Del rito de mayoría de edad de Hoshimaru; y de la dama Kikyo.

La ceremonia de la mayoría de edad de Hoshimaru tuvo lugar en la primavera de 1552, año 21 de la era Tenmon, el día 11 del primer mes[16], cuando el joven contaba quince años. Por entonces Hoshimaru se encontraba aún en el castillo del monte Ojika, como paje de Ikkansai. En Mi sueño de una noche se describe paso por paso esta ceremonia de mayoría de edad, con la atención al detalle que caracteriza a las mujeres, pero aquí no hay lugar para referir con esa profusión tantos pormenores.

La ceremonia se celebró en una estancia de la mansión de Ikkansai, y ofició[17] en ella el padre de Hoshimaru, Terukuni, señor de Musashi, que había venido expresamente de sus dominios para el acto.

En aquel tiempo, Hoshimaru medía un metro y cincuenta y siete centímetros de altura; y cuando por primera vez llevó puesto el capuz cortesano de largas cuerdecillas para echar a andar tras su padre, su figura vista de espaldas alcanzaba —según se dice— la estatura de su propio padre.

Me gustaría grabar en la mente del lector este hecho, de que la altura de Hoshimaru a sus quince años era un metro cincuenta y siete centímetros, pues aunque no se conocen datos concretos sobre la estatura media de los hombres en esta época, bien puede imaginarse uno que en esos lejanos tiempos de guerras civiles, si un muchacho de quince años medía uno cincuenta y siete de altura, tampoco era como para mostrar asombro.

La monja Myokaku, autora de Mi sueño de una noche, hace frecuentes referencias a la belleza, prestancia física y demás rasgos del señor de Musashi; según sus palabras,

El señor de las nubes de la fortuna[18] tenía la tez oscura como el hierro y superaba a muchos en la robustez de su musculatura. Con todo, no era muy alto, aunque sí corpulento.

Y en otro lugar dice también:

Sus ojos despedían una luz penetrante; sus pómulos eran pronunciados y sus labios carnosos; y, comparado con personas de su altura, su cara resultaba grande.

De aquí parece deducirse que no sólo en su infancia, sino incluso a raíz de su mayoría de edad, su estatura no creció gran cosa. Tal vez, considerando que la altura del padre Terukuni era la de su joven hijo, se seguiría de ello que este último era bajo por herencia paterna. Pero si, como dice la monja Myokaku, tenía esas facciones tan sobrecogedoras, desproporcionadamente grandes para aquel cuerpo, no es difícil imaginar cuánto intimidaría a sus contemporáneos.

De este modo, Hoshimaru tomó el comienzo del nombre de su padre para llamarse Terukatsu, subprefecto de Kawachi. En el verano de aquel mismo año participó en el asedio al castillo Mizukuri bajo las órdenes de Ikkansai y, ya tan joven, cosechó un gran triunfo en su estreno sobre el campo de batalla. En esta contienda no sólo cortó la cabeza del general enemigo Mizaemon Hotta, sino que, adelantándose a la primera línea, escaló antes que nadie la muralla para saltar adentro del castillo. Con esto, Ikkansai animaba a sus soldados gritándoles: «Cubrid al señor de Kawachi, cubridlo»… hasta que al fin tomó el castillo. Se cuenta que cuando Terukuni, que a la sazón residía en el castillo del monte Tamon, supo por Shuzen Aoki el bravo comportamiento guerrero de su hijo, no pudo contener las lágrimas de alegría.

También Ikkansai alabó la proeza diciendo: «La operación de hoy ha sido admirable». Aunque se cuenta que, suspirando, dejó escapar estas palabras ante uno de sus asistentes: «Ése en el futuro va a ser un personaje de cuidado. ¿Qué fortuna correrá la casa de Tsukuma cuando yo ya no esté?». Así que su atención se fijó ya entonces no sólo en la destreza de Terukatsu en lances armados, sino también en su audacia nada común y en su riqueza de recursos; de este modo empezó a mirarlo con cautela.

