De la perplejidad[14] de aliados y enemigos. Y de cómo las tropas de Yakushiji levantan el asedio del castillo.

Según los relatos históricos, Masataka Yakushiji Danjo se puso enfermo encontrándose en el campamento sitiador del castillo del monte Ojika, durante el décimo mes de 1549, año 18 de la era Tenmon. Entonces Yakushiji levantó el sitio y se volvió a Kioto, donde murió de la misma enfermedad diez días más tarde, en su mansión de Aburakoji.

No obstante, de atenerse uno a la información contenida en Memorias de Doami por ejemplo, o en Mi sueño de una noche, no cabe duda alguna sobre la falsedad de tales asertos. Los que conocían la verdad, de entre los contemporáneos a los hechos, eran sólo unos pocos hombres de la tropa atacante; y de la parte del castillo, únicamente Hoshimaru.

En cualquier caso, esa noche, a los pocos momentos de escaparse Hoshimaru, en un lugar del campamento estalló un incendio, cuyo fuego alcanzó a verse desde el castillo, pero se decía que apenas había ardido una barraca, y que el incendio se había sofocado enseguida. Puede pensarse que entre los sitiadores se hallaba alguien dotado de una esmerada prudencia, el cual para encubrir el alboroto suscitado a medianoche bajo el pretexto de un incendio, llegó al extremo de provocar el fuego.

Se dijera lo que se dijese, si resultaba ser un fracaso aquel asesinato del general en jefe como consecuencia del descuido, ya no tenía nombre el que hubieran dejado escapar al malhechor… Y así los jefes militares se encontraban desde luego perplejos. Pero antes que ponderar eso y antes que nada, por el momento se dedicaron a rebuscar febrilmente la nariz por si estuviera caída en algún sitio. Ciertamente lo de que no hubiera nariz venía a ser aún peor que si no hubiera cabeza.

En la batalla de Okehazama, Yoshimoto Imagawa, que había desdeñado a su rival, perdió su propia vida, pero la cabeza se recibió luego en devolución, y ni que decir tiene que la nariz iba naturalmente adherida a ella. Pero ser desnarigado sin ser decapitado era ya el colmo del insulto, y ni siquiera en el propio campamento podía divulgarse el tema. Y como primera medida, al parecer, obligaron a los testigos de la escena a un silencio cómplice, y difundieron la especie de que el alboroto de trompas y tambores se había debido al incendio.

Sin embargo, aunque obrando de este modo lograran engañar a sus propios soldados, ¿no vendría la evidencia a manifestarse desde el lado contrario? ¿No se destacaría un emisario, con aquella nariz respetuosamente colocada sobre una bandeja con peana, diciendo: «Una prenda muy estimada del señor Danjo ha caído fortuitamente en nuestras manos. Como sin duda os será necesaria, venimos a devolvérosla»…?

Los veteranos de Yakushiji, agobiados por tal preocupación, no dejaban de temblar en su interior. En éstas, fue abriendo el día, y solapadamente amortiguaron el ataque para observar el aspecto que ofrecía el castillo, pero por mucho tiempo que pasara, el castillo no emitía comunicación alguna; y por ello llegaron a sospechar si se trataría de una estratagema.

Algunos propusieron la idea de que el asaltante del dormitorio del general no habría sido uno de los espías del castillo, sino un ladrón, o tal vez alguien que albergara cualquier resentimiento particular contra el señor. Pues de haber sido un samurái, no tenía por qué haber dado en la travesura tan absurda de cortarle la nariz. Este razonamiento tenía también su punto de lógica, pero no faltaban los que opinaban que, incluso un samurái del castillo, apurado de tiempo para cortarle el cuello, podía haberse fugado con la nariz, pretendiendo indudablemente servirse de ella en todo caso como motivo de escarnio.

En tanto que los atacantes trataban de desentrañar el enigma de los del castillo, los defensores a su vez, sin entender por qué el ejército sitiador, enardecido ya por el triunfo, había remitido de pronto en su ataque, se sentían desasosegados. Ellos habían luchado poniendo su única esperanza en que algún cambio político se produciría en Kioto; pero ni llegaba noticia alguna al respecto, ni tampoco era lógico que los sitiadores, habiendo sostenido el ataque hasta el presente, levantaran el asedio cuando ya estaban palpando como cosa fácil e inmediata la rendición del castillo.

Con todo, el campamento enemigo, desde por la mañana, se mostraba particularmente cauto, sin el redoble de tambores en señal de carga, sin responder a los disparos que ocasionalmente se les dirigía desde el castillo, consolidando sin cesar sus defensas en medio del silencio… ¿Cuál podía ser la razón de todo ello?

A propósito, como la noche antes parecía haberse declarado un incendio en el campamento enemigo, posiblemente algo extraño habría ocurrido sin duda; pero por más que se enviaron espías, no se pudo dar con la clave del enigma; en el castillo, de todos modos, como el asunto no era para menos, se había reunido Ikkansai con sus principales oficiales, y todos fueron exponiendo sus opiniones para hacer un diagnóstico de los hechos; pero cada uno iba dando su interpretación, que no pasaba de ser una conjetura coherente, y tanta variedad de opiniones no conducía a ninguna parte.

