De la crianza y crecimiento de Hoshimaru como rehén en el castillo de Ojika. Y del episodio de las cabezas femeninas.

Se refiere en las Memorias de Doami:

El nombre de infancia de mi señor «de las nubes de la fortuna»[5] era Hoshimaru. Él fue el primogénito y heredero de Terukuni, señor feudal de Musashi; y a sus siete años de edad, habiendo llegado su padre Terukuni a una reconciliación con el señor de Tsukuma, del país vecino, el infante fue enviado en calidad de rehén a la mansión de Ikkansai Tsukuma, en el monte Ojika. Mi amo «de las nubes de la fortuna» me dijo lo siguiente:

«Yo fui separado desde mi infancia de las rodillas de mi padre el señor de Musashi, y por más de diez años estuve aprendiendo el camino de las letras y de la espada en el castillo del monte Ojika. De entonces data mi deuda de gratitud con Ikkansai, quien se responsabilizó de mi crianza».

Éstas fueron sus palabras.

Aunque en un punto de este pasaje se habla de «reconciliación», ha de tenerse en cuenta que el clan Tsukuma se gloriaba por aquellos tiempos de su alto linaje, el dominio de su gran daimyo se extendía por regiones y regiones, y la «reconciliación» no se llevaría a cabo en términos de igualdad, si bien no debió tampoco de ser una rendición humillante. En realidad sería un sometimiento en vasallaje al señor Ikkansai. Pues de otro modo Terukuni no habría tenido que entregar a su querido hijo y heredero como rehén.

No son muchas las anécdotas que se han transmitido de los tempranos años de Hoshimaru, pero he aquí uno de esos episodios.

En 1549, año dieciocho de la era Tenmon, cuando Hoshimaru contaba doce años de edad, y en otoño, el castillo del monte Ojika se vio rodeado por las tropas de Masataka Yakushiji Danjo, un vasallo de la familia Hatakeyama, que era la del gobernador general. El asedio se extendía del noveno al décimo mes del año. Por entonces, a Hoshimaru, que no había pasado el rito de mayoría de edad, no se le permitía salir al campo de batalla; y, recluido en el interior del castillo, cada día escuchaba el parte del combate, lo cual hacía palpitar intensamente su pecho infantil. Hoshimaru tenía que resignarse al hecho de que un niño como él no pudiera salir a la lucha; pero precisamente por haber nacido en una familia guerrera, quería al menos aprovechar una ocasión así para ver el espectáculo de una guerra de verdad.

Aun cuando no alcanzase todavía la edad de mostrar su destreza en el primer encuentro bélico, pensaba que ya desde ahora podía tomar contacto con las armas infiltrándose entre los combatientes, y saciar así sus ganas de aprender el comportamiento de los más valerosos en el frente. Sin embargo, el castillo del monte Ojika había venido siendo, generación tras generación, la fortaleza principal del clan Tsukuma, y se encontraba por ello bien fortificado: sus baluartes internos eran laberínticos, y no había medio de llevar a la práctica una salida clandestina al exterior. Además, tras desencadenarse la contienda, se había estrechado la vigilancia en torno a los rehenes hasta hacerse molesta, y para colmo Hoshimaru tenía siempre junto a sí un samurái proveniente del clan Kiryu, designado como su asistente; el cual, en su misión de cuidarlo, no dejaba de representar un obstáculo, pues se interfería continuamente en sus cosas.

Mientras Hoshimaru pasaba el día entero retirado forzosamente en el lugar que se le había asignado como su habitación, y oía desde allí el ruido de las detonaciones y los gritos de batalla que se dejaban escuchar a lo lejos, el samurái Shuzen Aoki, que así se llamaba su asistente, se limitaba a hacerle apreciar por el oído, momento a momento, la situación de la batalla, explicándole: «Ese ruido es el de los enemigos al romperse sus líneas de ataque». O bien: «Ahora es el sonido de las trompas que convoca a los nuestros dentro de las murallas». En palabras de Shuzen, «desde este momento la batalla no va a ser fácil para los nuestros; más bien se hará penosa, pues ya los enemigos han rebasado los numerosos fortines que circundan este fuerte principal, y un ejército de más de veinte mil jinetes rodea constantemente la falda de esta montaña. Nuestras tropas constan apenas de unos cinco mil hombres, y con tan escaso contingente están ofreciendo resistencia. Por fortuna, este castillo cuenta con rígidas defensas y goza de condiciones de terreno favorables; y gracias a eso ha venido resistiendo hasta el día de hoy, pero ya está a punto de cumplirse un mes desde que empezó el asalto. La única esperanza radica en que surja un cambio en los asuntos de estado en la capital Kioto, y esto lleve espontáneamente al enemigo a levantar el cerco. Si esa ocasión no se nos presenta pronto, antes o después el castillo acabará cayendo».

Aunque Hoshimaru fuera un rehén, como también era hijo de un daimyo, estaba recibiendo, al parecer, un trato especial. En consecuencia, su aposento sería una de las confortables habitaciones del pabellón principal. No obstante, a medida que caían bajo el enemigo las murallas exteriores y el ejército invasor llegaba hasta la tercera ciudadela, el espacio interior del castillo, hasta entonces amplio y desahogado, poco a poco fue dando impresión de estrechez. Las fuerzas defensoras que poblaban la tercera ciudadela se vieron empujadas hacia la segunda, y ésta a su vez se hizo insuficiente para tanta gente, que refluyó entonces como un alud hacia el pabellón principal. Cada estancia, cada torreta que pudiese llamarse tal, se colmó de población defensora.

Llegando a este punto, en los puestos de guardia, hasta ahora distribuidos con todo orden, cundía la confusión, y por más que cada soldado hubiera de apostarse en su lugar asignado, en la práctica no ocurría así, pues cualquiera que tuviera una mano libre había de emplearla en ayudar donde fuese. Shuzen Aoki tampoco podía mantenerse siempre al lado de su joven amo y contemplando de lejos la desesperada defensa de los sitiados; antes bien se veía obligado a reforzar las tropas defensoras, asumiendo un puesto en sus filas.

En las Memorias de Doami se narra lo que sigue referente a aquel tiempo:

«Cuando me pongo a recordar cosas de mi infancia, resulta que lo que entonces representaba una experiencia aciaga, se convertía después en tema de añoranzas. Con ocasión del asedio al castillo del monte Ojika, tuve que compartir día y noche un limitado espacio con numerosas mujeres y niños cuyos nombres me eran ajenos. No tenía en mi mano medio alguno de conocer los movimientos estratégicos de la batalla y otros detalles, y por desgracia no me quedó más remedio que resignarme. Pero cuando recuerdo ahora los sucesos de entonces, he de reconocer el enorme interés que encerraban».

Son palabras de mi señor.

A fin de cuentas, Hoshimaru se alegró enormemente de que la vigilancia de Shuzen Aoki se relajara. Además, al concentrarse en su propia habitación —hasta ahora apartada del ambiente de batalla— tal gentío de mujeres y niños desconocidos, todo a su alrededor se animó por un tiempo. Pues como estas mujeres y niños integraban también un grupo de rehenes, y en una ocasión así tantas jóvenes madres con niños suponían un obstáculo, serían por ello congregadas en el aposento de Hoshimaru. De hecho los niños tienen siempre la manía de alborotar ruidosamente, extrañando por ejemplo las cosas o aireando su júbilo como el que va de excursión al campo; ya se trate de una guerra o de un terremoto, de un fuego, o de cualquier concentración de masas refugiadas entre estrechas paredes en caso de catástrofe.