Según palabras del mismo Terukatsu tal como constan en las Memorias de Doami, el hijo mayor de Ikkansai, Norishige Oribe-no-shoo, participó también en el asalto al castillo. Norishige contaba por entonces diecisiete años, siendo así dos años mayor que Terukatsu. Pero no admitía punto de comparación con éste en cuestión de prestancia física, cosa que de ningún modo podía pasársele por alto a su padre Ikkansai. Y como esto obviamente lo hacía sufrir en su interior, se dice que Terukatsu se resolvió a poner de su parte para no fomentar tal inquietud de los Ikkansai, padre e hijo.

Sin embargo, este relato no se propone narrar las hazañas de Terukatsu en el campo de batalla. En realidad, datos como los que quedan referidos más arriba constan en varias crónicas guerreras, como la de Tsukuma, en el capítulo de «La caída del castillo de Mizukuri», y otros lugares por el estilo.

La cuestión que sigue en pie no es más que ésta: El maravilloso placer que estimuló al entonces llamado Hoshimaru a raíz del episodio de las «cabezas femeninas», esa tremenda visión, ese deseo de perseguir su «paraíso secreto»…, ¿qué formas iría adoptando más adelante en el cerebro de Terukatsu?

Viendo su espectacular estreno en el campo de batalla, podría pensarse que en el pecho de este joven guerrero de quince años no había ya lugar para tan sórdidos recuerdos, los cuales se habrían borrado sin dejar rastro alguno; y que sólo una fiera ambición como de fuego lo llenaba por completo. En realidad es probable que cualquier persona en su adolescencia haya experimentado más de una vez aquel asombroso placer que Hoshimaru había probado ya de niño; y que por lo tanto no se trate de un secreto tan singular. Pero si tal experiencia se abre camino a dentelladas hasta el corazón de la persona y degenera en una inclinación enfermiza que gobierna toda su vida sexual…, todo ello no es sino el resultado de que ese tal se haya encontrado inmerso en circunstancias propicias para ir reviviendo esos sentimientos una y otra vez. Por lo tanto, en el caso de que Terukatsu, siendo el niño Hoshimaru, no hubiese visto para nada las cabezas femeninas, posiblemente no habría llegado a sospechar la existencia de su paraíso secreto. Y más aún: aunque por una vez lo hubiese conocido, si no se hubiera vuelto a hurgar en aquella antigua herida de la infancia, su apetito sexual no habría llegado a extremos tan monstruosos.

Ni que decir tiene que en la época de las guerras civiles, aun el hijo de un daimyo no podía permitirse dejar pasar los días mano sobre mano, como ocurre hoy día con los niños de familias nobles; y así no habría tenido siquiera tiempo para fomentar tan depravadas fantasías. De aquí se puede deducir que Terukatsu, señor de Kawachi, también se habría apartado por un tiempo de aquellos bajos placeres, y no le quedaría más horizonte que dedicarse por entero a ganar fama en el campo de batalla. Sin embargo, por desgracia para él, la mujer que había de alimentar el fuego de su odiosa manía sexual, ya una vez curada, hace su aparición en escena en este preciso momento.

La dama Kikyo, esposa según la ley de Norishige Tsukuma Oribe-no-shoo, era hija de Masataka Yakushiji Danjo, el que «murió de enfermedad» tras el asalto al castillo del monte Ojika. Se cuenta que fue conducida como esposa ante Norishige dos años después del asedio al castillo, en el año 20 de la era Tenmon —1551—, cuando contaba quince de edad, uno menos, por lo tanto, que Norishige, y uno más que Terukatsu.