Incluso se llegó a proponer que más valdría salir a la desesperada en un ataque abierto; pero también, al desconocerse las intrigas del enemigo, eso mismo resultaba peligroso. Como entretanto la situación podía aclararse, se optó por no iniciar ningún movimiento mientras que el enemigo se mantuviera inmóvil. Y por fin llegó también la tarde sobre aquel día.

Mientras amigos y enemigos eran así poseídos por los fantasmas de sus propias elucubraciones, Hoshimaru se consumía angustiándose en soledad por el fracaso de la noche pasada. Aún no sabía con certeza si el hombre que él había matado entonces era a fin de cuentas el general en jefe de los enemigos, o no lo era. Pero al ver amortiguarse repentinamente desde por la mañana el ímpetu de los atacantes, empezó a convencerse de que era desde luego el general; aunque el júbilo que lo invadió no lo impulsaba a ir contando a la gente su hazaña.

Cuando se es niño, cualquier travesura motivada por un inocente capricho puede desencadenar un suceso insospechado, que llevará a los adultos a poner el grito en el cielo. Esto ocurre a menudo, y en tales ocasiones, si el niño dice a los mayores que él mismo ha sido el causante de lo ocurrido, ¡hasta qué punto esto aliviaría a todos! Pero como teme la reprimenda, cada vez se le hace más difícil tal confesión; y confiando en que nadie va a caer en la cuenta, da por zanjado el asunto haciéndose el desentendido. La disposición interior de Hoshimaru tenía mucho que ver con esto. Si él saliera ahora con la confesión de que el cambio de perspectivas en el campamento enemigo se debía a que él mismo anoche había hecho esto y lo otro…, los de su bando volverían enseguida a mostrarse animados, al liberarse de una preocupación sin sentido; y sobre todo, Hoshimaru mismo ¡qué honrosamente se había portado!

Si se supiese que en plena adolescencia había actuado de ese modo, su propio padre Terukuni, Ikkansai y demás… ¡qué alabanzas le dedicarían! Pensando esto, no cabía en sí de impaciencia por contar lo sucedido; aunque en realidad su gesta se había logrado por pura casualidad, y al reflexionar sobre que también saldría a la luz la otra cara de los hechos, con los motivos inconfesables allí escondidos, de nuevo lo embargaba el miedo.

Y además, no contando con pruebas ni con testigos…, por más que se revelaran los hechos, ¿quién querría creerlos? De haberse lanzado a confesar anoche, cuando volvía recién fugado del campamento enemigo al fuerte principal, podía haber conseguido que lo creyeran. Pero el caso es que antes de enfundarse en el lecho había echado al fuego de una gran hoguera de vigilancia su ropa y todo cuanto llevaba manchado de sangre, de modo que se había tomado más bien el trabajo de destruir las pruebas. Ahora le quedaba como única evidencia aquella nariz que guardaba contra su pecho, celosamente envuelta en un papel. Si llegara a airearla a la luz pública, ni que decir tiene que su precioso secreto dejaría de ser tal.

Aun por encima de todo eso, lo que más apesadumbraba a Hoshimaru era el que su acción tan cuidadosamente premeditada de la víspera, conducida tan sin tropiezos hasta su punto culminante, hubiese fracasado justo en ese último momento. Y como en el campamento enemigo se habrían aprendido la lección de la noche anterior, habrían extremado sin duda el rigor de la vigilancia, y desde luego ya no se le depararía de nuevo una ocasión propicia para infiltrarse del mismo modo.

Él, de vez en cuando, tras cerciorarse de que nadie rondaba alrededor, se sacaba de entre los pliegues del kimono el consabido pedazo de carne, para abismarse secretamente en sus fantasías. En su mente había quedado impresa con toda claridad la cara del muerto en el instante mismo en que se le sajó la nariz, y cada vez que sacaba ese trozo de carne se le evocaba aún más vívidamente aquel rostro. Pero, a todo esto…, «¡si yo al menos tuviera en mis manos aquella cabeza…!», y con esta idea sentía redobladas sus ansias de volver clandestinamente a aquel lugar.

Era de imaginar que, siendo aquél el cadáver del general en jefe, se encontraría ahora respetuosamente colocado en aquella cámara interior del campamento. Hoshimaru se imaginó la disposición actual de la habitación: se imaginó el venerable reposo de aquel cadáver, con su faz elegante e inexpresiva, y su cutis suave; y, en esto, se imaginó la zona central de aquella cara, convertida en un hueco. Y era cabalmente como un tesoro inencontrable en el mundo, o algo así capaz de excitar la codicia de cualquiera.