Para el mismo Hoshimaru esta convivencia forzosa con «mujeres y niños innominados» comportaría inevitables molestias, pero siendo él un infante de noble familia y sin experiencia del mundo, el contacto con aquella gente le provocaría una indudable sensación de curiosidad. Ante todo, lo que más atrajo su atención era un conjunto de señoras mayores que se encontraban en aquel grupo.

De aquella reunión de rehenes, los varones eran todos niños o adolescentes, mientras que las mujeres no se ajustaban a patrón alguno de edad. Las había de cincuenta y sesenta años, así como esposas de mediana edad, y también jovencitas y niñas. Estas mujeres, vistas desde la perspectiva de Hoshimaru, serían todas «innominadas», pero al dárseles la consideración de rehenes, se las estaba definiendo en realidad como damas de ilustres familias de samuráis bien acomodados. Como prueba de esto puede aducirse el hecho de que por muy dura que fuera la incursión de los atacantes, jamás se advertía en ellas una actitud descompuesta, sino que se limitaban a retirarse modestamente a un rincón de la estancia con ejemplar serenidad.

Todas ellas, empezando naturalmente por las más ancianas y sin excluir a las jóvenes, daban muestras de haber pasado al menos una vez en la vida por la experiencia de la guerra, y ya fuera por el tono de los gritos de batalla, o por la manera de sonar los tambores en el frente, o por varios indicios semejantes, podían discernir los avances y retrocesos de ambos bandos; y como el que mantiene una simple conversación en la ceremonia del té, solían conversar reposadamente dando cuenta cabal de la situación en estos términos: «Hoy tendremos ataque nocturno»; o bien: «Mañana por la mañana habrá carga cerrada», etc…

Desde que Shuzen Aoki había pasado a estar siempre en pie de guerra, Hoshimaru se había quedado sin nadie a quien preguntar qué pasaba, y por eso ahora más que nunca se dispuso a pegar el oído a las conversaciones de estas mujeres. Tenía enormes ganas de ser admitido como un interlocutor más en aquel círculo, pero al estar el mismo compuesto por mujeres mayores, le daba vergüenza dirigirse a ellas y se contentó con observar desde lejos como el que no quiere la cosa, y a merodear inquieto por allí pretextando cualquier otro asunto.

Cierto día, tras haberse librado una feroz contienda, y una vez que las mujeres más capaces por su edad para el trabajo se habían empleado a fondo en atender a los heridos y otras urgencias, ya al caer la tarde se reunieron todas como de costumbre para comentar las incidencias de la jornada guerrera. Hoshimaru se fue aproximando sigilosamente al círculo para escuchar.

—¡Oíd, Hoshimaru! —lo llamó de pronto una de las viejas de la tertulia—. Hoshimaru, acercaos aquí y sentaos a gusto con nosotras.

Con estas palabras, la vieja le dirigió una mirada de simpatía acompañada de una sonrisa, y volviéndose a las demás mujeres del grupo, les dijo:

—Este noble señorito es un muchacho admirable. Siempre que aquí hablamos de batallas este jovencito está escuchándonos atentamente, aunque disimula como si no nos oyese. Si no fuera así ya de pequeño, ¿de dónde iba a salir todo un general en el futuro?

Esta vieja, al parecer, se tenía ganado el respeto de las demás por su relativamente alto rango, pues hasta unas veinte mujeres se sentaban sobre sus talones cerrando un círculo en torno a ella, mientras ella se sentaba en un grueso cojín y dejaba reposar el codo en un apoyabrazos.

—Hoshimaru, ¿queréis oír nuestra conversación sobre la batalla? —le preguntó la mujer mayor.

Hoshimaru respondió asintiendo con la cabeza y con una leve resonancia nasal. Al sentir que los ojos de aquel grupo de mujeres allí alineadas se fijaban en su cara a medida que esta anciana iba hablándole, experimentó una especie de miedo irracional, algo así como la timidez que lo embargara al encontrarse rodeado por una familia extraña. Por dondequiera que se viese el caso, en todos los niveles de aquella sociedad guerrera se imponía una estricta discriminación de sexos. A mayor abundamiento, Hoshimaru, ya desde su primera infancia, se había criado entre curtidos samuráis, y no conocía la vida de las estancias palaciegas, aromadas por el embriagador perfume de orquídeas. El centelleante colorido a que daba lugar aquel corro de veinte mujeres tan auténticamente femeninas, y su fragancia de incienso, desacostumbrada para él, desplegaban ante sus ojos por primera vez en su vida todo un jardín florecido.

Es verdad que de un tiempo a esta parte las había venido observando, guardando las distancias, pero al aproximarse así a su ambiente hasta verse envuelto en él, Hoshimaru se sentiría sobrecogido, aun antes que por la belleza y por la sensualidad, por una cierta aversión ante lo insólito. Durante unos momentos permaneció de pie y en silencio.

De nuevo le insistieron:

—Venid, pues, y sentaos.

Él asintió otra vez sonoramente, y para imponerse a su timidez fue a sentarse de buen talante sobre el suelo de esterillas, provocando intencionadamente algún estrépito.

—Joven señor: es ya sólo cuestión de dos o tres años, ¿no? Pasado ese tiempo, ya podréis salir al combate.

Alguien del grupo le hablaba con esas palabras tan amables, adivinándole sus juveniles pensamientos.

—Desde luego, ¿eh? Este muchacho es de complexión fuerte, y también da la talla en estatura. A todas luces, es un joven de lo más prometedor.

Las mujeres estaban enteradas de quién era el padre de Hoshimaru, y de las causas que habían traído al chico a tal lugar. Además, considerando que ellas mismas se encontraban en condición de rehenes, era natural que albergaran un sentimiento de simpatía por la suerte del joven. Entre ellas no faltarían las que tuvieran hijos, hermanitos, o familiares de la misma edad más o menos que Hoshimaru.

De un modo o de otro, todas ponían por las nubes la prestancia varonil de Hoshimaru, comentando por ejemplo:

—¡Cuánto me gustaría verlo actuar en su primer combate!

O bien:

—El señor de Musashi es bien afortunado, teniendo un heredero como éste.

Sin embargo, todo eso a Hoshimaru lo traía bastante sin cuidado. Más bien les agradecería que empezaran ya a hablar de batallas. En esto, la vieja que había hablado primero le dijo en tono compasivo:

—¿Aún no habéis tenido ocasión de presenciar por una vez siquiera qué aspecto tiene el enemigo?

Desde el punto de vista de la vieja, era una compasión imbuida de afecto e interés; pero Hoshimaru ante esas palabras se sintió como insultado y enrojeció, mientras movía la cabeza negando. Dijo:

—Tengo ganas de verlo, pero él no me deja mirar. Dice que un niño no puede ir a la segunda ciudadela.

—¿Quién ha dicho tal cosa?

La vieja respondía con una sonrisa ante la expresión, obviamente quejosa, de Hoshimaru.

—El samurái que siempre me acompaña como asistente. Porque es que no me deja vivir diciéndome cosas.

Tras estas palabras, el mismo Hoshimaru se tomó la vez para preguntar:

—Y vosotras, habréis ido a ver de cerca cómo ataca el enemigo, ¿no?