Según relato de Mi sueño de una noche,

Siendo, como era, una noble cortesana de la capital, estaba instruida en los caminos de la poesía japonesa y la música. Sus labios rojos y la flor de sus pestañas competían en belleza con las perlas; y no hay memoria de que ni siquiera la princesa Yang Kuei-fei de Catay ni la princesa Sotori de nuestro propio país llegaran a superarla…

El caso es que con tal sarta de calificativos tópicos no queda claro hasta qué punto era ella hermosa. Aunque parece ser cierto que esta señora era especialmente favorecida por la belleza de su rostro y su figura en general. Y la razón de ello está en que siendo su madre hija de Chunagon Kikutei —Consejero Intermedio del Pabellón del Crisantemo— y mujer famosa por su belleza, Kikyo en nada le iba a la zaga a su madre, por lo que se cuenta. De este modo, Norishige, tan proclive por naturaleza a la aventura amorosa, anhelaba desde hacía algún tiempo casarse con ella.

Con todo, si estas relaciones al fin se formalizaron, se debió a la mediación de la casa del Shogun. El clan Yakushiji y el clan Tsukuma estaban visceralmente enfrentados desde hacía años; ambos bandos contendían sin tregua entre sí, y especialmente el año 18 de Tenmon —1549—, Masataka Danjo al frente de un gran ejército puso sitio al castillo del monte Ojika, y estrechó el cerco hasta casi forzar a Ikkansai a suicidarse abriéndose el vientre.

De seguir los dos clanes —tan equilibrados en fuerza— con las espadas en alto, el país entero estaría siempre revuelto; lo cual a su vez conduciría a mayores desórdenes. Aprovechando pues la ocasión de la «muerte por enfermedad» de Masataka Danjo, el shogunado Muromachi intervino en la discordia: ambos clanes decidieron dar al olvido el odio de años atrás, y acordaron aquella boda como señal de reconciliación.

Por aquel entonces, del lado de Yakushiji estaba el hermano mayor de Kikyo, Masahide, señor de Awaji, como heredero al frente de la casa. Él sabía que su padre Masataka en realidad no había muerto de enfermedad como se dijo, sino que alguien lo había matado en el campamento, y encima había inferido a su cadáver una afrenta imperdonable; por eso sentía en su interior hacia la casa de Tsukuma la desazón de que algo quedaba por aclarar. Con todo, compuso un gesto complaciente para el caso, y recibió con muestras de gratitud la propuesta del Shogun.

Por el otro lado, como en la casa de Tsukuma nadie excepto Terukatsu conocía la verdad sobre la muerte de Masataka, el clan en pleno, sin albergar la más mínima duda sobre las intenciones del señor de Awaji, celebró seguramente muy de veras esta reconciliación y boda. Y ni que decir tiene que quien más se alegró fue por supuesto Norishige, el novio.

Según la crónica guerrera de Tsukuma y otras fuentes, al año y pocos meses de esta boda, en el tercer mes del año 22 de Tenmon —1553—, Ikkansai falleció de enfermedad. Visto el asunto desde la perspectiva de hoy día, da la impresión de que en torno a esa muerte quedan no pocos puntos oscuros, pero ni las Memorias de Doami ni tampoco Mi sueño de una noche refieren que hubiera secreto alguno a propósito de esa muerte. Lo que se dice es que murió de disentería a la edad de cincuenta y dos años, y no hay nada especialmente extraño en ello. Pero la crónica de Tsukuma relata tan prolijamente el origen y desarrollo de su enfermedad que da que pensar, sobre todo por diferenciarse de otros textos en semejantes circunstancias; y transmite una cierta impresión de cosa artificial. Pero llegando a este punto no nos vamos a detener en averiguaciones. Pasaremos, pues, al episodio siguiente.

En el octavo mes de 1554, año 23 de la era Tenmon, Norishige Tsukuma Oribe-no-shoo, tras oír la noticia de una insurrección en sus dominios, protagonizada por Buzen Yokowa, señor de un castillo, se puso él mismo al frente de un ejército de siete mil jinetes para reconquistar aquel castillo de Tsukigata. Por entonces el subprefecto de Kawachi, Terukatsu, acompañaba a Norishige como su asistente.

