Del regreso de Terukatsu al castillo paterno. Y de su boda con una dama del clan Chirifu.

Por entonces Terukuni, señor de Musashi y padre de Terukatsu, venía ya encontrándose viejo y lleno de achaques, adicto continuo a la medicación; y no hacía más que pensar en que, mientras él conservara el aliento, convenía encontrar una esposa para su hijo, y cederle a él la jefatura del clan. Quería pues, cuanto antes mejor, llamar a su hijo a su propio castillo residencial del monte Tamon, y varias veces formuló al clan Tsukuma una petición en este sentido.

Pero por todo el país cundían sin tregua rumores alarmantes; y especialmente desde la rebelión del castillo de Tsukigata, años atrás, los principales responsables del castillo de Ojika se habían hecho sumamente suspicaces, y no prestaban oído fácilmente a tal ruego. Pero aun siendo nominalmente un rehén, Terukatsu se había criado desde su infancia hasta el presente, durante catorce o quince años, en el castillo; había conquistado fama en varias batallas, y se había destacado por su lealtad a toda prueba. Por otra parte, su padre Terukuni no resultaba en modo alguno sospechoso de doblez hacia la casa de Tsukuma. Por todo ello, llegado el otoño de 1557, tercer año de la era Kooji, por fin se le permitió a Terukatsu regresar a la mansión de su padre.

En tal ocasión, Terukatsu se alegró naturalmente de volver al techo paterno; pero al mismo tiempo, la tristeza por tener que separarse de Kikyo le produjo en aquel momento una herida incurable. Él sabía refugiarse en su conciencia innata de samurái para hacer de la necesidad virtud sin más dilación. Sin embargo, aun para una voluntad de hierro como la suya, el primer amor tiene un sabor especial. Es más, por dedicar enteramente su pasión a aquella persona, había pecado conculcando todos los dictados de la moralidad y de la gratitud; y luego, al poco tiempo de gozar la oportunidad de encontrarse, se veían obligados a la separación.

Es de suponer que al relajarse la vigilancia del palacio interior, hacia otoño del año precedente, él habría podido libremente internarse por el pasadizo. Y según esto, el tiempo en que los dos habrían podido reunirse no llegaría al año. Y aun entonces tenían que verse hurtándose a miradas ajenas, viviendo la alegría del momento, y sin disfrutar seguramente ni de una noche entera para explayarse en sus confidencias.

A decir verdad, el blanco de su amor era, más que la persona misma de Kikyo, el papel especialísimo que ella representaba en el drama. Esto era lo que más excitaba su afecto. Ciertamente el futuro le traería ocasiones de encontrarse con damas que no desmerecieran de Kikyo; pero el escenario asombroso en que ella estaba situada, y sobre todo la farsa aquella respaldada por el papel de un comediante sin nariz… todo era cabalmente un mundo a su medida. Y el ver a la noble señora en medio de aquel decorado y de aquel reparto, no era algo que previsiblemente hubiera de repetirse. Así pues, la enfermiza lujuria de Terukatsu se resentía sin duda por el dolor de separarse de Kikyo, pero sobre todo aborrecía más que nada el tener que alejarse de aquel ambiente.

A pesar de todo, ya que los dos entreveían como próxima la caída del clan Tsukuma, concertaron sus planes para después de ese suceso, y con la promesa mutua de volver a verse se despidieron diciéndose «hasta pronto».

La dama Oetsu, del clan Chirifu —llamada luego Shosetsuin—, no se incorporó como esposa al clan Kiryu sino hasta el tercer mes de 1558, menos de medio año después de regresar Terukatsu al castillo del monte Tamon.

Se cuenta que entonces Terukatsu tenía veintiún años, y Shosetsuin catorce. Esta joven señora, que se enfrentaba al penoso destino de pasar sus días en soledad, dirigiendo oraciones a los dioses para enderezar la tortuosa vida sexual de su marido en años futuros, era al comienzo de su matrimonio una muchacha alegre. Por mucho que en su interior sintiese vagamente el despertar del sexo, ella no era aún consciente de tal cosa, y tampoco su esposo se proponía inducirle esa conciencia. Lo que gobernaba la cabeza del marido era el panorama del palacio interior del lejano monte Ojika. Y con respecto a su joven esposa, con la que se había casado obedeciendo a una ineludible decisión paterna, no podía alcanzar a mirarla de otro modo que como una mocita despierta, animada e inocente. Más bien era una especie de suerte para él que ella no estuviese aún en edad de comprender muchas cosas.

Transcurridos uno o dos meses desde la boda, al oscurecer de una tarde de verano, estaba Shosetsuin sentada con sus damas en la balconada tomando el fresco, cuando en esto apareció Terukatsu.

—Vamos hoy a divertirnos con algo, ¿qué te parece? —dijo él con una sonrisa desacostumbrada.

