vigilaba cada movimiento del más adelantado de los pajes, en cuanto vio que éste ponía un pie en el borde del estrado, avanzó inesperadamente casi un par de metros y descargó un tajo sobre él. Cuando el paje se vio alcanzado por aquella furia, hasta entonces como petrificada en su rincón a la distancia de una esterilla, sorprendido, echó atrás el pie que acababa de elevar. La escasa altura del estrado proporcionaba a Hoshimaru la ventaja necesaria.

Al ver éste que su ataque había abierto una honda herida en el hombro de su rival, casi se abrazó a él inmovilizándolo, y le infirió una segunda estocada en el costado. Su contrario entonces, estremecido por sus heridas, comenzó a derrumbarse como un barco que se hunde.

En tanto, Hoshimaru arremetió contra el otro paje. Este pobre desgraciado, con el ánimo encogido ya de entrada, no alentaba el menor espíritu de lucha; pero aguantó firme en su puesto, quizá con la sola determinación de inmolarse junto a su señor. Ante el destello de la espada de Hoshimaru, que tajantemente se abatía sobre él, casi entornando los ojos detuvo dos o tres acometidas, pero ofreciendo apenas la resistencia del que se da por vencido, como una presentación de disculpas, entre lloriqueos. Hoshimaru desarmó a su rival de un golpe, y derribándolo de una patada le atravesó el pecho.

Una vez abatidos los dos pajes, se agachó él junto al cadáver del general, y mientras que con la mano izquierda le agarraba el moño, con la derecha trató de cortarle el cuello; pero en ese momento oyó pasos de gente que probablemente venía corriendo por el corredor.

En realidad el tiempo empleado por el joven en consumar su acción, a pesar de la presteza de sus movimientos, estaría entre los quince y los veinte minutos. Sin embargo, como al parecer no había nadie más apostado en las cercanías de la cámara interior, en ese punto los soldados de otras dependencias más alejadas empezaron a extrañarse por los ruidos, y al fin echaron a correr hacia allí. Ya Hoshimaru no podía demorarse ni un instante.

Pero saber separar la cabeza de un cadáver de su tronco no era asunto tan fácil como matar de una puñalada a una persona viva, y Hoshimaru se echó a temblar cuando oyó las voces de sus perseguidores a su espalda. En tanto que la punta de la hoja, incrustada en el cuello, había dado en el hueso, unos hombres irrumpían atropelladamente en la antecámara. Puesto a huir, tenía que ser ahora. Su plan le había salido milagrosamente bien hasta aquí, pero en este punto crítico no le quedaba más alternativa que abandonar o, de lo contrario, batirse hasta la muerte.

Mientras rechinaba los dientes de rabia, extrajo su acero a la desesperada; el cual en ese momento, sin saberse por qué, sajó de repente la nariz del cadáver. El trozo de carne cayó inmediatamente al suelo. Hoshimaru lo recogió en un reflejo instintivo; y, empujando una de las puertas correderas, se escapó.

Por lo general, cuando se lee la vida de un gran héroe, parece que los cielos de algún modo extienden sobre su destino una especial protección, y gracias a ésta, él puede salir ileso de peligros desproporcionados para el común de los mortales, como si eludiera las fauces de la muerte. Así por ejemplo, este episodio de Hoshimaru es uno de esos casos, y el hecho de que él cortara la nariz del general y se la llevara como recuerdo pudo deberse a un deseo de venganza mezclado con resentimiento, o a la intención de cumplir una parte al menos de su objetivo, o pudo ser sin más el resultado del miedo que, pese a la audacia del joven, hizo presa de él en ese trance.

No están claros estos pormenores, pero de todos modos, si él no se hubiese llevado aquella nariz en su huida, bien pudiera haber caído prisionero. Esto no pasa de ser una conjetura, pero tal vez los soldados que acudieron corriendo al dormitorio, al descubrir que en el rostro de su señor faltaba una pieza importante, sin duda destacarían una patrulla de entre ellos para perseguir al rufián; pero considerando impensable que aquel tipo se hubiera dado a la fuga con el despojo, deducirían atolondradamente que el corte se debía a una herida de la lucha, y entonces cabe pensar que el grupo restante permanecería un rato dando vueltas por la habitación, buscando sin descanso el fragmento que faltaba en la cara de su señor. Con esto, los que al principio salieron corriendo tras el joven, no eran más de dos o tres. Y para ponerlo peor, se equivocaron además, al parecer, tomando la figura del joven que corría ante ellos por la de uno de los pajes que se había levantado con ellos mismos para presentarse allí.

Hoshimaru había escapado de la habitación por un pelo, y antes de sobrepasar la estacada exterior de bambú, pudo oír las trompas y tambores de alarma que resonaron al unísono desde las torres y puestos de observación. Simultáneamente, por las tiendas de acá y de allá empezó a levantarse la gente para acudir, con el sueño interrumpido, y en un momento se alborotó el campamento entero. Pero esta confusión fue tanto más beneficiosa para el fugitivo. Y mientras se las ingeniaba para abrirse camino entre las antorchas de los perseguidores, que iban creciendo en número, agarró él mismo una tea de una de las fogatas de vigilancia y la agitó en lo alto. Si él llevaba una luz en la mano, su propia figura resultaría más difícil de ver para los demás a causa del resplandor. Entendiendo así sagazmente la cuestión, el joven usó de este modo el fuego para deslumbrar miradas ajenas.

Acabó escapando sin tropiezos de la zona vigilada, y al punto arrojó allí mismo la antorcha; y tras correr por espacio de unos seiscientos metros, se puso el velo, y se diluyó en la inmensa luz de la luna, que se extendía hasta el horizonte.