El día diez del octavo mes, en medio de la batalla, Norishige detuvo su caballo a la sombra de un bosque apartado casi dos kilómetros de la fachada del castillo, para dirigir desde allí sus tropas; cuando de pronto silbó una bala de escopeta de origen desconocido y cruzó horizontalmente ante el caballete de la nariz de Norishige sin acertarle por un pelo. Norishige lanzó un quejido e instintivamente se llevó la mano a la nariz, pero enseguida una segunda bala surcó el aire, y esta vez amenazó con arrancar la nariz de la cara de Norishige, pues llegó a levantarle una ampolla como la quemadura de un petardo; y una leve mancha de sangre brotó desde su piel herida.

Terukatsu, que estaba frente al caballo, se apresuró a cubrir a su general; condujo a Norishige a un lugar seguro bosque adentro, y lanzó una mirada avizora sobre el campo de batalla; pues mientras que el susto de Norishige era innegable al verse convertido en blanco de un francotirador, en ese instante Terukatsu también se sentía interiormente sacudido por vagas nubes de inquietud. En realidad Norishige se había sobresaltado creyendo que alguien atentaba contra su vida; pero para Terukatsu no había lugar a tal suposición. El francotirador había apuntado claramente a la nariz del general. Los dos disparos sucesivos habían partido de la misma dirección; y a juzgar por la precisión del segundo con respecto al primero, resultaba evidente que no habían sido tiros fallados.

Ante todo, si alguien atentase contra la vida del general, no habría disparado desde aquel ángulo, pues la trayectoria del proyectil había sido paralela a la cara de Norishige montado en su caballo, es decir: formando ángulo recto con la prominencia de su nariz. Si Terukatsu había tenido tal corazonada, no era sólo por esta razón, sino que, a decir verdad, tiempo antes de esta batalla, también a Ikkansai le había ocurrido un caso desgraciado igual al presente, y con ésta era ya la segunda vez que Terukatsu era testigo obligado de los hechos. El mencionado suceso anterior consistió en que unos dos meses antes de caer enfermo Ikkansai, en el duodécimo mes de 1552, año 21 de la era Tenmon, con ocasión de la batalla de Chigusagawa, también una bala se cruzó entonces ante la cara de Ikkansai describiendo una línea horizontal. Como de hecho aquella vez se había producido un solo disparo, casi nadie, aparte de Terukatsu, había prestado especial atención a lo sucedido.

Y ahora que se encontraba de nuevo ante una situación tan parecida, el tropel de nubarrones de inquietud que se alzaba en su pecho crecía sin medida. Alguien al parecer había apuntado antes a la nariz de Ikkansai, y ahora a la de su hijo y heredero Norishige Oribe-no-shoo.

Entre las detonaciones prodigadas en la lucha por propios y contrarios, en medio de gritos y nubes de polvo, Terukatsu se vio asaltado por el recuerdo de sus ya olvidadas fechorías de muchacho: el rostro sin vida de Yakushiji Danjo con su nariz cortada…, las «cabezas femeninas», la enigmática sonrisa de aquella hermosa joven cuando contemplaba una de las cabezas. Sin duda tales visiones se cruzaban ante sus ojos como relámpagos. Al mismo tiempo, él trató de alertarse ante su responsabilidad inmediata. Así, mientras se afanaba en espantar a manotazos la fascinación de tantas fantasías que amenazaban con raptarlo al limbo, procuraba también ante todo definir quién podría haber sido el autor de los disparos.

Este día los defensores de la fortaleza, hechos a la idea de la muerte, se habían resuelto a salir a la desesperada para romper las posiciones enemigas, y el campo de batalla se había convertido en caótico escenario donde las líneas de combate se entremezclaban por todas partes, e incluso cerca del puesto de observación de Norishige seguía la lucha sin cuartel. Con todo, Terukatsu, que no había perdido un instante en orientar su mirada al punto de partida de los disparos, pudo reconocer, como a doscientos metros de distancia, la figura de un samurái que, puesto en pie, lo miraba fijamente. En su espléndida armadura destacaba un peto de laca negra con incrustaciones en oro. Terukatsu sintió como una intuición —«¡Ése es!»—; y aquel hombre, que se aprestaba para su tercer disparo, abandonó atolondradamente la escopeta y huyó.