—Sí, claro. En un día de lucha sin tregua como hoy, tenemos que prestar ayuda de varias maneras, y por eso estamos en todas partes: en lo alto de las torretas, junto al portón de entrada, etc.

—Bueno, y… ¿no habréis podido ver morir al enemigo por la espada, y cómo después se le corta la cabeza?

—Sí, sí, desde luego lo podemos ver. Y desde tan cerca, que a veces nos empapamos de rociadas de sangre.

Hoshimaru alzó su mirada, llena de envidia, hacia el rostro de anciana que así le hablaba. «¡Qué suerte tienen los mayores! —pensó, desbordado de impaciencia—. ¡Aun las mujeres pueden ir a esos sitios para mirar…!».

—¿Qué tal? Mañana podéis admitirme entre vosotras y me lleváis, por favor, ¿no?

—Pero una cosa así… no va a ser fácil… —le respondió la vieja esbozando una amable sonrisa, como si dijera: «¡Pobre chico!». Y añadió—: Es una lástima, pero no puede ser. Ante una cosa así recibiríamos una reprimenda del señor Shuzen Aoki.

—¿Cóomo? Shuzen ni tiene que enterarse. No os voy a causar ninguna molestia en absoluto. Si está en vuestra mano, no hay nada que se ponga en mi camino.

—Pero un señorito de vuestra clase, no es cosa de que se meta entre las mujeres a ayudar y demás. Si hicierais algo así, daríais ocasión de risa.

Más bien que conceder la razón a la vieja al fin y al cabo, Hoshimaru pensó que no le quedaba otra alternativa que resignarse. Pero ya que no podía ver en vivo el espectáculo de los fieros guerreros batiéndose en la lid, en todo caso le gustaría contemplar el cadáver de algún renombrado militar, o al menos la cabeza cortada. Pues, a decir verdad, aún no había tenido la experiencia de ver un cadáver cubierto de terribles heridas, ni una cabeza truncada goteando sangre. Recordaba ciertamente haberse topado en alguna parte con una cabeza expuesta al público, pero jamás se le había brindado la ocasión de observar ni por una vez algo que evocara la gloria del campo de batalla. Lo cual quizá podía parecer natural, dado que él se había criado en casas nobles, y siempre en sus salidas y entradas estaba sometido a la más estricta vigilancia.

Pero al pensar que era hijo de un alto mando militar, ya con sus doce años cumplidos, Hoshimaru no podía menos que sentirse empequeñecido ante los demás por su propia inexperiencia. Y sobre todo en una ocasión como la presente, cuando en las inmediaciones de su aposento, propios y contrarios daban cima cada día a montañas de cadáveres, y cuando hasta las mujeres estaban tan familiarizadas con todo esto que se empapaban en lluvias de sangre, y él resultaba ser el único inexperto… Era el deshonor más afrentoso.

Él no tenía por qué sentir miedo viendo tales espectáculos; pero tampoco estaba seguro de hasta qué punto se mantendría impasible. Así que quería someter a prueba su coraje. Ya desde ahora pretendía ir haciendo acopio de madurez para no caer en falta cuando por fin se estrenara saliendo al campo de batalla.

Pasados dos o tres días, Hoshimaru manifestó sus inquietudes a la anciana mujer. Ésta le respondió, tras meditar por un momento:

—Me parece bien. No es posible conduciros al campo de batalla. Pero si se trata sólo de ver cabezas cortadas, voy a arreglaros el plan. A cambio, no diréis ni palabra a nadie por nada del mundo. ¿De acuerdo? Con que cumpláis sólo eso, esta noche os guiaré a un buen lugar.

La vieja le decía estas cosas acallando la voz. La cuestión era que de un tiempo a esta parte, cada noche, cinco o seis mujeres escogidas del grupo iban destinadas al trabajo de llevar una lista de las cabezas cortadas, fijarles un letrero a cada una, lavarles las manchas de sangre, etc. Las cabezas en realidad, si pertenecían a soldados rasos y anónimos, eran ignoradas; y si pertenecían a guerreros de reconocido valor, todas eran así limpiadas cuidadosamente de sus manchas, y luego eran presentadas al general para su inspección. Por ello, con objeto de evitar que la vista que ofrecían fuese desagradable, se les peinaba la cabellera revuelta, se les repintaban los dientes pintados[6], y si la ocasión lo requería, se les aplicaban ligeros toques de maquillaje. En suma, se trataba de darles la apariencia de personas vivas, devolviéndoles la prestancia y el color de la tez que hubieran tenido en vida. Esta tarea, llamada de «acicalar cabezas», era habitualmente desempeñada por mujeres, pero dada la escasez de damas que al presente se acusaba en el castillo, se llegó a asignar tal misión a las mujeres custodiadas como rehenes.

Las que trabajaban allí eran, pues, todas amigas de confianza de la anciana mujer. Ésta se comprometió, por tanto, a enseñarle en secreto a Hoshimaru lo que hacían, siempre que a ellas también les pareciera bien.

—¿De acuerdo? Si se sabe, luego nos vamos a arrepentir, así que seguidme en silencio, y podréis mirar a vuestro antojo reposadamente. Desde luego no se os ocurra ayudar, ni hablar más de lo estrictamente necesario.

La vieja le inculcaba con estas palabras lo que tenía que hacer, mientras dirigía una mirada penetrante a las pupilas del joven, que ardían de curiosidad.

—Bien, esta noche me pasaré a invitaros. Así que esperadme haciéndoos el dormido —dijo.

El aposento de Hoshimaru, como ya queda dicho, había sufrido la invasión de niños y mujeres, y se había llegado a la situación de acostarse allí toda la gente en hileras, sin distinción alguna.

Con todo, el lecho del joven aristócrata quedaba en la parte superior de la estancia, y separado del resto por una mampara. En el recinto acotado por la mampara dormía él con Shuzen Aoki. Sin embargo, para su suerte, aquella habitación no sólo era espaciosa, sino que estaba iluminada débilmente por una única lámpara, y tras la mampara reinaba una densa oscuridad. Por ello, aunque Shuzen entreabriese sus ojos soñolientos, no tenía por qué darse cuenta de que el lecho de Hoshimaru estaba vacío. Ante todo, Shuzen, últimamente, exhausto al parecer por el trajín del día, solía quedarse dormido como un tronco en cuanto se echaba, y acababa roncando sonoramente. Y por cierto no era Shuzen el único. Con excepción de los soldados que hacían la guardia de noche por turnos de relevo, todos caían como muertos en el sueño más profundo; de tal modo que, cuanto más atroces eran la agitación y la actividad del día, tanto más angustiosamente quieta resultaba la noche.

Hoshimaru se encontraba en medio de aquellas silenciosas tinieblas sin pegar ojo y reprimiendo el aliento, cuando por fin se oyeron los pasos de la vieja, y a continuación el ruido de sus nudillos golpeando en la entrada de la mampara.

—¿Por dónde vamos? —preguntó el joven al salir de la mampara, tras haber dado un rodeo al lecho de Shuzen.

—Por aquí —le dijo simplemente la vieja, mostrándole con el movimiento de su barbilla la salida de la habitación. Luego, al parecer, echó a andar delante de él, pues llegaba a sus oídos un frote de seda que sonaba intermitentemente —«fru, fru…»—, como olas sucediéndose plácidamente en el mar.