—¿Cómo se encuentra tu padre? —le preguntó Shosetsuin.

—Bien, hace dos o tres días que se encuentra bien. No hay que preocuparse. Más que eso me preocupa el tenerte tan abandonada últimamente. Hoy estoy libre para acompañarte en todo lo que quieras.

Ella miró contenta la cara complaciente de su esposo, que así le hablaba.

—¿Y con qué nos divertiremos?

—Cualquier cosa es buena. Dime tú qué te gustaría.

—¿Qué tal cazar luciérnagas? Salimos al jardín y…

Los ojos de ella, encantadores y brillantes, reflejaban en su sorpresa el júbilo saltón de los niños cuando piensan algo maravilloso. Sus mejillas coloreadas y abundantes destellaron esplendorosas. Incluso su mismo tono de voz era infantil.

—Hay muchas luciérnagas en el jardín. Detrás de aquel montículo, por donde florecen los gladiolos…

El joven matrimonio, acompañado por sus doncellas, correteó un buen rato, persiguiendo libélulas por el jardín.

—Aquí, por aquí. Venid todos acá.

La animada voz de Shosetsuin, que así se expresaba, sobresalía entre la alborotada cháchara de las camareras; y se iba desplazando ya a este matorral, ya a la orilla de aquel regato.

Su educación había sido refinada, como correspondiera a una princesa que ha de desposarse con el señor feudal de una región; pero a sus catorce años había crecido hasta tal punto, con el estirón de brazos y piernas, que todo su cuerpo florecía de pura salud. Y a pesar de la molestia de sus largas mangas y faldas, corría a todo correr con la espontaneidad de un cervatillo.

Las camareras, viendo esto, sentían lo ridículo que era el tratamiento de «señora», y lo que les venía a los labios era llamarla «princesa».

—¡Eh! ¡Mirad! ¡Ya he cazado diez! —exclamó animadamente Terukatsu.

—¡Qué lástima que sólo tengo cinco! —replicó Shosetsuin.

—¡Mira! ¡Ya está aquí volando! ¡Ahí va! ¡Ésa es mía! —gritó Terukatsu echando a correr. También Shosetsuin echó a correr, no dándose por vencida. Así los dos, disputándose una luciérnaga, correteaban alrededor del estanque o bordeando las acequias, de tal modo que la escena sugería, más que una pareja bien avenida de recién casados, una inocente pareja de hermanos que estuvieran jugando.

Cuando se hizo de noche, el joven matrimonio metió las varias decenas de luciérnagas cazadas en jaulas de mimbre. Éstas se alinearon en el salón. Mientras las contemplaban, pasaron los dos a brindar con sake. Aún les sobraban ganas de divertirse.

Terukatsu se puso a contar anécdotas disparatadas y chanzas; Shosetsuin se reía de tal modo que no podía probar bocado, de pura risa. También las sirvientas, más que por lo gracioso en sí de las frases del señor, por lo desusado de su arrojo en estas lides, se sentían contagiadas de risa. Y cada vez que él decía algo, todas se doblaban carcajeándose.

Entonces dijo Terukatsu:

—Un momento, esperad todo el mundo un momento, que aún nos queda algo muy interesante por ver.

Y haciendo un gesto de asentimiento, él murmuró unas palabras al oído de una de las camareras.

Empezando por Shosetsuin y siguiendo por las camareras allí alineadas, todas a una dirigieron inmediatamente la mirada hacia una cabeza rapada a lo bonzo que apareció en el pasillo contiguo al salón, prácticamente pegada a las esterillas del suelo. La cabeza, que mostraba la palidez de un afeitado primoroso, pertenecía a un hombre postrado reverentemente sobre el tatami, que había sido conducido allí por la camarera.

—Vaya, con que ya estás aquí, bonzo de pacotilla —le espetó Terukatsu.

—Sí, señor —le contestó el de la cabeza rapada con una voz tenue y medrosa.

—¿De quién se trata? —preguntó Shosetsuin.

—¿Éste? Es Doami, el calvo. Voy a hacer que este tío nos divierta esta noche. Ya verás —respondió Terukatsu. Y a continuación dijo como conminando al hombre—: Oye, calvo, levanta ya los morros.

—Sí, señor —respondió Doami en el mismo tono.

—¡Estúpido! Deja ya de decir «sí, señor». Te he dicho que arriba esos morros.

—Sí, señor.

Pero esta vez, a una con el «sí, señor», Doami levantó de pronto la cabeza. Tenía la faz redonda. Era regordete, ataviado a lo bonzo como los servidores de té, y aparentaba unos treinta años. Sus ojos, grandes y redondos, se quedaron fijos, como asombrados. En su expresión, pretendidamente seria, había por eso mismo un deje bufonesco. Al ver su aspecto, alguien dejó escapar una risita entre dientes, y las sirvientas al punto se contagiaron echándose a reír.