Como la distancia era excesiva para perseguirlo inmediatamente de cerca, Terukatsu lo fue siguiendo con disimulo, ocultándose en escondrijos. Cuando el samurái llegó al borde del foso que rodeaba el castillo, Terukatsu se le aproximó hasta casi dos metros y lo sorprendió por la espalda con la voz de «¡Alto!».

—¿Sí? —respondió el samurái a la llamada volviéndose con calma y permaneciendo firme tras retroceder un par de pasos. Visto de cerca, se distinguía su yelmo hoshikabuto[19] todo reluciente, su prestancia propia de un samurái nada vulgar, y las incrustaciones en oro del peto, que diseñaban en grande el ideograma de «dragón».

—Identifícate. Yo soy Terukatsu, subprefecto de Kawachi, el primogénito de Terukuni Kiryu, señor de Musashi.

—No daré mi nombre —dijo el samurái como queriendo interrumpir las palabras de Terukatsu—. No tengo por qué darlo.

—Cobarde, ¿por qué has usado un arma de fuego?

—No sé de qué me hablas.

—¡Cállate! Te he visto yo. Tú tiraste la escopeta y echaste a correr.

—Nada de eso. Me has tomado por otro.

—Muy bien. Sigue con tus mentiras.

Adelantándose a las palabras de Terukatsu, la punta de su lanza se precipitó sobre el «dragón» dibujado en el peto. Terukatsu pretendía herir seriamente al sospechoso samurái para privarlo de libertad de movimientos y así capturarlo vivo. Aquel enemigo al parecer menospreciaba de entrada al muchacho, pero la punta de la lanza lo hostigaba sin tregua alguna como decenas de langostas voladoras, y tras tres o cuatro fintas ya alcanzó a herirlo en el muslo a través de la cuerda trenzada de la faldilla de su armadura. Terukatsu le infirió otra herida en el antebrazo derecho y se montó a horcajadas sobre él. Entonces le llegó una voz resentida desde abajo.

—Identifícate —le instó Terukatsu.

—No. Nada de eso. Córtame el cuello.

—No lo haré. Te quiero atrapar vivo.

Al oír el samurái lo de «atrapar vivo», forcejeó desesperadamente con todo el cuerpo a pesar de sus graves heridas. Terukatsu echó una mirada en derredor para ver si encontraba por allí a alguien de su bando, pero todo lo que alcanzaba a ver eran incontables nubes de polvo, y tras ellas, siluetas de masas informes que, como bravas olas, se arremolinaban para deshacerse acto seguido. El samurái derribado, entretanto, se aferró con su mano herida a la faja exterior de Terukatsu, y con la izquierda desenvainó su daga y la blandió a diestro y siniestro buscando dónde hincarla. En esta confrontación singular cuerpo a cuerpo no había ya expectativas para Terukatsu de atrapar al otro con vida. Terukatsu se vio obligado a presionar la punta de su espada contra la garganta de su rival.

—Sea entonces como tú quieres. Identifícate —y por una vez más lo urgía con las mismas palabras.

—¡Cállate ya! —respondió sin más el contrario; y enseguida cerró obstinadamente sus labios y entornó sus ojos.

«Con todo ello me habría gustado preguntarle quién le había pedido que atentara contra Norishige, pero caí en la cuenta, por su actitud, de que aquel tipo nunca confesaría, y sin más le corté el cuello. Por abundar en detalles, diré que su edad rondaba en torno a los veintidós o veintitrés años. Su aspecto general era ciertamente apuesto, pero como no dejaba de infundirme sospechas, rebusqué bajo su armadura, y encontré que llevaba una bolsa de brocado colgándole en bandolera del hombro y pegada al cuerpo. Indagando en ella encontré una imagencita de la diosa Kannon[20] en un templete de miniatura que iba envuelto en un papel. Al mirar este papel descubrí que estaba escrito en elegante caligrafía femenina».

Según las Memorias de Doami, esa escritura femenina decía lo que sigue:

«A Zusho. Séptimo mes de 1554, en la era Tenmon.