Ya se encontraba mediado el noveno mes[7] y la noche era fría. La vieja llevaba, sobre su kimono enguatado de seda, una larga y acartonada vestidura exterior. Arqueaba la espalda como un gato, mientras se recogía con ambas manos la falda para evitar que su orla, que le arrastraba, rozase a las personas dormidas, y también para aminorar un poco el sonido de su ropa al andar. No llevaba linterna, pero en saliendo al corredor, las fogatas de vigilancia, que ardían en varios puntos del jardín, no sólo lanzaban sus reflejos desde cualquier ángulo sobre el suelo de madera, sino que también iluminaban de un resplandor rojizo el perfil de la vieja cuando ésta se volvía, a intervalos, sobre Hoshimaru, para hacerle señas con la mirada. Cada vez que ella decía algo en voz baja, se percibía su aliento helándose blanquecino.

Para el joven, aquella mujer daba la sensación de algo muy distinto de la vieja que estaba acostumbrado a ver bajo la luz del día. Aquella matrona refinada y afectuosa que podía haber pasado por su ama de leche o por su propia tía, ahora no parecía desde luego tal cosa. Tampoco se podía hablar de ella como de alguien de mal ver, pero aquellas profundas sombras que le brotaban por la cara entre tantos surcos de su piel evocaban la máscara de una diablesa encarnada. Quizá por eso parecía ahora una vieja sucia, y con más años a cuestas que durante el día. No es que Hoshimaru no se hubiera percatado antes de sus muchas canas; éstas le crecían en mechones muy abundantes alrededor de las sienes, y el caso es que al verse ahora bañadas por el relumbre de las lejanas hogueras de vigilancia, fulgían con la dureza de los alambres.

Hoshimaru recordó las palabras de admonición con que Shuzen Aoki lo había prevenido: «Una persona de clase no puede arriesgarse a aceptar invitaciones de desconocidos para salir al exterior. Y en caso de salir, tengo que saberlo yo primero».

¿No sería todo una estratagema? ¿No iría a caer de bruces en una peligrosa trampa? Pero enseguida se avergonzó de tan cobardes elucubraciones. El aspecto extrañamente pavoroso de la vieja era sólo debido a las luces nocturnas. No había otra causa. Si a pesar de eso seguía imaginando peligros, era que el fantasma del miedo se había posesionado de él. Con estos pensamientos, se sintió herido en su pundonor por haber abrigado, aun momentáneamente, tal sospecha.

—Poneos esto, por favor.

Habían llegado al final del corredor, y tras abrir la puerta de corredera evitando todo ruido que no fuese el roce del marco, bajaron al jardín[8], adelantándose él a la vieja. Ésta sacaba de los pliegues de su kimono unas sandalias de paja para colocarlas ante Hoshimaru.

Debido a las intensas llamaradas de las fogatas de vigilancia, no se había notado antes: allí al aire libre brillaba fríamente la clara luna de los días trece y catorce[9]. Esa luz lunar multiplicaba sus reflejos sobre el enjalbegado blanco de tantos edificios de las inmediaciones, y esclarecía vivamente el paraje. La vieja mujer caminaba con paso más bien apresurado, siguiendo la línea quebrada que le marcaban las fachadas blancas, por aquel espacio que se repartían desigualmente las sombras y la luz de la luna. Por fin, al llegar a una casa con aspecto de almacén, abrió la puerta y, haciendo un gesto de invitación a Hoshimaru, le dijo:

—Aquí mismo es.

Hoshimaru conservaba recuerdos de aquel edificio. Su interior estaba destinado a almacén de armamentos y otros pertrechos; y tenía arriba otro piso como una especie de desván en el estrecho hueco que dejaba el tejado. Sin embargo, ahora que él entraba tras los pasos de la vieja, todo allí dentro le parecía notablemente cambiado respecto a la época anterior al asedio del castillo. Seguramente por necesidades de la guerra, se habían llevado de allí todas las armas y el material almacenado; la mayor parte del suelo terrizo se encontraba vacía, y en un rincón habían construido precipitadamente una chimenea. Como reinaba una gran oscuridad, no se podían ver detalles, pero a la luz de unos leños que ardían y chisporroteaban en la chimenea, y a la luz de la luna que se filtraba desde el exterior, Hoshimaru sólo pudo distinguir lo que queda dicho. Al mismo tiempo advirtió un extraño hedor. Podía tratarse del olor a moho típico de los almacenes, pero es que se le añadía una mezcla de olores, que lo hacía impreciso y desagradable. Para colmo, y debido tal vez al agua que hervía en un caldero suspendido de la chimenea, aquel mal olor flotaba extrañamente por el aire en flujos tibios, acercándose a Hoshimaru.

—Ésta es la escalerilla. Tened cuidado —dijo la vieja, y fue subiendo al piso alto. Hoshimaru la siguió, como siempre, y cuando terminó de subir, por primera vez pudo tomar asiento bajo la clara luz de una lámpara.

«No se puede ser cobarde. Sea cual sea el espectáculo que se me presente, no puedo volver la vista».

Esta conciencia impulsaba a los dos ojos de Hoshimaru a fijarse como clavos en lo que allí dentro pudiera haber de más horroroso, antes que nada. Miró pues una cabeza cortada, puesta sobre las rodillas de una de las mujeres, la más cercana a él. A partir de ahí fue posando su mirada sobre cada una de las cabezas que allí se alineaban. Hoshimaru se sintió satisfecho al comprobar que podía quedarse mirando todas y cada una de aquellas cabezas durante largo tiempo y sin inmutarse.

Francamente hablando, todo aquello había sido objeto de una limpieza que le daba cierto aire de cosa artificial, y no evocaba en absoluto ni aquella imagen viva de la batalla, ni aquel honor de los guerreros, ni nada de lo que él había presentido. Por más que uno se estuviera mirando todo aquello, no llegaría a percibir otra impresión que la de unos elementos eventualmente separados de sus dueños humanos.

Las mujeres, sin duda advertidas de antemano por la vieja, saludaron respetuosamente con la mirada a Hoshimaru cuando éste entró, y sin más continuaron en silencio su faena. Eran exactamente cinco. Tres de ellas tenían ante sí una cabeza cada una, y las otras dos ejercían como ayudantes. Una de las mujeres echó agua caliente de una jarra en un balde y, ayudada por otra, empezó a lavar una de las cabezas. Cuando terminó de lavarla la puso sobre el estante de las cabezas para pasársela a su compañera. Ésta tomaba la cabeza y le arreglaba el peinado. Una tercera mujer le ponía entonces una etiqueta. El trabajo se desarrollaba siguiendo ese ritmo. Por último aquellas cabezas eran alineadas en un estrado grande y largo que se extendía a la espalda de las tres mujeres. Para evitar que las cabezas se resbalaran y cayeran, en la superficie de aquel estrado se habían dispuesto unas puntas de clavos salientes, donde las cabezas se ensartaban con firmeza.

Por conveniencias del trabajo, entre las tres mujeres que hacían la faena principal se habían colocado dos lámparas, y la habitación resultaba bastante iluminada. Además, como al incorporarse alguien, parecía que su nuca iba a chocar con las vigas del tejado por la estrechez del sitio, en los ojos de Hoshimaru se reflejó todo el espectáculo de aquel desván, sin perderse detalle alguno. Y aunque él no había recibido una impresión especialmente fuerte de las cabezas mismas, le provocaba un insospechado interés aquel contraste de las cabezas con las tres mujeres. Es decir, que las manos y dedos de las mujeres, que trataban de varias maneras esas cabezas, al compararse con la tez sin vida de las mismas, recobraban una extraña vivacidad y aparecían blancos y sensuales.