—Bueno, bueno, no empecemos a reír tan pronto —dijo Terukatsu, tras refrenar con un gesto tanta hilaridad—. Ea, calvo. Esta noche es la ocasión. Haznos eso que tú sabes.

—¿«Eso»? ¿Qué queréis decir, señor?

Doami entonces, como un perro escrutando el rostro de su amo, miró a Terukatsu, y pestañeó una y otra vez.

—¡Ajajá! ¡Ja, ja! ¡Imbécil! ¿No sabes tú imitar muy bien un montón de cosas? Pájaros, bichitos, fieras, gente… con gruñidos, con gestos, con lo que sea, sabes imitar. Y realmente bien. Vamos, haz eso ya.

—¿Puedo yo dirigirle la palabra? —terció Shosetsuin.

—Por supuesto, pregúntale lo que quieras. Eso es. Tú le encargarás a tu gusto lo que sea para hacerle imitar cosas.

—Oye, tú, Doami. ¿Tú puedes imitar cualquier cosa?

—Estoy abrumado, señora. ¿Qué… qué debo hacer?

Doami volvió a hincar su cabeza de bonzo en las esterillas. Y con voz penosa y llorona gruñó:

—¡Cielos, cielos! ¡Qué disparate han hecho llegar a vuestro oído! Con todos los respetos, yo no me doy esa maña…

—Anda, anda. Ya está bien de embustes. ¿No has actuado para mí no sé cuántas veces?

—Qué palabras tan despiadadas las vuestras, mi señor. ¿Cómo podría actuar así ante la señora y sus damas?

—Ja, ja, ja… ¡qué tío este! «El halcón sabio esconde sus garras». ¿Eh?

—Se… se… señor…, estáis bromeando.

—Venga, venga, a actuar como sea. Que para eso te he llamado.

—Doami, haz una imitación de las luciérnagas —dijo Shosetsuin haciendo brillar sus ojos de niña traviesa.

Este Doami es, por supuesto, el autor que nos ha dejado el valioso relato concerniente al señor de Musashi con el título de Memorias de Doami. Desde hacía tiempo pertenecía oficialmente al personal del castillo, y con su simpatía y locuacidad había logrado ganarse a la gente. Esa noche había sido llamado por primera vez a palacio, donde residía la señora, para entretener a las damas.

Según cuenta el mismo Doami,

En mi juventud estuve sirviendo en el castillo del monte Tamon, y me dedicaron ante todo a trabajar en las habitaciones de los samurái. Entonces mi señor «de las nubes de la fortuna», a la sazón llamado Terukatsu, subprefecto de Kawachi, tuvo a bien poner en mí sus ojos diciendo: «ése es un calvo gracioso». Yo por mi parte, en mi deseo de corresponder a sus favores, me esforcé día tras día para complacerlo, sin permitirme el menor desliz. Él me llamó un día y me dijo: «Tú eres un buen imitador, y estoy pensando que esta noche hagas un número para entretener a las damas». Así es como fui conducido al palacio interior, y se me concedió el honor de comparecer ante la señora Shosetsuin.

Doami se encontró pues frente a una dificilísima orden de Shosetsuin.

—¿Qué dice la señora? ¿Imitar luciérnagas…? ¿Luciérnagas? —sollozó Doami encogiendo el cuerpo. Mientras farfullaba algo para sí entre lloriqueos, logró que la concurrencia por un momento le diera de lado. En realidad ésta era su treta acostumbrada: siempre, mientras hacía ademán de demorarse, se ponía a pensar un truco con que arrancar a la gente un «¡ah!» de admiración. Esperó hasta hacerse de rogar alborotadamente por parte de las damas, y por fin se puso en pie con un aire contrariado. Consiguió un abanico de no se sabe dónde. Entonces se fue a la zona más oscura de la estancia, y se lanzó a perseguir su propia calva con el abanico. Tan pronto como el abanico alcanzaba a la cabeza, ésta se escapaba ágilmente remontándose al cielo. En su huida, él parpadeaba hábilmente y componía admirables gestos y expresiones, llegando a transmitir con viveza la impresión del destello de una luciérnaga al encenderse y apagarse.

La mano que agitaba el abanico parecía pertenecer a otro, que fuera el verdadero perseguidor de la luciérnaga. Finalmente, cuando aquella mano apresó la cabeza con el abanico, la cabeza entre titubeos salió rodando de debajo del abanico. Mientras el abanico persistía en golpear a la cabeza —tras, tras—, ésta huía para volver a ser capturada.

Era un fiel reflejo del duelo entre una luciérnaga y una persona, jugando a perseguir y ser perseguida; realizado con tal habilidad que parecía imposible que se debiera al arte de un hombre.