»A fin de vengar el ultraje inferido a mi padre, habéis de arrancar la nariz a Norishige, pero sin atentar en modo alguno contra su vida. Si me concedéis este favor, será un acto de lealtad incomparable, por el que os quedaré siempre agradecida».

Terukatsu, erguido entre la polvareda del campo de batalla, sostenía aquel papel desplegado sin salir de su asombro. Por lo visto el samurái que allí yacía era sin duda el Zusho a quien iba dirigida la carta, pero ¿quién sería el remitente, la autora de aquella letra femenina por la que se pedía al samurái Zusho que arrancara la nariz de Norishige? No había más pistas que aquella frase «A Zusho», y bajo ella no se encontraba ninguna firma. Sin embargo, por lo que se podía conjeturar a raíz de aquellas palabras «Si me concedéis este favor, será un acto de lealtad incomparable, por el que os quedaré siempre agradecida», y de la manera de escribir el nombre del destinatario, con letra pequeña y al pie de la carta, parecía deducirse que se trataba de una misiva enviada por alguna noble dama, con intención de ocultar su nombre, a uno de sus subalternos.

Si por casualidad esta carta hubiese caído en otras manos que las de Terukatsu, esa persona se habría angustiado entonces por descifrar enigmas tales como el de por qué la dama sólo pretendía quitar a Norishige su nariz sin privarlo de la vida, y a qué venía aquello de «a fin de vengar el ultraje inferido a mi padre», etc.; y aun le habría resultado difícil a tal persona tomar en serio la carta. Terukatsu, sin embargo, al fijarse en aquellos sospechosos trazos magistrales de pincel, sintió que dentro de su cabeza se disipaban gradualmente las nubes de duda que le habían sobrevenido.

—La dama Kikyo…

Al pensar esto, Terukatsu sintió que en su piel, que hervía bajo la armadura, un escalofrío le erizaba el vello. Aunque él estaba vinculado al clan Tsukuma desde los tiempos del difunto señor Ikkansai, de siempre se le había vedado el acceso a las habitaciones interiores, y por tanto aún no había visto el rostro de la dama Kikyo; le habían llegado rumores de su belleza, pero sobre la índole de su carácter —bueno o malo, sabio o necio, etc.— no había oído noticia alguna. Por consiguiente tampoco iba a reconocer ni por asomo aquella letra femenina; pero en el texto de la carta la mujer llamaba «padre» a un hombre que tal vez se identificara con Yakushiji Danjo, a quien él mismo había cortado la nariz.

Con ello se aclaraba el contenido de aquella misiva confidencial: aunque ininteligible para otros, Terukatsu podía imaginárselo. Sin duda la señora Kikyo debía de ser una de las poquísimas personas de la familia en saber que del rostro sin vida de su padre Danjo faltaba algo esencial. Y sintiéndose a causa de ello inmensamente humillada, como venganza por su padre muerto, había querido reproducir lo ocurrido al semblante de su padre sobre el rostro vivo del jefe del clan Tsukuma. Tal vez ella desde el principio entró como esposa en el clan Tsukuma con esa intención; o quizás una vez casada comenzó a albergar tales sentimientos. En cualquier caso, sus intenciones brotaron de su propio corazón. Y no provenían de su hermano mayor Masahide, señor de Awaji.

Si Masahide se hubiese sentido afectado hasta ese punto por el incidente del rostro de su padre, no encontraría razones para haber aceptado la reconciliación con el clan Tsukuma y, por más que hubiera mediado la casa del Shogun, no tenía que haber dado a su hermana menor en matrimonio a Norishige Oribe-no-shoo. Por lo demás el método de venganza era excesivamente alevoso para habérsele ocurrido a un varón. De haberlo tramado Masahide, lejos de recurrir a tan cobarde artimaña, habría echado mano de algún procedimiento más solemne.