Ellas, para mover las cabezas, solían agarrarlas por el moño, y de este modo las alzaban y las postraban, pero como las cabezas resultaban bastante pesadas para sus fuerzas femeninas, solían liarse con varias vueltas las cabelleras en torno a sus muñecas. En tales ocasiones aquellas manos veían asombrosamente acrecentada su belleza. Y, por encima de ello, también sus rostros se sumaban a la belleza de las manos. Hechas ya totalmente a ese trabajo, ellas lo hacían sin expresión en el semblante, como algo rutinario. Sus figuras tenían la frialdad de las piedras, y parecían casi desprovistas de cualquier atisbo de sensibilidad; con todo, aun en esto diferían de la ausencia de sensibilidad de las cabezas muertas. La de estas últimas era espantosa; la de las mujeres, sublime. Además, aquellas mujeres, para no perder —ni siquiera en su intención— el respeto debido a los muertos, no hacían uso en ningún momento de maneras rudas. En la medida de lo posible se movían dando muestras de cortesía, respeto y refinamiento en sus modales.

Hoshimaru se sintió arrebatado hacia un reino de éxtasis jamás entrevisto, y por unos momentos se encontró fuera de sí. En su cabeza juvenil no había entonces sensación alguna, ni podría explicar qué convulsión de sentimientos lo embargaba; era algo que sólo pudo entender más tarde. Era la vivencia de algo simplemente no experimentado hasta ese momento, una excitación que no sabría nombrar.

Y a todo esto, cuando dos o tres noches atrás la vieja se dirigió a él por primera vez, las tres mujeres también se encontraban presentes desde luego, y con toda seguridad recordaba él sus caras, pero en aquella ocasión no había sentido nada especial. Y ahora que esos rostros, siendo los mismos, se encontraban en este desván cara a cara con aquellas cabezas, ¿por qué lo hechizaban así?

Él iba observando atentamente lo que hacía cada una de las tres mujeres. La situada en el extremo de la derecha lijaba una cuerda a una tablilla, y luego la ataba al moño de una de las cabezas. Pero si por acaso se le venía a las manos una cabeza calva, de tipo bonzo, con una lezna le abría un boquete en una oreja para pasar por él la cuerda. La figura de aquella mujer al tiempo de abrir el agujero embargaba de alegría el corazón de Hoshimaru. Pero la mujer que más lo fascinaba era con mucho la que se sentaba en el centro, y se ocupaba en lavar las cabelleras. Era la más joven de las tres, podían calculársele unos quince o dieciséis años. Su cara era redonda, y aun en medio de su aparente impasibilidad traslucía un cierto aire de encanto natural. Su atractivo consistía, para Hoshimaru, en que cuando ella se quedaba mirando fijamente alguna de las cabezas, una leve sonrisa inconsciente se dibujaba en sus mejillas. En ese instante flotaba por su rostro lo que podría llamarse un asomo de inocente crueldad. Además, el movimiento de sus manos al ir peinando los cabellos tenía una gracia insuperable, una elegancia sublime.

De vez en cuando ella tomaba en sus manos un incensario, colocado sobre una mesa cercana, y con él perfumaba la cabellera. Tras acabar el peinado y atar en lo alto el moño mediante una trencilla de papel, golpeaba ligeramente con la cresta del peine la coronilla de aquella cabeza, como un gesto más de gentileza. Hoshimaru se sentía irresistiblemente cautivado ante aquella beldad.

—¿Qué tal? Ya os daréis por satisfecho —le dijo la vieja.

Hoshimaru enrojeció de repente. La cara de la anciana había ya recobrado en cierto momento su aspecto de delicada y amable tía. Hoshimaru no pudo menos de pensar que ella, al dirigirle sus ojos sonrientes, había llegado a penetrar de algún modo en sus propios secretos.

Esa tarde habían pasado en el desván, por el cómputo de tiempo actual, no más de veinte o treinta minutos. De haberse encontrado en situación normal, Hoshimaru le habría insistido a la vieja para que lo dejara estar allí un poco más. No tiene nada de extraño que a un niño se le antoje ver cosas insólitas, y por ello podía haber importunado diciendo: «Quiero quedarme a mirar». Pero el Hoshimaru de entonces —quién sabe por qué— había perdido la inocencia juvenil. Así pues, poseído por una nostalgia sin límites, y urgido por la vieja, se marchó con ella escaleras abajo; pero el éxtasis que ya había experimentado no lo abandonó por largo tiempo, y en cualquier momento lo conduciría a un trance de alucinación.

—Bien, con esto ya habéis logrado vuestro deseo. Como todo el plan de esta noche ha sido cosa mía, tened mucho cuidado con decírselo a nadie.

La vieja le dijo estas palabras, acercándole la cara al oído, al llegar a la entrada del eventual dormitorio. Y añadió:

—¿De acuerdo? Bien, pues que descanséis ya tranquilo.

Y se retiró.

Al entrar Hoshimaru en la zona sombría tras la mampara, vio que, afortunadamente, Shuzen Aoki dormía en plena calma, sin apercibirse de nada. No obstante Hoshimaru, aun después de meterse en su cama, no lograba calmar su excitación, y sus ojos se mantenían abiertos de claro en claro. Sus pupilas, que permanecían clavadas en las tinieblas, iban recorriendo las innumerables cabezas esparcidas bajo la fluctuante luz de las lámparas, la expresión de cada una, el color de su cutis, aquellos cuellos truncados empapados en sangre… Y también, en medio de tan impasible grupo de imágenes, aquellos encantadores dedos que se movían animadamente en su trabajo; y por encima de todo, aquellas facciones redondeadas de la hermosa joven de quince o dieciséis años…

A lo largo de toda la noche, convertidas aquellas figuras en visiones fantasmales, como espuma iban flotando o desvaneciéndose ante él. Dicho en pocas palabras, lo que sus ojos habían presenciado era un espectáculo insólito. Además, aquella escena había estado invadida por un insufrible hedor, y las mujeres que allí actuaban guardaban el mismo silencio que las cabezas cortadas, sin dejar escapar ni una palabra.

A sus doce años, él había logrado huir sigilosamente de su alcoba, internarse en el jardín bañado por la pálida luz de la luna y, contra todo lo esperado, ser conducido a aquel extraño lugar… A pesar de ello, como todo se había acabado tan pronto…, el joven no podría menos de sentir que aquel mundo alejado de la realidad aparecía cabalmente en un abrir y cerrar de ojos, para esfumarse en la nada acto seguido.

Al alborear el día, se reanudó como siempre el violento ataque de los enemigos, y por toda la jornada persistieron las detonaciones de las armas de fuego, el olor a pólvora, los sones de las trompas y tambores de guerra, los gritos de batalla y demás. En esto, el grupo de mujeres rehenes se ocupó fielmente del transporte de provisiones y municiones, y del cuidado de los heridos. Hoshimaru buscó entre el grupo a las mujeres de la noche anterior, queriendo cerciorarse de que el espectáculo contemplado no había sido un sueño; pensó que la belleza que tanto lo había fascinado, y también las otras cuatro mujeres, tenían que encontrarse entre ellas; pero ese día no apareció ninguna. Únicamente la vieja, sentada sobre el suelo en un rincón de la habitación y reclinada como de costumbre en su apoyabrazos, mostraba a Hoshimaru desde aquella mañana una actitud distante.