El plan de Terukatsu había dado perfectamente en el blanco. Tanto Shosetsuin como las damas, cautivadas desde el principio al final del número por cada uno de sus movimientos, se doblaban de risa, como pensando qué bonzo tan raro tenían ante sí. Tras la luciérnaga surgieron otras varias peticiones con mala idea, y cada vez Doami hacía ademán de sollozar contrariado, pero a fin de cuentas no había número que le resultara irrealizable. Ya podían ser los pájaros más difíciles de imitar, o las bestias, o los insectos…, que él sabía captar cualquier deje característico, aunque fuera momentáneo, del animal para transmitirlo a los espectadores con la voz, gestos, etcétera, y lograr así el asentimiento general.

Él era ante todo un maravilloso maestro en la mímica. Con un ligero esguince de los ojos, o el corrimiento de una arruga, o la distorsión de la boca, lograba sugerir ya un talante, ya una forma, o un movimiento, o incluso un color. Pese a todo lo dicho, este bonzo, como artista que era con muchas tablas, sabía leer en la expresión del público, y cuando éste acusaba algún cansancio, se afanaba en echar mano a otras mañas para combatir el aburrimiento.

Por eso, cuando le pareció que ya había bastante de aquel tema, dio por terminada la imitación de los animales, y se puso a imitar borrachos, imbéciles, ciegos, y demás. Con esto resonó al punto un nuevo alud de carcajadas.

Shosetsuin, que se encontraba en esa edad en que hasta la caída de un palillo a la hora de comer resultaba divertida, aún no había visto en su vida a alguien tan hábil y gracioso.

—¡Ay, qué bueno! ¡Esto es morirse! —exclamaba, con los ojos llenos de lágrimas y llevándose las manos a las caderas.

Ella desde esa tarde se aficionó incondicionalmente a Doami.

—Nunca me he reído tanto como esta noche —le dijo a Terukatsu, al terminarse la diversión—. Pues vaya, qué bonzo tan original —añadió—. Estoy segura que con él delante no me aburriría en toda la jornada.

—Ja, ja, ja… ¿Tanto te ha divertido?

—Sí, sí. ¿Querrías llamar a ese bonzo de vez en cuando?

—Claro. Y si te cae bien, tómalo a tu servicio. Él encaja mejor en las tareas del palacio interior —le respondió Terukatsu con expresión complacida.

Desde entonces, y a instancias de Shosetsuin, Doami pasó a ocupar un empleo en el palacio interior, de cometido equivalente al de un músico o masajista ciego. Su misión era entretener y recrear a las damas. Y con su gracia y humor innatos se convirtió a los pocos días en figura popular. Por todas partes resonaba su nombre de boca en boca, con gran aprecio; y desde su llegada, en el palacio interior siempre reinó la animación, y jamás cesaban las risas.

—Cuando no está Doami lo echamos en falta, ¿verdad? —decía Terukatsu. Desde aquella tarde, él solía acudir con más asiduidad a pasar el rato en la habitación de su esposa; pues, atraído irresistiblemente por las bufonadas de Doami, no quería perderse ninguna de aquellas juergas.

Shosetsuin podía apreciar cómo la actitud de su marido, hasta entonces algo distante, empezaba desde luego a abrirse, gracias al jovial bonzo; y por ello se volcó aún más en favorecer a Doami.

Así, una tarde, mientras Terukatsu bebía sake en la habitación de su esposa, le dijo a ella:

—¿No te parece que las mismas bufonadas siempre de Doami ya nos aburren un poco? Esta noche yo mismo voy a ser quien hable, y de algo instructivo.

—¿Algo instructivo?

—Eso es. Estáis acostumbradas a pasar los días así tan tranquilamente. Pero si por ejemplo este castillo del monte Tamon fuera sitiado por tropas enemigas, ¿qué ibais a hacer? En tal ocasión hasta las mujeres tienen que ayudar a la lucha. ¿Queréis que os hable de esa disposición de ánimo?

—Sí. Estupendo. Estamos deseando escucharos.

Shosetsuin tenía la sensación de estar reconociendo en el semblante de su marido, más serio que nunca, la expresión mayestática de un bravo guerrero. Por ello corrigió inconscientemente su postura.

—Las mujeres no tienen por qué salir al campo de batalla. Pero en caso de asedio al castillo, hay también un trabajo apropiado para ellas.

Así, Terukatsu empezó a hablar, tomando como punto de partida sus propias experiencias de los doce años, cuando fue sitiado el castillo del monte Ojika, en otoño de 1549, año 18 de Tenmon.

—Así por ejemplo, existe el llamado «acicalamiento de cabezas»… —Y con esto, sus palabras iban pasando a describir el cuadro representado en aquel desván. Siguió explicando con detenimiento el modo de lavar las cabezas, de peinar los cabellos, de adherir las tarjetas de identificación, etc.