El hecho de que la caligrafía a pincel de la misiva arrebatada al cadáver de Zusho fuera obra de mujer, y también el que la concepción de la venganza fuera tan obviamente femenina, apuntaban en la misma dirección: la dama Kikyo había diseñado este ardid en lo más recóndito de su corazón, y lo había transmitido al samurái de toda confianza que era Zusho. Sin revelar ni palabra a los suyos, se había resuelto, al parecer, por tomarse la revancha sobre el enemigo de su padre de la manera más cínica.

Estas suposiciones orientaban los sentimientos de Terukatsu en una dirección del todo inesperada. A decir verdad, su servicio en la casa de Tsukuma se debía a una conveniencia ocasional, y no era una relación de vasallo a señor acendrada por generaciones. Con todo, si consideraba la deuda de gratitud contraída por su propia educación desde los tiempos de Ikkansai, su devoción natural hacia Norishige y su afán por servirlo fielmente no eran menores hasta el presente que los de otros vasallos. Debía estar contento por haberse apoderado sin pretenderlo de una importantísima misiva para poder prevenir la desgracia que amenazaba a Norishige, y debía informar enseguida de ello al mismo Norishige; pero a pesar de todo su corazón palpitaba a otro ritmo, tomando un rumbo sorprendentemente contrario.

Es decir, que en este punto la afección que por mucho tiempo guardaba dormida en su pecho hacia las cabezas femeninas, se le despertó de pronto con gran lucidez. Sobre el rostro de aquella dama educada en la capital que vivía en las profundidades del castillo del monte Ojika, él proyectó en su imaginación la sonrisa que afloraba a las mejillas de la mujer del desván.

Con su pensamiento dibujó a aquella señora de la corte a la que nunca había visto: reclinada en una estancia de paneles dorados que reflejaban débilmente la luz del jardín, observando en silencio el exterior a través de celosías de bambú, mientras su cuerpo reposaba sobre un apoyabrazos con una expresión de fría belleza. La sonrisa fascinante que dejarían escapar las pálidas mejillas cristalinas de Kikyo al evocar a su marido Norishige privado de su nariz, tenía un encanto muy superior al de la mujer del desván. Pues mientras esa joven no pasaba de ser la hija de un tal Ida, señor de Suruga, la dama llevaba sangre del Consejero Intermedio del Pabellón del Crisantemo, siendo así por su cuna una noble princesa.

Además, en el caso de la hija del de Suruga, la sonrisa que inconscientemente venía a aflorar a su rostro estaba apenas coloreada, como contraste, por un tinte de crueldad; en tanto que la risa que asomaba a los refinados labios de la dama trascendía una frialdad glacial, hondamente preconcebida. Era una sonrisa malévola, que se vestía exteriormente de modestia, para esconder un corazón que respiraba el placer de la venganza.

Terukatsu pensó por un lado en la terrible obstinación de esta señora, y por otro lado en su esposo Norishige, víctima, por su mutilación en vida, de las arteras intrigas vengadoras de ella. Cuando en su imaginación parangonaba estos dos rostros, el uno encarnación de la belleza, y el otro de la fealdad, el júbilo tan terrible que esto le proporcionaba no admitía punto de comparación con el experimentado anteriormente en el desván. Entonces él mismo se había puesto en el lugar de una de aquellas cabezas cortadas, sin por ello perder el conocimiento ni la sensibilidad: reposar sobre el regazo de la joven y ser manejado por sus manos había sido el sueño más feliz del mundo.

Ahora, uno de los hombres que más de cerca conocía se convertiría en una «cabeza femenina» viviente para padecer la fría mirada de su propia esposa. No era del todo imposible que pronto le fuera dado presenciar tal escena.

Como los lectores bien conocen, desde siempre en las historias escritas en nuestro país, especialmente desde que el shogunado se estableció como gobierno militar en Kamakura, los hechos y dichos de los grandes héroes se suelen relatar con todo detalle, mientras que no parece concederse atención alguna a la personalidad de las damas que los engendraron, y seguramente los manipularon entre bastidores.

