Sobre la armadura de Terukatsu, señor de Musashi. Y del retrato de la dama Shosetsuin.

Viendo el retrato de Terukatsu que se conserva en casa de los descendientes del clan Kiryu, se puede contemplar su figura ataviada con un peto al estilo bárbaro[3]: espaldares de correíllas negras, y armadura con diseños vegetales. Sobre su cabeza, un yelmo con enormes prominencias laterales como los cuernos de un carabao. Con su mano derecha sostiene un bastón de mando de color escarlata. Su mano izquierda se apoya ampliamente abierta sobre la rodilla, hasta el extremo de tocar con su dedo pulgar la vaina de la larga espada. Calzando abarcas de piel, y con las piernas cruzadas hacia delante, aparece sentado con el torso erecto sobre una piel de tigre usada como alfombra.

De no estar enfundado en su armadura, cualquiera podría hacerse en cierto modo una idea puntual sobre su físico, pero —¡qué lástima!— con esta indumentaria sólo su cara queda patente. Entre los retratos de héroes que datan del período de las guerras civiles, no es infrecuente encontrar los de guerreros así ataviados, con una armadura protectora que les cubre todo el cuerpo.

En los libros ilustrados de historia, por ejemplo, suelen aparecer personajes como Heihachiro Honda, Yasumasa Sakakibara… muy semejantes al objeto de nuestra descripción: con porte mayestático y ademán indudablemente severo, pero al mismo tiempo produciendo cierta impresión de ceremoniosa rigidez, evidenciada por la cuadratura de sus hombros.

Narra la historia que Terukatsu murió a los cuarenta y dos años. Este retrato corresponde a una edad algo más joven, entre los treinta y cinco o treinta y seis años y los cuarenta, por lo que cabe colegir. Ofrece además una impresión de prestancia, con sus mejillas abundantes y su prominente mentón de corte cuadrado, de tal modo que no se lo podría calificar de hombre feo, aunque reina cierta desproporción en su cara por la magnitud de sus facciones en ojos, nariz y boca; y su fisonomía, por cierto, no desdice de la de un gran caudillo, apuesto e inteligente. Sobre todo sus ojos, que se abren redondos y grandes mirando hacia el frente, al encontrarse confinados por la visera del yelmo, despiden un fulgor aún más penetrante. Por encima de la nariz y en el espacio acotado por los dos ojos se alza una protuberancia carnosa, como una nariz menor, surcada horizontalmente por una gruesa arruga. Además, desde las dos ventanas de la nariz hasta las comisuras de los labios se extienden pronunciadas arrugas, confiriéndole al señor una expresión de disgusto, como si acabara de paladear algo amargo. Bajo la nariz y por la barbilla le crecen desordenadamente unos peláncanos que hasta se podrían contar, y configuran su barba de chivo.

No obstante, el elemento que más dignidad comunica a aquel rostro, es sin duda alguna el yelmo. Como queda dicho, lleva unas prominencias laterales como los cuernos vueltos de un carabao, y aparte, en su cresta frontal, luce un relieve de Taishakuten[4] aplastando bajo sus pies a un demonio. Además, todo el cuerpo de su armadura, del tipo de los bárbaros del sur, provoca una indecible impresión de algo fuera de lo corriente. No es que yo sepa muchos detalles sobre el tema, pero ese modelo de armadura forma parte del equipo guerrero de estilo occidental que fue introducido por holandeses o portugueses en la era Tenmon, hacia los años treinta o cuarenta del siglo XVI, época en que también las primeras armas de fuego entraron del mismo modo por la isla de Tanegashima.

El peto de la armadura aparece partido por su centro, y esa línea de partición se alza prominente, justo como si de un melocotón se tratara; la parte baja, a medida que desciende hacia la espalda, se reduce curvándose hacia arriba, para ofrecer el aspecto de una pechuga de palomo. Estas corazas, en tiempos de las guerras civiles, fueron altamente apreciadas entre los jefes guerreros, y posteriormente llegaron a forjarse imitaciones en el interior del país. Por todo lo dicho no tiene nada de particular que Terukatsu llevara puesta una de ellas. Con todo, ¿por qué razón habría de elegir tal armadura para su retrato? Y viniendo a este punto, no está nada claro, en verdad, si Terukatsu mismo ordenó en vida al artista que lo pintara, o bien si después de su muerte alguien reflejó la imagen del señor que había quedado en la memoria colectiva de unos cuantos. De uno u otro modo, el hecho me parece ser prueba fehaciente de que el señor tenía predilección por esta armadura y que se complacía en usarla con gran frecuencia.

A todo esto, si se contempla este retrato con la mente imbuida por ese señor de Musashi que sin más nos ha transmitido la historia, no nos embargará otro sentimiento que el de encontrarnos ante una gran figura como la de Tadakatsu Honda, Yasumasa Sakakibara o alguien por el estilo. Pero una vez que se han conocido sus puntos débiles y se han sondeado las intimidades de su vida sexual, si uno entonces se fija con más atención experimentará —sin descartar el influjo de los prejuicios— que en el fondo de la noble apariencia del héroe subyace una cierta desazón indescriptible; y llegará a percibir la que podríamos llamar agonía espiritual del señor, oculta tras su imponente indumentaria guerrera, y trascendida por una inefable melancolía. Así por ejemplo, esos ojos ampliamente abiertos, esos labios crispados en su cerrazón, esa furibunda nariz, la línea de sus hombros y demás, bastarían para inundar de pánico a cualquiera, no menos que la imagen de un tigre feroz. Pero si uno lo mira con más detenimiento, el retrato se asemeja a la expresión de un reumático cuando tiene que aguantar firme ese dolor que le va minando los huesos.