Además de la señora, las cuatro o cinco camareras que asistían también a la reunión, todas afinaban atentamente el oído y observaban en silencio el movimiento de los labios de Terukatsu, sin perderse ni una sílaba. Entretanto Terukatsu, a su vez, se iba sintiendo captado por su auditorio y parecía estar absorto en el tema. Era extraño verlo como esta noche, tan pausada y calmosamente dedicado a su relato; y cuando se ponía así a contar cosas tranquilo, en su elocuencia se hacía sentir el peso de una asombrosa gravedad. Cada una de sus palabras comportaba una solemnidad y un valor imposibles de ignorar.

Para colmo él, haciendo uso de una gran habilidad en contar historias —¿cuándo se habría impuesto en tal disciplina?—, pasó a describir vívidamente cuanto había presenciado en aquel desván: las numerosas clases de cabezas, sus expresiones, el color de la piel, las manchas de sangre y hasta el hedor del ambiente… como si todo flotara ante su mirada.

Shosetsuin y las camareras se quedaron asombradas, no sólo de la fidelidad de su memoria, sino además de su inesperada destreza en narrar historias; y luego se sintieron atraídas por el relato hasta el punto de experimentar que se encontraban ellas mismas presentes en la escena. Inconscientemente apretaban sus puños sudorosos, contenían el aliento y se ponían tensas, como encandiladas por el extraño fulgor que se acrecía en las pupilas de él.

—No, vosotras no vais a entender nada con sólo esta charla —dijo entonces Terukatsu; y empezó a rastrear con sus ojos, como palpándolos, los cuatro oscuros rincones de la habitación, aquel interior calmo y espectral donde la luz de las lámparas no alcanzaba.

Lo que en ese momento proporcionó un susto extraordinario a las damas era que las últimas palabras pronunciadas, aunque habían brotado desde luego de labios de Terukatsu, en el tono y en el acento eran distintas de las escuchadas anteriormente, y podía pensarse que algo nuevo y especial había sobrevenido allí. Y a más de todo esto, una sonrisa convulsa, crispada, enigmática, asomó a su rostro. El color se le tornó de pronto en palidez, y enseguida a ojos vistas su cara enrojeció vivamente, como si una oleada de sangre le congestionara la cabeza.

—Desde luego la cosa es que para enterarse bien hay que practicar sobre el terreno. Faltándonos una cabeza de verdad, no puede ser.

—¿Una cabeza de verdad? —preguntó Shosetsuin con voz sobrecogida.

—¿Te da miedo a ti ver una cabeza cortada?

—No, pero ¿de dónde vas a sacar una cosa así?

—¡Ja, ja, ja…! ¿No eres tú la mujer de un guerrero? No se podrá hacer nada contigo si en cuanto oyes hablar de cabezas se te cambia el color.

En realidad ella, más que asustarse de ver las cabezas, tenía miedo sobre todo de aquella mirada calenturienta de su marido, tal cual la de un poseso. Podía percibir una evidente falta de armonía entre aquellos ojos y la ancha mueca de sonrisa que se perfilaba en torno a su boca. Con todo, al ser así provocada por las palabras de él, ella reaccionó poniéndose tensa.

—Nada de eso, no soy tan apocada como tú crees. Las cabezas y esas cosas no me dan miedo.

—¿Estás segura de que no?

—Naturalmente.

—Entonces, tienes valor para mirarlas, ¿eh?

—Si se pueden ver, enséñamelas.

—Desde luego —dijo Terukatsu. Y añadió, volviéndose a las damas—: Y vosotras también, echad valor. Ahora voy a traer una cabeza para instruiros. Así que ensayad con ella. Si no aprendéis una cosa tan simple, cuando se presente la situación de emergencia no vais a servir de nada.

Al ver que otra vez se le iba el color, las damas estaban desconcertadas, de puro nerviosas.

—Llamad a Doami —dijo Terukatsu, y apuró de un trago la copa que tenía ante sus rodillas.

Una noche que me presenté ante mi señor de las nubes de la fortuna, el cual estaba acompañado por la señora, él me llamó para que me acercara y me dijo: «lo siento por ti, pero esta noche voy a disponer de tu cabeza». Parecía decidido a degollarme sin más. Pero yo no encontraba ningún recuerdo que me acusara, y me horroricé; y por más que me puse a gemir de angustia, él no me escuchaba. Viendo que al fin y al cabo no tenía escapatoria, me hice a la idea. Pero Shosetsuin, que últimamente me había dado muestras de su bondad, se compadeció de mí sobremanera, y medió para que se me perdonara la vida. Él inmediatamente se carcajeó: «No, no, si era sólo una broma. ¿Cómo iba yo a ensañarme con un inocente? Eres un tío con suerte. Sólo que a cambio de haber salvado la vida tienes que adoptar un rato la actitud de un cadáver, e imitar aquí mismo a una cabeza cortada. De ese modo no habrá que matarte». Así me habló. «¿Y cómo voy a salir de ésta?», me pregunté espantado. Él mandó retirar una de las esterillas del suelo y mandó abrir un agujero como de sesenta centímetros bajo la tarima[39]. «Tú te metes ahí abajo y por este agujero tienes que sacar la cabeza», me dijo.