Esto supuesto, en cuanto a las incidencias de la dama Kikyo, tras espigar párrafos diversos en las crónicas conocidas, como en la Genealogía de la Casa de Tsukuma y las historias guerreras de la época, uno puede asegurarse de ciertos datos como su linaje, fechas de su boda y de su muerte, los dos hijos —varón y hembra— que tuvo con Norishige. Pero por lo que respecta a su conspiración con Terukatsu para abatir a Norishige, en las Crónicas Guerreras de Tsukuma se encuentran apenas dos o tres líneas con alguna insinuación.

Y para saber qué circunstancias subyacían a los acontecimientos, cómo era en realidad el carácter de la señora…, es sumamente difícil, ateniéndose a la historia oficial, seguir el rastro de tales noticias. Es posible que un hombre con una pasión sexual tan masoquista como la del señor de Musashi sea especialmente proclive a crear engendros de fantasía, con tal de que su compañera se amolde a la medida de sus deseos; y así son bastantes los casos en que la mujer no posee en realidad la perversión que él le atribuye.

De hecho, en cuanto a la evidencia histórica de la mutilación de Norishige por obra de su mujer Kikyo, la visión reflejada en las Memorias de Doami, que recoge la confesión del propio señor de Musashi, difiere considerablemente en varios puntos de la de Mi sueño de una noche, escrito por la monja Myokaku. En más de un pasaje dan la impresión de referirse a personas distintas. Si damos fe al primer escrito, ella sentía una atracción innata por la crueldad; pero si nos atenemos al segundo, parece que sus terribles ansias le brotaron de aquella idea fija de lavar la afrenta inferida a su padre, pero que por lo demás en circunstancias normales era persona de natural amable, como conviene a una dama. Esta última versión puede ser la más ajustada a los hechos, aunque como la monja Myokaku no conoció directamente a la señora en cuestión, también cabe pensar que escribía de este tema con ciertos miramientos.

En cualquiera de los supuestos, sin duda Terukatsu sentiría espoleada su extravagante pasión sexual ante la maldad implicada en este caso: una mujer que mutila por su mano al marido para disfrutar contemplándolo luego, cuando lo estuviera atendiendo.

Así pues, Terukatsu se haría desde entonces un ferviente admirador oculto de esta señora, y arrojaría para siempre, como si se tratase de sandalias viejas, su lealtad a Norishige.

«Más adelante pude saber por mis investigaciones secretas, que el tal Zusho era hijo de Saemon Matoba, un vasallo del clan Yakushiji. Su madre era nodriza de Kikyo, así que Kikyo y Zusho vinieron a ser hermanos de leche. Este hombre alcanzó celebridad por su destreza en manejar la escopeta, y desde hacía tiempo estaba a las órdenes de Kikyo. Se sabe que en la época de la rebelión del castillo de Tsukigata cortó los vínculos con el clan de su señor[21], y cabalgó desde los dominios de Kioto para pasar a depender de Buzen Yokowa.

»Queda fuera de duda que el atentado contra Ikkansai del año anterior se debió a este hombre. Y ahora, en esta ocasión, yo arrojé su cabeza al campo de batalla, me guardé sigilosamente sobre el pecho el relicario de Kannon y la carta, y regresé al campamento.

»Así que nadie supo ni palabra de la traición de la dama Kikyo. Me había dejado arrastrar por una bravura mal entendida y había matado a aquel hombre; esto fue un error, pues podía obstaculizar mis relaciones de devoción hacia la señora. No obstante, desde entonces me reconocí como su más fiel aliado. Asistiéndola como confidente secreto, yo la ayudaría a realizar sus deseos.

»A partir de este momento, mi corazón había dado un vuelco».

En resumidas cuentas, la pasión enfermiza de Terukatsu y el deseo de venganza de Kikyo vinieron a buscar casualmente su satisfacción en torno a idéntico objetivo: mutilar en vida a Norishige de su nariz.

Por ello, el haber matado a Zusho, personaje de vital importancia para dar cima a este plan, era un contratiempo para ambos. A Norishige, por su parte, le estaba reservado el incidente que ya se le avecinaba, tan desgraciado como ridículo.