Además, en cuanto a la armadura de coraza estilo bárbaro, y al yelmo con sus cuernos vueltos de carabao y con su imagen de Taishakuten, si nos ponemos a hacer conjeturas, no podremos ahuyentar el pensamiento de que el señor se empeñó en equiparse con tan aterradora ornamentación para no dejar ver a los demás su debilidad interior. Sin embargo, esa figura armada, rígidamente firme, a causa precisamente de tan extraños arreos, se nos hace aún más antinatural, y ofrece una apariencia a todas luces contrahecha.

De suyo, puesto a enfundarse en una armadura con peto de pechuga de palomo, sería más propio si se hubiera sentado en una banqueta al estilo occidental; pero teniendo las piernas cruzadas, la coraza se proyecta toda extrañamente hacia delante, y la postura parece aún más rígida. En resumidas cuentas, que no se capta la sensación de carne musculosa y fuerte, curtida en el campo de batalla, que debía de alentar bajo la loriga. Sin duda por no ajustarse como un guante al cuerpo esa armadura —que había de proteger a su dueño e inspirar terror a los demás— es por lo que más bien da la impresión de unos grilletes que, encadenando al propio señor de pies y manos, le produjeran tormentos sin límite.

Cuando se mira el retrato con este pensamiento, se ve cruzar por las facciones del señor la sombra de una trágica y cruel agonía; y la figura armada del bravo guerrero viene a revelarse como la de un preso que gime maniatado en una atroz mazmorra.

Y si todavía uno agudiza su visión crítica —a propósito de la decoración frontal del yelmo—, ese Taishakuten aplastando bajo sus pies a un demonio simbolizará la bravura del señor, y ese vil diablo que se debate jadeando a sus pies también parece sugerir las bajas tendencias de que el señor dio muestras en ocasiones. Naturalmente, no es que el retratista pintara con esa intención en su mente, pues no tenía por qué saber nada de las intimidades del señor. Ocurriría más bien que la fiel reproducción de la realidad por parte del artista dio como resultado este retrato.

Haciendo pareja con esta pintura, había en la misma caja otro rollo guardado, que era el retrato de la esposa del señor. Ambas obras carecían de firma y sello, pero no sería erróneo inferir que las dos fueron pintadas por el mismo artista y en fechas muy próximas. La esposa de Terukatsu era hija de Chirifu, señor de Shinano, un daimyo o señor feudal del mismo rango que el clan Kiryu. Recibió alabanzas como fiel servidora de su esposo, y tras la muerte de éste se tonsuró, y tomó en religión el nombre de Shosetsuin; entonces recibía la manutención del clan paterno. Pero al no haber tenido hijos de su matrimonio, el atardecer de su vida estuvo marcado por la soledad. Habiendo sobrevivido a su marido por espacio de tres años, partió de este mundo.

Ciertamente, los retratos de los personajes históricos del Japón, cuando son retratos masculinos, captan fielmente las características individuales de la persona, y por ello abundan las obras maestras que dan la viva imagen de los allí retratados. Pero los retratos femeninos, por lo general, aparecen como estereotipados, y no pasan de ser reflejos de cierto modelo de belleza que una determinada época consideraba como el ideal.

Al ver ahora la imagen de esta dama, no cabe duda de que se trataba de una belleza de rasgos bien proporcionados; pero si la comparamos con retratos de otras esposas de daimyos de la misma época, no se puede reconocer nada especial como diferencia. En resumidas cuentas, este retrato podía pasar por el de la señora de Tadaoki Hosokawa, o la de Nagaharu Bessho, pues a los ojos del que contempla la obra, no aparece diferencia alguna considerable.

Sobre el rostro de estas bellezas estereotipadas se cierne siempre una gélida palidez. Así ocurre naturalmente con el semblante de esta dama; y cuando uno fija su mirada en torno a las mejillas, allí donde el empolvado blanco aparece a retazos caído y descascarillado, se advierte desde luego la forma redonda de la cara, ciertamente carnosa y en calma; pero allí falta todo aire de vida. Igualmente ocurre con la escultural y soberbia nariz. Sobre todo sus ojos, de corte alargado y sumamente finos, con esas claras pupilas que bajo unos párpados llenos de dignidad son frías como agujas, revelan una elegante clarividencia, combinada tal vez con una vena de frialdad.

Probablemente las esposas de los daimyos de aquel entonces, siendo sobre todo personas recluidas en las habitaciones que daban al norte, pasarían monótonamente sus días en estancias mal soleadas del interior de sus palacios, y por ello tal vez todas y cada una de ellas llegarían a adquirir esas facciones estereotipadas.

Cuando se piensa, sobre todo, en la vida solitaria de esta mujer, llena de abandono, ociosidad y llanto reprimido, se llega al presentimiento de que verdaderamente ella poseería las facciones aquí retratadas.