En resumidas cuentas, que Doami tenía que asomar sólo la cabeza por el agujero, como si su cuello hubiera sido cortado y puesto sobre el suelo. Como él era un diestro imitador, la tarea podía no resultarle tan difícil. Pero imagínese lo que representa estarse durante largo rato sin mover ni una pestaña y sin alterar el gesto. Lo que se le pedía a Doami era ni más ni menos que esta difícil misión.

—¿De acuerdo? Tienes que hacerte a la idea de que estás muerto, y no moverte en todo el tiempo hasta que yo lo diga. Si te mueves, por poco que sea, entonces te pasaré por la espada —le dijo Terukatsu, en tono premonitorio. Luego se dirigió a las mujeres y les advirtió severamente—: ¿Estamos? Vosotras tenéis que tratarlo como si fuese de veras la cabeza de un muerto. Nadie puede pensar que Doami esté vivo.

Y, eligiendo tres mujeres, les asignó respectivamente las tareas de lavar la cabeza cortada, acicalarla, y fijarle la tarjeta de identificación.

Cuando se reunió todo el instrumental necesario para reproducir la escena del desván —jarra, barreño, incensario…—, el desgraciado de Doami se metió hasta los hombros en el agujero practicado bajo el suelo, y se convirtió en una cabeza inmóvil. Su expresión de difunto era del todo genial, pero al pensar en su talante bufón de siempre, cuanto más genial era, más se adivinaban por contraste sus tribulaciones reales, y el resultado no dejaba de ser cómico. Las camareras, considerando que aquel bonzo charlatán y de lengua suelta, servidor de té, estaba así ante ellas con los dientes crispados, luchando por sobrevivir, más que compadecerse de él se sintieron movidas a urdir cualquier travesura para hacerlo estornudar. Con todo, el dolor de Doami en este punto no era desde luego cosa de risa para él.

Puse un gesto desolado y concentré la pupila en un punto. Mantuve los párpados entreabiertos, y por más que la saliva se me agolpara en la boca, no podía tragármela; y aunque sintiera picor en las ventanas de la nariz, no podía contraer la cara. Pero lo más penoso de todo era que no podía ni pestañear. En verdad, para pasar por esta agonía, más me hubiera valido morir.

Ante estas quejas que él, lejos de su proceder habitual, vierte en sus escritos, no cabe duda de que la experiencia llegó a calarle hasta la médula.

Y no todo quedaba ahí, pues las mujeres se sirvieron de su cabeza como instrumento de prácticas, y la torcían a placer para uno y otro lado, lo cual ya era insoportable. Pero aquel bonzo ligero de cascos que era Doami también tenía su punto de descaro, y mientras pasaba por esas tribulaciones dedicaba su atención en lo posible a cuanto ocurría en la sala, observándolo todo. Como ya queda dicho, tenía la pupila fija en un punto, y apenas si podía captar con el rabillo del ojo lo que escasamente entraba en su campo de visión. Pero aun así, él estaba alerta a cuanto se hacía en la habitación y a los movimientos de las personas allí presentes. Miraba, y se mantenía a la escucha.

Lo más extravagante para Doami, convertido en cabeza, era que Terukatsu, su «señor de las nubes de la fortuna», se estaba tomando muy en serio, hasta las últimas consecuencias, aquel estúpido curso de acicalamiento de cabezas. Cada vez que las mujeres con el filo del peine golpeaban en lo alto de la cabeza de Doami, la ferviente imitación por parte de éste de una cabeza cortada se hacía humorística, y enseguida brotaban las risas. Terukatsu al oírlas reprobaba a la responsable, diciendo, mientras se le cambiaba el color de los ojos:

—¿Quién ha sido la que acaba de reírse?

Él mismo, para preservar el ambiente solemne, hablaba cuchicheando en voz baja, y tenía prohibido también a las mujeres alzar la voz. Así, si ocurría que alguien no se comportaba según sus deseos, su enfado era terrible.