Podía conjeturarse que aquellas cinco mujeres, ocupadas en la tarea de lavar cabezas a lo largo de la noche, estarían descansando en algún lugar durante el día, mientras se libraba la batalla. Tal vez ahora mismo estarían acostadas en aquel desván. Hoshimaru pensó que probablemente así era. Del hecho de que no se las viera a la luz del día parecía deducirse que esta noche también las mujeres tendrían prefijada la misma tarea de anoche.

El joven, habiéndose percatado de esto, esperó de todo corazón el atardecer. Aun cuando le pidiera de nuevo a la vieja que lo volviese a llevar a aquel desván, ella no daría su consentimiento. Pero ya no iba a necesitar que la anciana lo guiara; e incluso ella ahora no haría más que estorbarle. Si —furtivamente, y sobre todo, a espaldas de la vieja— lograba trasponer con éxito la puerta corrediza del dormitorio, el resto podía recorrerlo ya solo. Una vez resuelto a ello, Hoshimaru procuró también por su parte poner distancias entre la vieja y él, y decidió no acercarse a su lado.

Él mismo no podía dejar de maravillarse ante esta realidad: los motivos que hoy tanto lo atraían hacia el desván eran totalmente diferentes a los de la víspera. Lo cierto era que no se trataba de las aspiraciones apropiadas al hijo de un gran guerrero. Él trataba de justificarse alegando que para comprobar su valor iba a mirar una vez más aquel espectáculo, pero en realidad era otra su intención. El joven no tenía una conciencia muy clara de ello, pero sentía una inquietud de espíritu y una vergüenza cuyas causas no alcanzaba a comprender.

Lo que más preocupación le daba no era tanto la posibilidad de interrumpir el sueño de Shuzen Aoki, como la de que la vieja llegara a despertarse. Pero afortunadamente logró ganar el corredor sin que nadie lo advirtiese, y a partir de ahí no hubo más complicaciones. El joven volvió a poner los pies en el jardín justamente a la misma hora que la víspera. Luego abrió la puerta del almacén, y hasta llegar al pie de la escalera caminaba como enajenado, a impulsos de alguna fuerza invisible; pero en llegando a aquel lugar se detuvo por un instante y aguzó el oído en dirección al piso de arriba.

A decir verdad, los acontecimientos de la noche anterior le parecían en este momento como una alucinación singular, y le quedaba la sospecha de si aquella vieja no habría usado por acaso artes de encantamiento para hacerle ver lo que no era. No obstante, al venir a este punto y detenerse a observar, resultaba que en el suelo terrizo se encontraba sin falta la chimenea con su agua hirviendo encima, y en el aire tibio podía percibirse aquel hedor inolvidable. Desde el desván no se dejaba oír ni el más leve ruido, pero viendo fluctuar la luz oscilante en la boca superior de la escalera podía deducirse con seguridad la presencia de gente allá arriba. Él había pasado por allí la víspera sin cuestionar la finalidad del agua que hervía en el caldero, pero ahora caía en la cuenta de que era para lavar las cabezas.

Cuando por fin comprendió que todo era real, se sintió aún más hundido de vergüenza. A medida que sus pies iban ganando peldaños escalera arriba, había una fuerza contraria que trataba de hacerlo retroceder, y el joven luchaba en su interior contra ella, afanándose por subir.

Conforme a lo que había previsto, allí tenía lugar la misma escena de trabajo que la noche antes, y estaban actuando en ella las mismas cinco mujeres. Pero ni que decir tiene que esta noche ellas no se esperaban tal visita. Al verlo aparecer allí, sus miradas traslucían una impresión de desconcierto. Las tres operarias principales, dando una tregua a sus manos en la tarea de adecentar cabezas, clavaron al punto sus ojos en el joven; pero la que parecía de más edad se inclinó gentilmente en un saludo, y acto seguido las demás, como tranquilizadas ante aquel gesto, y sin dejar de sostener las cabezas con sus manos, le dedicaron también una graciosa reverencia. Sus rostros se hicieron expresivos en ese brevísimo instante, para volver enseguida a su muda tarea.

Cuando las mujeres dirigieron el saludo a este joven noble, actualmente rehén, el muchacho enrojeció hasta su mismo cuello; pero levantó con arrogancia la azarada cabeza para aparentar la dignidad propia del hijo de un daimyo. Bien se dejaba ver que aún no dominaba los recursos de disimular la vergüenza o un trance embarazoso echando mano de una burlona sonrisa. Él, por haber nacido hijo de un noble guerrero, se veía siempre obligado a adoptar una actitud que en nada deteriorase su rango; esto en cualquier circunstancia, y mucho más ante las mujeres. La vergüenza, por dentro; y la majestad, en el porte exterior… Esta contradicción, asumida por un niño que echaba adelante el pecho y atrás los hombros como dándoselas ya de guerrero, conducía a extremos en cierto modo cómicos.

Aunque por fortuna aquellas mujeres dirigieron enseguida su atención al trabajo, y dejaron ya de fijarse en Hoshimaru. Sin duda verían con extrañeza que el joven se hubiera presentado allí solo, pero ponerse a censurarlo era caer en descortesía, y además parecían estar persuadidas de que tal responsabilidad no les incumbía a ellas, pues se aplicaron con toda diligencia a su tarea. Aquellas mujeres que trabajaban fielmente como el que cumple un trámite, sin expresividad alguna…, aquellas cabezas alineadas por todas partes de la habitación…, aquella luz que ardía colmando el estrecho desván…, aquel aire trascendido de olor a incienso y de olor a sangre…, todo estaba exactamente como la víspera.

Hoshimaru llegó a pensar que más bien se trataba de una sola noche continuada, extendida desde la noche anterior hasta la presente. El hecho de que en medio hubiera transcurrido un día, y de que momentos antes él se hubiese escabullido a solas del dormitorio para venir a este otro mundo… era lo que en realidad se le representaba como un lejano sueño. La única diferencia estaba en que la vieja no se hallaba ahora a su lado; pero por lo demás, la sensación de aquel trance de éxtasis, e incluso aquel violento y salvaje júbilo que le desgarraba el pecho, estaban haciendo presa de él antes de que pudiera pensarlo.

La mujer situada más a la derecha también esta noche ensartaba la oreja de una cabeza de bonzo con su lezna para abrir un agujero. La mujer del centro, que lavaba el pelo, daba los acostumbrados golpecitos —pam, pam— con el peine en las cabezas cortadas. Era la mujer que lo había cautivado tan intensamente la víspera. Y poniéndose a pensarlo, una de las causas podía ser, sin duda, que ella había ya alcanzado la edad del pleno desarrollo corporal. Y profundizando más en razones se diría que esta joven, en la flor de su juventud, situada en medio de ese cúmulo de muerte —las innumerables cabezas que ocupaban la habitación— destacaba aún más por su lozanía. Así por ejemplo, sus mejillas carnosas, encendidas de grana, al contrastar con la tez pálida de las cabezas, parecerían lucir un rojo aún más vívido que el suyo original. Además, como su misión consistía en ir soltando y atando la melena de las cabezas, sus dedos, impregnados del aceite de las cabelleras y vistos sobre el fondo negro del pelo, reflejarían una blancura aún más intensa y encantadora que la suya propia.