Sin embargo, la mayor contrariedad para Hoshimaru era el hecho de que, al suspender ambos ejércitos las hostilidades, las mujeres del desván habían visto suspendido consecuentemente su trabajo. Ya se le venía al traste para siempre la esperanza de poder colocar ante la mujer aquella cabeza, aun en el supuesto de que lograra hacerse con ella. Pero en cambio, las mujeres que se habían quedado sin trabajo se reunían de nuevo en la habitación de Hoshimaru y, formando un círculo en torno a aquella anciana, no paraban de charlar de la mañana a la noche. Y así él tuvo ocasión de acercarse de vez en cuando al corro de las mujeres, y de lanzar miradas furtivas a aquella muchacha, que se encontraba en el círculo.

Pero no hay nada tan pasajero y desesperanzado como el secreto amor sin respuesta que siente un joven hacia una mujer mayor que él. Sin pretenderlo, ella había encendido en el pecho de él la llama de una misteriosa pasión; y a esta muchacha, que representaba el hito primero de una turbulenta vida sexual que él había de vivir a sus cuarenta y dos años, Hoshimaru dedicaba sin más sus anhelos como soñando en la distancia, y apenas tuvo relación directa con ella.

A raíz de su escasa participación en los corros de charla, él pudo oír la voz de ella en medio de la conversación, y pudo también contemplar a hurtadillas la sonrisa que afloraba en su rostro; y conformándose con esta especie de consolación, iba él desgranando sus días. No obstante, aun en tales circunstancias, el joven tejía sus fantasías de la escena del desván en torno a esa sonrisa; y en esa expresión sonriente, que no pasaba de ser una efusión natural de simpatía, adivinaba él un tinte de crueldad, que por cierto no dejaba de producirle placer.

Cuando él oía decir a las mujeres «Parece que ya se termina el asedio al castillo», o por ejemplo «Se ve que el castillo se ha ido salvando de milagro», más bien se sentía contrariado y triste. Pues lo que él deseaba de verdad era que el asedio se prolongase día tras día, y poder así permanecer más tiempo de algún modo junto a la joven.

De esta manera ambos bandos continuaron enfrentados por cuatro días, provocándose mutua desconfianza; pero al quinto día los sitiadores levantaron por fin el cerco del castillo, desmantelaron su campamento, y se retiraron. Los oficiales veteranos del ejército de Yakushiji, no pudiendo encontrar la nariz, y sin la menor idea sobre quién podría ser a fin de cuentas el autor del hecho, dominados quizá por el miedo, decidieron difundir la especie de que «el señor Masataka Danjo ha enfermado de pronto», y se marcharon haciendo llevar el cadáver en un palanquín.

Ya para aquel entonces se había ido divulgando entre ambas tropas la noticia de que alguna emergencia le había sobrevenido al general en jefe; y no pocos se imaginaron que hasta podía haber muerto, pero ni uno solo puso en tela de juicio el rumor de que la causa había sido una enfermedad. Sin embargo, si los soldados que portaban el palanquín hubieran echado una mirada tan sólo al rostro del «enfermo» que iba allí dentro, ciertamente se habrían llevado una buena sorpresa, pues aunque las bacterias de la enfermedad que causa la caída de la nariz entraron seguramente en Japón en torno a esas fechas, a la par que el tabaco, todavía no serían generalmente conocidas por aquel entonces.

Las anécdotas de la vida del señor de Musashi cuando —en su infancia— aún se llamaba Hoshimaru, se terminan aquí; pero permítasenos citar brevemente lo referido por las Memorias de Doami sobre los acontecimientos de esta época:

«Jimbei Kawagoe supervisó la retirada de los soldados enemigos cuando éstos abandonaron la segunda ciudadela y la tercera. Los nuestros, entonces, sin perder un instante, salieron del fuerte principal al ataque, y acosaron a los contrarios echándose sobre sus talones, pero Ikkansai detuvo a los suyos diciéndoles que sacar partido de la desgracia ajena era indigno de un samurái, y que si Masataka Danjo estaba enfermo, de ninguna manera era lícita la persecución.

»Ya que todo el mundo en el castillo se había hecho a la idea de una muerte inevitable, el regocijo fue general y desbordante, y en las torretas de acá y allá fueron apareciendo enseguida las alfombrillas de las celebraciones, que se solían extender para brindar sobre ellas con sake hasta la embriaguez.

»¿Adónde se irían en esta ocasión las mujeres rehenes? Tal vez aprovechando la feliz coyuntura, se despedirían para regresar cada una a su tierra. El caso es que yo deseaba ver cada vez más a aquella joven, y la busqué por todos sitios, pero al fin y a la postre no logré verla, y todo se me quedó en deseos. Al preguntar por ella, alguien me dijo que era hija de Ida, señor de Suruga, y que se llamaba Teru. Si al menos tuviéramos ocasión de vivir otro asedio, volveríamos a encontrarnos. ¡Ah, si otra vez los atacantes se nos echaran encima! Tal era mi más ferviente deseo».

Son palabras de mi señor.

Ese anhelo de un joven así expresado —«si tuviéramos ocasión de vivir otro asedio, volveríamos a encontrarnos, etc.»— recuerda el caso de Oshichi, la del verdulero[15], y no deja de tener su gracia.