Al principio las mujeres, viendo que el plan de aquella noche se pasaba un poco de extravagante, abrigaban sus dudas sobre si no se trataría quizá de una jugarreta para asustarlas. Desde luego, por muy lograda que fuera la expresión de Doami, por muy convincente que resultara su cabeza sobresaliendo del cuello, en realidad ésta seguía adherida a un cuerpo, y no era posible darle la vuelta a placer ni llevársela de un sitio para otro. Decididamente, no se prestaba por ello para practicar como era debido.

Ante todo, una cabeza de bonzo como la de Doami era imposible para ensayar peinados. Para eso más hubiera valido arrancar y traer una sandía, aunque fuera. Sería más cómodo y habría ahorrado la faena de abrir un agujero en el suelo. Además la actitud de Terukatsu, esta noche al menos, parecía disparatadamente seria por algún motivo, como si estuviera insinuando algo en el fondo. Y por ello las mujeres a su vez se hallaban desconcertadas sobre si la cosa iba de broma o de veras.

También Doami, convertido en cabeza, en ese punto compartía el desconcierto de las mujeres. También él pensaba en silencio si aquello, por las trazas, no sería una diversión tramada por el señor y las damas a costa de hacerlo sufrir a él. Sin embargo, la cara de Terukatsu, que de vez en cuando entraba en su campo de visión, no traslucía en absoluto esas ganas de juego. Doami se limitaba a captar vagamente la existencia de aquel rostro en alguna zona de su mirada. Pero al no poder mirarla derechamente, por eso mismo el miedo le acrecía en su imaginación los rasgos de ferocidad que flotaban ante él. Una de las razones por las que se le producían tales imágenes radicaba en la voz de Terukatsu.

Aquella voz susurrante con la que impartía enseñanzas a las mujeres y les explicaba cosas parecía la voz áspera de un enfermo con fiebre, y sonaba no sólo atiplada, sino extrañamente nerviosa y hasta mujeril. Doami nunca había tenido ocasión de oír esta extraña voz de Terukatsu. De siempre Terukatsu había tenido una voz fuerte, magnífica, forjada en el campo de batalla como corresponde a un guerrero. Pero esta noche salía con una voz temblona y contrahecha, como reprimiendo a más no poder sus accesos de ira.

Aun así, todo eso podía darse por bueno para aquel Doami convertido en cabeza, pues lo que podía sobrevenirle lo aterraba todavía más. Es decir, que a medida que se desarrollaba el curso de acicalamiento de cabezas, se había entrado en el tema de las cabezas femeninas. En esto, Terukatsu, señalando la cabeza de Doami, dijo:

—Esta cabeza tiene su nariz, así que no da ambiente de realidad.

Y también:

—Desde luego, todo lo que no sea una verdadera «cabeza femenina» no sirve para practicar.

A Doami, que estaba escuchando, le pareció en su miedo que los sentidos lo abandonaban. Las palabras iban tomando un derrotero de lo peor. De seguir así, en última instancia, la preciada armonía de sus rasgos faciales podía quedar mutilada. Había conseguido salvar la vida, pero lo que era su nariz parecía no tener salvación posible.

Terukatsu, según era de esperar, cogió la punta de la nariz de Doami, presionándola entre sus dedos como con una pinza.

—Esto es. Traedme esa navaja —dijo. Y añadió—: Es mejor librarnos de este estorbo sobre la marcha. Así esto se quedará chato y tendremos una cabeza femenina con todas las de la ley. Esta noche voy a hacer que todo responda fielmente a la realidad.

«Ya estamos», pensó Doami, resolviéndose en su interior a lo inevitable. Esta vez las damas, empezando por Shosetsuin, se quedaron como petrificadas de espanto. No obstante, Terukatsu, destellándole los ojos dementes inyectados en sangre, enfiló con mirada inquisitoria a las camareras, una por una.

—Pero, bueno… ¿qué estás haciendo? ¿No te estoy diciendo que me traigas la navaja?

Los ojos de Terukatsu entonces se habían detenido sobre Ohisa, una camarera de dieciséis o diecisiete años, la más agraciada de todas. Ella se escurrió levemente como queriendo esquivar aquella penetrante mirada, inclinó su cara inocente y algo mofletuda, y parecía estar rezando para que se alejara pronto aquel temporal. Terukatsu se quedó mirando la lustrosa cabellera negra que cubría las espaldas de la joven, y la fina línea de los dedos blanquísimos de aquellas manos que reposaban sobre las rodillas. En esto Terukatsu hizo aflorar a sus labios la sonrisa convulsa de antes.

—Ohisa —dijo, llamándola—. Tú, tráeme ya esa navaja.

—Sí.

La respuesta de Ohisa era tan débil que ni se oía. Acto seguido ella se levantó, con la cabeza aún inclinada. El aire de la habitación, que se había quedado silenciosa, se estremeció como en una gentil brisa, y la llama de la lámpara esparció sombras oscilantes sobre la cara de muerto de Doami.