Hoshimaru descubrió también esta noche aquella maravillosa sonrisa en las comisuras de sus labios y de sus ojos. Cuando le llegaba una cabeza —lavadas ya pulcramente sus manchas de sangre— de manos de su compañera situada al extremo izquierdo, la joven la recibía, cortaba ante todo con unas tijeras la trencilla que ataba el moño, peinaba luego cuidadosamente el cabello, como quien lo acaricia, y según las ocasiones le untaba aceite, o bien le afeitaba la parte frontal, o bien sacaba de la estantería de los sutras un incensario para mantener en alto la cabellera sobre el humo aromático. A continuación tomaba una nueva trencilla con su mano derecha y sujetaba uno de sus cabos con la boca. Con la mano izquierda recogía el pelo y —justamente como lo haría una peluquera profesional— ataba el moño valiéndose de la trencilla. Ella al parecer desempeñaba esta faena inconscientemente, pero cuando dirigía sus ojos al rostro del muerto como revisando el estilo del peinado, aquella enigmática sonrisa afloraba siempre a sus mejillas.

Seguramente esa sonrisa era una simple expresión de la simpatía natural de aquella mujer. Tal vez ya estaba hecha a esbozar una sonrisa delante de la gente, y ante un muerto le saldría también espontáneamente. Ocupada por largo tiempo en arreglar cabezas, ya se habría hecho insensible al imponente aspecto que ofrecían; y más bien habría llegado a cogerles cariño al tener que maquillarlas de varios modos. Por un proceso enteramente natural, habría llegado a sentirse de igual talante ante las cabezas que ante personas vivas. Sin embargo, a los ojos del que se presentaba aquí de improviso, aparecían por un lado aquellas cabezas, con el rictus de la postrera agonía concentrada en sus facciones; y por otro lado, aquellos labios rojos, inundados por una sonrisa, sobre el cutis claro de una joven. Por muy tenue que fuera esa sonrisa, tenía que ser en alto grado estimulante. Era de una belleza fascinadora, teñida con un toque de crueldad. Por ello no es nada de extrañar que Hoshimaru, con sus doce años cumplidos, se sintiera hechizado por aquella belleza.

Pero por encima de todo eso, él había experimentado una emoción extrema, normalmente vedada al común de los hombres. En las Memorias de Doami se describe con detalle su estado anímico de esta época, y si nos atenemos a dicho relato, Hoshimaru envidiaba la suerte de aquella cabeza que la hermosa mujer tenía ante sí. La cabeza le inspiraba envidia. Lo importante aquí es la naturaleza de tal envidia. No quiere decir que envidiara el hecho de ser peinado por la mujer, o el que ella le afeitara la zona frontal de su cabeza, o el recibir la mirada fija de aquellos ojos, desbordados por una cruel sonrisa. Nada de eso era lo envidiable, sino más bien el convertirse en cabeza truncada después de muerto y, sin despojarse de la horrible expresión de dolor, recibir el cuidado de sus manos femeninas. Convertirse en una de aquellas cabezas era una condición indispensable. El pensamiento de estar vivo junto a ella no encerraba ni una pizca de placer. Pero si él llegara a ser una cabeza como aquéllas, y fuera colocado ante el encanto de aquella mujer, su felicidad no conocería límites. Esto es lo que se relata de sus sentimientos.

El joven, enardecido por tan fantásticas y extrañas imágenes, llenas de contradicciones, no cabía en sí de admiración y de perplejidad ante el ilimitado placer que le proporcionaban. Hasta el momento presente él había sido el dueño de su propio corazón, y había podido dominar sus tendencias al compás de sus ideas. Pero ahora descubría en las profundidades de su espíritu como un pozo hondísimo que no era obra de sus manos y resultaba inalcanzable para sus aspiraciones; y la tapadera de ese pozo se había levantado de pronto. Él extendió sus manos hacia el borde de ese pozo, se asomó a su negro interior, y se sintió estremecido ante su profundidad insondable.

Su estado de ánimo era como el de un hombre que, creyéndose en plena forma, descubre que —antes de pararse a pensarlo— ha contraído una enfermedad maligna. Hoshimaru no tenía idea cabal de cómo se originó tal enfermedad. Sin embargo se daría cuenta vagamente de que el placer que afloraba a borbotones desde el secreto pozo de su pecho era al menos de índole enfermiza.

Desde luego debía él de tenerse sabido algo tan simple como que, si moría, perdería sus facultades de percepción. Por lo tanto aquella fantasía de verse todo feliz convertido en cabeza y colocado ante la mujer, envolvía una contradicción interna; pero es que esa sola fantasía le resultaba placentera. Así, el joven se daba a imaginar la vana quimera de que aun reduciéndose a la condición de cabeza cortada no perdería el uso de sus sentidos. Trató de pensar que las cabezas que ordenadamente iban siendo presentadas ante la joven eran, una por una, la suya propia. De modo que, cuando ella golpeaba las cabezas en la coronilla con la cresta del peine, Hoshimaru pensaba que él mismo recibía el golpe. Entonces su placer alcanzaba el culmen, su pecho se estremecía, y todo su cuerpo se convulsionaba.

A todo esto, le proporcionaba mucha más felicidad decirse mentalmente «ése soy yo» ante una cabeza de deplorable aspecto entre las varias allí presentes —ya fuera una de gesto triste o quejumbroso, o de expresión ridícula, o de tez renegrida y sucia, o perteneciente a un viejo decrépito—…, más que identificarse con la cabeza de un apuesto y joven guerrero o con la de un bravo militar. En suma, que más que alguna hermosa cabeza, le provocaba envidia una cabeza miserable y horrorosa.

Como Hoshimaru era por naturaleza un joven obstinado y mal perdedor, sentiría para consigo mismo un odio tanto más violento cuanto más intenso era aquel vergonzoso placer, y sin duda se esforzaría para refrenar en lo posible aquella excitación. Al punto suscitó Hoshimaru toda la fuerza de voluntad que había en él para apartarse de aquel lugar peligroso, de aquella arcana estancia capaz de sumirlo en un abismo insospechado de depravación. Así fue como se apresuró a volver a su alcoba y se echó a dormir, cuando aún la larga noche de agosto no cedía paso a la alborada.

En las Memorias de Doami se relata escrupulosamente la angustia que acosó al joven a raíz de esta experiencia. El hecho es que, a partir de entonces, él salió a visitar el desván, en cuanto anochecía, por tres noches consecutivas. Cuando iba, siempre trataba de engañarse a sí mismo con varias razones, como que «asustarse tanto era de cobardes», «que todo era para probar su fuerza de voluntad», etc.; pero en realidad era que la seducción provocada por aquella escena lo atraía con fuerza casi irresistible. Por el espacio de aquellos tres días lo asaltaban alternativamente el olvido de sí mismo y el remordimiento. Por más que al bajar la escalera se dijera «no se puede volver», concienciándose firmemente de su obligación, una vez entrada la noche siguiente, se deslizaba de nuevo fuera del lecho como transportado por una fiebre, y se marchaba anhelando la entrada de su paraíso secreto.

Era ya la noche del tercer día, y al entrar Hoshimaru en el desván, vio una extraña cabeza ante la misma mujer de siempre. Pues aunque se trataba de la cabeza de un joven guerrero de muy poco más de veinte años, como cosa rara, le faltaba la nariz. En su cara no había ni un solo rasgo de fealdad. La tez era muy blanca, y las porciones afeitadas de su cabeza azuleaban vivamente. Su lustrosa cabellera negra no desdecía en nada junto a la abundante melena que le caía a la muchacha —la que estaba acicalando aquella cabeza— de los hombros a la espalda.

Era obvio que aquel guerrero debía de haber poseído una gran belleza varonil. Sus ojos y su boca se amoldaban ciertamente a un patrón normal, todo su perfil era bien proporcionado; y en el conjunto de sus facciones, de expresión muy masculina, latían rasgos de gran distinción. Si en medio de esa cara hubiese una espléndida nariz, larga, bien formada…, daría cabalmente la imagen arquetípica de una cabeza de joven guerrero modelada por un maestro. Pero esa nariz, sin que se supiese la razón, sajada al parecer de un tajo por una afilada cuchilla, había desaparecido limpiamente —junto con el hueso— de su emplazamiento propio entre las cejas y el labio superior. Si por naturaleza hubiera sido una nariz chata, no se habría echado tanto en falta; pero en aquel rostro aquilino y hermoso… donde naturalmente debía de destacarse una protuberancia escultural en todo el medio, y un apéndice tan importante había sido extirpado de raíz, como rebanado por una espátula… cediendo así su lugar a una herida roja, aplanada…, no era nada de extrañar que aquella cara resultase aún más horrenda que la de un hombre feo de los del montón, y más ridícula.

La joven introdujo delicadamente las púas del peine en aquella cabellera de azabache con reflejos de agua, y tras retocarle el peinado del moño, se quedó contemplando con la sonrisa de siempre el lugar justo de la desaparecida nariz, el centro de la cara. No hay que extenderse en ponderaciones de cómo esa expresión encantó a Hoshimaru también ahora, pues el grado de emoción alcanzada era sin precedentes. Si, con todo, intentamos describirlo, diríamos que el semblante de la joven esa noche, con la cabeza de un hombre malherida y destrozada ante sí, resplandecía con el orgullo y la alegría de la vida, y era como la belleza encarnada de la perfección delante de la imperfección. Y eso no era todo. Su sonrisa, por muy inocente y juvenil que fuera en ella, y precisamente cuanto más era así, tanto más aparecía rebosante de irónica malicia; y esto proporcionaba a la mente de Hoshimaru la rueca para hilar interminables fantasías.

Él presentía que podría estarse contemplando por siempre, sin cansarse, aquella sonrisa; y verdaderamente de allí —como de un pozo inagotable— brotaban tantas ensoñaciones que, antes de pararse a pensarlo, ya habían llevado en rapto su espíritu hacia una región de dulces sueños. En ese país onírico vivían solamente ella y él, en un mundo de dos. Él se había transformado en aquella cabeza sin nariz; y, con todo, esta fantasía colmaba plenamente sus deseos. Y, mucho más que cualquier otra ocasión que se hubiera producido hasta el presente, lo llenaba de felicidad.

Cuando su júbilo había alcanzado el culmen, fue apagándose la sonrisa de las mejillas de la mujer. El joven se quedó, pues, desconcertado, y mientras seguía persiguiendo el rastro de su sueño, permaneció allí de pie como un ser humano sin alma. Pero al ver que la mujer se disponía a pasar aquella cabeza a su compañera de tarea, situada a su izquierda, de repente el joven le dirigió la palabra, rompiendo el silencio sepulcral de la habitación:

—¿Qué le ha pasado a ese… a esa cabeza que tienes ante ti?

Hoshimaru advirtió que su voz temblaba como nunca. Entonces trató de expresarse mejor, poniendo energía en sus palabras.

—¿Qué es eso? Esa cabeza no tiene nariz, ¿no?

—S… sí, así es.

La joven apoyó sus manos, brillantes de aceite, sobre el estrado de las cabezas, en un gesto de reverencia, adoptando así la actitud cortés apropiada a un encuentro con un noble. Mientras esto hacía, ella echó un vistazo a la cara del joven, pero enseguida agachó de nuevo la cabeza y le dedicó un saludo aún más refinado y reverencial.

—Menudo estúpido tenía que ser para que le cortaran la nariz así.

Diciendo esto, de la garganta de Hoshimaru salió una risa enronquecida, como la tos de un viejo, y nada infantil por cierto, que resonó extrañamente en el desván.

—¿Eh? ¿Por qué le habrán dado ese corte ahí?

—Es que… pues… se trata de una cabeza femenina.

—¿Una cabeza de mujer?

—No, no es eso.

Por el momento la joven parecía estar respondiendo a las preguntas forzada por las circunstancias, tímidamente y sin alzar la cabeza, ya fuese esto debido a su edad, tan proclive al azoramiento ante un hombre…, ya fuese que por la actitud de Hoshimaru o por su aspecto mientras le dirigía la palabra así de improviso, presintiera ella alguna anomalía en el muchacho.

—Bien, al decir una «cabeza femenina», no queremos decir una cabeza de mujer. No es que yo sepa mucho de esto, pero si en medio del ajetreo de la batalla un guerrero derriba a otro, al no poder seguir caminando con su cabeza al cinto, en ese momento le corta la nariz, como prueba fehaciente, y en previsión de volver luego a buscar la cabeza.

A medida que Hoshimaru seguía presionándola con sus preguntas, la muchacha iba inclinando más y más su cuello, y explicaba brevemente las cuestiones planteadas, con el menor número posible de palabras. Por ejemplo, ante la pregunta de por qué ese nombre de «cabeza femenina», decía que como se trae solamente la nariz, no es posible distinguir si es de hombre o de mujer, y que de esa duda viene la palabra. Por lo general, las cabezas sin nariz no solían gustar a nadie, pero un bravo guerrero que en el campo de batalla se hubiera hecho con tres o cuatro cabezas enemigas, no podría desde luego cargar con todas a la vez; y por ello se adelantaría a cortarles la nariz para, después de terminada la lucha, buscar el cadáver correspondiente y poder disponer así de la cabeza. Era una práctica permitida sólo cuando se hacía inevitable. Por tanto las cabezas femeninas que llegaban allí solían ser escasas, y concretamente en la presente guerra sólo esta cabeza había llegado a sus manos. Ésta era toda la información que Hoshimaru logró arrancarle a ella sobre el asunto.

En las Memorias de Doami se refiere lo siguiente:

«Verdaderamente, no hay nada tan sospechoso como el corazón humano. De no haberme yo encontrado entonces con aquella mujer, y de no haber contemplado la cabeza femenina, ¿de dónde me habría venido el entregarme en años posteriores a tan vergonzosas costumbres? Pensándolo bien, toda la desgracia de mi vida se debe a que el rostro de aquella muchacha se quedó grabado en mi corazón desde esa noche, y ni de noche ni de día pude borrarlo de allí».

Así hablaba mi señor, y añadió:

«Entonces se me ocurrió que por cualquier medio tenía que conseguir traer otra cabeza femenina, para volver a contemplar aquella sonrisa en la cara de la mujer. Y con esta idea en la mente, y sin poder desecharla de mí, dominado por la impaciencia como flecha de bambú, una noche, furtivamente, me infiltré en el campamento enemigo».

Hasta aquí, sus palabras.