Entonces dijo Terukatsu:

—Siéntate aquí. —Y tras hacerla sentarse en el suelo ante la cabeza, le dijo—: Corta tú misma. —Y añadió—: Mira, la navaja se coge así… eso es. Luego, esta nariz se corta desde aquí allanándolo todo, dejándolo limpio.

—S… sí.

—Hazlo, a ver. Ésta es la cabeza de un muerto y no debe asustarte en lo más mínimo.

—Pero… en fin… Por favor, dispensadme.

—¡Ya está bien! Nada de eso. ¡Corta! ¡Te digo que cortes!

La voz imperativa de Terukatsu sonaba aterradora para Ohisa, que no hacía más que temblar, sosteniendo aún en su mano la navaja. Pero más todavía que eso le resultaba pavorosa la expresión facial de Doami. La razón de ello era que aun en esta situación Doami permanecía como antes, con la vista clavada en un punto, y no había relajado ni una pizca de su expresión, manteniéndose quieto hasta producir una sensación siniestra. Ella llegó a pensar si Doami tal vez no estaría muerto de verdad, y le hizo alguna prueba, como apretarle la nariz de frente, o bien acariciársela. Los finos dedos de la joven salían con las yemas frías y humedecidas. Fijándose bien, observó que la «cabeza cortada» que era Doami chorreaba un sudor frío desde la frente, por las sienes.

En el mismo instante en que la hoja de la navaja brilló vivamente ante su cabeza, la tez de su cara «muerta» palideció por completo.

—Señor… —se oyó ahora la voz de Shosetsuin—. Voy a dirigiros un ruego. Concededle, por favor, el perdón.

—Ni hablar. Cortar la nariz de un muerto es de lo más fácil. Quien se asuste de ver sangre no sirve para nada. Por eso he pensado que le viene bien a Ohisa imponerse en el tema.

—Pero ¿y el pobre Doami, no os da pena? Vedlo en esa actitud, observando tan estrictamente vuestro mandato. ¿No lo encontráis admirable? Os lo ruego, pues: en consideración a tan ferviente conducta, tened a bien perdonarlo.

—Ja, ja, ja.

Inesperadamente, Terukatsu puso un gesto retraído, y se reía sin ganas.

—Bueno, bueno. Si así me lo pides tú, cambiaremos de idea.

—¿Sí? ¿De veras no sigues adelante?

—No, no sigo. En cambio, he tenido una buena idea.

Todas se estremecieron pensando qué les iría a decir esta vez.

—Ja, ja, ja —rió Terukatsu más animadamente—. Nada, que nadie se preocupe. Fue una broma lo que dije de cortar. Éste ha bordado su imitación, y yo sólo pretendía darle un susto.

Y añadió, volviéndose a Doami:

—Escucha, bonzo. Tú eres un tipo genial. Has hecho bien cuanto se te ha dicho. En gracia a tu buena disposición, voy a dispensarte del corte de nariz, pero a cambio de eso la voy a embadurnar de pintura roja. Ja, ja, ja, ja… ¿Qué tal, bonzo? ¿Agradecido? Si es así, responde.

La cabeza permanecía aun entonces inmóvil, callada como las piedras.

—¡Pero bueno! ¡Responde! Por esta vez te permito que hables.

Ante estas palabras, Doami rompió su silencio:

—Sí.

Con todo, conservaba inalterada la expresión de un muerto, y sus palabras parecían brotar así de algún lugar distinto de su cabeza.

—¿Qué tal, bonzo? Lo pasas mal, ¿eh?

—Sí.

—Pero por mal que lo pases, más te vale eso que sufrir el corte, ¿verdad?

—Sí.

—A… ja, ja, ja. ¡Vaya! ¡Qué tío con más chispa!

Al momento Ohisa trajo un pincel impregnado en rojo como sustituto de la navaja, y pintó de arriba abajo la nariz de Doami. Entonces, como era de esperar, aquellas jóvenes olvidaron su miedo anterior y se echaron por fin a reír con disimulo. Destacaba la risa de Shosetsuin, acompañando las subidas atipladas de aquella voz suya, tan natural y alegre como siempre. Casi sin pensarlo, las damas llegaron a persuadirse de que el número de aquella noche organizado por Terukatsu no pasaba de ser un juego malintencionado; y que al fin y al cabo Doami era allí el único juguete en las manos de todos.

—Doami, Doami —le decían, golpeándole, acaso, la cabeza—. Mira, tú estás muerto. Si te mueves, se va a enterar el señor, y dará buena cuenta de ti.

Y le pellizcaban las orejas o los carrillos, entre otras travesuras.

De modo que, si Doami pudo al fin salir deslizándose del agujero del suelo y volver a su ser de «Doami vivo», no fue sino hasta que todos dieran ya por buena la diversión, y se marcharan de la estancia.